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Discoteca El Plaza. Managua, Nicaragua, 1972.

Terremoto en Managua: 6.3 Escala Richter

Intempestivamente la tierra despertó. En fracciones de segundo, el viejo centro de Managua se vino al suelo. Una inmensa estela roja se apoderó del cielo. Los presagios de las abuelas supersticiosas, que olfatearon el siniestro, se cumplían. El reloj de la antigua Catedral se estacionó en su propio tiempo: el tiempo de la calamidad. La catástrofe entró sigilosamente en la noche. Para algunos, apenas empezaba la vida nocturna, para otros, ya adormecía. La ilusión de la Navidad se evaporó. La gente despertó entre escombros y caminó por encima de ellos. El brillo de la bella capital se desplomó al colapsar las construcciones de taquezal, adobe y concreto.


Restos de un edificio en Managua, después del terremoto. Managua, Nicaragua, 1972.

A las 12:35 de la media noche del 23 de diciembre de 1972, Managua sucumbió con un terremoto oscilatorio de magnitud 6.3 en la escala de Richter, seguido de dos réplicas; tuvo una profundidad de apenas 5 kilómetros. Perdieron la vida cerca de 20 000 mil personas. De nuestra querida Managua solo quedarían los recuerdos y la destrucción.

Esa noche, Carlos, Alejandro y yo estuvimos en la Discoteca El Plaza, ¡la misma que una hora después se derrumbo! Salimos de allí a una fiesta. El sismo hizo retumbar el agua de la piscina alrededor de la cual nos encontrábamos. Carlos tuvo que sostenerme para que no cayera, debido a las heridas que sufrí en mis pies luego de caminar sobre los vidrios rotos de unos ventanales. Corrimos despavoridos hacia nuestras casas, para ver cómo estaban nuestras familias.

En el camino, Carlos me dijo que fuéramos primero a mi casa porque la suya estaba construida para soportar un terremoto de esa magnitud, pero que donde yo vivía sí podría haber inconvenientes. En el trayecto veíamos hoyos enormes separados por grietas profundas, abiertas debido al fuerte movimiento. Afortunadamente, todos se hallaban bien y la casa estaba en pie, aunque tuvo algunos daños. Después corrió hacia la suya y para su sorpresa y espanto, encontró la casa en el suelo. Su hermana Lucía se salvó por segundos, ya que estaba acostada pero con el movimiento de la tierra se levantó antes que la pared del cuarto cayera sobre la cama. Sus padres y sus hermanos también estaban vivos de milagro. Los padres de Carlos trataban de encontrar a Silvio, el hermano menor porque este no salía, hasta que Carlos les dijo que se tranquilizaran pues él no estaba en casa ya que esa noche se había escapado. Efectivamente estaba de fiesta. La casa de Carlos debieron reconstruirla por completo.


Edificio en Managua después del sismo. Managua, Nicaragua, 1972.

Fue una experiencia terrible, sobre todo para mis padres y abuelos, porque no se podían imaginar un terremoto después de todas las adversidades por las que habían pasado. Ellos disfrutaban de una fiesta en la casa de unos amigos. Tiempo después, mamá contaba con su mejor estilo cubano, que después de bailar tan sabroso al ritmo de una orquesta, salieron tumbados por el suelo en cuatro patas.

En nuestra casa se movieron los muebles y adornos, se rompieron vidrios y aparecieron algunas grietas menores en las paredes. Debido a las réplicas, dormimos durante varias semanas en la calle, después de sacar el sofá y algunas camas. DIASA, la empresa de papá fue saqueada, como todos los edificios que aún quedaban en pie.

Mis padres decidieron enviar a mis abuelos a los EE.UU., ante el colapso pues no había hospitales y la situación se tornaba crítica; eran personas mayores delicadas de salud y no podían permanecer con nosotros. Por su condición, con ayuda de unos amigos guatemaltecos de papá, enviaron un avión para trasladarlos. Alejandro regresó a continuar con sus estudios en Missouri y yo me quedé, por un tiempo en casa, hasta que fui a estudiar a Miami pues, en Managua no quedaron colegios en pie. Otra separación más.

El terremoto trajo un nuevo cambio a nuestras vidas y tampoco Managua volvió a ser la misma. El desarrollo económico del país se truncó. Nicaragua retrocedió cinco años. Las estadísticas reportaban 20 000 muertos, 40 000 heridos, y entre 280 000 a 300 000 damnificados. La tragedia conmovió al mundo y la ayuda internacional mitigó, en parte, las necesidades de la población más vulnerable, que lo perdió todo. Poco a poco, estas personas resurgieron con gran esfuerzo para reconstruir sus vidas y hogares.

Nuevamente desolados por una tragedia y el alejamiento de mis seres queridos; papá, con la actitud emprendedora que lo caracterizó en todo momento, construyó una casa propia, la que habitamos hasta el año 1979, cuando comienza otra historia para la familia.

Y después… la revolución sandinista.


Vivian en el Colegio Americano a los diecisiete años. Managua, Nicaragua, 1971.

Cambiando el rumbo

Mi vida tomó otro rumbo. Estaba decidida a arrancar con pie firme. Carlos insistía en que debía estudiar una carrera, y ese fue el empuje que necesitaba. Ingresé al Barry College de Miami, en 1975. Fue mi opción después que el Colegio Americano quedó aplastado piso contra piso. Por suerte, el terremoto sucedió pasada la medianoche, porque de lo contrario, la cantidad de muertos hubiese sido mayor.

Toda la vida fui amante del arte y por eso me inscribí para estudiar Decoración de Interiores. Me encantaba la decoración, pero mientras estaba aplicando a esta carrera, cerraron ese departamento. Entonces decidí matricularme en Artes Liberales. Tomé clases de dibujo, artes en metales y clases generales sobre historia del arte y técnicas pictóricas.

Papá me visitó en Miami en una ocasión y asistió a una de mis clases en la universidad. Justo aquel día nos llevaron un modelo que entró en bata de baño, la cual se retiró con mucho estilo quedando como Dios lo mandó al mundo, ante los ojos asombrados de mi padre y los míos, ya que no me esperaba tal actividad ese día, o ¡habría impedido que mi papá asistiera! A su regreso comentó con mamá ¿Cómo es posible que tu hija esté pintando un hombre desnudo, cuando lo más difícil de dibujar es la mano del hombre? ¿Por qué te la tienen que poner a pintar un hombre desnudo?».

Yo era muy apegada a mi mamá. El estar separada de ella nos causó a las dos una inmensa tristeza. Había pasado un año en el Barry College. Tuve que renunciar a mis estudios, más por la añoranza de mamá que no resistía nuestra separación. Había creado un alto nivel de dependencia hacia ella y decidí regresar a su lado; ambas nos necesitábamos. Esta experiencia me enseñó que la dependencia no es buena. Mamá no conducía vehículos y su chofer , ¡que era yo! siempre estaba lista para llevarla a las tiendas; ambas nos acompañábamos mucho y pasábamos el tiempo muy contentas estando juntas. ¡Qué lindos momentos!

Ingresé a la Universidad Centroamericana (UCA), la primera universidad privada creada en Centroamérica. Hice tres años de Humanidades e Historia, con grandes maestros que recuerdo con especial admiración.

Nuestro noviazgo continuaba. Carlos nunca fue un hombre difícil. Jamás se detenía, siempre andaba a mil. Era complaciente y ¡también incansable! aunque algunas veces dominante. Mi seguridad en lo que deseaba hacer con mi vida se acrecentaba. Las condiciones materiales de Carlos no eran para mí el centro de atracción. Mi amor por él era más grande que la ambición que puede sentir cualquier mujer, al encontrarse con un hombre de su posición económica.


Vivian y Carlos en una fiesta de disfraces. Granada, Nicaragua, 1973.

La distancia terminó fortaleciendo nuestro amor. El deseo de encontrarnos en cada viaje de Carlos a Nicaragua era cada vez más fuerte, y sentíamos la necesidad de compartir nuestras vivencias diarias. Un par de veces fui a California, a escondidas de mis padres, para ver a Carlos. Viajaba el fin de semana y me quedaba cuatro días. Al regresar, le escribía cartas para contarle lo que hacía en su ausencia. En otras oportunidades, cuando él llegaba y mi papá no me daba el permiso para salir, me escapaba por la puerta de la cocina con el consentimiento de mi mamá. Ella giraba hacia atrás las manecillas del reloj para que disfrutara un poco más, cuando salía con la aprobación de papá. Nunca me dieron las llaves de casa y siempre mamá me esperó despierta en el sofá de la sala.

Otra de las formas que encontramos para comunicarnos fue el sistema de radioaficionado. Carlos era gran amante de ese sistema, capaz de apoyar a las comunidades en riesgo ante situaciones de emergencia. Durante muchos años, se requería demostrar habilidad con el código Morse para obtener licencias de aficionados. Carlos obtuvo la suya y, donde estuviera, lo instalaba. Por otra parte, hacer una llamada de larga distancia en esos tiempos era excesivamente caro; ¡la formulita nos ahorró durante cinco años una buena suma de dinero!


Vivian y Carlos el día de su compromiso. Managua Nicaragua, 1975.

En efecto, nuestra relación funcionó a larga distancia. Yo hablaba por el teléfono y Carlos por su radio. No era fácil hablar con esta tecnología, porque todo era «Carlos, te quiero mucho, cambio y fuera»… y cualquiera podía escuchar la conversación. Debíamos contar con una clave para lograr la ansiada comunicación, la mía era: «Dos corazones contentos»; y la de él: «Charlie papa, un corazón partido».

Establecimos la fecha de septiembre del siguiente año para casarnos. Carlos debía concluir su maestría y al final trabajar por espacio de dos meses en un banco en EE.UU., y así alcanzar mayores conocimientos en la especialidad de Finanzas. Ese período nos sirvió a mamá y a mí para preparar la boda. Carlos, después de sus dos meses de trabajo en el banco, decidió regresar desde San Francisco por tierra a Nicaragua. Lo hizo en compañía de su hermano Alfredo. Un viaje que debía ser de una semana les tomó mes y medio. Yo estaba enojada porque deseaba que él estuviese conmigo para decidir ciertos detalles de la boda. Se apareció en el mes de agosto con una gran sonrisa de oreja a oreja, a un mes del compromiso, aduciendo que ese viaje era su «despedida de soltero».

En sus últimas vacaciones en diciembre de 1975, me entregó el anillo de compromiso. Estábamos en casa, delante de mis padres, mis abuelos y sus padres.

Mi familia estaba feliz, su hija del alma se casaba.


Vivian y Carlos el día de su matrimonio. Managua, Nicaragua, 4 de septiembre de 1976.

La felicidad toca a mi puerta

Carlos llegó a mi vida para quedarse. Sin saber a qué hora se convirtió en parte de mi ser. Era más de lo que habría podido esperar; era el sueño soñado pero también representaba mis ansias de libertad. Su presencia me llenaba completamente. Su gran inteligencia y personalidad cautivan siempre y no fui la excepción.

También el amor era una especie de independencia. Carlos me transmitió su seguridad y empecé a tener mayor confianza en mí misma. Y con él aprendí a decir “No”... (bueno..., ¡a veces!).

Los cinco años de noviazgo a distancia avivaron el fuego de un amor que aún no se extingue. Me enamoré de él totalmente, con ese amor puro y verdadero. Él como persona llenaba mis espacios. Sin duda la enseñanza de papá en cuanto a estimar a la gente por su verdadero valor, por lo que son y no por lo que tienen, sumado a la forma como me marcó la salida de Cuba, nos puso los pies en la tierra; podía no tener nada y mi moral siempre estuvo alta respecto a eso. Mis padres se relacionaron con las personas por lo que eran, no por lo que tenían. Mi matrimonio con Carlos fue por amor.


Vivian y Carlos el día de su boda. Managua, Nicaragua, 1976.

Para mis padres Carlos fue un hijo que llenó en gran medida el vacío que dejó mi hermano Alejandro.

La boda eclesiástica fue organizada por mis padres, y en algunos detalles se pusieron de acuerdo con doña Nena, mi suegra. Nos casamos en la iglesia de San Francisco. Carlos nombró sus padrinos y yo los míos. Pero tuvimos como padrinos al presidente Anastasio Somoza y su esposa doña Hope Portocarrero Debayle, quienes por protocolo debieron ser los padrinos principales. Fue un trago amargo para la familia de Carlos, particularmente para don Alfredo Pellas, por ser parte de la oposición. Mi padre había hablado previamente con él para explicarle que tenía dentro de sus invitados al presidente dado el buen trato que éste había dado a los cubanos exiliados. Don Alfredo Pellas, como el caballero que era le respondió: «Pepe, lo que tú quieras está bien».


Vivian y Carlos el día de su boda, en la iglesia de San Francisco. Managua, Nicaragua, 1976.


Vivian y Carlos, acompañados de sus padres. Managua, Nicaragua, 1976.

Disfrutamos de la fiesta hasta las 5:30 am rompiendo la costumbre por la cual los novios abandonan la reunión a la una de la mañana. Al día siguiente partimos con destino a Miami y de allí, dos días después, a Europa.

Nuestro aeropuerto de destino fue Madrid y posteriormente en tren a Portugal, para buscar un carro Volvo enorme que el papá de Carlos le financió para comprar en Lisboa. Lo usamos el mes de la gira de luna de miel y lo vendió en Nicaragua al mismo precio que lo compró, como buen hombre de negocios. Fue un viaje bastante cómodo porque no tuvimos que movernos en trenes con la molestia de cargar maletas en las terminales o el uso de taxis, por todos los sitios que visitamos. Viajamos con un bajo presupuesto y lo hicimos rendir al máximo.


Carlos Pellas y su suegro, José Fernández. Miami, FL. 1982.

En Roma fue divertido, aunque difícil manejar por sus calles estrechas y rarísimas, con acceso único en una sola vía. Esto a pesar de que el mayor atractivo radica en sus callejuelas con pequeñas tiendas de barrio, lo que le da ese encanto que tiene la capital italiana, ideal para transitarla a pie.

Pasábamos tres o cuatro días en un lugar, si nos aburríamos nos íbamos a otro. Llegamos con gran entusiasmo a Niza, pensando que estaríamos unos cinco días, pero nos tropezamos con la dura realidad de las piedras en sus playas. Nuestra mayor sorpresa fue ver a la gente que se acostaba encima de ellas. Resultó una decepción sobre todos los lugares visitados, por la fama creada como el sitio más romántico del mundo. Nada de encantador. En ese momento, añoramos nuestra playa San Juan del Sur.

En Niza estuvimos tres horas y nos marchamos, para encontrar Saint-Tropez, un lugar maravilloso. Es una localidad y comuna francesa ubicada en el departamento de Var, en la región de Provenza, uno de los centros turísticos más importantes de la Costa Azul.

Todo era espectacular, pero volvíamos a nuestra realidad. Fue un viaje inolvidable. Nuestra luna de miel nos llenó de vitalidad para emprender juntos una nueva vida.

Ya en Nicaragua, nos quedamos con mis padres durante quince días. Luego alquilamos una casa y a los dos años construimos una propia, la misma en la que vivimos actualmente, pequeña y cómoda; la hemos ido ampliando. Nos satisface vivir para nosotros como familia, en una casa llena de nostalgias y de recuerdos bellísimos, rodeada de mucha naturaleza que nos comunica una paz inmensa.

Encontrar a Carlos en mi vida y caminar de su mano ha sido una bendición de Dios. Y si ya era importante para mí en aquel entonces, cuanto más en todo lo que significó su presencia en los acontecimientos que estaban por venir...


Vivian y Carlos con don Alfredo Pellas y doña Carmen Pellas, padres de Carlos. Managua, Nicaragua, 1975.

Una nueva vida

No imaginaba que, al casarme, viviría comprometida a una vida social intensa. Carlos recién asumía la dirección de algunas empresas y eso le exigía relaciones con diversidad de personas, tanto en Nicaragua como en el exterior. Me sentía extraña, pero feliz. Me preguntaba si esto sería así para toda la vida. En una de tantas reuniones familiares, un tío de Carlos comentó: «Ahora Vivian y Carlos van a representar a la familia y tienen que asistir a todos los compromisos». Mi respuesta fue: «Un momento, yo no me casé para eso, lo siento mucho, yo voy a decidir con mi marido a dónde vamos». No sé si dijo eso en broma, pero mi respuesta fue categórica.

Es cierto que a algunos eventos sociales me agradaba asistir. Lo hacía con gran placer y felicidad. Pero todo tenía un límite. Ambos establecimos que cada persona es un mundo y por ello debíamos tener nuestros propios espacios. La pasión de Carlos siempre fue la pesca, su oxígeno, su salida; eso le ha llenado mucho.

Al mismo tiempo, asumía mi individualidad. Cuando Carlos quería que lo acompañara a pescar y me negaba, porque ese no era mi hobby, le decía que «ya había pescado mi gran marlín»… refiriéndome a él. Reía con mi respuesta.

A pesar de todo, nunca tuve dudas del paso que había dado en mi vida. Salí de mi casa y contaba con un poco más de independencia, estaba entrando a una etapa de madurez; el matrimonio me abría un nuevo camino y me atraía enfrentar el nuevo desafío que me planteaba. Amaba profundamente a mi esposo y asumí el reto de una vida en pareja.

Un viaje de negocios muy importante para Carlos fue el del año 1977 hacia Cuba. Estaba invitado a la convención del Grupo de Países Latinoamericanos y del Caribe Exportadores de Azúcar (GEPLACEA). Acompañarlo era mi oportunidad de volver a la tierra de mis padres y abuelos, reencontrarme con mis vivencias de niña, con mi casa y mi entorno. Regresaba con otra mentalidad y mi expectativa era enorme. Papá no quería que hiciera ese viaje por el riesgo que conllevaba y el terror que él sentía. Pensaba que podían detenerme e impedir mi salida de Cuba.

Viajé con Carlos como miembro de la delegación de Nicaragua. También iba don Fausto Amador, quien administraba los bienes de Somoza. Su intención era buscar y recuperar a su nieto, hijo de Carlos Fonseca Amador, fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional quien tenía a su hijo en Cuba. Pero este no quiso regresar con don Fausto.

Viajamos con pasaporte nicaragüense. Mi papá me decía que no hablara nada en los cuartos porque colocaban micrófonos por todos lados. Insistió en que no pronunciara palabra y que no me separara de Carlos porque podía desaparecer. De todas maneras, viajé con ciertas precauciones.


Vivian y Carlos recién casados. Miami, FL. 1977.


Carlos Pellas pescando. San Juan del Sur, Nicaragua, 1978.

La primera autorización de visa en llegar a la embajada fue la mía, al contrario de lo que todos creían. Estaba emocionada por el regreso. Tenía la adrenalina elevada a su punto máximo. Desde que arribamos tuve una gran sorpresa, pues nunca me habían atendido tan bien en un país.

Recién llegamos al aeropuerto, reviví los traumáticos momentos de 1961, cuando papá huía de Cuba. Los agentes de protocolo me devolvieron a la nueva realidad y dirigieron todas las preferencias hacia mí, como si yo fuese la jefa de la delegación. Nos condujeron al Hotel Habana Libre, antes Habana Hilton, construido paradójicamente por los obreros de la Caja del Retiro Azucarero de Cuba, en 1952.

Las atenciones a mi persona eran constantes. Me levantaba en la mañana y bajaba al lobby. El señor de protocolo me acechaba con preguntas: «Señora Pellas, ¿cómo la está pasando? ¿Está contenta? ¿Qué quiere desayunar? ¿Desea hacer algo extraordinario este día?». Extrañadísima con el excesivo esmero, subí apresurada a mi habitación para encerrarme.

Cumplí veintitrés años el 5 de marzo en La Habana; sola en la habitación, no hice ningún intento por salir, mientras Carlos trabajaba. Me recomendaba insistentemente que si tocaban a la puerta y estaba sola, no abriera; que no hablara, porque detrás de los cuadros había micrófonos, que debajo de los zapatos había micrófonos, que el G2 (la policía secreta) me podía estar persiguiendo por ser cubana.

El día de mi cumpleaños, Carlos debía asistir a una reunión importante en su convención. Con el miedo a flor de piel, escuché que tocaban a la puerta y luego solo siguió un absoluto silencio. ¡Ahora sí vienen por mí!, pensé. De repente una voz dijo desde afuera:

—¿La señora Pellas?

—¡Sí!

—¡Ábranos por favor!

—No, no puedo.

—¡Es que mire, le traemos algo!

—Déjenlo ahí.

—¡Pero es que es una cosa muy especial!

—Déjela —le dije con tono enfático, esperando que me tumbaran la puerta.

Pero yo no abrí, no quería que me llevaran presa o desapareciera sin poder avisarle a Carlos. Dos horas después tocaron nuevamente y me dije: «¡ahora sí que vienen por mí!». Pregunté:

—¿Quién es?

—¡Soy yo! —escuché la voz de Carlos.

Al abrir la puerta, Carlos y yo vimos sorprendidos, un gran ramo de flores, con una tarjeta que decía: «Feliz Cumpleaños». Firmaba Fidel Castro Ruz.

Abracé a Carlos. Guardé la tarjeta y bajamos al bar del hotel a celebrar mi cumpleaños, en medio de la incertidumbre y el miedo que me causaba ser objeto de la atención de Fidel Castro.

Al día siguiente, continuaba la convención de azucareros. Y a pesar del temor que tenía, decidí arriesgarme a visitar la que fue mi casa, la que el régimen nos confiscó.

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