Читать книгу: «Vivian Pellas Convirtiendo lágrimas en sonrisas», страница 2

Шрифт:

Dejaba atrás una vida feliz.

Arribamos a Kingston después de 45 minutos de vuelo; nadie pronunció una palabra en ese trayecto. Las emociones eran contradictorias porque nos sentíamos libres, pero con mucho miedo. Llegamos al hotel que nos había reservado don Carlos Hüeck. Al entrar al hotel nos advirtieron no salir porque había un estrangulador prófugo. Así que mama sumó una angustia a su preocupación que ya era enorme; cuando entramos a la habitación, cerró todas las ventanas y aseguró la puerta. No salimos de allí en todo el tiempo, además porque el dinero que mi padre nos envió con un amigo suyo, jamás llegó. ¡Así que no teníamos ni para comer! Don Carlos tuvo que enviarnos dinero.


Muñecas que Vivian dejó en Cuba. La Habana, Cuba, 1963.

Partimos dos días después a Daytona Beach, luego a Miami y de allí a Nicaragua.

Al llegar a Managua pudimos abrazar de nuevo a papá quien nos esperaba dichoso, en el aeropuerto.

Era el adiós a nuestra vida en Cuba, a nuestros abuelos, a todo lo que hasta ahora yo conocía. Encontrar un futuro en una tierra que no era la nuestra pero que nos abría sus puertas, sería el siguiente paso.


Vivian a los siete años, con el caballo Corsario. Managua, Nicaragua, 1962.

Nicaragua: un nuevo comienzo

El 3 de agosto de 1961, llegamos a Nicaragua. A mis siete años me encontraba desconcertada, extrañaba profundamente a mis abuelos y la vida que tenía en Cuba. Había un cúmulo de emociones desbordadas dentro de mí; conocí el miedo profundo y la desolación. Solo el reencuentro con papá me permitió olvidar por momentos el duelo que estaba viviendo por la dolorosa separación de los míos. Un nuevo camino se abría ante mis ojos.

Con la ayuda de don Carlos Hüeck, papá inició su trabajo en Nicaragua, en la Aceitera Corona. Con sus primeros salarios pudo alquilar un espacio para vivir en la Colonia Molina, en el kilómetro seis y medio de la carretera sur; ese lugar sería mi refugio en Nicaragua.

La Colonia Molina quedaba en las afueras de Managua, con el Cerro Motastepe de fondo. Era todo vegetación. Las propiedades aún eran campos aislados del entorno y bullicio propio de las ciudades atiborradas de urbanizaciones. Este ambiente me ayudó a sobrellevar la tristeza. Poco a poco descubrí otro mundo; el contacto con la naturaleza me enseñó una forma de libertad. Mi compañía fueron los árboles, las piedras, la montaña, las vacas y sobre todo: los caballos. Entraba en los potreros para arriarlos; montaba a puro pelo saltando de un muro para subir al caballo y cabalgar por el campo, hacerlo correr, levantarlo en dos patas y agarrarme de su crin. Si me caía, inmediatamente me levantaba haciéndome la fuerte y sin llorar por el golpe. Solo me limpiaba las chinelas de hule y volvía a subir. No me daba tiempo de nada, ni de comer. Me encantaba bañar los caballos, a mi yegua «Criolla», con su mancha blanca en la frente; le daba afrecho y la peinaba. La vida empezó a ser linda. Recuerdo que don Silverio, el señor dueño de los caballos que también alquilábamos para montar, todas las mañanas nos vendía una pichinga1 de leche recién ordeñada de las vacas.

Me relacioné mucho con la gente que vivía cerca de nuestra casa, gente humilde, gente buena, gente de pueblo. Aprendí a manejar en un jeep, alrededor de las vacas subiendo y bajando en el monte. En lugar de jugar con muñecas prefería el béisbol. Jugaba con mi hermano y sus amigos y me fascinaba pichar y poncharlos. Siempre me gustaron los juegos emocionantes, los retos y las situaciones fuera de lo común. Trepaba a los árboles de chilamate que había en los alrededores. Me divertía jugando con la tiradora y las chibolas.2

Mamá insistía en vestirme como una niña, pero a mí me gustaban los pantalones cortos para montar bicicleta y a caballo, trepar árboles y saltar los cercos. «Me picaban los vestidos».


Vivian con su perro León. Managua, Nicaragua, 1962.

Los recuerdos de mis abuelos volvían reiteradamente a mi memoria. Los evocaba en mis sueños. Todo lo que soñaba lo escribía en cartas que les enviaba a Cuba, y ellos me contestaban. A través de sus misivas me sugirieron los nombres para nuestros caballos: el de Alejandro era «Furia», y el de mi yegua, «Criolla».

Las cartas a Cuba demoraban hasta seis largos meses. En realidad era el único medio de comunicación porque las llamadas telefónicas había que solicitarlas y el gobierno las daba hasta cuando ellos querían, podían transcurrir dos y tres meses para que la concedieran y solo podíamos hablar un minuto; las cortaban de repente. El aislamiento en aquella época era total; no sólo perdí a mis abuelos también a mis tíos, a mis primos y padrinos. No había internet, no había celulares, el mundo era otro. La revolución de Cuba fue peor que cualquiera que haya habido en Latinoamérica. Allí las familias se rompían y… yo me quedé sin familia.

**

Las escuelas privadas de Nicaragua estaban a medio año escolar y no aceptaban alumnos nuevos. ¡Para mí eso fue la libertad total! En esa etapa maduré mucho, quizá porque nunca asimilé la separación de mis abuelos. Les escribía preguntando por qué no podíamos estar juntos y al mismo tiempo alimentaba su esperanza y la mía asegurando que, en un tiempo no muy lejano, nos volveríamos a encontrar.

Durante esa época hice mi primera comunión. Todo el tiempo de la ceremonia estuve muy seria. No sonreía en las fotos. Era una niña tímida, no me gustaba que me fotografiaran. Después de la misa, fuimos a un restaurante a desayunar con mis padres y algunos amigos. Tomaron las fotos de rigor y mi rostro fue siempre algo triste. Ese es el gran contraste con mi vida de hoy donde reír no cuesta nada.

Muy pronto entré a la escuela, pero este trascendental evento no me hizo cambiar mis costumbres y mi carácter. Salí de Cuba con el primer grado concluido, siendo la excelencia de la clase, como decíamos en Cuba, pero a pesar de eso, me volvieron a matricular en el kínder y primer grado del Colegio Americano en Managua, porque no hablaba inglés. Yo era muy buena alumna y mi caligrafía era lindísima, pero ¡no hablaba inglés! Las directoras quisieron adelantarme al cuarto grado solo que a mí me generaban miedo los cambios. Sin duda, esto fue parte del trauma de mi niñez el dejar a mis seres más queridos y mi casa para trasladarme a un nuevo país, sobre todo, de aquella manera tan violenta.

El Colegio Teresiano fue la solución para que las monjas me educaran con más disciplina. Por tercera vez y debido a los distintos sistemas de los tres colegios fue necesario cursar el primer grado; otro cambio, otra regresión, otra forma de ver la vida que llegó a afectar mi carácter. El estricto régimen me asfixió, mi necesidad de libertad chocaba con su severidad. Sin embargo, hoy pienso que fue la mejor educación que pude recibir. Me matricularon semi interna, tomando clases de 7:00 am a 5:00 pm y llegaba casi a las 7:00 pm a casa porque quedaba en las afueras de Managua; yo era la última en el recorrido escolar. ¡Durante el almuerzo me servían fríjoles con gorgojos! Obviamente los separaba para poder comer, pero muchas veces algunas monjas me obligaban a tragarlos. Yo los escondía en la bolsa de mi uniforme y se los enseñaba a mi mamá cuando llegaba a casa.


Vivian a los ocho años, con sus padres y hermano. Managua, Nicaragua, 1962.

Una de las clases la impartía la Madre Valeria. Ella decía que yo tenía un llamado de Dios para ser monja. Cuando daba la clase, se quedaba mirándome y levantaba la ceja. Mientras hacíamos la fila para ir al recreo, se dirigía a mí para preguntar si ya había sentido el llamado de Dios. ¡A mí se me erizaban los pelos! A esa edad cursaba el sexto grado. Yo no entendía la trascendencia de esa vocación, pero sentía la urgencia de la Madre Valeria para cumplir su misión de lograr más adeptas a su congregación. Tanto llegó a atemorizarme que sumó una presión y un nuevo miedo a mi vida. Tenía claro que yo no quería hacerme monja. Pero la Madre Valeria creía, que al igual que ella, yo «estaba sintiendo ese llamado divino».

Siempre he tenido una enorme fe. Mi isla y mi refugio ha sido Dios. La obsesión de la Madre Valeria me afectó. Bajé las notas. Esa presión me desconcertaba causándome mucha inseguridad.

Mamá se dedicó enteramente a nosotros. Siempre estaba contenta, nunca se quejaba de nada, todo lo que hacía estaba determinado para su felicidad y la de los demás. Lo único que la inquietaba era la soledad en la que habían quedado mis abuelos. Cada vez que llegaba una carta de Cuba era toda una celebración. Nos sentábamos a su alrededor para escucharla leer en voz alta. Las cartas traían noticias de esa tierra añorada; reíamos y llorábamos.

En 1968, mis abuelos Manuel e Isidora, salieron de Cuba, vía México, para residir con nosotros en Nicaragua. Papá viajó a Ciudad de México para recibirlos. Solo me faltaban mis abuelos Pachín y Turiana, y poder recuperar el tiempo que viví sin el cariño y la ternura que solamente unos seres tan especiales como los abuelos pueden dar. Los dejé a los 7 años y los volví a ver a los 14.

El recibimiento en el aeropuerto de Managua fue inolvidable. Los abrazaba, los besaba, me parecía imposible tenerlos allí; no paraban de hablar y reír. Ese encuentro revitalizó mi vida. Recuperé parte de mi familia. Vinieron a vivir a casa. Ellos eran inmensamente felices con nosotros, sin embargo, un día mamá me dijo: «Vivian, a las personas mayores es mejor no moverlas porque están acostumbradas a su vida».

Pronto nos enteramos de la muerte de mi abuelo Pachín en la isla.

Un año de soledad soportó mi abuela Turiana antes de viajar a Nicaragua, en 1969. Se instaló en nuestra casa cuando yo cumplí mis quince años.


Vivian el día de su primera comunión. Managua, Nicaragua, 1963.


Vivian a los once años. Managua, Nicaragua, 1965.

Nos trasladamos a Bolonia, un lugar más céntrico en la ciudad de Managua. Allí estuvimos hasta cuando construimos la casa, en el mismo reparto, donde vivimos durante cinco años.

A mis dieciséis años pedí a mis padres el cambio de colegio. Yo quería volver al Americano y ellos aceptaron. Fue una gran felicidad y una decisión acertada. Asistía a clases de siete a doce; iba en mi carro, hice otras amistades, personas de mente más abierta. Ahí conocí a Rogelia, mi gran amiga. Terminé de aprender inglés y me gradué. Papá había fundado su propia empresa: DIASA, Distribuidora Interamericana S.A., la más grande distribuidora de alimentos de los años 70, a nivel de América Central.

Disfruté mucho de mis años de adolescencia y viví momentos inolvidables al lado de mis amigas. Cada día era una vivencia apasionante. Me asignaban la tarea de falsificar los mensajes que supuestamente nuestros padres enviaban para justificar las ausencias en las clases. Tenía una habilidad especial para hacer diferentes letras y firmas de nuestras mamás. Llegaron a ser tantas las excusas que fuimos descubiertas y llevadas una a una a la dirección, porque eran demasiadas coincidencias. Nos encontramos todas frente a frente con la directora, que, refunfuñando, nos amenazaba con llamar a nuestras madres. La suspensión fue de tres días. Inmediatamente, Rogelia llamaba a su casa para advertir a «La Chepona», una doméstica alcahueta que la quería mucho y acataba todo lo mandado por ella, para que se hiciera pasar por la mamá cuando llamaran del colegio. Esta, muy presurosa, imitaba la voz de la señora.

La directora del colegio aún no contenta con la explicación de «La Chepona», citaba a mi mamá. Como ella no hablaba inglés, yo le servía de traductora, aprovechando para decir todo lo contrario a lo que me indicaba. Por ejemplo, la directora sentenciaba, «Lydia, su hija no pone atención en clase», y yo le traducía a mamá, está diciendo que soy excelente alumna; ella seguía enumerando sus quejas: «Lydia, su hija viene tarde a clase y yo le decía «mamá, no le hagas caso a esta señora que está un poco loca y a la directora le decía que mi mamá aseguraba que pondría mano dura conmigo. Era una escena para morir de la risa. Al final, mi pobre mamá solo asentía con su cabeza y la directora terminaba satisfecha. Después le contaba a mi mamá la verdad del discurso de la directora y me decía con su cubanísimo acento: «Ay, por tu madre, Vivian, no me hagas esto», y ambas reíamos.

Cuando no celebrábamos los cumpleaños en alguna de nuestras casas, nos íbamos al Drive Inn, situado frente al antiguo Hospital El Retiro, a tomar refrescos.

En ese lugar vi por primera vez a Carlos Pellas. No imaginaba lo que el destino tenía preparado para mí.


Vivian y Carlos, su esposo. Miami, FL. 1977.

Carlos Pellas: mi destino

Nunca imaginas, cuando te cruzas en tu camino con alguien, cuánto tiempo permanecerá en tu vida, qué papel desempeñará en ella y menos, qué tramo de la ruta te acompañará.

El día que conocí a Carlos yo estaba con mis amigas María Enriqueta, Rogelia, Mariel y mi hermano. En otra mesa, estaba Carlos con Mike Wood, su mejor amigo y compañero de la Universidad de Stanford. Carlos llamó a Ernesto, que se encontraba en otra mesa, sin saber que era mi exnovio, para preguntar si me conocía. Repitió mi nombre varias veces, pues nunca lo había escuchado. En ese momento alcancé a oír que deletreaban «V- i-v i-a-n» y comentaban: «la cubanita aquí y la cubanita allá»; luego lo veo pasar guiñando un ojo en señal de conquista. No paraba de indagar por mí. Algunos le decían que nos iban a presentar. Por Mariel me enteré de su nombre y además, que vivíamos muy cerca.


Vivian y Carlos, en la Laguna de Xiloa. Managua, Nicaragua, 1972.

No hizo falta tal presentación. Carlos llegó a mi casa al día siguiente de haberme visto en el Drive Inn. Tocó la puerta y abrió mi abuelita. Inmediatamente pidió verme. Ella contestó que yo no estaba. Después cuando llegué, me dijo, «Vivian, vino un muchacho a buscarte. Traía una boina española. Es guapísimo».

Carlos regresó después. Me encontró sentada en el piso a la entrada de la casa. Iba a invitarme a salir, pero le dije que no podía. En realidad, hasta entonces, nunca me habían permitido salir sola con un amigo a pesar de mis diecisiete años y a los varios pretendientes que tenía. Así pasaron varios días, hasta que en otra ocasión Carlos regresó, y me dijo: «Bueno, tú eres como los abogados, lo que no ganas lo enredas». Pero como me gustaba, decidí pedir permiso para salir con él y lo obtuve… ¡claro que con la condición de ir acompañada por una «chaperona»!


Vivian el día de su graduación, con su padre. Managua, Nicaragua, 1974.

Carlos me encantó desde que lo vi. Era de una mentalidad más abierta. Distinto a todos los que había conocido. Yo era muy joven todavía, pero desde entonces me cambió la vida. Mis abuelas lo adoraban. Él siempre ha sido un ser de contrastes, extrovertido, abierto al mundo. Tuvo muchas novias, pero no duraba demasiado con ninguna. Dice que desde el primer momento, le impresionaron mis ojos y al mirarme sentía la vida correr por todo su cuerpo. Efectivamente, cuando nos conocimos se quedó observándome. Luego me contaría que la sensación que tuvo fue de un golpe en el pecho; que su corazón se agitó hasta sentirlo palpitar aceleradamente. No hay duda: me casé con el hombre de mi vida.

Transcurría el año 1971; Carlos cumplía dieciocho años y yo diecisiete. Vivíamos bajo el esplendor de la vieja Managua. Una ciudad con identidad, con costumbres arraigadas, de sitios pintorescos, una ciudad en desarrollo. Era lindo apreciar aquella Managua.

Desde su niñez, Carlos se desenvolvió en un ambiente familiar, viviendo en la finca de Café San Dionisio al lado de sus tres hermanos Alfredo, Silvio y Lucía y doce primos hermanos. El origen de su familia se remonta a los días en que su bisabuelo, don Francisco Alfredo Pellas, un comerciante genovés, facilitó la navegación mercantil en el Lago Cocibolca, con la adquisición y operación del Vapor Victoria, toda una leyenda en la historia del país. Don Francisco Alfredo Pellas invirtió en la histórica y famosa Compañía del Tránsito. Y en 1890 fundó Nicaragua Sugar State LTD., empresa que recientemente cumplió 129 años de existencia.

La vida de Carlos en el campo se disipó al trasladarse a Managua para cursar el cuarto grado en el Instituto Pedagógico. Su padre, don Alfredo, vio la necesidad de que sus hijos iniciaran otra forma de vida y otras relaciones. Carlos hizo su primer año de bachillerato en el Centroamérica de Granada, colegio de Jesuitas, para luego trasladarse a uno en el norte de California, el Woodside Priory School, donde concluyó su High School.

Luego se matriculó en la Universidad de Stanford, en California, para hacer su carrera de Economía, no sin antes dar sus bandazos en Ingeniería. Era la carrera de su padre y quería que también Carlos la cursara, olvidándose del test de aptitud que le practicaron en el Centroamérica de Granada, al concluir la primaria, donde le descubrieron gran habilidad para los negocios. Esto lo supo su padre al recibir una nota de los jesuitas argumentando por qué Carlos debía seguir los pasos en la carrera de Administración, Economía y Finanzas.

Carlos se encontraba de vacaciones en Managua aquel verano en que nos conocimos. Siempre ha manifestado que, desde que me vio en el Drive Inn, pensó: «Esta es la mujer de mi vida».

Mi hermano Alejandro no era ajeno a nada de lo que me sucedía. Siempre fue extremadamente celoso; espantaba a todos mis enamorados. Me sacaba de las fiestas para llevarme a casa. La última vez que me hizo esto fue antes del terremoto. Me abochornó tanto que cuando llegamos le di un zapatazo. Pasados algunos días, nos olvidamos del asunto.


Vivian a los diecisiete años. Managua, Nicaragua, 1972.


Pensamiento de Vivian registrado en la Memoria del Colegio Americano Nicaraguense. Managua Nicaragua, 1974.

Mi hermano obtuvo su graduación, en 1970. Tiempo después se instaló en Miami; allí se casó y tuvo dos hijas: Vanessa y Yamilee. La ausencia de mi hermano en el núcleo familiar siempre nos golpeó a todos. Éramos muy unidos. La separación obligatoria ha marcado a mi familia toda la vida.

Esos instantes de nostalgia los debí cambiar por mis deseos de crecer y desarrollarme como persona. Me gradué de High School, y al mismo tiempo, obtuve el título de Secretariado bilingüe en el Colegio Americano.

Mis anhelos de trabajar se disipaban cada vez que papá se aferraba a su filosofía de que mientras él trabajara, yo no debía hacerlo, puesto que nunca me haría falta nada. Todas mis amigas trabajaban y empezaron a desenvolverse como profesionales. Pero él, con una mentalidad sobreprotectora, pensaba que bastaba con que hubiera estudiado. Yo quería más. Me di cuenta de que la dependencia no conducía a nada.

Papá era un hombre noble, muy caballeroso, brillante y con una habilidad tremenda para desenvolverse en la vida como gran profesional y ser humano, tal como lo demostró a lo largo de su trayectoria, sobreponiéndose a todas las adversidades.

Yo acompañaba a mamá al supermercado y a todos lados; me encantaba compartir con ella. Disfrutábamos estar juntas, reíamos cantidades, y era como si estuviera con una muchacha de mi edad. Tenía un gran sentido del humor, y eso es básico en la vida. En resumen: yo era su chofer.

Sin embargo, había en mí muchas aspiraciones y en su oportunidad, las reflejé en el libro de memorias del colegio. Debajo de mi foto quedó plasmada mi respuesta a la pregunta:

¿Qué es lo que usted quiere hacer en la vida?

«Ser feliz y tratar de hacer felices a los demás».

Expresé lo que sentía, no dije nada tirado al aire o porque debía decir algo. Quizá en ese momento, si bien era aún adolescente, se manifestaba en mí la fuerza y el deseo de ayudar a las personas menos favorecidas.

1 148,15 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
332 стр. 237 иллюстраций
ISBN:
9789585532304
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают