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Pellas, Vivian

Vivian Pellas: convirtiendo lágrimas en sonrisas / Vivian Pellas; prologuista, Carlos Pellas; Bogotá: Cangrejo Editores, 2020.

376 páginas: ilustraciones, fotografías; 24 cm.

Incluye índice.

ISBN: 978-958-5532-13-7

ISBN EDICIÓN EBOOK: 978-958-5532-30-4

1. Pellas, Vivian -- Relatos personales 2. Accidentes aéreos – Testimonios 3. Autorrealización (Psicología) 4. Sobrevivientes de accidentes aéreos I. Pellas, Carlos, prologuista III. Tít. IV. Serie

920 cd 22 ed.

A1647950

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

PRIMERA EDICIÓN: FEBRERO DE 2020

© Vivian Pellas, 2020

© Cangrejo Editores, 2020

Transversal 93 No. 63 - 76 Int. 16

Bogotá, D.C., Colombia

Telefax: (571) 276 6440 - 541 0592

cangrejoedit@cangrejoeditores.com

www.cangrejoeditores.com

ISBN 978-958-5532-13-7

ISBN EDICIÓN EBOOK: 978-958-5532-30-4

TODAS LAS FOTOGRAFÍAS SE REPRODUCEN POR CORTESÍA DE

© Vivian Pellas, 2020

DIRECCIÓN EDITORIAL

Leyla Bibiana Cangrejo Aljure

PRODUCCIÓN EDITORIAL

Víctor Hugo Cangrejo Aljure

PREPRENSA DIGITAL

Cangrejo Editores

FOTOGRAFÍA

Archivo Personal

Fotografía portada: Iván García

Fotografía de contraportada: Rodrigo Castillo

DISEÑO

J. Darío Forero Aldana

INVESTIGACIÓN HISTÓRICA

Salvador Espinoza Moncada

COORDINACIÓN EJECUTIVA DESDE NICARAGUA

Dennis Schwartz Arce

COORDINACIÓN LOGÍSTICA DESDE NICARAGUA

Xiomara Argeñal Baltodano

APOYO TÉCNICO Y DOCUMENTAL

Grethel Guevara

Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en sistema recuperable o transmitida en forma alguna o por ningún medio electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros, sin previo permiso escrito de los editores.

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

A MIS QUERIDOS PADRES

Lydia García de Fernández y José Fernández

In Memóriam

A MIS ADORADOS HIJOS

Carlos Francisco, Vivian Vanessa, Eduardo

Mis ángeles de vida

A MIS NIETOS

Vivian Isabella, Juan Carlos, Sienna Nicole, Nicolás y Pietro

La alegría de mis días

A MI AMADO CARLOS

La inspiración de mi vida

NIÑO...

Te haré sombra con mis cabellos, y en el aire buscaré un aliento que mitigue el dolor.

Y si el fuego aún abrasa, lo apagaré con mis lágrimas.

Vivian Pellas

**Poema de Vivian Pellas en el que plasmó su legado de amor

para los niños quemados de Nicaragua y del mundo.

Fué grabado en la placa inaugural de la primera unidad de quemados

en el Hospital Fernando Vélez Paíz, Managua,1992.

CONTENIDO

Dedicatoria

Poema

Introducción

Prólogo Carlos Pellas

PARTE I

Capítulo 1 La Cuba de mi infancia

Capítulo 2 Mi primer adiós

Capítulo 3 Nicaragua: un nuevo comienzo

Capítulo 4 Carlos Pellas: mi destino

Capítulo 5 Terremoto en Managua: 6.3 Escala Richter

Capítulo 6 Cambiando el rumbo

Capítulo 7 La felicidad toca a mi puerta

Capítulo 8 Una nueva vida

Capítulo 9 Reviviendo el pasado

Capítulo 10 El éxodo: un fantasma tras nosotros

Capítulo 11 Madre Teresa de Calcuta, ¿premonición o casualidad?

PARTE II

Capítulo 1 Un miedo inexplicable

Capítulo 2 «¡Qué bonito día para volar!»

Capítulo 3 Vuelo 414: una cita con la muerte

Capítulo 4 Un ángel en la montaña

Capítulo 5 En carne viva

Capítulo 6 ¡Mi niña, ¿qué te ha pasado?!

Capítulo 7 ¡Están vivos!

Capítulo 8 Me estoy muriendo

Capítulo 9 Un gran maestro llamado dolor

Capítulo 10 Y dejé de llorar…

Capítulo 11 ¡Quiero ver a mis hijos!

Capítulo 12 Por los niños de Nicaragua

Capítulo 13 Una máscara asfixiante

Capítulo 14 El sinuoso camino jurídico

Capítulo 15 Una vida pasada por el fuego

PARTE III

Capítulo 1 De vuelta a Nicaragua

Capítulo 2 Encontrando el verdadero sentido de mi vida

Capítulo 3 Unas de cal y otras de arena

Capítulo 4 Una respuesta inesperada

Capítulo 5 APROQUEN: ¡el mandato divino!

Capítulo 6 Sin esperar nada a cambio

Capítulo 7 Una reina llega de México

Capítulo 8 Un sueño hecho realidad

Capítulo 9 Un mundo oscuro y de aislamiento

Capítulo 10 Y el amor nos unió…

PARTE IV

Capítulo 1 Un ser irremplazable

Capítulo 2 El peso de la soledad

Capítulo 3 «Aquí estoy… mi bailarina»

Capítulo 4 Una nueva señal

Capítulo 5 Y si el fuego aún abraza...

Epílogo

ANEXOS

Testimonios de quienes han compartido este camino

Reconocimientos recibidos

Palco de honor a nuestros donantes

Ilusiones, por nuestros niños, año a año

Mi vida en imágenes...

Mi inmensa gratitud...

Notas al pie

Oración de agradecimiento

A las 7:53 de la mañana del 21 de octubre de 1989, el Boeing 727-200 con matrícula N88705 de la aerolínea TAN SAHSA que volaba desde San José, Costa Rica, con destino final Miami, con escala en Managua y Tegucigalpa, Honduras, se estrelló contra el Cerro de Hula durante la aproximación al Aeropuerto Internacional de Toncontín, en Tegucigalpa.

135 personas fallecieron.

De los 146 pasajeros del vuelo 414 sólo 11 personas sobrevivieron. Vivian Pellas es una de ellas y este es su testimonio: cómo regresó de la muerte y cómo su vida cambió para siempre entendiendo la misión que tenía por cumplir.

Dicen que cuando quieres escribir tu biografía la hoja en blanco te reclama que eches a andar la película de tu vida; entonces… desempolvas tus miedos, haces el inventario de tus cicatrices, las del cuerpo y las del alma, las abres y las revuelves hasta que sangran de nuevo.

Muchas veces me pregunté ¿para qué sucedió todo esto? ¿Qué propósito tenía vivir lo que he vivido? ¿Por qué era yo la protagonista de una historia marcada por el dolor? Hoy sé que la felicidad está en seguir lo que tu corazón dicta, y yo la hallé en mi familia y en la sonrisa de un niño.

Prólogo

CARLOS PELLAS

Cuando Vivian puso en mis manos el texto final de su biografía, convirtiéndome así en el primer lector de esta obra, no imaginé que habría logrado plasmar su historia de manera tan sublime. Al terminar la lectura de lo que ahora es este libro, con lágrimas en los ojos, comprendí por qué le había tomado doce años escribirlo.

El revivir todo lo que atravesó en su vida, desde el exilio de Cuba hasta la traumática experiencia del accidente aéreo y, lo que significó la compleja y dolorosísima rehabilitación a la que debió someterse, sin duda debió ser más que un arduo ejercicio y todo un reto de temple espiritual.

Ahora lo comprendo plenamente… En todos aquellos pasajes del libro que conmovieron mi pecho, no pude contener las lágrimas, ya que no solo volvían a mi mente los tortuosos momentos por los que yo mismo pasé, sino que también me hacían recordar lo indispensables que hemos sido el uno para el otro; cómo, en los momentos más difíciles de nuestro caminar, siempre hemos estado juntos para apoyarnos, confortarnos, darnos ánimo y así vencer los retos con los que la vida nos sorprende.

Vivian menciona que yo siempre fui su inspiración, pero la verdad es ella quien lo ha sido para mí. Desde que la conocí admiro la fortaleza y positivismo de su personalidad, esos valores que le permitieron sobreponerse al desconsuelo de su exilio y a tantas pruebas que debió enfrentar desde niña. Me sorprendió más aún, la fuerza con la que abrazó a su nueva patria: Nicaragua.

Al verla soportar sus dolorosísimas sesiones de rehabilitación, me animaba a no darme por vencido, a enfrentar el dolor con el mismo coraje y determinación como ella lo hacía.

La vida de Vivian, la cual plasma con sencillez y humildad en su biografía, es de las historias más conmovedoras que he leído, pero también de las más inspiradoras que se habrán escrito. Muchas personas que enfrentan una tragedia, donde pierden inesperadamente a un ser querido o sufren un accidente que las deja con gravísimas heridas y permanentes secuelas, pasan la mayor parte del resto de la vida lamentándose con amargura y se vuelven incapaces de encontrarle una razón de ser a su existencia.

Como podrá apreciar el lector al leer esta obra, la vida de Vivian no ha sido nada fácil, pero su optimismo y permanente determinación le ayudaron a enfrentar los retos que le presentaba el camino, logrando de esa manera forjar su extraordinario carácter, convirtiéndola no solo en una mujer con gran confianza en sí misma, sino también en una mujer con un enorme corazón.

Cuando conocí a Vivian, al instante me enamoré de ella y supe, en ese momento, que sería la mujer con la que pasaría el resto de mi vida. Sin embargo, debo confesar que jamás imaginé que llegaría a convertirse en la Vivian Pellas de hoy.

Es admirable cómo, aún con parte de su cuerpo en carne viva y con múltiples fracturas, balbuceó: “voy a construir una unidad para los niños quemados de Nicaragua”. Justo en ese preciso instante donde cualquiera solo estaría pensando en sanar su enorme dolor, ella ya estaba explorando su nueva razón de ser, pensaba en cómo aliviar el sufrimiento de otros. No se quejaba de Dios por lo que le sucedía, todo lo contrario, trataba de encontrar cuál era el plan divino que Él le tenía trazado.

En varias ocasiones Vivian estuvo entre la vida y la muerte. Estoy seguro que el amor por nuestros hijos y el temor de dejarlos solos, el apoyo de sus padres, familiares y amigos, el magnífico trabajo de los médicos y la enfermera que la cuidó, fueron factores que le ayudaron para sobrevivir a su precaria condición, pero, sin duda, el mayor factor de todos fue ¡su inquebrantable fe en Dios!

Vivian estaba convencida de que, detrás de toda esta tragedia que vivía, Dios tenía una misión para ella. Esta fe la llenó de fortaleza, le ayudó a soportar el enorme dolor de los tratamientos y, primordialmente, a volcar su vida a favor de una causa: crear un mundo más justo, compasivo e incluyente para los miles de niños de escasos recursos que se queman anualmente en nuestro país.

Después de ver lo que ha logrado a través de APROQUEN, la misión que Dios tenía para ella no puede ser más evidente: convertirla en el Ángel de la Guarda de los niños quemados en Nicaragua.

Sin duda, la historia de Vivian servirá de inspiración para muchos, para que trabajen en crear un mundo más tolerante, equitativo y solidario.


PARTE I
Nuestra historia consiste precisamente en eso… en renacer continuamente.

Madre Teresa de Calcuta


Vivian a los dos años de edad. La Habana, Cuba, 1956.

La Cuba de mi infancia

Llegué al mundo un 5 de marzo. Fui una niña alegre e inquieta. Nací en el antiguo hospital «Quinta La Covadonga» en La Habana. También allí nació mi hermano. Tuve un problema en el píloro: devolvía la leche cada vez que me alimentaban; de no ser por la oportuna opinión de un médico que identificó la causa de los síntomas como espasmo nervioso, habría necesitado una cirugía. Pero unas gotas de un medicamento antes del biberón, me sanaron totalmente. Lo cierto es que en los primeros meses lloré mucho, tanto, que no dejaba dormir a mamá. El paso de los días y el agua bautismal que el Padre roció por mi cabeza en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, aplacaron mi llanto. Me bautizaron como Vivian, porque cuando mamá estaba soltera la gente en la calle le preguntaba si era ella Vivian Leigh, la protagonista de la película Lo que el viento se llevó, para entonces muy de moda. Tanta insistencia con la pregunta la llevó a decidir que el día que tuviera una hija, ese sería su nombre; mi madre cumplió su sueño: me llamó Vivian.


Lydia García de Fernández, madre de Vivian. La Habana, Cuba, ca. 1935.

A los tres años ingresé al kínder; según mamá, aprendí muy rápido. Allí recibí las primeras clases de ballet. Esta fue mi primera aproximación a la danza, esa pasión que me acompañaría toda la vida y me rescataría en los momentos más difíciles de mi existencia.

En nuestra casa de Santa Ana, en el nuevo Vedado, en la Habana, crecí junto a mi hermano Alejandro, quien era dos años mayor que yo. Rodeada de la sencillez y el bienestar que nos proporcionaron nuestros padres y abuelos, además de la ternura y cariño que nunca nos faltaron, llevaba una vida inmensamente feliz.

En aquella época maravillosa de mi niñez no existían miedos. Sólo recuerdo lo mucho que me apasionaba montar en bicicleta, y viene a mi mente la escena mágica del momento en que la encontré escondida en el closet de mis abuelos, echando a perder la sorpresa que me tenían preparada mis padres para el día de los «Reyes Magos».


Abuela paterna de Vivian, doña Turiana de la Torre. La Habana, Cuba, 1954.

Mi abuelo Manuel, con su infinita bondad y desmesurada alegría, se convirtió en la persona más importante de mi infancia; era mi mejor aliado y mi mayor cómplice. Me motivaba siempre; su imagen era mi inspiración y modelo. Sentada en sus piernas no sólo me enseñó a llevar el timón del carro, también aprendí a colocar las fichas de dominó en las frescas noches de reunión con sus amigos, en el garaje de nuestra casa. Fue él quien me enseñó a montar en bicicleta y a saborear las frutas; y las horas compartidas con mi abuelo se quedaron como los recuerdos más entrañables de ese tiempo dorado. Por eso me dolió tanto dejar a mis abuelos cuando tuvimos que salir de Cuba. Allí se quedó parte de mi alma.

Cumplí cinco años cuando Cuba era estremecida por una conmoción política. El gobierno de Fulgencio Batista era fuertemente criticado por corrupto, lo que precipitó su derrocamiento, impulsado por la guerra de guerrillas. El primero de enero de 1959, a las 3:00 am, Batista huía en un avión, desde Cuba a Santo Domingo, ante el triunfo de la Revolución Cubana dirigida por Fidel Castro. Se exilió primero en República Dominicana, luego en la Isla de Madeira (Portugal), y por último en Marbella, España, hasta su muerte en 1973, a causa de un infarto.


Vivian y su mamá. La Habana, Cuba, 1955.

Sin conciencia de lo que pasaba, sentía vibrar en mí las angustias de mis abuelos y mis padres. La zozobra no era para menos. Las noticias de los vencedores proclamando su victoria y la venganza hacia sus derrotados enemigos, resultaban alarmantes. La palabra socialismo empezó a ser para algunos, sinónimo de caos, terror y muerte, y para otros, libertad y justicia. Las ilegales confiscaciones de los bienes privados de todos los ciudadanos fue el desengaño, que como bien dicen los cubanos, «le puso la tapa al pomo» y acabó con la esperanza. La vida y la libertad, como la conocíamos, quedaba confiscada. Comenzó el éxodo y la división de la familia cubana. Una absoluta pesadilla. De repente todo se perdía de un solo golpe. Los sueños que con tanto sacrificio y esfuerzo mis abuelos habían alcanzado, desaparecían de la noche a la mañana. Todos se preguntaban: ¿por qué? ¿Qué hicimos? ¿A quién o a quiénes perjudicamos?


Vivian en su primer cumpleaños, con su hermano Alejandro y sus padres. La Habana, Cuba, 1955.

Por esos días, mi mayor acto de independencia era poder montar en bicicleta por las calles próximas a casa, o cuando me escapaba hasta el cementerio de los chinos que quedaba un poco más retirado. Pero recuerdo claramente aquella tarde en que, al dar vuelta a la manzana, tuve que detenerme porque un enorme carro blanco salía de una de aquellas mansiones y mi sorpresa fue ver que los ocupantes eran el Che Guevara y Camilo Cienfuegos. Me quedé observándolos atemorizada y, justo en ese instante, ellos me devolvieron una mirada intimidante. Los dos eran imponentes. Como ya eran famosos los reconocí de inmediato; Camilo Cienfuegos me atraía mucho. Reaccioné y salí volando en mi bicicleta, del miedo que me produjo ese encuentro.


Vivian en su fiesta de cumpleaños, con familia y amigos. La Habana, Cuba, 1959.

Para ese momento ya había entrado la revolución en Cuba. Poco tiempo después de este episodio «desaparecieron» a Camilo Cienfuegos.

Mi papá, y muchos cubanos, se resistían a creer lo que veían con sus propios ojos. Junto a un grupo de amigos, con pleno conocimiento de sus principios de libertad, emprendieron una lucha para protestar por los atropellos, uniéndose al Movimiento Revolucionario 30 de noviembre, creado en 1960. Este fue el único movimiento al que papá perteneció durante toda su vida. Su participación se redujo a acciones políticas de protesta. Manifestaba que siempre fue un gran individualista con miedo total a la colectividad.

El espíritu emprendedor de papá lo heredó de mi abuelo Manuel, quien por su gran capacidad y visión pasó de vendedor en el Café Pilón a jefe de ventas, hasta convertirse en vicepresidente de la compañía y luego en socio.


Vivian a los cinco años, en su fiesta de cumpleaños. La Habana, Cuba, 1959.


Vivian a los cinco años. La Habana, Cuba, 1959.

El Café Pilón llegó a ser el café más famoso en Cuba y los EE.UU. Se exportaba desde La Habana hacia Miami. Su eslogan publicitario lo recuerdan miles de cubanos.

Mi abuelo era experto en pregonar este pegajoso comercial que cantaba Celia Cruz, realizado en el fulgor de la televisión cubana: «Café Pilón sabroso hasta el último buchito».

Lo cierto es que la Cuba que conocimos, aquella que mis abuelos creyeron la tierra prometida y a donde llegaron desde Gijón y Bilbao, España, cargados de ilusiones, cambiaría para siempre.

Lo que vivíamos apenas era el comienzo; lo peor aún estaba por venir.


José Fernández de la Torre, padre de Vivian, Lydia García, madre de Vivian, y Carlos Hüeck, en el Tropicana. La Habana, Cuba, ca. 1957.

Mi primer adiós

En ese lejano y doloroso mes de abril de 1961, el silencio sepulcral de las dos de la mañana fue interrumpido por la violenta llegada a nuestro hogar del G2, un grupo de inteligencia militar. Hombres fuertemente armados irrumpieron con violencia, tirando a patadas la puerta; iban derribando todo a su paso. Los gritos e insultos que proferían también despertaron a los vecinos.

Yo dormía en una habitación con Alejandro. Tenía siete años y mi hermano nueve. Mamá salió despavorida a buscarnos, pero se tropezó en nuestro cuarto con los milicianos armados de fusiles y pistolas. La empujaron fuera de la habitación. Hurgaron en la cocina y cargaron con todo lo comestible. En la otra habitación hallaron a mi papá. Temerosa, los seguí con la mirada. Vi cómo lo apresaban cuando intentaba ponerse lo primero que encontró, al escuchar el estruendo de los golpes y puñetazos que tiraban hacia todos lados. Mamá, desconcertada y sin poder contener el llanto, hacía preguntas a los intrusos, pidiéndoles que la llevaran a ella también, obteniendo como respuesta miradas de odio de esos hombres que eran como fieras amenazantes y que le provocaron más lágrimas, angustia e impotencia. Fueron momentos de terror.


Padres de Vivian con su hermano Alejandro. La Habana, Cuba, 1952.

Mis abuelos, absortos, no comprendían tanta violencia. Alejandro y yo vimos cómo esposaban a papá y lo tiraban a empujones para subirlo al camión que lo llevaría con rumbo incierto.

Al amanecer, la búsqueda de mi papá se convirtió en una peregrinación permanente por todas las cárceles de La Habana. Y así sucedió durante semanas en las que mi mamá deambuló por las calles con ropa y comida que dejaba a su nombre, aunque él nunca recibió nada. Ella, así como tantos hombres y mujeres que indagaban por sus familiares, sin sospechar que todos los cines, teatros y estadios los habían convertido en cárceles que albergaban a miles y miles de cubanos, proseguía sin desfallecer su interminable pesquisa durante varios días. Yo la veía salir y me quedaba en silencio. Mis abuelos nos protegían con gran esmero. Esto ocurrió a lo largo de varios meses.

Finalmente lo encontró en el famoso Teatro Blanquita (ahora Carlos Marx), después de terminar con la piel quemada, debido al inclemente sol que la azotaba día a día tras la fatigante e infructuosa peregrinación. Yo estaba agarrada de la mano de mamá y lo vi desde la calle, cuando sacaba con dificultad la cabeza por una ventanita. La ironía más grande de la vida es que el teatro al que antes asistían como espectadores, se había convertido en la cárcel de papá. Llamado por su mismo fundador ––el más grande teatro del mundo–– el entonces Senador de la República, Alfredo Hornedo Suárez, lo hizo construir con ese nombre en honor a su esposa Blanquita.

Ahora, la función era brindada por cientos de milicianos que, desde el enorme escenario, apuntaban con sus fusiles a los más de diez mil presos, entre hombres y mujeres, en las bellas butacas o de pie sobre las esplendorosas alfombras. Estos observaban estupefactos a los nuevos actores de la Revolución, sosteniendo a su lado enormes perros rabiosos que complementaban la custodia. Mamá jamás lo pudo ver durante los sesenta días que permaneció encerrado en el teatro. Hambrientos, apretujados, claustrofóbicos y enloquecidos por el calor y la sed, protestaban por un mejor trato, por la liberación de mujeres embarazadas que parían a sus hijos en cualquier silla, y para que abrieran los baños, pues les permitían usar solo uno para todos los presos. En una acción desesperada, hombres y mujeres, se quitaron las camisas y se fueron encima contra los milicianos para hacer cumplir sus peticiones, pero no lo lograron. A cambio, lo único que recibieron fueron disparos provocando la muerte de muchos de ellos, y que abrieran unas ventanitas en lo alto del teatro para permitirles respirar.


Vivian con su mamá y sus primos, en el Malecón. La Habana, Cubana, ca. 1961.

La casa se inundó de soledad y tristeza. Esta tragedia marcó a toda la familia y de manera significativa impactó mi infancia; a pesar de ello, nadie desfalleció. Creo que el amor nos mantenía unidos y fortalecidos. Gracias a Dios que en ese momento no se llevaron a mamá. Papá cayó preso después de la invasión de Bahía de Cochinos. Esta fue, sin lugar a duda, la primera experiencia traumática de mi vida.

Hoy lo recuerdo todo con absoluta claridad. Mi memoria insiste en evocarlo. Años después visitaría la isla de Cuba. Iría al reparto en que nací. Sentiría la música vibrar en mí de otra manera, acrecentando la fuerza de estas raíces. Algo de esa gente, de esa tierra, de ese mar, me complementaban.

Transcurridos unos meses, un buen día papá apareció en la puerta de la casa. Regresó pálido, demacrado, muy delgado y con la barba crecida, casi irreconocible. La felicidad fue total. Pero sólo era el preámbulo de una nueva separación.

Después de la liberación papá decidió que teníamos que salir de Cuba, lo cual, además de estar prohibido por el gobierno de Fidel Castro, resultaba casi impensable. ¡Tomaba demasiado tiempo hacer la solicitud oficial y, obtener el permiso de salida podía llevar nueve, diez o incluso más años, pero también podía ocurrir que no llegara jamás!

Así que papá decidió escribir cartas a tres amigos en Venezuela, Panamá y Nicaragua. Semanas después, recibía la respuesta de su gran amigo, el Sr. Carlos Hüeck, presidente de la Cervecería en Nicaragua, contestando afirmativamente a su petición de viajar a Managua. Fue él quien intermedió el trámite de las visas y permisos, con el Cónsul de Nicaragua en los Países Bajos, por aquel entonces, el Sr. Marcelo Ulvert, junto con el Sr. Guillermo Sevilla Sacasa.

Papá tuvo que asistir por diez días al aeropuerto Rancho Boyeros de La Habana y esperar por un cupo en KLM. Por esos mismos días nos estuvimos despidiendo de él, hasta que papá pudo tener el espacio de un señor al que debieron bajar del avión con cualquier pretexto. Con el pasaje que le envió el Sr. Hüeck, pudo hacer el trámite y conseguir que lo dejaran salir de Cuba.

La despedida en el aeropuerto fue una de las más duras experiencias emocionales que yo jamás haya vivido. Un dolor profundo me aprisionaba el pecho a punto de estallar y el malestar me produjo vómito. El temor me invadía. Después de una larga despedida, con lágrimas en los ojos, finalmente papá pudo conducirse hacia las escalinatas del avión. Presuroso, logró esbozar una tímida sonrisa, al mismo tiempo que alzaba la mano en señal de despedida.

Salió de Cuba en un avión de KLM el 9 de junio de 1961, en busca de un futuro para él y nosotros, con la esperanza de encontrarlo, pero con la incertidumbre mirándolo de frente.

Viajó con los bolsillos vacíos. Como equipaje llevaba solo su pasaporte. Voló de La Habana a Kingston, Jamaica, única ruta para llegar a Miami. Ahí tuvo que dormir en la banca de un parque, esperando al siguiente día para retirar del Royal Bank of Canadá, el dinero que le había enviado su amigo don Carlos Hüeck. Esperó una semana para que autorizaran su visa de tránsito en Miami y luego lo mismo para viajar a Nicaragua.

Cuando papa llegó a Managua don Carlos Hüeck lo esperaba en el aeropuerto y dijo la frase que cambiaría el rumbo de nuestras vidas: «Pepe, no te aflijás que, mientras yo esté vivo, no te ha de faltar nada ni a ti ni a tu familia». Un abrazo selló el afecto y la gratitud que papá le profesaría durante toda su vida. Don Carlos fue para él como un padre y sin duda un verdadero ángel.

A finales del mes de julio de 1961, casi dos meses después, logramos salir mi mamá, mi hermano Alejandro y yo; también viajamos por KLM, vía Jamaica para llegar a Miami. Partimos de Cuba, sin un centavo, con solo una muda de ropa en una pequeña maleta que era todo lo que nos permitían sacar de la isla. Estuvimos en el aeropuerto desde las cuatro de la madrugada y finalmente logramos salir a las diez de la noche, pero el día entero la zozobra era indescriptible. Todo fue angustia en aquella larga jornada; el sentimiento que inundaba esas horas eternas era la incertidumbre; pensar que seguramente nunca más volverás a ver a tus familiares te destroza el alma. Atrás de los cristales la mirada de mis abuelos se opacaba con sus lágrimas pensando en un adiós definitivo. Aún puedo recordar la voz estridente del guardia de seguridad que a través del parlante llamaba a los pasajeros a quienes, de manera arbitraria, se cancelaba la salida de Cuba. Mi mamá intranquila y atemorizada ante el horror que el «Sistema» imponía, rezaba porque no fueran nuestros nombres los próximos que se dijeran.

Pero mi mayor miedo fue con la revisión que nos hicieron. Primero requisaron a mamá, tocando todo su cuerpo. Siempre buscaban que la gente no se llevara joyas o dinero. Luego requisaron exhaustivamente nuestro escasísimo equipaje. Recuerdo la expresión de rabia en el rostro de los milicianos y el desprecio avasallante.

Me sentí desfallecer al momento de la revisión porque mamá había cosido en mi pescador rosado, su solitario de brillantes, el mismo que papá le entregó como anillo de compromiso. No quiso dejarlo pensando que podría ser útil para venderlo. El miliciano metió su mano dentro del pantalón y yo, que había visto a mi madre esconderlo allí, sentí que la sangre se me iba a los pies. Fue una acción desesperada de mamá, que pudo costarnos la salida de Cuba. Yo era una niña y no sé cómo no reaccioné imprudentemente. Por suerte para todos, el hombre no descubrió el anillo.

Este método de esconder joyas se volvió común durante los inicios del éxodo, para que la gente pudiera sacar sus prendas de Cuba. La libreta de direcciones y teléfonos de los amigos y familias en Miami que mamá guardaba, le fue confiscada. Ya no teníamos a quién acudir o llamar si nos extraviábamos.

Una vez en el avión, empezaron a llamar a algunas personas para que se bajaran. El terror flotaba en el ambiente. La aeronave llegó hasta el final de la pista y desde la torre de control le indicaron que debía regresar. Todo el mundo temblaba pensando que cualquiera de nosotros podría ser bajado del avión. El rostro de mi madre denotaba pánico.

Finalmente, despegamos rumbo a Jamaica. Mamá lloraba en una mezcla de nostalgia, ansiedad y alegría. En mi mente estaban mis abuelos, mis primos y curiosamente me entristecía abandonar mi bicicleta.

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9789585532304
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