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Читать книгу: «La araña negra, t. 1», страница 9

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Baselga quedó anonadado por estas palabras y miró con gran confusión al sacerdote, que poco a poco había ido arrastrando su sillón hacia el que ocupaba el capitán, y que ahora avanzaba su cabeza de modo que destacara su artístico perfil sobre el foco de luz del quinqué.

El condesito estaba tan aturdido, como muchacho que en la escuela es sorprendido por el maestro en flagrante delito, y no encontraba palabras para contestar.

Excitado por la mirada bondadosa y angelical del cura se decidió al fin a hablar y al principio no consiguió más que embrollarse en un sinnúmero de confusas palabras.

– Yo… padre… la verdad… ando bastante descuidado en materias de religión. Creo en Dios, en Jesucristo, en el Papa y en todo lo que manda la Iglesia; en otros tiempos me sabía el catecismo de memoria, pero ahora… ya ve usted… los amigos, la vida militar, las locuras de la juventud… en fin, que hace mucho tiempo que no me he confesado y que, de morir en este momento, el diablo tendría mucho que hacer con mi alma.

– A tiempo está usted, hijo mío, de conjurar el peligro. En mí, que soy indigno representante de Dios, encontrará usted el medio de librarse del peso de tantas faltas.

– Yo quisiera confesarme, pero… ¿en este sitio? ¿En un salón de visitas?

– Dios está en todas partes y en todas también puede su sacerdote oír la confesión de un pecador. Acérquese usted más… así está bien. Y ahora si tiene usted verdadero fervor por reconciliarse con Dios, ábrame su pecho y no tema en revelarme la verdad sin miedo a la enormidad de los pecados pues el Supremo Hacedor no quiere que el culpable agonice bajo el peso de sus faltas, sino que viva y se arrepienta.

Estuvo Baselga por mucho rato cabizbajo, ensimismado y como contrayendo todos los pliegues de su memoria para que no quedara trasconejado el recuerdo de las más pequeñas de sus faltas; pero cuando ya se disponía a hablar, le interrumpió don Claudio para decirle:

– Supongo que no irá usted a imitar a ciertas devotas viejas que tienen como pecados nimiedades insignificantes y ridículos escrúpulos. Aquí más que confesor y penitente somos dos hombres, y, por tanto, hemos de hablar con franqueza e ir derechamente a la verdadera importancia de las cosas. Empiece usted, hermano, y diga todo aquello que considere realmente como pecado.

Baselga hizo un poderoso esfuerzo para romper los lazos con que el amor propio y la vergüenza sujetaban su lengua, y con el rostro teñido de rubor comenzó así:

– Padre; me acuso de haberme valido de mi habilidad en el juego para robar con malas artes el dinero de mis compañeros.

– Mala cosa es el juego; pero como culpables son igualmente todos los que se dejan dominar por vicio tan reprobable, no cayó usted en pecado mortal al explotar la simpleza de los que confían su suerte a la baraja. Adelante, hijo mío.

– Me acuso de haber hecho uso de mi espada, sin razón alguna, contra personas a quienes antes había ofendido, derramando su sangre injustamente.

– Gran pecado es atentar contra la vida del prójimo, mas sin embargo, todo aquel que lleve espada, se tenga por caballero y ostente un nombre ilustre, tiene el deber de velar por su prestigio personal y no incurrir nunca en la nota de cobardía. Además, así como la Providencia veló por la vida de usted podía haber ocurrido todo lo contrario, en cuyo caso tanto se exponía usted como su contrincante a morir en el lance. No es, pues, muy grave este pecado. ¡Animo, hijo! ¿Cuáles son los otros?

– Yo fuí el que instigué a los soldados a dar muerte en la plaza de Palacio al capitán Landaburu, y confieso que el recuerdo de su mujer viuda y de sus hijos huérfanos me ha quitado el sueño muchas noches.

– Digno de execración es siempre el asesinato; pero hay que convenir en que aquel hecho nada tuvo de tal. La muerte violenta de Landaburu fué uno de tantos incidentes propios de época de agitación, y sin duda aquel desgraciado fué designado por Dios para servir de triste ejemplo a sus compañeros en política y hacerles ver prácticamente cuán terrible es el fin de los hombres que se separan de las buenas doctrinas. Landaburu era un impenitente revolucionario a quien usted conocía muy bien; ¡quién sabe si Dios quiso castigarle por sus malos pensamientos y lo escogió a usted como ejecutor de sus venganzas! No es, pues, tan enorme este pecado. Adelante, hijo mío, adelante.

Baselga estaba encantado por la bondad de aquel sacerdote que todo lo encontraba bien; que en vez de las reprimendas esperadas, le dirigía amables sonrisas y que demostraba un empeño paternal por desvanecer todos los remordimientos en el pecho del penitente.

Con un confesor tan “de manga ancha” que sabía desmenuzar los pecados de modo que perdieran su carácter horrible, dejándolos reducidos a simples faltas, se podía hablar con entera tranquilidad, y por eso el condesito, cobrando cada vez más confianza, repasó por completo todo lo grave de su pasado y al fin llegó a sus amores con la baronesa.

Al pensar en tal aventura, su lengua se detuvo. El capitán creía circunstancia indispensable en todo galanteador caballeresco guardar eternamente el secreto de sus amores; así es que no se mostró propicio a revelar lo ocurrido en aquella casa entre Pepita y él; tanto más cuanto que el padre Claudio era amigo de la baronesa.

El sacerdote, que con mirada atenta seguía contemplando al joven, pareció adivinar nuevamente los pensamientos que se agitaban bajo su frente, y para desvanecer todo escrúpulo dijo así:

– Hace usted mal si es que piensa ocultarme por miras particulares algún suceso importante de su vida. Engañándome a mí engaña usted a Dios, y de poco puede servir a su alma una confesión incompleta e inspirada en miras egoístas. Todas las preocupaciones mundanas deben expirar al pie del confesonario; para el representante de Dios no han de guardarse secretos, tanto más cuanto que lo que usted diga aquí quedará como encerrado en una tumba. ¡Vamos!, decídase usted, hijo mío, y ya que se ha propuesto implorar la protección de Dios descargando su conciencia de culpas, no oculte ni una sola de éstas.

El condesito, impresionado por aquella voz dulce y atractiva decidióse a hablar, aun faltando a su condición de amante reservado y silencioso. Además pensó en que Pepita se confesaba igualmente con don Claudio y que, como buena católica, ya le habría revelado todo lo ocurrido.

Así que Baselga se decidió a decir la verdad, y dejó escapar un verdadero chaparrón de palabras que fué la relación completa y detallada de todo lo ocurrido entre él y la baronesa desde el día en que se conocieron hasta la hora presente.

El cura escuchaba con aparente atención las palabras del penitente; pero un profundo observador hubiera adivinado en él la distracción que le causaba oír por segunda vez la relación de sucesos que ya le eran conocidos.

Cuando Baselga, acalorado en la descripción de su última conquista, deslizaba algún detalle de color algo subido y se detenía como avergonzado, el clérigo le animaba con un gesto de benevolencia, y el joven seguía adelante en su relación, encontrando cierto placer en revelar a un hombre (aunque éste fuese un cura) toda la felicidad que había gozado.

Cuando el condesito terminó de hablar, vió con cierto recelo que don Claudio se ponía muy serio por primera vez y aún se alarmó más al oír que con voz algo irritada le decía:

– Después de lo que usted acaba de decirme, es casi imposible que yo le dé la absolución.

– ¡Cómo! ¿Qué dice usted, padre mío?

– Usted, llevado de sus antiguos hábitos de galanteador irreflexivo, ha abusado de la generosa hospitalidad que le dispensó una mujer que aunque a primera vista parezca algo ligera es modelo de virtudes. La baronesa ha perdido su honor en los brazos del hombre a quien salvó la vida, y éste obraría con una deslealtad nunca vista e impropia de un caballero si se negara a reparar el mal que causó.

Baselga quedó anonadado bajo aquella severa reprimenda.

– Va usted a partir – continuó el sacerdote – dentro de breves horas, y Dios sólo sabe dónde podrán arrastrarle los azares de la guerra. El corazón de usted es ligerísimo, su facilidad amorosa grande en extremo, y casi es probable que cuando termine la guerra usted haya dado su afecto a otra mujer y olvidado a la baronesa, en cuyo caso, ¿cuál será la suerte de esa desgraciada señora, modelo de virtudes, pero a quien el amor ha hecho pecar?

– ¡Oh!, no, padre. Yo nunca olvidaré a Pepita: la amo mucho.

– El amor, cuando no está santificado por la bendición del sacerdote, es fugaz pasión que el menor vaivén de la vida hace desaparecer. No basta que usted quiera a Pepita, es necesario afirmar esa pasión con algo más serio que los juramentos de amor.

– ¿Y qué puedo hacer yo, padre mío? – dijo Baselga, a quien las palabras del cura habían conmovido.

– Hoy casi nada. La orden del rey le obliga a partir dentro de breves horas y no hay tiempo para que usted legitime por medio del casamiento canónico sus amores con la baronesa.

– Entonces, ¿cuál ha de ser mi conducta para que vuestra reverencia me dé la absolución?

– Ya que es imposible por el momento el borrar las anteriores faltas con el matrimonio, jure usted ante Dios que está en el cielo y en todo lugar que dará su mano y su nombre a la mujer amada tan luego termine la comisión que ahora le encarga su majestad.

– Dispuesto estoy a jurarlo, padre mío.

Entonces, Baselga, por indicación del cura, púsose en pie, y extendiendo su diestra a un antiguo cuadro que representaba a Cristo, macilento y negruzco, fué repitiendo el juramento que palabra por palabra le dictó don Claudio, y al final de cuya fórmula pedía para sí todos los tormentos del suplicio y los dolores de la tierra si dejaba de cumplir lo prometido.

El mastuerzo que con tanto valor sabía batirse en las calles de Madrid, sentíase ahora conmovido por las palabras que le hacía pronunciar el hábil capellán y le faltó poco para derramar lágrimas de alegría cuando le dijo don Claudio con acento melifluo.

– Hermano; de rodillas.

Oyó Baselga latinajos que no entendía y con ademán compungido recibió la bendición de aquella mano fina y aristocrática, que después besó contritamente.

– Ahora – dijo don Claudio levantando del suelo al capitán – , a luchar como un héroe por la santa causa de la Iglesia y del Rey.

– Lucharé hasta morir – contestó el joven con resolución que no daba lugar a dudas.

– ¿No es verdad que se siente usted mejor después de la confesión?

– Me encuentro poseído de un bienestar inmenso.

– El pecador que tiene fe en Dios, siempre experimenta tan grata impresión después de desahogar su pecho de culpas.

– Ya hemos terminado – continuó el cura después de un breve silencio – ; retírese usted a hacer sus preparativos de viaje y avístese con el señor Antonio, que ya ha recibido las instrucciones necesarias. Además, autorizo a usted para que cuando vea a la señora baronesa, le revele cuanto aquí ha ocurrido. Es una santa mujer que experimentará una alegría sin límites al saber que usted ha jurado ser su esposo tan pronto como lo permitan las circunstancias.

– ¡Adiós, padre! – dijo el capitán con algún enternecimiento – . Que el cielo permita nos volvamos a ver pronto.

– ¡Adiós, hijo mío! Que el Señor proteja a usted.

Y aquel Pedro el Ermitaño del realismo español, estrechó con cariño la mano del cruzado que iba a defender en los montes la tiranía del monarca y el restablecimiento de la Inquisición.

Cuando los pasos de Baselga hubieron dejado de sonar en la habitación vecina, el cura sonrióse con aire satisfecho, y dirigiéndose a la puerta del salón contraria a aquella por la que había salido el joven, levantó el pesado cortinaje, preguntando con voz meliflua:

– ¿Está usted contenta, Pepita?

– Mucho, padre mío. ¡Cuánto tengo que agradecer a usted!

Y la baronesa, diciendo estas palabras entró en el salón. Sus mejillas estaban coloreadas por la alegría y en toda ella conocíase el vivo placer que le había causado la anterior escena.

– Esto es un servicio más que usted tendrá que agradecer a la poderosa Compañía que la protege desde la cuna.

– Lo agradezco con toda mi alma, padre Claudio, y crea vuestra reverencia que siento no corresponder con más fuerza a tan grandes y continuos favores.

– Con que tenga usted al rey mucho tiempo hechizado con sus gracias y disponga un poco de su voluntad, nosotros nos damos por satisfechos.

– Eso hago y eso haré tan bien como me sea posible. Mis ilusiones se realizan y desde la cumbre a que me elevan los favores de la Orden, podré servir mejor a los intereses de la Compañía. Unicamente me faltaba un marido, y éste ya le tengo gracias a la sabiduría de vuestra reverencia, que tan acertadamente sabe dirigir las conciencias. Querida predilecta del rey, pero teniendo que vivir oculta por no poder presentarme en sociedad como la viuda forastera, problemática y sin amistades, me es imposible servir tan bien a la Orden como lo haré el día en que figure en la corte como la esposa de un hombre que ha prestado grandes servicios a la causa del rey. Baselga es un necio, pero tiene algo de héroe, y si no lo matan, conseguirá abrirse paso y llegar a los más altos puestos. Yo necesitaba un marido de tal clase y vuestra reverencia me lo asegura valiéndose de su profundo talento que a todos convence. ¡Cuán agradecida debo estar a la Orden que me protege!

– Baronesa: el que trabaja “para la mayor gloria de Dios”, se ve colmado siempre por el Altísimo de inmensas felicidades.

X
1823

En 1823 cambió por completo la decoración para liberales y serviles que con tanta saña venían combatiéndose hacía tres años.

Al rey que decía “a sus súbditos” “marchemos todos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”, mientras ocultamente favorecía con dinero y con hombres las sublevaciones absolutistas en los montes de Cataluña y Navarra, le parecía todavía insuficiente el armar tropeles de fanáticos que combatieran en favor del Altar y del Trono, y solicitó el auxilio de Francia, que envió a España al duque de Angulema con sus cien mil hijos de San Luis.

Fué aquélla una época de desbordamiento y de impudor. Nunca se había visto un pueblo más propenso a la mudanza, a la traición y a la desvergüenza.

Largos años de tiranía habían corrompido el sentido moral de nuestro pueblo; la revolución sólo había servido para hacerlo más bullanguero, y ni una sola de las ideas democráticas que los oradores predicaban en los clubs, conseguía penetrar en aquella juventud que todavía era hija legítima y directa de la generación de Pan y Toros.

Los que antes iban con gran fervor a las procesiones o eran cofrades del Rosario de la Aurora, asistían ahora a los clubs, cantaban a grito pelado en las calles los himnos en moda u organizaban las manifestaciones cívicas. He aquí toda la reforma que la revolución consiguió hacer en el pueblo español.

El rey, a pesar de la Constitución y de todos los esfuerzos de exaltados y comuneros, seguía siendo la personificación del país; lo que el monarca hacía, los súbditos lo imitaban, y como Fernando VII era canallesco, desvergonzado y traidor, el pueblo no conocía ni aun de oídas el pudor político, y cuando aún repetía el eco sus gritos de ¡viva la Constitución!, volvía la hoja rápidamente para pedir a gritos el triunfo del rey “neto” y la vuelta de los felices tiempos en que funcionaba la Inquisición, los jesuítas dirigían el Gobierno y el amo de España mostraba el sobrehumano talento que le había dado Dios para presidir las corridas de toros.

La política, en los últimos tiempos de aquella época constitucional, estaba reducida a una serie de vergonzosos engaños. La agonía del trienio liberal puede definirse diciendo que fué una espantosa traición.

Fernando engañaba a los liberales, y mientras firmaba cuantos manifiestos le ponían delante y en los cuales se entonaban himnos laudatorios a la Constitución, solicitaba con gran urgencia el auxilio de las bayonetas francesas; Morillo hacía traición a sus compañeros los generales La Bisbal y Ballesteros; La Bisbal le imitaba y Ballesteros, por no ser menos, uníase a los invasores para derribar al Gobierno, que confiaba en el apoyo de sus espadas.

La Constitución era una enferma atacada de rápida tisis y los hombres, dueños del Poder, semejaban embrollada consulta de médicos pedantes, ocupados en discutir el nombre y etimología de los medicamentos que pensaban emplear, mientras la paciente se moría a toda prisa.

No faltaban liberales entusiastas dispuestos a dar su sangre por aquella Constitución que tantas veces habían jurado sostener, pero estaban en minoría y sus esfuerzos se perdían entre la indiferencia y el envilecimiento del pueblo.

El heroico Mina resucitaba en Cataluña la epopeya de la independencia, luchando con escasas fuerzas contra las hordas realistas y las legiones invasoras; pero su sublime tenacidad tenía el pálido reflejo de un rayo de sol en el fondo de putrefacta laguna.

Aquella revolución moría como mueren todas las formas de Gobierno que no llegan a ser populares. Sólo la clase media había abierto sus ojos a la luz de la libertad.

El pueblo, llevando todavía en su mente el recuerdo de los privilegios señoriales y de las rapiñas de la Iglesia, estaba tan ciego, que tomaba sus armas para defender la causa de los nobles y de los curas.

Pudo muy bien el Gobierno constitucional organizar una tenaz defensa que hiciera más lenta la marcha del tropel de alguaciles que Francia nos enviaba para reponer el absolutismo en su primitivo ser y estado.

Con esto no se habría salvado la libertad, pero habría caído con más honra, y los Borbones de la nación vecina no se hubieran engreído y puesto al nivel de Bonaparte por una guerra en la que los reclutas de la restauración no dispararon dos veces sus fusiles.

Pero los liberales adoptaron sus resoluciones con demasiada lentitud, confiaron su defensa a militares de dudosa fe política, y cuando vinieron a apercibirse de sus desaciertos, vieron sus órdenes desobedecidas y que la traición de sus generales dejaba libre el paso al chaparrón de la venganza absolutista que iba a caer sobre ellos con furor terrible.

El final del período liberal tuvo algo de la rapidez del vértigo y mucho de la vaguedad del sueño.

EL avance de las bayonetas francesas hizo salir de Madrid a toda prisa a ministros y periodistas, diputados y milicianos, formando inmensa caravana que, semejante al vagabundo pueblo de Israel, llevaba como arca santa la chusca persona de Fernando VII. Este se reía interiormente de la candidez de aquellos revolucionarios tan respetuosos siempre con el mismo hombre que les daba muerte. Todos ellos sabían que el mismo monarca era quien movía el ejército invasor que venía pisándole los talones, y ni a uno solo de los fugitivos se les ocurrió encargar a su fusil la misión de librar a España del monstruo que pocos meses después había de ensangrentarla con horribles venganzas.

El más vergonzoso rebajamiento se había apoderado de nuestro pueblo, y como si quisiera poner su adoración al nivel de su vileza, tributaba homenajes a los seres más abyectos.

El país, que doce años antes había admirado a Mina y al Empecinado, se entusiasmaba ahora con las proezas de cuatro bandidos que vestían el sayal frailuno y con la cruz en una mano y el trabuco en la otra, iban sembrando el incendio y la muerte, queriendo exterminar “a los negros” hasta la cuarta generación. Los mismos que habían aplaudido a Argüelles y a Muñoz Torrero, miraban ahora como dechados de sabiduría a los pedantes y covachuelistas que componían la Regencia de Urgel.

El “Trapense”, una fiera con hábito, era el héroe de la situación. Creíase que su trabuco tenía el poder de hacer milagros, y cuando el fraile guerrillero, llevando a la grupa a la hermosa aventurera Josefina Comeford, penetró en Madrid, el mismo pueblo que tres años antes había tirado de la carretela en que iba Riego, se arrojó bajo las herraduras del caballo con la misma entusiástica indiferencia del indio que desea ser aplastado por el carro del ídolo y ganar el cielo.

Una bendición de aquella mano era una dicha que muchos solicitaban. La mano del “Trapense” estaba, sin duda, santificada por Dios, pues nunca la abatía el cansancio. Prueba de ello, era la rapidez y limpieza con que degolló uno tras otro, sin interrupción, setenta y seis soldados constitucionales, que fueron hechos prisioneros en la toma de Seo de Urgel.

Barrido de Madrid y Sevilla, el Gobierno liberal, siempre fugitivo y vagabundo con rumbos inciertos, fué a refugiarse en Cádiz. La Constitución de 1812, semejante al hijo pródigo, después de correr grandes aventuras, volvía decaída y derrotada a morir en el mismo punto donde nació.

Allí fueron a buscarla sus implacables enemigos, y el ejército de Angulema, en unión de algunas de las hordas realistas que le precedían, a guisa de avanzadas, estableció el sitio de Cádiz.

Los muros de la inmortal ciudad volvieron a conmoverse con el estampido de los cañones franceses; pero entre el sitio de 1810 y el de 1823, hubo tanta diferencia como la que existe desde el drama a la comedia.

Ni Angulema era Soult, ni aquellos liberales, fugitivos, desilusionados, y que se batían por “el qué dirán” y por dar a su bandera cierta gloria antes de plegarla, podrían compararse con los gaditanos de 1810, que, después de asistir a las sesiones de las célebres Cortes, empuñaban el fusil con la mente llena de sublimes pensamientos e iban a morir en las trincheras.

En el último sitio de Cádiz se luchaba sin ánimo de triunfar y únicamente por cumplir con el deber. Todos los personajes que estaban encerrados en Cádiz sabían cuál iba a ser su muerte y la aguardaban pacientemente. Argüelles pensaba en la próxima emigración; el canónigo Villanueva se entretenía escribiendo sonetos y letrillas contra Angulema y los absolutistas; el marino Valdés se convencía de que era inútil pensar en revivir la célebre defensa por él organizada en 1810, y, entre tanto, Fernando distraía sus ocios remontando cometas de varias formas y colores en el tejado de la Aduana, sistema de telegrafía óptica que enteraba a los sitiadores de cuanto en la plaza ocurría.

La toma del Trocadero fué la única operación que honró militarmente a los invasores; pero aquel simple acto de guerra, que resultaba una bagatela para las legiones de Napoleón, fué pregonado por la Fama del realismo como una hazaña al lado de la cual las proezas de Aníbal y de Alejandro quedaban obscurecidas.

La restauración borbónica, tan mezquina en Francia, como en España, necesitaba aumentar la importancia de los hechos para adquirir ese prestigio que tan necesario es a los tiranos.

Por desgracia para la causa realista, la gloria le volvía la espalda, y para que el mundo no se apercibiera de tal desdén, se veía obligada a falsificar los hechos. Ni más ni menos que esos amantes desdeñados en cuya boca los más insignificantes favores de la mujer ansiada se convierten en comprometedoras y decisivas concesiones.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 июня 2017
Объем:
220 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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