Читайте только на ЛитРес

Книгу нельзя скачать файлом, но можно читать в нашем приложении или онлайн на сайте.

Читать книгу: «La araña negra, t. 1», страница 10

Шрифт:

XI
Cómo termina un calavera

Entre el tropel de esbirros de la tiranía, que como un cinturón de hierro y bocas de fuego rodeaba los muros de Cádiz, figuraba el conde de Baselga, realista decidido y hombre de gran porvenir, del cual se ocupaban periódicos tales como “La Atalaya de la Mancha”, “El Regenerador”, y otros papeluchos redactados por furibundos frailes, citando al Capitán de la Guardia como un modelo de fieles defensores del despotismo.

¡Quién podía saber con certeza el número de barbaridades que el ilustre Baselga había cometido desde agosto de 1822 hasta aquel momento, defendiendo en los montes con más aire de bandido que de militar la causa del Rey y de la Religión!

Al frente de unas guerrillas compuestas de fanáticos y de gente perdida, había pasado más de un año en los montes de Aragón, operando unas veces con entera independencia y otras a las órdenes de Bessieres, el aventurero francés que en 1822 era sentenciado a muerte por conspirador republicano y en 1823 se distinguía mandando a los feroces “feotas”, nombre que los liberales daban a los defensores del absolutismo, por llamarse con énfasis soldados de la Fe.

Con gran disgusto de Baselga, las necesidades de la guerra le habían llevado de Aragón a Valencia, y de este último punto tuvo que salir para Andalucía, no pudiendo dirigirse a Madrid, donde ya funcionaba con el carácter de Gobierno la reaccionaria regencia formada en Urgel.

El conde ansiaba ardientemente ver a Pepita, cuyo recuerdo no se apartaba de su memoria, y ya que le era imposible cumplir su deseo, consolábase escribiéndola largas cartas siempre que le era posible, y en las cuales, con toda la corrección de que era susceptible su rudeza y pasando por alto los homicidios ortográficos, describía una vez más la constante grandeza de su pasión.

Cuando a principios de julio llegó aquel paladín del absolutismo a las inmediaciones de Cádiz con sus feroces hordas, más para entorpecer que para ayudar las operaciones de bloqueo que ejecutaban los franceses, el administrador de Correos de Puerto de Santa María le entregó una carta, cuya procedencia adivinó antes de abrirla.

El corazón le latió agitadamente, pues en las letras desiguales y arrebatadas de la cubierta, le pareció ver la nerviosa mano de Pepita manejando la pluma con loca precipitación.

Era la primera carta que recibía de la mujer querida desde que se separó de ella.

Al principio, Baselga sólo se fijó en las palabras cariñosas y apasionadas, en las promesas de eterno amor, en aquellos requiebros melosos y aniñados, propios de la imaginación de una criolla; pero después sus ojos que saltaban apresuradamente de renglón en renglón con el ansia de leer de un golpe toda la carta, paráronse sorprendidos en unas palabras misteriosas, cuyo significado no lograba comprender.

Pepita hablaba de circunstancias que hacían visible su deshonra, de sucesos acaecidos después de su partida que echaban un borrón sobre su buen nombre; aludía con cierto misterio al último mes de abril, y terminaba anunciando que el buen padre Claudio enviaba al campamento sitiador de Cádiz un hombre de confianza para que tratase con él de un asunto grave. “De tu resolución – decía Pepita – , del acuerdo que tú tomes, depende que yo viva o muera. La pérdida definitiva de mi honor acabará mi existencia.”

Baselga leyó una y otra vez la carta, deletreó todas sus palabras, y, al fin, se quedó tan ignorante y confuso como al principio.

¿Qué peligros para el honor de Pepita serían aquéllos? El fogoso militar, pensando que la mujer amada pudiera encontrarse en apurada situación, soñaba ya en villanos enemigos y acariciaba la espada en su cinto, y en el cerebro la descabellada idea de partir inmediatamente con dirección a Madrid para emprender a estocadas a todos cuantos turbasen la tranquilidad de la hermosa baronesa.

El ver incluído en la carta el nombre del padre Claudio, excitaba aún más la curiosidad del condesito; pues éste reconocía que el afable sacerdote no se iba a mezclar en asuntos de poca monta ni a tomarse por éstos la molestia de enviar emisarios a Cádiz.

Dos días pasó Baselga dominado por una constante preocupación, y a tal punto llegó ésta, que por las noches los oficiales franceses y algunos guerrilleros que habían organizado una timba en el campamento, en la cual tallaba el conde por derecho propio, le ganaron cuanto dinero puso en la banca, sin que al antiguo fullero se le ocurriera sacar a plaza sus indiscutibles habilidades.

En la tercera noche, Baselga, que arruinado ya, había pasado de banquero a la simple calidad de mirón, fué avisado por su asistente de que fuera de la tienda le esperaba un caballero que decía acababa de llegar de Madrid.

Júzguese con qué rapidez acudiría el joven al llamamiento y cuál sería su sorpresa al conocer que el enviado del padre Claudio no era otro que el señor Antonio, el vejete realista que completaba su antiguo traje con un gran sombrero de los que se llevaban a principios del siglo, llamados de “medio queso”.

El conde experimentó la mayor alegría al ver al eterno acompañante de su amada. Hasta le pareció que en él había algo que evocaba la seductora imagen de Pepita y que su mugrienta casaca exhalaba el mismo perfume de su hechicero cuerpo. Quien haya estado enamorado comprenderá inmediatamente tan extraña aberración.

No fueron pocas las preguntas que apresuradamente disparó Baselga sobre el vejete; pero éste, con gran calma, le agarró suavemente por uno de sus brazos y le fué alejando de la tienda.

– Si le parece a usted, señor conde – dijo el señor Antonio – , pasaremos por sitio donde no nos puedan oír, pues tengo que comunicarle cosas graves.

Dirigiéronse los dos hombres a los límites del campamento y comenzaron a pasear a lo largo de una de las trincheras, cuidando de no acercarse demasiado a un centinela que contemplaba curiosamente las idas y venidas de aquella pareja, cuyas sombras dilataba fantásticamente la luna sobre el suelo.

– Comenzaré por indicarle – dijo el viejo – que yo no vengo enviado aquí por mi señora, sino por el reverendo padre Claudio.

– Lo sabía desde anteayer.

– ¿Le ha escrito a usted mi señora? – preguntó con sorpresa el vejete – . Lo ignoraba; pero ya nos lo recelábamos el bueno del padre y yo. La pobre baronesa… ¡le quiere a usted tanto!

Y el señor Antonio quedóse cabizbajo al decir estas palabras, como si lamentara en el fondo de su pecho que su ama se hubiese enamorado de semejante perillán.

– Yo – continuó el viejo con acento triste – conozco a la señora baronesa casi desde que nació, y aunque cometa una censurable irreverencia, digo que la amo como si fuese hija mía. Juzgue usted cuál será mi dolor hoy que la veo deshonrada.

– ¡Deshonrada!.. ¿por quién?

– Usted lo sabe mejor que nadie. La señora, corazón sencillo e ingenuo, se dejó engañar por un hombre audaz que cayó moribundo a la puerta de su casa, y el premio de su cristiana caridad ha sido la deshonra.

– ¡Señor Antonio! Mida sus palabras, que ya sabe usted quién soy yo y qué genio gasto. La señora baronesa me ama tanto como yo a ella; pero esto no autoriza a nadie para que hable de deshonra ni ponga mi honor en duda.

– Es ya inútil todo fingimiento. Lo sé todo, y así como yo, cuantos entran en nuestra casa de Madrid. La pasión carnal que usted encendió en el pecho de la señora la hizo caer, y hoy el fruto del pecado atestigua su deshonra.

– ¡Fruto de deshonra! – exclamó el joven, con tanta extrañeza como miedo – . ¿Qué quiere usted decir, señor Antonio? ¡Por Dios!, explíquese usted.

– La señora baronesa ha tenido una niña hace tres meses. Usted es su padre.

Ante esta lacónica respuesta, Baselga no supo lo que le pasaba. De un golpe penetró en el misterio que envolvían las palabras de la carta de Pepita, y quedó asombrado, pues todo lo esperaba menos aquella noticia.

– ¡Ya ve usted – continuó el viejo – cuán dolorosa es la situación de mi señora! ¡Una dama modelo de virtudes y de recato, una señora considerada hasta por el mismo rey a causa de su profundo talento, caer de repente de tan envidiable altura para ponerse al nivel de una mujer perdida! Señor conde; la infeliz nada dice contra usted, le ama tanto, que no se queja; pero si usted es cristiano, si en su corazón, ya que no el amor, la compasión ocupa algún vacío, ya sabe usted cuál es el deber que tiene que cumplir. Usted es caballero y a su consideración de honrado dejo el asunto.

Baselga estaba demasiado impresionado por la noticia para fijarse en tales palabras que llegaban a sus oídos como un murmullo sin sentido.

Aquella solución de sus amores le tenía anonadado. Por una extraña analogía, pensando en la deshonra de Pepita, surgió en su memoria el recuerdo de la última noche que pasó en su casa, de la confesión con el padre Claudio y del terrible juramento que éste le había hecho prestar ante la imagen del Crucificado.

La idea de faltar a lo jurado cruzó rápidamente como soplo diabólico por su cerebro; pero inmediatamente la sola posibilidad del perjurio produjo un escalofrío al caudillo de la Fe.

El señor Antonio contemplaba con atención al joven, y comprendiendo las impresiones que le agitaban, continuó:

– Yo vengo aquí enviado por el respetable padre Claudio con el solo objeto de recordarle un juramento sagrado que usted hizo en cierta noche y saber si está dispuesto a cumplirlo. Nada sabe la baronesa de este paso que damos, pero el respetable sacerdote, como su director espiritual, y yo como su más antiguo servidor y amigo de su padre, tenemos el deber de explorar el ánimo del que es causa de su deshonra para obrar en consecuencia, manifestando antes a usted que si no está dispuesto a cumplir sus promesas, jamás volverá a ver a mi señora, pues ésta se encerrará en un convento a llorar sus culpas. No queremos, tanto el padre Claudio como yo, que continúen esas relaciones escandalosas e inmorales que arrojan negra mancha sobre el blasón de una casa digna de toda clase de respetos.

La terrible amenaza de no ver más a Pepita fué lo que más impresión causó en el ánimo de Baselga.

Hay que confesar que éste, durante su año de campaña, no se había olvidado de Pepita, sin dejar por esto de hacer de las suyas en cuantos pueblos encontraba y veía hermosura femenil con digna representación; pero a pesar de tales recuerdos, hacía tiempo que del cerebro del militar se había borrado la idea de casarse. De sus amores guardaba constantemente el recuerdo de la hermosura de Pepita y el grato sabor de los placeres, pero la confesión y el juramento con el padre Claudio se habían perdido en su memoria, hasta aquel momento en que surgían con nueva e importante fuerza.

El conde tenía que decidir entre su libertad de célibe y su amor, y estaba demasiado impresionado para no inclinarse por este extremo.

– Señor Antonio – dijo después de reflexionar largo rato – . Los caballeros nunca dudan en reparar el mal que hayan hecho, y más si el amor va unido a sus generosos sentimientos. Diga usted al padre Claudio, que tan pronto como nos apoderemos de Cádiz y yo presente mis respetos al rey, iré a Madrid para casarme inmediatamente con la baronesa.

El viejo, al escuchar estas palabras, hizo las más grandes demostraciones de alegría y exclamó enternecido:

– ¡Oh, gracias, señor conde! No esperaba yo menos de usted. Le pido con toda mi alma que me perdone las palabras que hace poco le dirigí. Reconozco que estuve sobradamente fuerte y que me dejé arrastrar por una ira injustificada; pero… la baronesa es el ser en quien he depositado todo mi cariño de anciano, y cuanto a ella atañe produce en mí más impresión que mis propios negocios.

Una vez convenida entre los dos hombres la resolución del grave asunto, Baselga sintió gran curiosidad por conocer detalladamente la existencia de su amada durante el largo año de separación, y el señor Antonio se vió bastante apurado para contestar por completo el diluvio de preguntas que Baselga dejó caer sobre su persona.

La baronesa había procurado ocultar su estado durante el tiempo que le fué posible, y las frecuentes dolencias que experimentaba su organismo atribuíalas al disgusto que le causaba la escasez de noticias de su Fernando y el no saber tampoco a dónde dirigirle una carta. Pero, por fin, llegó un día en que le fué imposible ocultar por más tiempo su estado disimulándolo con dolorosos artificios, y confesó entre lágrimas y rubores su triste deshonra ante el padre Claudio y el administrador, que eran las únicas personas de su confianza.

El parto se había verificado en el mes de abril, y la niña, que en honor al padre había sido bautizada con el nombre de Fernanda, gozaba de buena salud.

Baselga escuchaba con embeleso la relación del vejete.

En sus sentimientos, después de pasada la primera impresión y los efectos de la lucha entre el amor y la libertad celibataria, causaba honda sensación la idea de ser padre.

¡A quién no produce alegría la paternidad!

El condesito sentíase orgulloso de haber dado al mundo un nuevo ser, y lleno de satisfacción pensaba que aquella obra era suya y muy suya.

Para apoyar tal certeza, buscaba en los rincones de su memoria el recuerdo de la época en que Pepita cayó en sus brazos, y con ayuda de los dedos iba contando los meses desde julio a abril, y al encontrar que eran nueve justos, se convencía de que su paternidad era cierta.

Aquella última aventura de su vida de calavera le causaba un placer nunca experimentado, a pesar de su desenlace de comedia vulgar, que nada tenía de novelesco y original.

En cuanto al silencio que Pepita había guardado desde abril hasta el presente mes de julio, el señor Antonio se encargaba de justificarlo explicando la carencia de noticias acerca del paradero del conde.

Este no encontraba ni un solo motivo capaz de turbar su felicidad y estaba dispuesto a cumplir su juramento. Tan pronto como terminasen sus compromisos de guerrillero realista, iría en busca de su hija y se casaba; sí, señor, se casaba con una viuda, pero joven y hermosa, aunque esta resolución arrancara una carcajada burlona a todos sus antiguos compañeros de libertinaje.

SEGUNDA PARTE
EL PADRE CLAUDIO

I
Los negocios de la Orden

Fué bastante cruel en la capital de España el invierno de 1825.

Los temporales sucedíanse con alarmante frecuencia; cuando no llovía, nevaba y un viento frío y huracanado limpiaba las calles de transeúntes, encargándose al mismo tiempo de llenar los cementerios, esparciendo pulmonías a granel.

Parecía que la Naturaleza deseaba imitar con sus furores los actos de la triunfante reacción.

A las cuatro de la tarde de uno de aquellos días, o sea cuando las sombras nocturnas comenzaban ya a invadir las calles cubiertas por espesa capa de nieve, un hombre con sotana, de pie tras los vidrios de un balcón perteneciente a una casa vieja con honores de palacio, contemplaba un grupo de voluntarios realistas que, parados en el centro de la calle, entonaban la “Pitita bonita con el piopom…”, canción insustancial y ridícula que había venido a sustituir al marcial himno de Riego y que era el canto de guerra de los defensores del absolutismo.

Aquellos bravos voluntarios de la reacción no hacían mucho caso del frío, sin duda a causa de la gran cantidad de vino que calentaba su estómago; y con sus ademanes grotescos, sus discusiones incoherentes, su canto monótono y sus movimientos inseguros, parecían causar gran placer al cura, que sonriente les atisbaba tras el balcón.

Era joven el curioso ensotanado, y, sin embargo, al primer golpe de vista tenía el aspecto de un hombre que ha llegado a la decrepitud. Su cabeza enorme, que aún parecía más grande sosteniéndose al extremo de un cuello flaco y prolongado, tenía grandes manchas de calvicie, pues sólo a trechos ostentaba manojos de cabello, áspero e hirsuto, iguales a punzantes brochas de rojo esparto; su rostro estaba surcado de arrugas que, por lo inmóviles y petrificadas, semejaban las huellas que las continuas lluvias dejan en las cariátides de una fachada, y sus ojillos verdosos, hundidos y chispeantes, así como su boca de delgados labios, tenía una expresión que causaba miedo, por lo mismo que era eternamente sonriente.

Adivinábase en aquel cuerpo flacucho, largo y un tanto encorvado, un cúmulo de malos instintos y una gran propensión a encontrar el placer en la contemplación del dolor.

Se veía en él inmediatamente al ser nacido para el mal, que de niño se divierte en atormentar a cuantos le rodean, que de hombre prepara con la fruición de un artista el ataque contra sus semejantes y que, al llegar a la vejez, muere poseído de desesperación por no haber tenido mano suficiente para estrujar el mundo entre los dedos.

Era uno de esos ambiciosos insaciables que sienten la nostalgia de la gloria. Pero su gloria es el triste y fatídico prestigio de los grandes criminales.

Ante la imagen de Nerón, era capaz de sentir el mismo desconsuelo que César delante de la estatua de Alejandro cuando se lamentaba de ser desconocido a la misma edad que el caudillo macedónico era ya célebre.

Gozaba con la degradación humana; le gustaba en extremo que el hombre apareciera al nivel del irracional, y de aquí que sintiera idénticas impresiones que un filarmónico en un concierto, contemplando a los realistas ebrios que en medio de la calle gesticulaban grotescamente como monos.

Era malvado, y por eso aspiraba a la destrucción de todo cuanto de grande y noble había en el mundo; pero era cobarde y por esto había ingresado en la Compañía de Jesús.

Formando parte de la inmensa y misteriosa falange creada para combatir al progreso y a la dignidad humana, podría hacer uso de todas sus infames cualidades sin miedo al castigo. La solidaridad jesuítica le ponía a salvo, y si le atacaban, miles de sotanas negras saldrían inmediatamente en su defensa. Además, en ninguna otra parte como en el mundo creado por Loyola, podían apreciar sus brillantes facultades de bandido.

Detrás del jesuíta, que seguía derecho tras las vidrieras, existía un espacioso salón que apenas si lograba alumbrar la mezquina claridad del crepúsculo que penetraba por el balcón y la luz de una gran lámpara con pantalla verde que estaba en lo más hondo de la habitación, colocada sobre una gran mesa de caoba groseramente tallada y de patas macizas, igual a las que aun hoy se ven en el atrio de las iglesias sirviendo de despacho a las juntas de cofradías.

A lo largo de las paredes y alzándose hasta tocar el techo, estaban puestos en fila grandes armarios repletos de libros encuadernados en pergamino y de ventrudas carpetas, todo clasificado y rotulado escrupulosamente, a juzgar por las pequeñas tarjetas pendientes de libros y legajos con números y letras que formaban jeroglíficos enrevesados, solamente comprensibles para su autor.

Tal era la abundancia de escritos en aquella estancia, que parecía que por ella había pasado una inundación de papeles, dejando su rastro en todas partes.

En el suelo y sobre las sillas, veíanse montones de pliegos y cuadernos cubiertos de renglones apretados, y alrededor de la mesa, la avalancha de papeles aún era mayor, pues se erguía formando gruesas columnas que amenazaban desplomarse sobre la escribanía, cubierta de capas de tinta seca y rematada por un busto de San Ignacio.

El lienzo de pared que se extendía detrás de la mesa era el único desnudo de armarios y legajos; pero estaba ocupado por un gran mapa de España, hecho a mano, y una gran parte del cual quedaba envuelto en la sombra.

El jesuíta, siempre de espaldas a la habitación, con las manos metidas en los bolsillos de la sotana y chupando el residuo de un cigarrillo de papel, seguía contemplando la calle sin que lograran hacerle volver la cabeza las diabluras de un gatazo blanco, gordo y lustroso como un canónigo, que saltaba sobre un ancho brasero cuando no se entretenía en arañar estridentemente los hilos de la alambrera.

De pronto, un hermoso coche, que por su forma moderna y elegante parecía impropio de aquel tiempo en que todavía imperaba la pesada y antigua carroza, penetró en la calle con ligereza, ahogándose el ruido de sus ruedas en la espesa alfombra de nieve.

El jesuíta lo reconoció inmediatamente.

– ¡Su reverencia, que llega! – murmuró, e inmediatamente se retiró del balcón para ir a ocupar su asiento junto a la mesa, no sin antes dar una patada al gato por puro gusto de hacer daño.

Púsose inmediatamente a escribir en un papel colocado en el centro de la gran cartera de badana y así estuvo mucho tiempo sin levantar la cabeza, hasta que, por fin, oyó rumor de pasos cerca de la puerta.

Entonces levantó el rostro, fingiendo admirablemente una expresión de sorpresa.

Quien entró fué el padre Claudio. Arrojó su sombrero y manteo sobre una silla, dirigió como saludo al escribiente una sonrisa protectora, propia de un superior distinguido, pero amable, y fué a sentarse al lado del brasero con aire mujeril, subiéndose un poco la sotana y mostrando sus ajustados zapatos con hebillas de oro y sus medias de seda negra, que comprimían las pantorrillas, de líneas correctas y artísticas como las de una dama.

Después de remover las brasas y de acariciar al gato, que fué a frotarse cariñosamente contra sus piernas, fijó su vista en el otro jesuíta, que desde la llegada de su reverencia se había quedado inmóvil y con la cabeza baja, como si esperara para seguir trabajando la orden de su superior.

– ¿Has trabajado mucho?

– Así, así, reverendo padre. Mi voluntad es más grande que mis fuerzas.

– ¿Despachaste ya el correo?

– En ello estoy, reverendo padre. Tengo ya escritas las contestaciones a las cartas recibidas ayer. No son tantas como en otros días.

– ¿Llegó ya el correo de hoy?

– El hermano portero del Seminario lo trajo hace una hora. He examinado todas las cartas y aguardo vuestras órdenes para contestar.

– Bien; procedamos con orden. Primero las contestaciones a las cartas de ayer.

– Aquí están escritas y sólo esperan vuestra firma. Las copias están puestas ya en cifra en el libro de memorias.

– ¿Qué le dices al superior de nuestra casa de Zaragoza?

– Lo que vuestra reverencia me indicó. Que es imposible enviarle un ochavo y que él es quien debe procurar lo necesario para que la Orden sea rica y poderosa en Aragón, y enviar además aquí cuanto pueda.

– Esa es la verdad. Los jesuítas, cuando se establecen en un punto, es para sacar de los buenos devotos los medios para proseguir su campaña en bien de Dios y de la Religión, y no para gastar en provecho del pueblo el dinero que la Orden atesora después con tan grandes esfuerzos. Nosotros sólo somos esponjas que chupamos el zumo del país en que nos establecemos para exprimirlo después sobre nuestra caja de Roma. ¡Medrada estaría nuestra Orden si en vez de atesorar derramara su dinero en los países donde está establecida! El que piensa lo contrario no es buen hijo de nuestro santo padre Ignacio.

– Lo mismo creo yo, reverendo padre – apuntó servilmente el amanuense.

– Creo, hermano Antonio, que habrás escrito en tono fuerte al superior de Aragón.

– Así es, reverendo padre.

– Muy bien. Ya pensaremos en reemplazar a ese padre con otro que sea más activo e inteligente y que no nos venga pidiendo auxilios a pretexto de los grandes daños que en nuestras antiguas posesiones causaron los revolucionarios durante su gobierno, y de la pobreza de los devotos para contribuir a su reparación. Adelante. ¿A quién más has escrito?

– Conforme a la lista que vuestra reverencia me entregó y a sus indicaciones, he contestado al alcalde corregidor de Murcia.

– Es un caballero honrado, ferviente defensor de Dios y del rey y digno de nuestra estimación, por el afecto que siempre ha demostrado a la Orden. ¿No nos felicitaba porque el señor don Fernando había decretado nuestro restablecimiento, poniendo las cosas de la Orden tal como se encontraban antes de la maldita revolución del veinte?

– Sí, reverencia. Yo le he contestado dándole gracias por el afecto que demuestra y rogándole cuide de favorecer y dar protección en todas ocasiones a los padres que hemos enviado a dicha provincia.

– Está bien. ¿Cuáles son las otras contestaciones?

– A James Clark, en Gibraltar, excitándole a que vigile cada vez más a los emigrados liberales y que vea el modo de impulsarlos a que intenten un desembarco en las costas de España.

– Sí; eso sería de muy buen efecto. El rey fusilaría unos cuantos de esos miserables que tanto daño nos han hecho, y los que aún piensan ocultamente en el restablecimiento de la libertad, acabarían de desengañarse y se arrojarían en nuestros brazos.

– Clark pide dinero para seguir sus trabajos.

– Di mañana al padre Echarri que le remita diez onzas.

– Al librero Suárez, de Barcelona, le he dicho que puede enviar los dos mil ejemplares de “Triunfos recíprocos de Dios y de Fernando VII”.

– Es una buena obra escrita por un fraile, que, aunque no de nuestra Orden, nos es muy adicto. Conviene hacerla circular, pues de este modo el pueblo odiará cada vez más a los liberales y estará por completo sumiso a la paternal autoridad de Fernando y a nuestra santa dirección. Avisa al padre Echarri para que envíe el importe de los libros y los reparta en las escuelas y entre los voluntarios realistas que sepan leer… Afortunadamente, éstos no son muchos.

– Al superior de Jaén le he excitado para que no deje de la mano el negocio de la condesa de la Fuente y que procure que el testamento se haga cuanto antes.

– Muy bien. Esa buena condesa es vieja y achacosa; su fortuna asciende a cuatro millones, y justo es que nosotros seamos sus herederos, ya que durante muchos años hemos estado encargados de la administración de su casa.

– A don José López, el secretario del obispo de Oviedo, le he escrito recomendándole que vigile bien al deán. Al deán le he encargado que no pierda de vista a don José López.

– Muy bien. ¿Y qué más?

– A don Nazario Ercilla, canónigo de la catedral de Oviedo, le he dicho que siga observando atentamente al deán y al secretario del obispo.

– Perfectamente. Con tres agentes distintos no es posible el engaño ni los informes falsos.

– He incitado a nuestro comisionado en Sevilla a que siga en los cafés y tabernas hablando pestes del Gobierno y haciendo la apología de Riego y la Constitución.

– Eso es lo que conviene, y harás bien en escribir mañana mismo de un modo idéntico a todos nuestros agentes asalariados en las principales capitales. Conviene que, hablando como furibundos revolucionarios, echen el anzuelo: pues tal vez algunos de los que aún son admiradores de la muerta Constitución, en el calor del entusiasmo, se delaten sin conocerlo. Es útil en la actual situación dar trabajo a las comisiones militares permanentes, que no saben ya a quién enviar a la horca.

– Al marqués del Pino, de Córdoba, le he contestado diciendo que vuestra reverencia no olvida su pretensión y que interpondrá en Roma su influencia para que Su Santidad le conceda los honores de camarero secreto de capa y espada.

– Has hecho bien. Nada me cuesta halagar con tales nimiedades la frivolidad de ciertos seres. Además, el marqués es gran amigo nuestro y hace poco decidió a una prima suya a que hiciese testamento en nuestro favor.

– Al “Patilludo” le he escrito al cortijo de Sierra Morena, que ya conoce vuestra reverencia, amenazándole con nuestro desagrado si no es más puntual en enviar la mitad del producto de sus operaciones. Diez coches de posta han sido robados en el pasado mes; en ellos iba gente rica, la mayor parte indianos que habían desembarcado en Cádiz, y sin embargo, ha tenido la desvergüenza de enviarnos solamente cien peluconas.

– ¿Le has escrito en tono fuerte?

– No he ido corto en amenazas.

– Así debe hacerse. Ese canalla debe saber que nuestra protección no se vende barata y que, si no envía más dinero, cualquier día haremos que el Superintendente de Policía del reino le envíe a sus guaridas de Sierra Morena una partida de caballería, y entonces no le valdrá el haberse batido contra los liberales a las órdenes del conde de Baselga… ¿Qué más hay?

– He escrito al comandante de los realistas de Haro manifestándole nuestra satisfacción por el acierto con que sabe castigar a los emigrados liberales paseando por las calles a sus esposas emplumadas, montadas en un borrico y con un cencerro al cuello, entre la rechifla y las pedradas de los buenos cristianos; igualmente doy las gracias, en nombre de Dios, al prior de los capuchinos de Castellón por el acierta con que ha sabido conquistar el alma de la esposa de un ex diputado que está en Londres, haciendo que olvide a este maldito, que deje de escribirle y que entre en una casa de religiosas; y he dicho a Antonio Ullastres, zapatero de Barcelona, que ha hecho muy bien en dar informes desfavorables en el expediente de purificación del general Castaños, pues, aunque éste en el año diecisiete fusiló por orden del rey a un general hereje como Lacy, después no se ha mostrado muy obediente a la causa del altar y el trono y transigió, aunque encubiertamente, con el Gobierno de la Revolución.

– ¿No hay nada más?

– Nada, reverencia. Aquí tengo apartadas todas las contestaciones que sólo esperan vuestra firma o vuestro nombre de guerra. No son tantas como en otros días.

– Ya habrás hecho en el resumen diario de trabajos el extracto de la correspondencia.

– Sí, reverendo padre. He procurado corregirme de los defectos que en mí había notado y el resumen va tan conciso como claro, sin confusiones ni ambigüedades.

– Haces bien, pues en tal trabajo consiste tu porvenir. Dicho resumen va dirigido a nuestro general en Roma y queda sepultado en nuestros archivos, donde existen las biografías secretas y retratos morales de cuantas personas de alguna significación existen en el mundo. Es un arma invencible que ningún rey ni potestad de la tierra posee, y juzga tú si con su ayuda podemos tener por segura nuestra victoria sobre el universo. Conviene, pues, que el diario informe vaya redactado con claridad y exactitud notables, tanto más cuanto que la mayor parte de las personas que nos escriben envían también a Roma copia de sus documentos y allí unos y otros sufren el consiguiente cotejo. Si logras hacerte notar por tu veracidad y exactitud, tu suerte está ya hecha; pero si en los informes faltas a la verdad, ya sabes cuál será tu castigo. Nunca podrás figurar como un verdadero hijo de Loyola ni pronunciarás el juramento “en cadáver viviente me convierto”.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 июня 2017
Объем:
220 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

С этой книгой читают