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Читать книгу: «La araña negra, t. 1», страница 8

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– ¡Angel mío! – exclamó Baselga, halagado por aquel “te amo” tan encantador, y avanzando nuevamente.

– ¡No te acerques, o te golpeo! Si quieres que te aborrezca, no tienes más que desobedecer mis mandatos. Esta situación es insostenible para ti, que eres impaciente, y para mí, que la encuentro ridícula. Retírate, que en tu habitación te aguardará Antonio. Habla con él de política, intenta distraerte y espera, procurando no ser importuno.

– ¿Y cuándo seré feliz? ¿Cuándo podré llamar mía a la mujer que me ama?

– No tengas prisa y consuélate con la esperanza de que he de ser tuya antes que de otro. El día en que me encuentres más fría, más desapasionada, más dueña de mi voluntad, entonces será cuando me arrojaré en tus brazos. La hora de mi caída no la habéis de determinar ni tú ni el amor: he de señalarla yo misma; yo, a quien de hoy en adelante obedecerás con la fidelidad pasiva de un ser sin voluntad.

VIII
Una sorpresa

Llegó, por fin, para el impaciente Baselga la hora de su felicidad, que fué aquella en que se contempló dueño de la mujer ansiada.

Después de la nocturna escena en el balcón, transcurrieron aún muchos días sin que la baronesa se mostrara dispuesta a acceder a los deseos del condesito; pero por fin, éste se consideró dichoso viendo, cuando menos lo esperaba, caer en sus brazos el ansiado tesoro de belleza.

Sentada al piano e interrumpiendo el canto de aquellas melancólicas romanzas italianas, fué como Pepita declaró a Baselga, con una mirada llena de voluptuosidad y hechiceras promesas, que estaba dispuesta a ser suya.

Aquella fué la primera vez que el audaz joven logró acercarse a Pepita sin miedo a sus bofetadas, y desde entonces pudo considerarse dueño absoluto de la mujer cuya imagen tantas noches le había robado el sueño.

Los dos amantes se entregaban a su pasión, sin recelos ni preocupaciones, y casi puede decirse que hacían una vida marital.

Los criados, y especialmente los dos negros, nada parecían comprender, y en cuanto al señor Antonio, como miraba siempre al suelo, le era fácil dejar de ver las muestras de cariño que se daban los arrulladores pichones.

Baselga estaba en sus glorias. Jamás en sus ensueños de libertino había soñado una mujer como aquélla, y a veces, en los instantes de mayor placer, llegaba a dudar si estaba despierto, o era víctima de fantástica ilusión.

Aquel hércules del absolutismo, en materia de amores había estado reducido hasta entonces a conquistas sin importancia, y ahora que su buena estrella le deparaba tanta felicidad experimentaba la misma impresión que el ebrio de baja estofa que, al verse dueño de abundante depósito de puro néctar, quisiera tener cien bocas para beber más aprisa.

El amor de aquel calavera novel y de aquella mujer casquivana conocedora del mundo, no tenía nada de la dulce placidez de las pasiones sublimes, pues estaba reducido a un delirio carnal, pero tan fuerte y arrollador que casi llegaba a la locura.

Baselga mostrábase cada vez más confuso en lo tocante a su querida. Antes de realizar la conquista (que de tal sólo tenía el nombre), creía que lograría conocer el verdadero carácter de Pepita; pero conforme iba ganando su confianza y penetraba en los secretos, materia de cariñosas confidencias, encontrábase más desorientado, no sabiendo, al fin, en qué concepto tener a su amada.

A todas horas mostrábase dominante y celosa de que su voluntad imperara sobre las de todos cuantos la rodeaban.

Si Baselga, en sus raptos de entusiasmo amoroso, había prometido ser su esclavo, ahora veía realizado su ofrecimiento, pues Pepita procedía con él, así que se veía desobedecida, casi del mismo modo que con los dos negros.

Pero fuera de este rasgo dominante, todos los demás de su carácter eran tan ligeros, variables e indecisos, que acusaban un desarreglo cerebral.

Entregábase al placer con el instinto carnívoro propio de una fiera insaciable, y cuando más dominada parecía por la locura apasionada, cambiábase rápidamente la expresión de su rostro, sus ojos arrojaban lágrimas y con voz quejumbrosa comenzaba a condolerse de sus grandes pecados y a pedir a la Virgen y a todos los santos que la perdonasen.

Unas veces llamaba a Fernando, gritando como una loca, su ángel bueno, su Dios, y le besaba en la boca y en los ojos, acabando por morderle la nariz; y otras le arrojaba de su lado con varonil empuje, le amenazaba iracunda y le decía que en su cuerpo se encerraba el diablo que quería tentarla y hacerla suya para arrastrarla al infierno.

Dos o tres veces que Baselga, valiéndose de su intimidad con Pepita, intercaló en su conversación soeces juramentos de cuartel en que las cosas de la religión no salían muy bien libradas, la joven tornóse pálida mostrando una indignación sin límites, y en cambio, cuando por la falta más pequeña daba de puñetazos a los infelices negros, blasfemaba como una furia, sin que, al parecer, le importara un ardite lo que pudieran pensar de ella en el cielo.

El condesito estaba asombrado por aquel carácter original, que cada vez se hacía más raro; pero como al fin su voluntad no era de las que podían sostener grandes resistencias, ni su cerebro de los que se entregan a largas observaciones, optó pronto por la pasividad y se entregó por completo a aquella mujer que hacía de él cuanto quería.

¡Cuán feliz se consideraba el ínclito don Fernando! Los celos eran lo único que de vez en cuando, como tétrica sombra, turbaban su dicha; pero como no tenía ningún fundamento para dudar de la fidelidad de aquella mujer, tales pensamientos se desvanecían rápidamente y apenas si conseguían tener fruncido su entrecejo breves minutos.

Pepita salía poco de casa, y todo el día y gran parte de la noche lo pasaba a su lado, procurando endulzar aquella reclusión forzosa a que lo obligaba la vigilancia de los liberales.

Por miedo a las murmuraciones de los criados y por no hacer demasiado ridícula la posición del señor Antonio en la casa, Baselga se retiraba todas las noches a su cuarto antes de las doce, pero durante las horas que seguían a la cena y después de bien rezado el rosario, los dos amantes, agitados por todos los caprichos de una concupiscencia nunca harta, daban abundante pasto a la bestia carnal que se agitaba furiosa dentro de sus cuerpos.

Algunas veces, la nocturna entrevista no se verificaba, con gran disgusto del joven.

Pepita alegaba para ello indisposiciones momentáneas o actos de devoción que había de hacer en determinados días, y el condesito tenía que darse por satisfecho con tales explicaciones e ir a pasar la velada con el señor Antonio, que siempre, con cierta superioridad, se ocupaba de cuestiones tan atractivas como hablar contra Carlos III o su ministro el conde de Aranda, y sobre los graves males que producía a su patria el general descreimiento sostenido por la masonería.

Una noche de aquellas en que Pepita se encerró a las nueve en sus habitaciones, Bastera encontróse al poco rato cansado por la monótona charla del vejete, y deseando salir de su habitación y dar un paseo por la casa, pretextó una apremiante necesidad física para abandonar al señor Antonio, quien pareció mostrar algunas contrariedades por la salida del joven.

Las habitaciones principales estaban ya a obscuras, pero el joven, habituado a pasar por ellas, avanzó con resolución, aunque tropezando de vez en cuando con algún mueble.

Baselga sintióse acometido de pronto por una curiosidad digna de un amante. ¿Qué haría Pepita en aquellos instantes? ¿Pensaría en él? ¿Estaría rezando a sus santos favoritos, cuyo catálogo era interminable?

Apenas se hizo tales preguntas, tomó una resolución algo indigna de su caballerosidad, pero propia de un amante apasionado.

Con el intento de espiar a su amada, dirigióse a tientas hacia el célebre saloncillo inmediato al cual se encontraba el dormitorio de la hermosa; pero al llegar al corredor que conducía a aquél, encontró cerrada la puerta.

Miró por la cerraja y a lo lejos vió, amortiguada por la densa sombra interpuesta, una gran faja de luz que marcaban los entreabiertos cortinajes del saloncillo.

El corazón del condesito latió con violencia; no por considerar que allá dentro, envuelta en aquella luz, estaba la mujer amada, sino porque le pareció escuchar el amortiguado eco de una voz que no era la suya, pues tenía un timbre hombruno y aun cierta gangosidad que no le era desconocida.

Algún tiempo pasó escuchando con una oreja aplicada al ojo de la cerraja y haciendo los mayores esfuerzos por percibir aquella conversación muchas veces interrumpida y que llegaba hasta él como el susurro de una lejana fuente.

¡Oh desesperación! Aquellos sonidos confusos perdían, al llegar a él, su contorno de palabras y no podía adivinar su significado. La voz hombruna le ponía fuera de sí. No cabía dudar: Pepita se libraba de él algunas noches para encerrarse con un hombre.

Esta idea hizo renacer en su pecho todos los celos infundados y sin objeto, que tantas veces le habían atormentado, y por primera vez sintió, con la vehemencia propia de su carácter algo salvaje, la pasión que ha sido autora muchas veces de las más célebres venganzas.

Siguiendo los impulsos de su voluntad, hubiera derribado a patadas aquella puerta penetrando como un torbellino destructor en el cuarto de Pepita; pero aunque parezca extraño, hay que decir que aquel gigantazo tenía cierto respeto y no poco miedo a su amada; de tal modo había conseguido esclavizarlo la gentil mejicana.

Esto le hizo revestirse de paciencia, y siguió escuchando, a pesar de que con ello experimentaba en su parte moral horribles tormentos.

Fuese realidad o fantasía de su imaginación acalorada por los celos, lo cierto es que de pronto llegaron a sus oídos alborozadas carcajadas, y hasta le pareció que con ellas iba mezclado su nombre. Entonces ya no quiso escuchar más. La puerta tembló, conmovida por tremenda patada que hizo cesar el murmullo de aquellas voces.

Baselga, por la fuerza de la costumbre, se llevó la mano al costado buscando la espada, y al notar que no la tenía pensó en sus robustos puños, capaces de echar abajo una pared.

– Abre, Pepita – mugió con su vozarrón, enronquecido por la ira – . ¡Abre, o echo la puerta abajo!

Durante algunos instantes la más profunda calma contestó a tales palabras; pero por fin oyéronse pasos varoniles en el largo corredor, y la puerta se abrió, delineándose en la obscuridad la figura de un hombre de aventajada estatura.

Apenas se presentó éste, Baselga se arrojó sobre él, y agarrándole por los hombros con sus férreas manos, de dos soberbios empujones y chocando a cada paso con las paredes del pasadizo, lo arrastró al saloncillo.

Cuando el apretado grupo que formaban aquellos dos hombres, agitándose, tropezando con los muebles y llevándose tras de sí los cortinajes, llegó, semejante a veloz proyectil, al centro del saloncillo, Baselga prorrumpió en un juramento y, manifestando una sorpresa sin límites, soltó a su contrincante, que de seguro guardaba indelebles señales de sus manos.

A la luz del rojo fanal que pendía del florón del techo, acababa de reconocer a su pariente y protector el duque de Alagón.

Pero la anterior sorpresa no valió nada en comparación con la que experimentó al volver la vista y ver sentado frente a Pepita, que le miraba sonriendo irónicamente, un personaje de gran nariz, ojos maliciosos y chuscos, cabeza poco poblada y labios abultados y colgantes, que reía con cierto aire canallesco al ver la original entrada de los dos hombres.

– ¡Señor! – murmuró Baselga con la mayor confusión, haciendo una gran reverencia.

Entretanto, el duque de Alagón se rascaba los hombros en actitud compungida, como para borrar las huellas que en ellos habían dejado los dedos de Baselga, y su amo, sin cesar de reírse, le dijo con voz algo gangosa:

– Duque, ¡vaya un pedazo de bruto que tienes por pariente! Este jayán te paga los beneficios a coscorrones.

– Señor – dijo el joven con humildad – , perdóneme Su Majestad este arrebato.

– Necesitado estás de perdón, pues tal manera de presentarse es impropia de un oficial de mi Guardia, y más en casa de una señora. ¿Es así como correspondes a la hospitalidad de la baronesa de Carrillo?

Baselga hubiera querido desaparecer como por ensalmo, pues estaba pasando uno de los ratos más malos de su vida. Verse amonestado duramente por su rey, y puesto en ridículo ante la mujer querida, constituía una situación demasiado fuerte para aquel realista y enamorado.

– Di, incorregible calavera – continuó el soberano – . ¿Te parece bien venir a estorbar los negocios de tu rey con tales escándalos?

– Señor – contestó Baselga, que buscaba una ocasión de lucir su realismo a toda prueba – , si yo hubiera sabido que aquí se encontraba mi rey y señor, me hubiera guardado de entrar sin ser llamado.

– Así lo creo, y terminemos esta cuestión que tanto disgusto me causa. Te veo con charreteras de capitán, lo que demuestra que no has andado tardo en gozar el premio que te concedí a instancia de esta linda señora por tu heroísmo en el 7 de julio.

– Señor, vuestra majestad es muy magnánima conmigo.

– Ahora sólo te falta justificar ese ascenso con nuevas hazañas. Con vuestra desgraciada sublevación me habéis puesto en tremendo compromiso; los liberales me martirizan más que nunca y necesito de buenos servidores como tú que vayan a ponerse al frente de los fieles vasallos que en varias provincia se baten, formando las bandas de la Fe.

– Su majestad – dijo el conde con cierta fiereza – me tiene a sus órdenes como firme servidor. Mi sangre y mi espada están a su disposición.

– Bueno, retírate, y mañana recibirás órdenes mías. Procura en adelante tener la cabeza menos ligera y no comprometer con irreflexivos ímpetus el honor de una respetable dama.

El rey, en señal de despedida, tendió su mano al capitán, que con cara compungida, después de hincar una rodilla en tierra, la besó contritamente. ¡Pícara imaginación! ¿Pues no le pareció poco rato después al loco Baselga que aquella mano tenía algo del perfume gentil del cuerpo de Pepita?

El conde salió de la estancia acompañado del de Alagón, y entonces, Fernando, inclinándose con cierto garbo manolesco sobre la hermosa baronesa, que durante la anterior escena no había cesado de reír, exclamó:

– ¡Chica! No has tenido mal gusto. Ese condesito es un animal, propio de tu carácter. Vais a formar una adorable pareja de locos; cada uno de género distinto.

– Le tengo alguna voluntad, tal vez por lo fácilmente que se amolda a todos mis caprichos. Es un matachín tan valeroso como inocente, lo que no impide que se tenga por un calavera consumado.

– Sin embargo, creo que después de esta escena no va a tener gran fe en ti y que te será difícil hacerle tu marido.

– Ya se encargarán de esto los buenos Padres.

– Buenos ayudantes tienes. ¿Qué no se logrará con su apoyo? A ellos debo la dicha de conocerte.

– Vuestra majestad está esta noche muy galante.

– Mi majestad lo que está es muy aburrido de ver que para que des un beso es necesario pedírtelo.

Sonó un beso tan fuerte, prolongado y escandaloso, que todavía lo hubiera oído Baselga a no estar en aquel instante hablando con el duque de Alagón.

Cuando los dos nobles llegaron al extremo del corredor, que poco antes habían pasado furiosamente agarrados y topando con las paredes, el capitán se paró para decir con ansiedad a su ilustre pariente:

– Pero tío, ¿qué es esto?

– Sobrino: cosas en las que harás muy bien en no mezclarte, si es que quieres ser fiel cortesano y buen realista. Y ahora que estamos solos, te advierto que si no fuera porque la violenta escena de antes no ha tenido más testigos que el rey y esa señora, a pesar de ser mi pariente y de toda tu fama de espadachín, te batirías mañana conmigo.

– Algo imprudente he estado, lo confieso; pero sepa usted que esa mujer me pertenece.

– Lo sé perfectamente, y también lo sabe el rey.

– ¿El rey?.. Pues entonces, ¿a qué viene aquí?

– Sobrino – dijo Alagón dando a su voz un tono misterioso – . A ti se te puede decir, pues eres de casa. La señora baronesa de Carrillo tiene un talento político de primer orden, y el rey viene aquí muchas noches a que le dé consejos sobre los actuales conflictos.

Aquella noche el conde no pudo dormir tranquilo. Tanta satisfacción le causaba ser amado por una mujer a quien el rey pedía consejo y que era casi un ministro universal con faldas.

IX
La confesión

Al anochecer del día siguiente, Baselga supo por boca de su amada que en el salón de visitas le esperaba el padre Claudio, deseoso de hablar con él de asuntos muy graves.

¿Quién era el padre Claudio?

Entre la inmensa banda de tétricas sotanas que por turno iban pasando por los salones del vetusto caserón o se sentaban a la mesa de Pepita Carrillo, el padre Claudio constituía una brillante excepción, y tal vez por esto era recibido con más grandes honores.

Rodeado de tantos rostros huraños o forzadamente amables, pero siempre con el sello especial de la idiotez disimulada o de la astucia encubierta, el de aquel cura destacábase luminoso, atrayente y como esparciendo efluvios de una dulzura evangélica.

Era el padre Claudio muy joven para tener tan gran imperio sobre los que le rodeaban, pero sin duda este ascendiente se lo proporcionaba su hermosura física, su exterior simpático y el encanto dulce y persuasivo de su conversación.

Su cabeza, de fino cutis y cabello corto, ensortijado y aplastado sobre la frente, recordaba la de aquellos elegantes romanos del tiempo del Imperio; su figura era de proporciones artísticas y los pies y manos, por su pequeñez y delicadeza, casi hacían creer que la flamante y bien cortada sotana ocultaba el cuerpo de una fina damisela.

Hablaba con voz dulce y reposada y todas sus palabras tenían un carácter tan vagoroso, que las hacían casi semejantes a los perfumes agradables que exhalaban las vestiduras del elegante sacerdote.

Había devota que oyendo las palabras del padre Claudio quedaba extasiada en la contemplación de su tez fresca y transparente y de sus cabellos de un rubio apagado, pero brillante comparándolo mentalmente con el ángel Miguel y demás elegantes de la corte celestial.

Sólo un detalle venía a afear aquel rostro, modelo de bondad y hermosura angélica. Los que le trataban con cierta confianza sabían que su frente se contraía en ciertos momentos con coléricas arrugas, y que sus ojazos azules, cándidos y casi inmóviles, en muchas ocasiones dejaban pasar por su fondo rápidos chispazos de una ira tan intensa que asombraba y permitía adivinar en sus pupilas, en los instantes de alegría, una ambición que por lo inmensa causaba miedo.

Semejantes a esos mares tranquilos y risueños, cuna de belleza y de poesía que, cuando se alteran con el viento de la tempestad son más terribles que el Océano, aquellos ojos imponían, cuando, despojándose de su falsa expresión, transparentaban las pasiones que se agitaban en el cercano cerebro.

El padre Claudio era un hombre terrible, que unía con pasmosa habilidad la bondad con el odio, la sencillez con la astucia y la humildad con una ambición sin límites.

Aquel “dandy” de sotana era semejante a las pequeñas víboras de las selvas índicas, que escogen siempre por nido la corola de una flor.

Para él nada había imposible, ni retrocedía ante obstáculo alguno. Todo cuanto le era útil, lo tenía inmediatamente por moral, y de aquí que reparara poco en los fines de sus empresas, fijando únicamente su atención en los medios, pues tenía cierta preocupación de artista en su modo de obrar.

Aborrecía el ruido, el escándalo y los procedimientos brutales tanto como era partidario de la cautela, la sagacidad y los golpes rápidos y silenciosos.

Para el padre Claudio el rey de la Naturaleza no era el león, sino la serpiente, y le inspiraba más admiración el avance traidor, rastrero y espeluznante de ésta que el ataque brutal, pero franco e instintivo de aquél.

Pertenecía a la misma categoría que Nerón y demás delincuentes artistas que encubrieron sus más tremendos crímenes bajo un manto de belleza.

El padre Claudio era capaz de asesinar, con tal de que la hoja del puñal estuviera cubierta de rosas.

Esta quintaesencia de maldad le hacía ser más respetado y temido por sus compañeros y subordinados, y por otra parte, sus prendas físicas y aquel carácter de apóstol que tan a la perfección le disfrazaba, valíanle una admiración sin límites entre sus amigos devotos que ponían sus conciencias bajo la absoluta dirección del hermoso padre.

En casa de Pepita, don Claudio imperaba como un soberano; el señor Antonio mostraba ante él una servil humillación que ni el más adulador lacayo podía tener a su alcance, y hasta la casquivana baronesa no osaba en su presencia dejar la menor libertad a su estrafalario carácter, y acogía con aspecto contrito las dulces reprimendas que el padre tenía a bien dirigirla.

También en Baselga causaba gran impresión aquel cura elegante que apenas si tendría seis años más que él.

El condesito admiraba la finura de sus ademanes, su carácter simpático y su gran ilustración; pero aún había en su persona una cosa que le subyugaba más, y era que en ciertos momentos tenía el empaque de un caudillo, y el oficial de la Guardia profesaba admiración y respeto a todos esos hombres especiales que son enérgicos sin manifestarlo y parecen nacidos para mandar.

Tres o cuatro veces había comido con el padre Claudio en casa de Pepita y casi sintió tanto como ésta el que no fuesen más frecuentes las visitas del cura, pues le eran tan simpática su conversación sencilla, pero amena, como enojosa la presencia de los otros clerigotes, por lo regular groseros y bruscos en sus palabras y modales.

Cuando Baselga entró en el salón de visitas, el padre Claudio se levantó del sillón que ocupaba en un rincón oculto bajo la sombra.

El quinqué colocado sobre el ligero velador tenía puesta de tal modo la pantalla que bañaba con viva y rojiza luz medio salón, dejando la otra parte envuelta en la más densa obscuridad.

Besó el capitán aquella mano blanca fina y casi femenil que le tendió el cura con graciosa amabilidad, y se sentó, obedeciendo su indicación, junto a la lámpara que hacía resaltar todos los detalles salientes de su rostro enérgico.

Sacó el padre Claudio de una petaca de oro, cubierta de filigranas, dos cigarrillos casi microscópicos, que olían a perfumes de tocador más que a tabaco, y después que vió arrojar al militar las primeras bocanadas de humo, dió principio a la conversación.

– Señor conde, vengo de parte del rey, que, según creo se dignó hace poco tiempo anunciaros que os comunicaría pronto sus órdenes.

– Así es, padre Claudio. S. M. me honra distinguiéndome entre sus más fieles vasallos.

– El señor don Fernando (que Dios guarde) – y al decir esto el cura, a pesar de encontrarse casi invisible en la sombra, se inclinó por la fuerza de la costumbre – desea auxiliar por cuantos medios pueda a los buenos españoles que en Navarra, en Aragón y en Cataluña luchan por los santos derechos del Altar y el Trono, y para esto necesita del apoyo de todos sus leales servidores.

– Dispuesto estoy a obedecer sus órdenes. Mi vida es suya por completo.

– El rey tiene la certeza de ello, y por esto le designa a usted para que sea portador de varios encargos que envía a los defensores de la Fe, y al mismo tiempo ordena que se una usted a esas legiones de esforzados defensores de la legitimidad, con la seguridad de que allí será más útil su espada que en otro cualquier lugar.

– Dispuesto estoy a obedecer. ¿Cuándo tengo que partir?

– Mañana al romper el día. Debe usted agradecer al soberano esta determinación respecto a su persona. Aquí peligra su vida, y la Policía por un lado y los patriotas por otro, buscan a usted, tanto en Madrid como fuera de él, ganosos de castigarle como a uno de los principales promovedores de la jornada del 7 de julio. ¿Se acuerda usted del teniente Goiffeaux?

– Sí; un buen muchacho francés que pertenecía a mi mismo batallón. Es grande amigo mío; ¿qué ha sido de él?

– La semana pasada fué ajusticiado en la plaza de la Cebada, como autor del asesinato perpetrado a las puertas de Palacio en la persona del capitán Landaburu. Calcule qué sería de usted si fuera descubierto por esos furiosos liberales que tienen al conde de Baselga por el principal autor de tal hecho.

El joven capitán, a pesar de su carácter tan enérgico como ligero, no pudo menos de sentirse impresionado por el trágico fin de su amigo, y quedó durante algunos instantes silencioso y como en profunda reflexión. Por fin, rompió el silencio para preguntar:

– ¿Y qué misión es la que me confiere el rey cerca de los caudillos de la Fe?

– Su Majestad desea que usted sea portador de cincuenta mil duros pertenecientes a la asignación que le da el Gobierno liberal y que él con un desprendimiento digno del mayor elogio destina a la formación de nuevas partidas realistas en el Alto Aragón que nos libren pronto de la maldecida Libertad. Usted se pondrá al frente de las que se vayan creando y de seguro que con una brillante campaña hará méritos para ser recompensado largamente por el soberano el día en que triunfe la buena causa.

Baselga, a quien el combate de la plaza Mayor, su amistad con Córdova y hasta el roce con Pepita habían hecho bastante ambicioso, soñaba desde poco tiempo antes con la gloria guerrera; así es que recibió con el mayor gozo aquel tácito nombramiento de caudillo del absolutismo.

– Padre Claudio – dijo con arrogancia y transparentando en sus ojos el entusiasmo que le dominaba – . Si habla vuestra reverencia con el rey, dígale que podrá tener servidores que valgan más que yo; pero tan entusiastas y decididos al sacrificio, ninguno. Iré donde me mandan y volveré vencedor más pronto o más tarde, pues de lo contrario seré un mártir más entre los innumerables que han dado su vida por la buena causa.

– ¡El Dios de los ejércitos irá contigo y te protegerá! – dijo don Claudio con cierto aire de inspirado, y extendiendo su mano de dama dió la bendición al capitán.

El sacerdote, durante la anterior conversación había estado desde el fondo de la obscuridad observando aquel rostro brutal pero franco, en el que tan claramente se transparentaban las internas impresiones, y con exacto conocimiento de la situación, creyó muy del caso la reciente invocación bíblica que acabó de entusiasmar al inculto cruzado del fanatismo.

Baselga quedó como reflexionando bajo el peso de aquella santa bendición, y el clérigo dijo al poco rato:

– Mañana saldrá usted de Madrid al amanecer, precedido de un hombre de confianza que vendrá a buscarle, y fuera de las puertas encontrará un carruaje de camino bajo cuyos asientos, y en onzas de oro, estarán los cincuenta mil duros. El mismo hombre le dará cartas del rey para sus defensores en Aragón. De preparar a usted para que salga de Madrid sin ser conocido, se encargará el respetable administrador de la señora baronesa, quien le afeitará cuidadosamente y le dará unos hábitos de sacerdote que ya tiene en su poder.

– Haré cuanto indica vuestra reverencia.

– Mucha prudencia al atravesar las calles de Madrid, y piense usted que son muchos los que le buscan, que usted es muy conocido y que un sacerdote en estos abominables tiempos revolucionarios inspira tantas sospechas como en otras épocas veneración.

– No tema usted. Sabré fingir perfectamente, sólo por darles un buen chasco a esos aborrecidos liberales.

Quedaron después de esto callados un largo espacio los dos hombres, y al fin, el condesito fué el primero en romper el silencio, preguntando con interés:

– ¿Sabe ya la señora baronesa mi próxima partida?

– La conoce perfectamente, pues ella ha sido la más interesada en proporcionarle ocasiones de lucir su heroico valor y alcanzar su legítima gloria.

Baselga, que hasta entonces había permanecido obsesionado por la ilusión de convertirse en un célebre caudillo, comenzaba a recordar apasionadamente a Pepita, cuya imagen se le aparecía ahora más seductora que nunca.

La idea de alejarse en breve de la mujer adorada aumentaba el valor de su hermosura, y el placer de sus caricias aparecía centuplicado en la imaginación de Baselga.

¡Abandonarla cuando en su ser no se había saciado la terrible hambre amorosa que su belleza provocaba! Aquel libertino defensor de los reyes y los curas, sentía cierta desesperación y aun se mostraba inclinado a maldecir las circunstancias que le arrancaban de las delicias del amor y le arrojaban rápidamente del cielo al suelo.

Don Claudio, siempre recatándose en la sombra, contemplaba fijamente al capitán, y en la sonrisa que vagaba por sus labios comprendíase la facilidad con que iba leyendo en la frente de aquél todos sus pensamientos.

– Señor conde – dijo el cura cambiando con gran maestría el tono de su voz, que de ligera y meliflua se trocó en grave – . Dentro de pocas horas va usted a partir para cumplir una importante misión y poner en práctica lo que, al ceñir espada, juró usted como cristiano caballero.

Baselga, que pensando en su próxima y dolorosa separación de la mujer amada tenía la frente apoyada en la mano, levantó la cabeza como sorprendido al oír aquellas palabras dichas en tono solemne.

– Va usted a entrar – continuó don Claudio siempre con la misma entonación – en esa vida accidentada y abundante en peligros, propia del valiente que tiene que luchar contra superiores y temibles enemigos. Grandes serán las aventuras de que estará erizada su próxima existencia; aunque el Señor tiene contados los días de sus criaturas, nadie sabe en el mundo cuál será la última hora de su vida y hay que temer a la muerte.

– ¡Padre! – dijo Baselga con arrogancia – . Yo no la temo, y eso que no ha mucho me vi casi en sus brazos. Soldado soy y mi destino es morir en el campo de batalla: otra clase de muerte, la consideraría deshonrosa.

– Está muy bien lo que usted dice; pero considere que no todo es morir, que más allá de la tumba existe otra vida y que conforme a la doctrina que enseña la Santa Madre Iglesia hay que pensar en tener la conciencia lo más limpia de pecados que sea posible, para cuando hayamos de comparecer ante el Tribunal de Dios. El buen católico antes de morir descarga su pecho del peso de las culpas en el regazo del confesor. Usted va a cumplir una noble misión, en la que tal vez le busque la muerte. ¿Se encuentra el alma de usted limpia de culpas?

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 июня 2017
Объем:
220 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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