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Читать книгу: «La araña negra, t. 1», страница 4

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Estos tres personajes mezclados con un sinnúmero de generales, diputados, periodistas y oradores de club, que eran la representación más genuina de aquella época revolucionaria, constituían el núcleo de la defensa, siendo el alma de aquel gigante de hierro y fuego que alargaba sus brazos relampagueantes y estremecedores por todas las avenidas de la plaza.

La defensa, en vez de decrecer con el tiempo, iba en aumento conforme transcurrían las horas, pues los liberales recibían nuevos refuerzos de los extremos de la capital.

Las columnas de la Guardia Real, lejos de manifestar debilidad al ver aumentado el peligro, redoblaban su empuje semejante al toro que se enfurece pugnando por derribar con la testa un resistente obstáculo.

Pronto tuvieron los sediciosos que luchar con un nuevo y terrible enemigo.

Los guardias, desde el fondo de las tres calles por donde dirigían sus ataques, vieron rodar bajo las arcadas bultos informes e inanimados que arrastraban los defensores de la plaza produciendo sordo ruido.

Al poco rato ya no fué la fusilería únicamente la que barrió las calles. Un fogonazo más intenso que los anteriores enrojeció las sombras, sonaron detonaciones ensordecedoras y la metralla rasgó rugiendo el espacio para ir a incrustarse en aquellas masas de carne que se amontonaban, preparándose a un nuevo ataque.

Los cañones daban una terrible superioridad a los liberales y los guardias reconocían que era preciso apoderarse de ellos o resignarse a morir despedazados por aquella lluvia de hierro.

Preparáronse a hacer el último esfuerzo y a morir si necesario era antes que retroceder y ser barridos por aquel vendaval de plomo. Había que hacer callar a las bocas de bronce aunque tuvieran que obstruirlas con sus propios cuerpos.

Sin otro guía que la desesperación, rugiendo de rabia, en completo desorden y viendo abiertos a cada instante nuevos claros en sus filas, partieron veloces las columnas, como si quisieran aplastar aquellas barricadas de hombres y cañones.

Estos redoblaron sus rugidos y pronto tuvieron junto a sus fauces de bronce el tropel de desesperados que buscando la muerte, aclamaban al rey, que a aquellas horas estaba en su palacio, si no muy tranquilo, bastante descansado.

Aquella lucha furiosa hasta llegar a la demencia tomó un carácter tan grandioso como el de los combates homéricos.

Los continuos fogonazos rasgaban en lívidas fajas la densa oscuridad y a su instantáneo resplandor destacábanse los movedizos contornos de aquel gigantesco montón de hombres tenaces en su idea de permanecer firmes o de avanzar.

Con la fantástica y atropellada rapidez de las visiones del delirio, vislumbrábanse en los instantáneos focos de luz que producía la pólvora, las casacas azules de los guardias con sus rojas franjas sobre el pecho a modo de alamares, las amplias levitas de los milicianos, las rojas charreteras en desorden, los rostros contraídos por el furor o ennegrecidos por la pólvora con la horripilante expresión de una imagen dantesca, las gorras granaderas y los morriones pugnando y entremezclándose y más encima un bosque centelleante de espadas y bayonetas, machetes y escobillones de artillería que se agitaban buscando la presa sobre quien caer.

Los cañones hacían fuego a quemarropa. Cada vez que rugían trazábase en la apretada masa de hombres un surco rojizo; retrocedía aquélla con instintivo movimiento y en el claro que existía por un momento, tendidos en el suelo o pugnando por sostenerse, como espectros de una pesadilla, veíanse seres mutilados y horribles que se retorcían con las contorsiones de infernal dolor.

Aquello ya no era el combate de soldados civilizados, era la apoteosis de la guerra, desprovista de toda conveniencia y mostrándose en su salvaje desnudez. La pasión política y la desesperación convertía a los combatientes en fieras. Un poeta al describir la nocturna batalla la hubiera comparado en tal momento a un canto con estrofas de hierro y fuego entonado en loor de la brutalidad de los hombres.

No podía durar mucho tiempo aquella hecatombe espantosa.

La Guardia, más por irreflexivo espíritu de conservación que por miedo, retrocedió, recibiendo por la espalda el fuego de sus enemigos; pero como avergonzada de su fuga, apenas se reconcentró al extremo de las calles, volvió otra vez al ataque con furia todavía creciente.

Aquellos jóvenes oficiales, calaverillas de la guerra, que habían efectuado la insurrección de la Guardia con la misma ligereza que una aventura amorosa, comprendía ya la terrible situación en que voluntariamente se habían colocado; veían claramente el compromiso terrible contraído con sus soldados, a quienes llevaban a la muerte y con su rey, que aguardaba el triunfo, y se arrojaban decididos sobre el enemigo pensando más en la muerte que en la victoria.

Hay que hacer justicia a aquellos jóvenes fanáticos del realismo absoluto que acometieron la loca aventura del 7 de julio y ensalzar el valor heroico que desplegaron por tan despreciable causa.

El condesito de Baselga estaba fuera de sí.

Sentíase avergonzado y loco de rabia al pensar lo que dirían al día siguiente las duquesas de la corte sabiendo que “los tenderos” de la milicia habían derrotado a los valientes y dorados mozalbetes de la Guardia; y esta idea horripilante le arrastraba al suicidio.

Ya no pensaba en penetrar en la plaza; tan sólo quería morir abrazado a uno de aquellos cañones que tanto daño causaban y que vinieran después las hermosuras cortesanas y hasta el mismo rey a contemplar el cadáver de tan glorioso mártir del absolutismo.

Guiado por tal idea, mostrábase bravo entre los bravos, marchando el primero en la columna, a pesar de que sólo con gran dificultad podía mover su brazo derecho.

La metralla pasaba rozándole y hacía caer a los que más cerca estaban; pero ni una sola vez se desviaba para tocar a aquel insensato que la llamaba a gritos. Los rugidos de los cañones parecían a Baselga sarcásticas carcajadas de la muerte que se burlaba de un amante tan porfiado.

Varias veces llegó a tocar con su brazo casi inútil el bronce de aquellos cañones, y otras tantas retrocedió arrastrado por el reflujo de los asaltantes, que sólo por algunos instantes podían permanecer batiéndose cuerpo a cuerpo y recibiendo las descargas a quemarropa.

En más de una ocasión la bayoneta de un miliciano pudo atravesar su pecho con un solo ligero empuje; pero los defensores de la portalada le respetaron, admirando su valor y tal vez compadecidos de su juventud.

Iba ya acercándose el amanecer, las sombras eran cada vez menos densas, y la Guardia, extenuada por tan gigantescos esfuerzos y cada vez más combatida por sus enemigos, convencióse de que era inútil su empeño.

Apenas esta convicción se extendió por las filas, aquellos bravos batallones, en los que figuraban los más aguerridos veteranos del ejército español, declaráronse en fuga.

Comenzaba el cielo a empaparse con la claridad de los rápidos crepúsculos del verano; esa luz azulada y vaga propia del amanecer, coloreaba los objetos, y los guardias, como horrorizados del desolador aspecto del campo de batalla, y aun del que ellos mismos presentaban, desordenáronse y apelaron a la fuga con dirección al palacio real en busca de asilo, como los facinerosos de las épocas de fanatismo que, huyendo de la justicia, se acogían al sagrado de las iglesias.

Los oficiales intentaron detenerlos; pero se vieron desobedecidos, arrollados, arrastrados por aquella vertiginosa corriente de hombres, y pronto los batallones, pocas horas antes de tan brillante aspecto, corrieron azorados, revueltos y en espantoso desorden, perseguidos de cerca por los defensores de la plaza Mayor.

Al entrar en la calle del Arenal aguardábales una tremenda sorpresa.

Las fuerzas liberales que ocupaban la Puerta del Sol acababan de recibir tres cañones del Parque y enviaron un certero golpe de metralla a aquel tropel de fugitivos.

Baselga marchaba de los últimos, avergonzado de la huída, y corría tan sólo para detener a sus soldados, que eran sordos a las voces de mando.

Cuando sonaron los metrallazos desde la Puerta del Sol, vió caer a dos soldados que iban delante, y al mismo tiempo sintió en una pierna un golpe semejante al de un tremendo garrotazo.

Miró… y estaba lleno de sangre. Algo entre angustia y asfixia subió de su estómago a la cabeza, parecióle que el suelo tiraba de él, y tambaleándose como un borracho fué a detenerse con dolorosa voluptuosidad en el umbral de una gran puerta.

A través de la nube sangrienta que empañaba sus ojos, vió Baselga pasar por el centro de la calle, con la rapidez de una tromba, a los batallones de la Milicia y del ejército liberal, que, con la bayoneta calada, iban en persecución del enemigo.

Después, todo quedó a su alrededor desierto y silencioso.

Un rápido y creciente entumecimiento invadía el cuerpo de Baselga, y sus facultades se amortiguaban gradualmente.

Cuando estaba ya próxima a extinguirse en él la noción del ser, le pareció que alguien tiraba de sus hombros y lo arrastraba.

– ¿Será esto la muerte que llega? – pensó el destrozado realista.

E inmediatamente su cerebro quedó inmóvil, sumergiéndose en la sombra.

III
La casa misteriosa

Desde principios de siglo, llamaba la atención de los vecinos de la calle del Arenal y aun de los que no siéndolo pasaban a menudo por dicha calle, un gran caserón situado frente al antiguo convento de San Felipe Neri, que tenía ese aspecto enigmático y terrible de los edificios sobre los que pesa una leyenda terminada con su correspondiente maldición.

Ancha puerta eternamente cerrada y casi revestida con las pellas de barro que sobre ella iban arrojando sucesivas generaciones de muchachos; largos y panzudos balcones aprisionando entre el labrado de hierro de sus balaustradas espesas capas de polvo y telarañas que se extendían hasta cubrir las rotas vidrieras; paredes pintadas al fresco con escenas mitológicas y atrevidos aleros con canalones terminados en boca de dragón que en los días de lluvia arrojaban un verdadero diluvio sobre los transeúntes; éstos eran los detalles más llamativos y principales de aquella fachada que bajo la máscara de su decrepitud inspiraba horror a todos los vecinos.

En las rendijas de la gran puerta crecían bosques en miniatura que movían mansamente sus verdes cabelleras al pasar un transeúnte por cerca de aquélla, y las ninfas y dioses olímpicos pintados en el muro estaban descoloridos por la lluvia y los vientos y ostentaban con ademán triste unas carnes enfermizas y amarillentas que habían surgido muchos años antes sobradamente rosadas del pincel de un artista italiano.

Allí se encerraba un misterio; algo sobrenatural, algo gordo que haría, sin duda, estremecer de horror hasta erizar el cabello; pero aunque resulte triste el confesarlo, no andaban muy conformes las tradiciones del barrio acerca del terrible suceso ocurrido en aquella enigmática escena.

En tal caserón, lo mismo podía haber vivido algún maldito hereje que vendiendo su alma al demonio fué arrastrado por éste al infierno en la hora de la muerte, con rayos, truenos y nubes de azufre a estilo de comedia de magia, que algún marido que terminara las adúlteras relaciones de su esposa dando de puñaladas a la amorosa pareja, y marchando después a un convento, no sin antes dejar bien cerrada la casa para que nadie pisara más el lugar del espantoso crimen.

Todas las leyendas de aquellos tiempos de fanatismo, credulidad y afición a lo absurdo, podían haber ocurrido en el caserón, incluso la de haber servido de fábrica a monederos falsos, que era lo que opinaba un barbero de la vecindad, hombre de cierta despreocupación y de eterno sentido práctico, que en punto a suposiciones se adelantaba algunos años a sus contemporáneos.

Sea cual fuera la historia de aquel caserón, por todos desconocida y que a causa de esto cada cual relataba a su modo, lo cierto es que en el barrio y en las gradas del fronterizo convento de San Felipe, lugar del célebre “mentidero”, era objeto de muchas conversaciones y de cierta preocupación respetuosa. Las viejas al pasar junto a él, hacían la señal de la cruz; los muchachos sólo en un arranque de audacia se atrevían a ensuciar su frontera arrojándola pellas de barro, y al cerrar la noche, más de un transeúnte, al acercarse al tétrico edificio, lo contemplaba con recelo y apresuraba el paso.

Por desgracia para los espíritus inquietos y amigos de novelerías, pronto cesó aquel misterio, pues una mañana aparecieron abiertos los antiguos balcones, mientras que por el ya franqueable portón entraban y salían a cada momento, para arreglar las diligencias propias de una instalación laboriosa, unos cuantos criados, entre los que se distinguían dos enormes negros y un vejete de aspecto tan ruin como repulsivo, que miraba a todos con airecillo de superioridad.

Ocurrió esto a mediados de 1819, cuando la primera reacción anticonstitucional estaba ya próxima a terminar y los absolutistas se iban alarmando en vista de las muchas conspiraciones liberales que se descubrían y las inequívocas muestras de revolución que se notaban en las provincias.

Estaba entonces la curiosidad de las gentes más excitada que nunca, así es que a los pocos días ya sabían los vecinos de la calle del Arenal quién era la persona atrevida que iba a habitar una casa de tan malos antecedentes.

Era la baronesa de Carrillo, joven señora americana, viuda de un alto funcionario, muerto en Méjico por los insurrectos, y que venía a España para salvar su vida y las muchas peluconas que constituían su fortuna, de los riesgos que pudieran correr entre el torbellino de la revolución.

Esto lo supieron los vecinos de boca de uno de aquellos negrazos a costa de pagar algunos vasos de vino en la taberna más cercana, y también lograron tener la certeza de que la tal señora era muy buena católica y temerosa de Dios, pues en su viaje la había acompañado un sacerdote y eran muchos los curas que la visitaron en todas las poblaciones de importancia que atravesó desde Cádiz a Madrid.

Esta última circunstancia tranquilizó a los curiosos vecinos y desterró de su ánimo toda sospecha de complicidad diabólica.

Una señora que estaba en tal intimidad con las gentes de iglesia, no podía tener ninguna relación con los malos espíritus que hasta poco antes habían habitado aquella misteriosa casa.

Los sucesos públicos que a poco sobrevinieron, el ruidoso triunfo de la revolución y las agitaciones propias de un pueblo que al verse en posesión de su libertad experimentaba idéntica impresión que un muchacho con zapatos nuevos borraron muy pronto en los vecinos de la calle del Arenal la curiosidad que les producía todo lo que se relacionaba con el célebre caserón y sus habitantes.

Las algaradas continuas, los motines a diario, los frecuentes paseos nocturnos del retrato de Riego a la luz de antorchas y las agitadas sesiones de los Clubs patrióticos, eran motivo de pública preocupación y más que suficiente para que la gente se olvidara de los chismes y enredos de vecindad que poco antes constituían su delicia y eran el tema obligado de conversación.

Poco a poco, en el transcurso de año y medio, el misterioso caserón de la calle del Arenal, a pesar de que su puerta sólo se abría varias veces cada día y de que la señora que lo habitaba tenía cierto empeño en dejarse ver poco, se convirtió en una casa vulgar, incapaz de llamar la atención de nadie.

Si los compadres del barrio no hubiesen estado tan ocupados en los asuntos políticos, y en vez de asistir por las noches a las tumultuosas sesiones de “La Fontana de Oro”, a oír los revolucionarios discursos de Alcalá Galiano, o a las Juntas organizadoras de la Milicia Nacional, hubiesen permanecido, como antaño, tomando el fresco a las puertas de sus casas, de seguro que hubieran visto algo digno de ser comentado y discutido.

Casi todas las noches el postigo de la gran puerta se abría lenta y silenciosamente casi al mismo tiempo que por la parte de Palacio aparecían en la calle dos hombres altos y recios que, a pesar de estar ya bien entrada la primavera de 1822, iban embozados en largas capas, semejantes a las usadas por los majos del Matadero.

Los dos embozados caminaban con afectada naturalidad hasta llegar a la casa, pues así que estaban junto al entreabierto portón, miraban a todos lados rápidamente y con alarma, acabando por desaparecer en la negra abertura que inmediatamente quedaba cerrada.

Aquellos dos hombres y algún que otro cura, de aire humilde y sonrisa seráfica, eran los únicos visitantes de la señora de la casa.

Aunque en la calle no dominara, por causa de las circunstancias, el mismo espionaje que antes, no por esto faltaban comadres curiosas que se hicieran pronto cargo de tales visitas.

Una vez conocidas éstas, la curiosidad se interesó en averiguar más, y pronto hizo un gran descubrimiento.

En una corta temporada que la familia real residió en los jardines de Aranjuez las nocturnas visitas quedaron interrumpidas.

La consecuencia que la curiosidad sacó de tal hecho fué inmediata. Los dos embozados pertenecían a la corte y eran, sin duda, condes o duques que se rozaban con las personas reales.

Dos años antes, cuando el grito nacional era “¡vivan las cadenas!”, y la aspiración de todo buen español “ser un gran servil”, tal descubrimiento hubiera bastado a aplacar la curiosidad de las vecinas, pues el deseo de saber lo que no las importaba, podía hacerlas dar con sus huesos en la Galera; pero no en balde se estaba en pleno período revolucionario y dominaba el deseo de conocer todos los secretos de los de arriba para hacerlos públicos y que el pueblo supiera qué clase de gentes eran aquellos nobles que se tenían por seres privilegiados.

Noches enteras pasaron las buenas vecinas tras las ventanas y rejas, espiando a los dos embozados, por si lograban distinguir sus rostros.

Pero fué inútil su intento, y no consiguieron distinguir la más pequeña parte de sus caras, cubiertas por las alas del sombrero, el embozo de la capa y la sombra de la noche.

La casualidad vino a satisfacer, por fin, los deseos de las curiosas.

Una noche (pocos días antes de la sublevación de la Guardia Real), el postigo se abrió como siempre y los embozados aparecieron al extremo de la calle, justamente cuando por la parte de la Puerta del Sol llegaba un mozalbete, a quien la sobra de alcohol hacía andar en zigzag, y que daba rienda suelta a su buen humor cantando con largos intervalos y algún relincho la copla liberal de 1813:

 
“Un realista en un mesón
llamaba por que le abrieran,
y tanto y tanto llamó
que le abrieron… la cabeza.”
 

Los dos embozados, al ver aquel inoportuno transeúnte, procuraron evitar su encuentro marchando hacia el centro de la calle; pero el borracho, con la tenacidad imprudente propia de los que están en tal estado, puso especial empeño en manejar sus poco obedientes pies, de modo que fuera a tropezar con aquéllos.

Yendo de un lado a otro de la calle, los unos por evitar el encuentro y el otro buscándole, vinieron por fin a chocar.

El mozalbete dió con su barriga un fuerte golpe al más alto y elevó su aguardentosa cara a la altura del embozo, pugnando por deshacer éste, al mismo tiempo que exclamaba con ronca voz:

– ¿Quién eres tú? Si tienes mucho frío, ven a echar unas copas.

El importuno se vió pronto sacudido por los dos embozados, que, sin preocuparse de que dejaban sus rostros al descubierto, le agarraron con sus manos, y después de moverlo en todas direcciones, le arrojaron al suelo.

El borracho cayó sentado, conmoviendo el suelo con sus posaderas, y en tan cómica actitud permaneció mucho rato, siguiendo con vista asombrada a los dos embozados, el más alto de los cuales reía estrepitosamente, procurando ahogar las carcajadas con el embozo.

Cuando ambos hubieron penetrado en el viejo caserón, el borracho, sin abandonar su actitud, rascóse la frente, como quien duda, y al fin murmuró, con la satisfacción del que se despoja del peso de un secreto:

– Que me maten, si ésos no son Narizotas y su alcahuete.

Las vecinas, que habían presenciado en sus escondites la anterior escena, oyeron estas palabras, que fueron para ellas una completa revelación.

Efectivamente; de los dos personajes, el más bajo tenía todo el aire del duque de Alagón, favorito de Su Majestad y autor de servicios semejantes a los que el jefe de los eunucos presta al Gran Sultán, y en cuanto al más alto, era, sin duda, el ser privilegiado cuyo retrato, por la gracia de Dios, figuraba en todas las monedas.

En la puerta de dicha casa fué donde cayó herido el conde de Baselga.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 июня 2017
Объем:
220 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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