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Читать книгу: «La araña negra, t. 1», страница 5

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IV
El señor Antonio

A ser poeta el gallardo subteniente de la Guardia Real, el tiempo que permaneció sin volver a la vida le hubiera proporcionado tema suficiente para componer un poema describiendo las vagorosas fantasías de la nada.

Hubo un instante en que perdió la noción de ser; pero este estado negativo desapareció, y del mismo modo que se sale del sueño no para despertar, sino para entrar en el ensueño, Baselga comenzó a sentir y a pensar, sin volver por esto a la vida real, pues entró de lleno en las nerviosas fantasías del delirio.

Sus oídos zumbaban como si fuesen cañones conmovidos por ensordecedores disparos; le parecía que su cuerpo se hundía en un lecho de espuma de jabón, cuya profundidad no tenía término, y por encima de sus ojos, que veían estando cerrados, desfilaba una interminable procesión de seres vagorosos de color azulado y formas grotescas, a fuerza de ser extravagantes, que en la confusa memoria del subteniente despertaban el recuerdo de los célebres cartones dibujados por Goya, inagotable almacén de raras imaginaciones.

Algunas veces entre aquel extravagante desfile de visiones contorneábanse rostros conocidos aunque desfigurados por diabólicas sonrisas y, ¡cosa rara!, siempre eran aquellas fantásticas caras las de seres que tenían motivos más que suficientes para odiar a Baselga. Dos o tres muchachos de la Guardia, a quienes el subteniente había señalado con su sable por quejarse de sus fullerías en el juego, desfilaron haciendo visajes de alegría por encima de sus cerrados ojos, y tras ellos, pálido, ensangrentado y llevando en los labios el nombre de su mujer y de sus hijos, pasó el desgraciado Landaburu, aquel mismo capitán a quien por sus ideas liberales había hecho asesinar Baselga el día en que los batallones iniciaron su sublevación en la plaza de Palacio.

Aquellos fantasmas despertaban en el ánimo del atolondrado subteniente algo semejante a un remordimiento y los contemplaba con miedo como temiendo su venganza ahora que él se encontraba débil e incapaz de defensa.

Pronto experimentó algo que le hizo estremecer y dar gritos de miedo y de dolor. Los terribles fantasmas le rodearon con sus invisibles manos, comenzaron a arañar en sus heridas excavando hondo, como si buscasen algo, y cuando se cansaron de ver correr la sangre las oprimieron con sus pesados brazos, causando al infeliz un dolor que le estremecía de pies a cabeza.

Un calor insufrible se apoderó de todo su cuerpo: a Baselga le pareció que el cerebro hervía dentro del cráneo y que éste iba a estallar de un momento a otro, y tornó a abismarse en la sombra del no ser.

Cuando volvió a recobrar cierta noción de existencia, no fué para delirar, pues abrió los ojos y se convenció de que estaba en el uso de sus facultades aunque éstas estuviesen amortiguadas de un modo alarmante.

Lo primero que vieron sus ojos fueron otros, grandes, saltones y de un blanco amarillento, que le miraban muy de cerca y que correspondían a un rostro negro como el carbón, adornado con una boca de labios hinchados y coronado por una cabellera crespa y enmarañada.

Baselga, como buen realista católico, era supersticioso, y lo primero que a su debilitado cerebro se le ocurrió pensar fué que había muerto y que aquella cara negra y horrible que casi rozaba la suya era la del diablo en persona.

Pronto se tranquilizó, reparando a continuación de tal rostro el cuello de una casaca galoneada propia de un servidor de casa grande, pues repasando rápidamente en su memoria las leyendas piadosas y los cuentos de cuartel en que el diablo aparece bajo las más distintas formas, recordó que éste en sus ratos de buen humor sólo había descendido a disfrazarle de fraile, pero nunca se le había ocurrido vestirse de lacayo.

No tardó en salir de dudas, pues la cara negra habló, y arrastrando las sílabas con ese acento meloso de los americanos, preguntó al subteniente:

– ¿Cómo se siente el niño?

A Baselga no se le ocurrió hablar y por toda contestación se sonrió de un modo lúgubre.

– Hace bien el niño en no hablar – continuó el negrazo con acento cariñoso – . Los hombres malos le han hecho mucho daño y en casa todos temíamos que iba a morir. Yo y el negro Juan fuimos los que bajamos a por el niño esta mañana cuando estaba casi muerto en la puerta.

El subteniente, impulsado por el reconocimiento, quiso incorporarse para dar la mano al negro; pero inmediatamente sintió agudas y estremecedoras punzadas en el hombro y la pierna, donde tenía las heridas.

Fijó su atención en estas partes de su cuerpo y notó que las tenía oprimidas con fuertes vendajes que le causaban cierta angustia.

– No se mueva el niño – dijo el negro con su acento indolente – . No se mueva, y si quiere algo pídalo que yo se lo traeré.

Separóse el negro al decir esto de la cama y entonces notó Baselga que junto a ésta y sobre una mesita ardía un quinqué con pantalla verde, objeto que entonces era de reciente novedad y que sólo se permitían usar las gentes acomodadas.

Aquella luz acabó por traer al herido a la realidad.

– ¿Qué hora es? – preguntó con voz desfallecida después de hacer un gran esfuerzo.

– El reloj de San Felipe ha dado las nueve hace muy poco.

– ¿Desde cuándo estoy aquí?

– Desde esta mañana, señor. La niña, desde el balcón, vió caer a su merced junto a la puerta y nos mandó bajar para que le entráramos en casa y no lo remataran los hombres malos. Toda esta noche pasada hemos estado oyendo los tiros; la niña no ha dormido, y el negro Pablo, que soy yo, quería ir, como en Méjico, a disparar contra los enemigos del rey.

Estas palabras acabaron de despertar los recuerdos en la memoria de Baselga, hasta entonces embotada. Aquello de “enemigos del rey” hizo revivir en el subteniente la pasión de conspirador absolutista y rápidamente acudieron a su mente los recuerdos de todo lo ocurrido en la noche anterior y al amanecer de aquel mismo día.

Baselga experimentó ansiosamente el deseo de saber cuál había sido la suerte de sus compañeros de armas, y preguntó con voz angustiada:

– ¿Qué ha ocurrido en Madrid desde que caí herido?

– No sé, ciertamente, cuál ha sido la suerte de la Guardia. Negro Pablo no ha salido de casa en todo el día, porque la señora no ha querido que fuera yo en busca de un médico. El señor Antonio ha sido el encargado de traer al cirujano esta mañana y al volver le he oído hablar con la niña de graves sucesos que han ocurrido en la plaza de Palacio. Lo único que sé de cierto es que los hombres malos pasan a grandes grupos por la calle, cantando y dando vivas a eso que llaman libertad.

– No hay duda – murmuró Baselga, dejando caer la cabeza con desaliento – ; esos tenderillos nos han vencido.

En aquel momento, amortiguados y como si provinieran de larga distancia, llegaron hasta la alcoba centenares de voces que con bastante discordancia cantaban el himno de Riego y daban vivas a la Constitución.

Era el pueblo liberal que todavía celebraba con alegres manifestaciones el triunfo de la mañana.

Baselga, a pesar de su debilidad y postración, se agitó como para huir de aquellas voces que llegaban hasta él con sonido debilitado por muros y cortinajes, y cerró los ojos.

– Señor – dijo el negro – . La niña y el señor Antonio me han encargado les avisara apenas recobrara usted los sentidos.

– ¿Quién es la niña? – preguntó Baselga con extrañeza.

– Es mi ama, niña Pepita, la señora baronesa de Carrillo, viuda del gobernador de Acapulco.

– Y ese señor Antonio, ¿quién es?

– Es el señor; pero digo mal… no es el señor, pero poco le falta. Es como si dijéramos el amo de todos los que aquí vivimos, menos de la señorita.

– Será el administrador.

– Administrador, no, señor; pero sí una cosa parecida. Algunas veces – continuó el negro, sonriéndose con cierta malignidad – da consejos terminantes a la niña, que ésta sigue aun contra su gusto.

– ¿Es joven tu ama?

– Casi como usted, y crea que si aquí se dejara ver tanto como en Méjico, había de encontrar a cientos los adoradores.

– Es guapa, ¿eh? – dijo Baselga, que a pesar de su triste estado comenzaba a preocuparse de niña Pepita, llevado de sus eternas aficiones galantes.

– Pronto la verá usted y podrá juzgar. Muchas señoras miro cuando salgo por Madrid, pero pocas he encontrado que puedan comparársele.

– Bueno; la veré y daré con justicia mi opinión.

Baselga, después de decir esto con displicencia, cerró los ojos, como para indicar al negro su cansancio, y ladeó un poco la cabeza, huyendo del reflejo de la luz.

El negro Pablo quedóse un rato mirándolo con estúpida fijeza, y únicamente se movió cuando le pareció oír pisadas que lentamente se acercaban.

Fuése el negro a la puerta de la alcoba, y sacando la cabeza por entre los cortinajes, reconoció al recién llegado.

– Señor Antonio – dijo con voz queda – , el niño se ha despertado ya. He hablado con él y ahora mismo acaba de cerrar los ojos.

Apartóse el negro y entró en la alcoba el señor Antonio.

Su figura era extraña, y atendida la época resultaba un espantoso anacronismo.

Ocurría aquella escena a mediados de 1822. Las modas igualitarias y democráticas inventadas por la Revolución francesa hacía ya bastantes años que imperaban en España, y, sin embargo, aquel hombre vestía como en tiempos de Carlos III, que sin duda fueron los de sus mocedades.

Llevaba el pelo largo, recogido con una cinta sobre la nuca y trenzado en coleta, y su traje componíase de chupa y calzones de paño negro, raído, manchado y polvoriento; camisa con girindola, medias de color indefinible y zapatos con hebillas holgados como pantuflas.

Tenía el rostro apergaminado y surcado por innumerables arrugas que al menor gesto titilaban y se ponían en movimiento semejante al oleaje de un mar alborotado, y sus ojos hundidos y pequeños apenas si marcaban la pupila verde, inmóvil y gatuna tras el empañado cristal de unas enormes gafas con pesado armazón de plata.

En el porte de aquella persona original percibíanse detalles que a primera vista conocíase eran característicos, y de éstos los más notables eran: el gran pañuelo de hierbas, asomando siempre sus mugrientas puntas por entre los faldones de la casaca; el rosario, de cuentas gastadas por el uso, escapando su extremo por uno de los bolsillos de la chupa, mientras que del otro colgaba, sirviendo de cadena del reloj, una rastra de medallitas terminada en esa cifra casi cabalística que designan los devotos con el título de “Nombre de María”.

El señor Antonio, tal vez por ser pequeño de estatura y falto de carnes, no andaba encorvado humildemente, como muchos de su clase; pero a falta de tal rasgo de servil amabilidad, disponía de una sonrisa que, aunque afeaba más aquel rostro chato propio de una momia, le daba cierto tinte de seráfica inocencia.

Baselga, que al notar la presencia del recién llegado había abierto los ojos, contempló con atención a aquel personaje de exterior tan raro, mientras que éste le miraba dulcemente con sus ojos claruchos de un modo que parecía pedirle perdón por la molestia que le causaba.

El señor Antonio, después de vacilar, se decidió a ser el primero en hacer uso de la palabra, y buscando en los registros de su voz el tono más melifluo y humilde, preguntó:

– ¿Cómo se siente usted, caballero?

– Mal, muy mal – contestó Baselga, a quien causaban gran incomodidad los apretados vendajes.

– No lo extraño. Ha perdido usted esta mañana mucha sangre, y, además, las heridas son de consideración. A pesar de esto, tengo la satisfacción de manifestarle que su vida no corre peligro.

– ¿Ha visto bien mis heridas el cirujano?

– Perfectamente. Es un hombre tan cristiano como inteligente, amigo de la casa e interesado en salvar la vida de todo buen defensor del rey y nuestra sacratísima religión. Cuando le extraía las balas esta mañana murmuraba oraciones para que Dios librara pronto a usted de aquel espantoso delirio, en el cual creía ver fantasmas que le arañaban las heridas.

Baselga recordó entonces su atroces pesadillas, de las cuales aún quedaba rastro en su memoria. Las manipulaciones del cirujano le habían parecido, en estado tan anormal, crueles tormentos de seres fantásticos.

– Hay que reconocer – continuó el señor Antonio – que Dios ha querido poner hoy a prueba la paciencia de los suyos destruyendo la obra de los buenos.

– ¿Es usted de los nuestros? – preguntó Baselga mirando ya con cierta simpatía a aquel hombre que por su aspecto extraño le había sido antipático a primera vista.

– ¿Y quién no lo es, caballero oficial? – contestó el vejete con enfática solemnidad – . Todo buen español debe ser enemigo de esos hombres desaforados, sin conciencia ni respeto a las leyes divinas y humanas, que no tienen más santos ni santas que Riego y la Constitución, que quieren la perdición de la Iglesia y de sus sagrados e inviolables derechos, que han arrojado a los buenos padres jesuítas que nuestro señor don Fernando VII había vuelto a España para que labrasen nuestra felicidad y que si Dios no lo remedia acabarán igualmente con el rey, pues a nombre de esa libertad que siempre tienen en los labios, aspiran a que desaparezca todo lo antiguo y más digno de veneración. ¡Locos! ¡Infelices! ¡Mentecatos! ¿Pues no hay entre ellos quienes hablan de eso que llaman democracia y hasta quieren poner en práctica aquí las infernales doctrinas de aquellos bandidos que hicieron el noventa y tres de Francia? ¡Imbéciles! Como si las naciones pudieran existir sin reyes que las gobiernen y frailes que las eduquen.

Y el vejete, que hablando al principio en tono natural, había ido exaltándose poco a poco, paseaba nerviosamente al decir las últimas palabras y cada uno de los epítetos que dirigía a los liberales, lo marcaba con iracundas patadas que daba contra el suelo como si bajo de sus pesados zapatos tuviera a la “Fontana de Oro” y a todos los clubs revolucionarios que funcionaban en Madrid.

Baselga comenzaba a mirar con admiración a aquel hombre.

El subteniente, a pesar de todo su entusiasmo monárquico, era incapaz de hilvanar un párrafo realista de elocuencia tan conmovedora como aquél y confesaba su pequeñez intelectual ante el vejete que poco antes le parecía despreciable.

El señor Antonio era, sin duda, un sabio tan eminente como el canónigo Ostolaza u otro de los frailes de la camarilla de Fernando, y el condesito de Baselga comprendía que podía recibir de sus labios grandes enseñanzas con que deslumbrar, el día que se encontrara restablecido, a sus compañeros de batallón.

Estuvo el subteniente mucho rato silencioso por si el viejo quería seguir hablando sin tener él la imprudencia de interrumpirle el curso de la peroración, y en vista de que no decía nada más contra la situación política, se atrevió a preguntarle, con la cortedad de un discípulo al dirigirse a su maestro:

– Diga usted, ¿qué ha ocurrido esta mañana al llegar los batallones de la Guardia a la plaza de Palacio?

– Una cosa inaudita. Los campeones de la Fe han sido derrotados y acuchillados por esos herejes. Dios, como antes he dicho, ha querido probarnos. Los batallones llegaron a la plaza, y allí se detuvieron. Sus perseguidores, los liberales, llegaron poco después y también descansaron las armas impuestos por ese respeto que inspira la mansión de los reyes. Entraron en tratos Morillo y los demás generales del Gobierno con el rey nuestro señor para ajustar las condiciones con arreglo a las cuales habían de rendirse los guardias; pero éstos, no queriendo pasar por tal deshonra, volvieron a tomar las armas, y bajando al Campo del Moro, huyeron de enemigos tan superiores en número.

– Y entonces, ¿qué sucedió? – preguntó Baselga con ansiedad.

– La caballería liberal y, sobre todo, el maldito regimiento de Almansa, cuyos individuos son todos francmasones o comuneros, aprovechándose del terreno llano, cargó a los cuatro batallones, y antes de que pudieran éstos formar el cuadro, los acuchilló a su gusto, dejando el campo sembrado de cadáveres.

– ¿Y el rey? – volvió a decir el subteniente con impaciencia – . ¿Qué hacía el rey?

– El señor don Fernando, asomado a un balcón de su palacio, azuzaba a los liberales contra los guardias, gritando: “¡A ellos, hijos míos! ¡Que se escapan! ¡No dejéis uno con vida!”

– Eso es una gran canallada – dijo Baselga irreflexivamente dejándose llevar de su indignación.

El señor Antonio quedóse mirándole fijamente por algún tiempo, y, al fin, dijo con frialdad y calma:

– Caballero; el rey no se equivoca nunca, ni obra jamás como un canalla. Es un representante de Dios en la tierra, y sus actos son indiscutibles. Hay que analizar bien los hechos para atreverse a calificarlos. ¿Quién le asegura a usted que don Fernando no veía en lontananza amenazada su existencia por los vencedores liberales y únicamente para congraciarse con ellos dió aquellos gritos? ¿Valen unas palabras sin importancia la existencia de un rey? Nuestro monarca tiene el deber de vivir para que sea feliz nuestro pueblo e hizo bien en asegurar su existencia con unas palabrejas que esos liberales podrán interpretar como gusten, pero que no tienen importancia.

El ínclito de Baselga quedó aplastado por aquella lección de realismo, y miró al vejete aún con más admiración.

– Además, caballero – continuó el señor Antonio – , en todos los asuntos hay que guiarse por los consejos de la sabiduría. ¿Cree usted que los padres jesuítas son los hombres más sabios del mundo?

Baselga no tenía motivos para contestar, pues en su corta vida nunca había tratado a ningún discípulo de Loyola; pero recordando elogios que muchas veces había oído, y guiándose por sus aficiones reaccionarias, creyó muy del caso hacer un gesto como extrañándose de que hubiera quien pusiera en duda tan terminante verdad.

– Celebro que usted lo reconozca – dijo el vejete – . Pues bien; los jesuítas enseñan que para lograr un fin no hay que reparar en los medios, y el señor don Fernando no ha hecho más que seguir tan sabia máxima al obrar esta mañana del modo que ya he dicho.

El herido asintió a tales razonamientos, y como aunque le gustaban mucho las palabras del vejete, sentía cada vez más imperiosamente la necesidad de descansar, deseó que acabara pronto aquella conferencia para él fatigosa, y cerró los ojos.

– Comprendo que usted necesitará mucho descanso, porque su estado, aunque no peligroso, es bastante grave. Me retiro, pues, y le advierto que apenas necesite el más leve auxilio, aquí tiene a Pablo, que está completamente a su servicio y que dormirá a la puerta de su alcoba.

El negro afirmó las palabras del señor Antonio con una estúpida sonrisa.

Baselga, que comenzaba a sentir invadido su cuerpo por una atroz calentura, preguntó con interés:

– ¿Ha dicho el cirujano cuánto tiempo tendré que permanecer de este modo?

– ¿Tiene usted mucha prisa en abandonar esta casa?

– Siento impaciencia por ir a participar de la misma suerte que aquellos de mis compañeros que no hayan muerto.

– Pues siento decir a usted que tendrá que resignarse a permanecer mucho tiempo aquí aun cuando se encuentre bueno, a menos que quiera morir en un cadalso.

– ¡Un cadalso!.. ¿Tan cruelmente piensan los liberales castigar nuestra sublevación?

– Es que usted no es sólo reo de insurrección, sino de haber ocasionado la muerte a su capitán a las mismas puertas del palacio real.

– ¿Cómo sabe usted eso?

– Señor conde de Baselga – dijo el vejete irguiéndose con cierta majestad – ; cuando se forma parte de instituciones poderosísimas, aunque sólo sea como humilde átomo, se sabe mucho y se tiene conocimiento de todos los hechos de importancia y de quiénes son sus autores. Yo sé quién es usted, conozco su vida hace algún tiempo y también los grandes servicios que ha prestado a la buena causa de Dios y el Rey.

El desmesurado amor propio de Baselga sintióse halagado por aquellas palabras de tan entusiasta realista, y, a pesar de su calentura vió con dolor que el buen viejo se alejara.

– ¡Buenas noches – dijo éste haciendo un ceremonioso saludo – , que usted descanse! Y en cuanto a ti, Pablo, ya sabes que estás aquí para obedecer las órdenes de este caballero.

Estaba ya el señor Antonio en la puerta de la alcoba, cuando Baselga, incorporándose cuanto pudo, le dijo, procurando reproducir el tono galante que había aprendido en los salones del regio palacio:

– Salude usted en mi nombre a la señora de la casa, y hágala patente mi profundo agradecimiento por su auxilio.

Volvióse el señor Antonio y dijo con expresión respetuosa:

– La señora baronesa de Carrillo, a pesar de su juventud y hermosura, es tan católica como juiciosa, y está aún más interesada que nosotros en defender los sagrados privilegios del rey.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 июня 2017
Объем:
220 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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