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Читать книгу: «La araña negra, t. 1», страница 3

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PRIMERA PARTE
EL CONDE DE BASELGA

I
Un defensor del absolutismo

En la madrugada del 1.º de julio de 1822, cuatro batallones de la Guardia Real salieron a la callada de Madrid y se trasladaron al Pardo, donde, con aire omnipotente, dispusieron que su amado rey el señor don Fernando VII recobrase todos sus derechos de monarca absoluto y que cayera el régimen constitucional nacido año y medio antes con la sublevación de Riego en Cabezas de San Juan.

Fué aquello una chiquillada valiente, que costó la vida a muchos infelices y en la que se dieron a conocer don Luis Fernández de Córdoba y otros futuros generales que entonces eran simples tenientes, o más bien dicho, pollos militares recién salidos del cascarón.

En aquella jornada, preparada en honor del absolutismo monárquico, sonó por primera vez el nombre de don Fernando Baselga, conde de Baselga, que era un rapaz recién salido de la escuela militar, vivo de genio, despierto de mollera en lo tocante a travesuras, gran amigo de los placeres y con el alma un poco atravesada, según decían sus compañeros; pero a quien se le dispensaban sus faltas, que no eran pocas, en gracia al alegre carácter y a la distinción caballeresca que sabía dar hasta a sus actos más ruines.

El subteniente Baselga, de la Guardia Real, era una esperanza para aquella corte de Fernando, que se sentía molestada bajo la influencia liberal de la situación y deseaba el restablecimiento del absolutismo, lo que significaba la vuelta de aquellos tiempos de Godoy y Carlos IV, donde cada mañana se comentaban los escándalos palaciegos ocurridos en la noche anterior, sucesos capaces de ruborizar a un Cuerpo de guardia, y se rendía homenaje al querido de la reina, la que, por su parte, cambiaba de amante cada semana.

Aquellos fueron los buenos tiempos, y no los que habían sobrevenido después de 1820, en aquella inaudita época constitucional, donde los mismos revolucionarios que trastornaron a la nación en las Cortes de Cádiz, aquellos plebeyos insolentes y deslenguados, enemigos de Dios y de la propiedad, como eran Argüelles, Martínez de la Rosa, García Herreros, y otros no menos nombrados, pisaban las alfombras del regio palacio con el carácter de ministros e iban a deslucir con sus casacas mal cortadas aquel brillante golpe de vista que presentaban los salones del rey, repletos de dorados uniformes, faldas de vistosos colorines y sotanas rojas o moradas.

Cuando el joven subteniente se hacía estas consideraciones, sentíase acometido de un furor sin límites. Aquello no era corte; el palacio real no pasaba de ser un campamento del pueblo, la ola democrática lo invadía todo y era preciso que los buenos servidores del rey se agrupasen a su lado para barrer a todos los “negros” y devolver al palacio su antiguo esplendor.

El condesito de Baselga experimentaba la misma desesperación del artista convencido de que posee condiciones para hacerse inmortal y que, sin embargo, no encuentra medios para darse a conocer del mundo.

El joven subteniente tenía la firme persuasión de que él podía ser el más brillante adorno de una corte, y se desesperaba al pensar que, por culpa de los liberales, allí no había bailes, saraos, ni ninguna de las grandes diversiones de los antiguos tiempos, pues el rey se pasaba la mayor parte del año en sus posesiones campestres huyendo de los motines, asonadas y manifestaciones con acompañamiento de pedradas y palos, que siempre venían a terminar frente a las ventanas de Palacio.

¡Si él hubiera nacido en otros tiempos!..

Ya se lo había dicho el revoltoso y viejo conde de Montijo, el mismo que el año ocho acaudillaba, vestido de chalán y con el nombre de “el tío Pedro”, el motín de los lacayos y trajineros contra el favorito Godoy.

– Muchacho, tú hubieras hecho una gran carrera a vivir en la corte de Carlos IV.

El no era ambicioso, no quería medrar; únicamente deseaba divertirse, y divertirse mucho, y para ello necesitaba un escenario digno de sus facultades, una corte donde menudearan las fiestas, las damas fueran traviesas, se tuviera alguno que otro duelo, y desde el rey abajo todos fueran galanteadores.

Para eso había entrado él en la Guardia Real, y como tenía la completa seguridad, por informes fidedignos, de que Fernando pensaba de igual modo y se veía obligado a reprimirse por culpa de los vencedores liberales, de aquí que profesara a éstos un odio más vivo e inexplicable que el que pudieran inspirarle sus tradiciones de rancia nobleza.

Por esto, olvidando momentáneamente el vino, la baraja y unas relaciones nada platónicas, que más por amor propio que por pasión había contraído con una duquesa casi cincuentona, dama de honor de la reina, hízose hombre serio, metióse a conspirador, y entendiéndose con su compañero de armas, el inquieto Córdova, que era quien se avistaba continuamente con el rey y estaba en el secreto de “la gorda” que se preparaba contra los liberales, encontróse a los veintiún años convertido en terrible sedicioso, aunque no dejando por esto de ser tan superficial como de costumbre.

Aquel condesito de Baselga era un hermoso ejemplar de la especie de fatuos dañinos, y honraba tanto en lo físico como en lo moral a su privilegiada clase demostrando que en la nobleza no todas las familias degeneran a pesar de los incesantes cruzamientos entre individuos de idéntica sangre.

Su familia, tan cargada de blasones y pergaminos como escasa en peluconas, habíase mantenido hasta entonces pegada al terruño en lo más aislado de Castilla la Vieja odiando a la corte y considerando únicamente como iguales a los individuos de aquella nobleza rústica, que no doblaba el espinazo ante los favoritos de los reyes, nobleza que guardaba encerradas en sus casas solariegas las tradiciones de los feudales tiempos y que se comía sus cosechas al calor de la blasonada chimenea, teniendo por única ocupación la caza y por exclusivo esparcimiento la diaria misa mayor, las vísperas y alguno que otro rosario.

La guerra de la Independencia por un lado y las Cortes de Cádiz por otro, removieron toda la nación; los franceses a cañonazos, y los diputados con leyes y decretos, sacaron de su marasmo a clases que permanecían tan quietas como la momia de un Faraón en lo más hondo de la Pirámide; y aquellos restos semifeudales de la nobleza castellana fueron arrojados de sus vetustos caserones por el azar de las circunstancias y entraron en plena vida para contaminarse, como todas las otras clases, con el ambiente social.

Entonces, como tronco que arranca y arrastra el torrente de una inundación, el joven conde de Baselga fué desgajado del riñón de Castilla donde había crecido y llegó a Madrid contando como único capital el puñado de duros que cada seis meses le enviaba el cura de su pueblo como administrador de sus reducidos bienes señoriales, y especialmente aquellas prendas físicas que, según testimonio de los expertos en achaques de corte, le harían ir lejos, muy lejos.

Sus progenitores habían muerto al terminar la guerra; su padre, a consecuencia de fatigas experimentadas en la lucha contra los franceses, pues había querido organizar una guerrilla y de la campaña sólo había sacado escasa gloria, muchas penalidades y bastantes golpes; y su madre, a causa de los numerosos sustos que la habían producido las continuas fugas y ocultaciones para no caer en manos de los invasores.

El condesito no tenía a los diez y seis años otro arrimo y amparo que el duque de Alagón, gran señor de la corte, con el que le unía un lejano parentesco; pero en esto le favoreció la suerte, pues llegó a Madrid en 1815, o sea cuando estaba en su período álgido la reacción, cuando el pueblo era feliz gritando: “¡Vivan las cadenas y la Inquisición!”, y España entera adoraba una trinidad tan respetable como la católica, compuesta por Fernando “el Deseado”, el exaguador Chamorro, bruto con suerte, que tenía el privilegio de provocar la carcajada real relatando chuscadas del Matadero, y el citado duque de Alagón, personaje respetable y necesario para la felicidad del Estado, cuyas funciones consistían en llevar la cuenta de los conventos de monjas que esperaban la visita de Su Majestad y acompañar al monarca en sus excursiones nocturnas a casa de Pepa “la Naranjera”, o alguna otra notabilidad manolesca que tenía el privilegio de distraer el fastidio de aquel a quien los predicadores de la época ponían en parangón con Dios.

Bajo la poderosa protección de tan digno personaje hizo el joven conde sus estudios.

Cerca de cuatro años invirtió en abrir un resquicio en su mollera a un escrúpulo de matemáticas y un poquillo de táctica y estrategia, pero como en aquel entonces tener un padrino como el duque de Alagón equivalía casi a ser pariente del Espíritu Santo, pronto ingresó en la Guardia Real con el grado de subteniente y fué presentado al rey y a las principales damas de la corte.

No fué pequeño el efecto que causó en Palacio, atendida la insignificancia de su posición. El monarca, que a la sazón andaba muy preocupado con la Constitución que acababa de jurar y las crecientes pretensiones de los liberales, desarrugó, sin embargo, el entrecejo y le dispensó una sonrisa y algunas chuscadas de su repertorio, con las cuales demostraba conocer las aventuras del joven subteniente, y en cuanto a las damas de la corte, señoronas de carne hinchada, mascarilla de colorete y peinado de tres pisos, le dedicaron las más insinuantes sonrisas y recogieron sus pomposos vestidos para que se sentara a su lado aquel nuevo manjar sano y apetitoso que llevaba en su interior la energía vital de cien generaciones libres de la anemia de las capitales y fortalecidas por la vida del campo.

En verdad que Baselga merecía tan afectuoso recibimiento.

Era el más hermoso animal que en muchos años había entrado en la corte para satisfacción del capricho femenil de las grandes damas.

Su esqueleto podía figurar, por su tamaño y fortaleza, en un museo, y sobre sus huesos de gigante llevaba un apretado tejido de músculos y nervios capaz de desarrollar la fuerza del atleta y refractario a la enfermedad y a la fatiga. Su rostro tenía una expresión ceñuda que al sonreír se convertía en maligna; llevaba con mucha gracia el recortado bigote y las patillas a la rusa, en moda entre los militares de entonces, y a tantos encantos físicos se unían los de una educación distinguida, pues manejaba el sable como un cosaco, bebía sin caer, como un arriero, miraba con desprecio a todo hombre que no llevaba uniforme y jugaba con privilegio de ganar siempre, ya que todas sus fullerías sabía sostenerlas después, como un matachín, con la punta de su espada.

Los cuartos que le enviaba el cura, su corta paga, algún que otro socorro que le dispensaba su protector el de Alagón, y las trampas en el juego, le permitían vivir con más boato que muchos de sus compañeros de armas, y hasta se susurraba entre éstos que la duquesa madura cuidaba de su brillante aspecto, renovándole el uniforme cada tres meses, con el fin de que se presentara como el oficial más elegante y apuesto de la Guardia.

Sus calaveradas y rasgos de carácter eran uno de los temas obligados en las tertulias elegantes, y hasta absolutistas tan ceñudos y malhumorados como el duque del Infantado y el padre Cirilo Alameda, reían a carcajadas al saber que Baselga se disfrazaba de majo e iba a las Cortes para tener el gusto de arrojar a los diputados cortezas de naranja, o se emboscaba al anochecer con algunos compañeros en la plaza de Palacio, embozado hasta los ojos y con el sable desnudo, para emprenderla a cintarazos con los mozuelos y mujeres que se colocaban bajo las ventanas del regio alcázar llamando a Fernando “feo narizotas, cara de pastel”.

Todas estas hazañas las consumaba el joven subteniente como en muestra de agradecimiento al rey y al duque de Alagón, y para desahogar la rabia que sentía contra aquellos liberales que, con sus costumbres puritanas, impedían que fuera la corte lo que en los buenos tiempos y que en ella pudiera lucirse un descendiente de los héroes de la reconquista que se llamaba don Fernando de Baselga.

La fama de los despropósitos que continuamente cometía el calavera subteniente fué haciéndose tan grande, que llegó a oídos de Fernando, y éste, que entonces se ocupaba en urdir la conspiración número mil y tantas contra la Constitución que voluntariamente había jurado, en uno de los conciliábulos que a altas horas de la noche celebraba en su alcoba con Alagón, Infantado y el joven Córdova, habló a éste de la necesidad de interesar en el plan a Baselga.

– Señor – contestó Córdova con el desprecio que los hombres de genio guardan para los fatuos – ; ese hombre será útil para cuando demos el golpe; pero, entretanto, puede comprometernos.

– No importa; háblale de mi parte. Es un bruto que sabrá animar a la gente y te evitará descender a ciertos trabajos.

El joven subteniente, a quien el soberano había agraciado con tan hermosa calificación, recibió con el mayor placer las indicaciones de su compañero de armas, y estuvo a punto de desmayarse de satisfacción al saber que Su Majestad había pensado en él para tan delicada empresa.

Desde aquel momento se olvidó de todo para dedicarse exclusivamente a la vida de conspirador.

¡Qué actividad la suya! ¡Con qué elocuencia sabía hablar a sus compañeros para decidirles a que desenvainaran su espada contra el Gobierno! A los amigotes de riñas y francachelas pintábales con arrebatada oratoria la necesidad que había de cortar a los liberales esto, aquello y lo de más allá; a los que sentían sus mismas aficiones entusiasmábalos describiendo lo que sería la corte así que la Guardia echara abajo la maldecida Constitución, y a los que se mostraban tímidos e irresolutos intentaba atemorizarles diciéndoles con aire de matoncillo que así que triunfase la buena causa se procuraría hacer en las horcas una buena cuelga de aquellos que en los momentos de peligro no querían defender los sagrados derechos del rey.

Pronto tuvo Baselga terminados sus trabajos de preparación, y no debió hablar mal de ellos Córdova al rey, pues éste dirigía bondadosas sonrisas al subteniente siempre que lo veía en Palacio.

Por fin, llegó el momento de dar el golpe.

Con motivo de ciertas manifestaciones de desagrado que el pueblo hizo al rey, el 30 de junio, cuando se retiraba a Palacio, después de asistir a la clausura reglamentaria de las Cortes, hubo sablazos y culatazos entre la Guardia y la milicia nacional, con el consabido acompañamiento de corridas y cierre de puertas.

Baselga comenzaba a estar en su elemento y varias veces propuso a sus compañeros el dar allí mismo el grito de “¡Viva el rey absoluto!”, y volviendo a las Cortes, fusilar a todos los diputados.

Quería acelerar el movimiento con un acto disparatado, y ya que no pudo lograrlo en aquel momento, por la tarde lo consiguió, pues a las puertas del mismo Palacio Real, y por consejo suyo, unos cuantos soldados hicieron fuego por la espalda sobre don Mamerto Landaburu, capitán de la compañía de Baselga y a quien éste odiaba por sus ideas liberales.

Después de un crimen de tal importancia realizado al grito de “¡Viva la monarquía absoluta!” ya no cabían vacilaciones.

La milicia nacional, la guarnición de Madrid afecta al Gobierno, y el pueblo, caerían inmediatamente sobre los agresores y la conspiración quedaría desbaratada, lo que obligó a tomar a los conspiradores una resolución definitiva.

Cuatro batallones de la Guardia Real salieron aquella misma noche de Madrid, mandados por oficiales jóvenes y de poca graduación, pues el que más, era capitán.

El conde de Baselga iba al frente de medio batallón, contento de la aventura y con todo el empaque de un ilustre caudillo.

II
El 7 de julio

Al anochecer del día 7 de julio, entre las gentes de alta estofa reunidas en los salones del Palacio Real, reinaba una alegría no exenta de zozobra.

Se esperaban graves acontecimientos para dentro de breves horas.

El rey, bajo frívolos pretextos, mantenía a su lado a los ministros liberales; los cortesanos comenzaban a tratar a éstos más como vencidos y prisioneros que como gobernantes, y fuera de las doradas cámaras, en las antesalas escalinatas y patios, vociferaban los soldados de la Guardia que no habían seguido a sus compañeros en la insurrección, y permanecían allí para guardar la persona del soberano.

Aquellos pretorianos, actores indispensables de la tragedia que se preparaba, eran tratados como canónigos por la servidumbre de Palacio, que se extremaba en llenar sus estómagos para que así adquirieran nuevas fuerzas y supieran batirse firmemente con los liberales.

Los platos humeantes, recién salidos de los fogones, los fiambres costosos, las frutas raras, los helados exquisitos y los vinos, que hacía ya muchos años dormían en las bodegas de Palacio bajo espesa capa de telarañas y polvo, salían a borbotones por la puerta de las cocinas en brazos de diligentes pinches, y eran distribuídos entre aquellos mocetones uniformados, tan gallardos como brutales, que con el fusil bajo el brazo recogían el regalo del rey y lo partían alegremente con sus amigas, alegres mujercillas que habían llegado de los barrios más extremos de Madrid al olor de la fiesta.

Las antecámaras estaban convertidas en comedor, y cada rincón o hueco de escalera en un burdel.

La licencia soldadesca se posesionaba a sus anchas del regio alcázar, y el rey y sus cortesanos lo veían pero callaban.

Convenía acariciar y sufrir antes de la pelea a aquellos perros de presa que iban a ser arrojados contra la Constitución.

A intervalos aparecía en los tejados de Palacio una gran linterna roja que se movía con señales de telegrafía misteriosa, y a la que contestaba allá a lo lejos, con idénticos movimientos, otra del mismo color desde las alturas del Pardo que ocupaban los batallones insurrectos.

Aquello, según las gentes enteradas de los secretos de Palacio, era la señal convenida entre el rey y sus pretorianos para que éstos cayeran sobre los liberales que defendían Madrid y que se mostraban descuidados y muy ajenos de esperar ataque alguno.

La contestación que marcaba el farol del Pardo, produjo en los regios salones la más grata impresión.

Los cortesanos se felicitaban mutuamente, y los frailes y clérigos estrechaban las manos de los grandes de España y generales de salón, dándose plácemes por el próximo triunfo que devolvería a las clases tradicionales sus antiguos privilegios, desterrando de la nación los demonios de la libertad y del progreso.

– ¡Van a venir! – decía con gozo un obeso canónigo a un acartonado gentilhombre.

– Pronto tendremos absoluto a nuestro señor don Fernando.

– ¡Absoluto! – exclamaba con alegría casi frenética y frotándose las manos el esférico prebendado – . ¡Absoluto! Eso es; y que podamos arrojar pronto lejos de nosotros la polilla liberal.

Fernando, en tanto, rodeado de sus inseparables duques de Alagón y del Infantado y de otros cortesanos íntimos, celebraba con su chusca risa de canalla la mala jugada que les preparaba a los liberales.

Los cuatro batallones de la Guardia no anduvieron perezosos en cumplir lo prometido por medio de aquel extraño telégrafo óptico.

Seis días de inacción, de crueles indecisiones y de ver que en toda España nadie se levantaba a secundar el movimiento, conforme el rey había prometido, destruyeron un tanto la disciplina militar e introdujeron el desorden en las filas.

Córdova hacía esfuerzos para que no se malograra aquella empresa, de la que él era el alma.

Los liberales, por una extraña apatía, habían dejado a los guardias que permaneciesen tanto tiempo sublevados en los alrededores de Madrid; pero era de esperar que de un momento a otro cayeran sobre ellos, aplastándoles con el peso de su superioridad, y por esto los directores del movimiento decidieron tomar la ofensiva presentándose inesperadamente en la capital y poniendo de su parte la gran ventaja de la sorpresa.

El condesito de Baselga ayudó mucho a Córdova en la tarea de decidir a los compañeros a caer sobre Madrid.

Aquel matoncillo de corte deseaba con ansia tomar parte en una función de guerra y hacer contra la libertad algo más serio que darse de sablazos con los milicianos en la plaza de Palacio o de bofetadas con los patriotas que aplaudían en la tribuna de las Cortes.

El deseo de los más levantiscos se impuso a la cautela de los más prudentes, y los cuatro batallones emprendieron la marcha a las diez de la noche.

Baselga mandaba una compañía, y muchas veces volvió la cabeza durante la marcha para contemplar el ciento de altas gorras de pelo que en correctas líneas se movían detrás de él entre el bosque de cañones de fusil que brillaban al fulgor misterioso de un cielo sin luna, pero poblado de estrellas.

Allá abajo debía estar Madrid, el antro donde se guarecía el monstruo liberal que aquellos caballeros andantes del absolutismo iban a exterminar; y los guardias miraban ansiosamente hacia adelante, como queriendo entrever los contornos de la población en la semiobscuridad de la noche.

Cuando los cuatro batallones llegaron a las tapias de Madrid, apoderáronse fácilmente de un portillo y entraron en la capital.

Cambió entonces el aspecto de aquellas fuerzas. Algunos de los reclutas de la Guardia, entusiasmados por el buen resultado de la sorpresa, gritaron: “¡Viva el rey neto!”; pero las escasas voces fueron ahogadas por los veteranos, soldadotes duchos en la guerra, que llevaban sobre su pecho, en forma de cruces, el recuerdo de las más célebres campañas de la Independencia y a quienes la gente llamaba los barbones de Ballesteros, por la gran afición que demostraban a dejarse crecer los pelos de la cara.

Había que caer por sorpresa sobre los liberales; era preciso no avisarles con gritos ni disparos, y por esto los batallones, a la desfilada y rozando las casas, fueron deslizándose a lo largo de las calles.

Aquellos paladines de la legitimidad monárquica avanzaban con la vil cautela del asesino que va a caer sobre el enemigo descuidado.

Pronto cesó tal situación. Al volver la cabeza del primer batallón una esquina, encontróse frente a una patrulla liberal que recorría, vigilante, la ciudad. Sonó un tiro, después una descarga, y los vivas a la Constitución y al absolutismo se confundieron con el tremendo rugido de la fusilería.

Había ya empezado el combate y Madrid despertó de su sueño.

La milicia corrió a las armas; elevóse en las calles un rumor semejante al bostezo de la fiera que despierta sorprendida por el primer tiro de los cazadores, y en los puntos más céntricos de la capital fueron reuniéndose los batallones de la milicia nacional y los patriotas armados que deseaban luchar por la libertad.

La plaza Mayor era el punto cuya posesión más interesaba a los insurrectos realistas y allí se dirigió la Guardia Real en varias columnas y siguiendo distintas rutas.

Baselga, sin separarse de Córdova, al que profesaba tanto respeto como admiración, púsose al frente de los quinientos hombres que iban a atacar la plaza por el callejón llamado del Infierno, y denodadamente comenzó a avanzar.

Aquel truhán palaciego era valiente y tenía la audacia del bandido cuando se ve en peligro.

El tiroteo que se inició en la calle de la Luna había puesto en guardia a los defensores de la plaza Mayor, y al extremo de aquella angosta y oscura callejuela, bajo el amplio arco que daba acceso a la plaza, destacábanse, al rápido resplandor de los fogonazos, los enormes chacós de los milicianos terminados en orondos pompones, y las figuras bizarras, aunque poco militares, de aquellos tenderos, abogados y oficinistas que en días tranquilos jugaban a soldados con infantil complacencia y que en aquella noche, por uno de esos raros fenómenos que surgen en la historia cuando menos se les espera, se disponían a morir como héroes.

La espesa granizada de balas de fusil rugía en la estrecha garganta de la callejuela, salpicando las paredes, acribillando puertas y ventanas y derribando los acometedores, de los cuales muchos avanzaban apegados a los muros y amparándose de sus huecos y salientes, mientras que otros, situados en el centro de la angosta vía, hacían fuego a pecho descubierto o desafiaban a la muerte, siguiendo adelante sin otra defensa ante su pecho que la punta de la bayoneta.

Baselga atacó con el ardor de un granadero. En el primer empuje se vió próximo a la sombría arcada, cuyas negras fauces se iluminaban con el instantáneo relámpago de la fusilería; casi llegó a tocar con la punta de su espada aquellos grupos de azules capotes, charreteras encarnadas y gigantescos morriones que cubrían, como animada barricada, la entrada de la plaza; pero inmediatamente tuvo que retroceder, pues se encontró solo. Ninguno de aquellos guardias de tan reconocida bravura había conseguido avanzar tanto.

Los audaces estaban tendidos en el suelo y los demás se replegaban al fondo de la callejuela, hostigados por las incesantes descargas de fusilería.

El condesito volvió adonde estaban los suyos y allí encontró a Córdova, que, con el rostro contraído por el furor y los ojos saltando de sus órbitas, arengaba a los soldados y se disponía a cargar a la bayoneta, forzando de este modo la entrada de la plaza.

Formóse la columna. Agitando sus espadas pusiéronse al frente los oficiales y aquella masa de hombres y de hierro que por debajo era monstruo de innumerables y feroces piernas, y por arriba confusa aglomeración de bayonetas y colosales gorras de pelo, partió con arrolladora furia sobre el montón de milicianos que servía de inexpugnable muralla a la arcada y que esperaba el ataque con el frío y terco valor del hombre pacífico a quien el entusiasmo convierte en soldado.

La granizada de plomo no detuvo al monstruo de hierro en su precipitada carrera; el suelo de la calle tembló bajo tan uniformes y aceleradas pisadas, y sobrevino el choque, brutal, ensordecedor y furioso como el tremendo topetazo de dos bestias prehistóricas.

Las bayonetas de una y otra parte se cruzaron buscando con rabia los enemigos pechos; los fusiles, todavía humeantes, voltearon sobre las cabezas, esgrimidos como mazas de combate, y a las respiraciones jadeantes acompañaron rugidos de rabia, gemidos de dolor y vivas a la libertad y al absolutismo.

El brutal encuentro duró sólo algunos instantes. Pugnaron ambas masas por repelerse mutuamente; las filas de la milicia parecieron abrirse un tanto con los movimientos de la lucha, y un gran número de guardias, aprovechando el claro, introdujéronse en la plaza con la audacia del que comienza a sentirse vencedor.

Un nuevo obstáculo vino a cerrarles el paso. Allí estaban, hasta entonces inactivos, los jinetes de Almansa, aquel terrible regimiento de Caballería cuyos soldados y oficiales eran el núcleo de todas las sociedades secretas y el principal elemento de las algaradas revolucionarias y que ostentaban el lema de “Libertad o Muerte”.

Cayó el tropel de caballos con arrolladora furia sobre la manga de guardias que iba introduciéndose en la plaza, y éstos viéronse arrollados y obligados a retroceder.

Aquellos terribles liberales sabían pegar recio con sus sables, y cuantos intentaron oponerse a la carga cayeron acuchillados por los centauros de la revolución.

Deslizábanse los viejos soldados por entre los grupos de caballos, pugnando por llegar al centro de la plaza; pero por todas partes encontraban cerrado el paso y tenían que retroceder esquivando con el fusil un diluvio de tajos y estocadas.

Baselga había sido de los primeros en penetrar en la plaza y quiso resistir antes que ser empujado por la Caballería nuevamente al callejón.

A los sablazos de los jinetes contestó con toda su habilidad de consumado espadachín; pero en una de las ocasiones que levantó su espada, un sable, resbalando a lo largo de ésta, cayó sobre su hombro derecho arrancándole media charretera y rompiéndole la clavícula.

Cayó inútil el brazo a lo largo del cuerpo; su mano abandonó la espada y se consideró próximo a perecer entre aquel torbellino de hombres, caballos y sables que vertiginosamente le envolvía.

Afortunadamente para él, la fuga de los guardias lo arrastró, y con toda la vaguedad de un sueño vino a recordar, cuando volvió a encontrarse en el fondo de la callejuela, lo que había ocurrido en la plaza y cómo salió de ella entre empujones, golpes y bayonetazos esquivados, por aquella arcada tan valientemente defendida por los milicianos.

Baselga, al verse con los suyos, que habían vuelto a rehacerse, recobró su habitual energía, y para demostrar con cierta pueril complacencia que no hacía gran caso de la herida, creyó muy propio proferir algunas interjecciones contra aquella “gentecilla” de la milicia que tan dura era de pelar y con tanta tenacidad defendía su alabada Constitución.

Para ser unos tenderillos – como decía Baselga despreciativamente – , se batían muy bravamente aquellos milicianos que juzgaban la Constitución del 12 como el arca santa en cuyo interior se encerraba el tesoro de todas las verdades y la suprema felicidad.

Ni por un instante decaía el entusiasmo de los defensores de la plaza Mayor y nadie se hubiera imaginado horas antes que aquellos batallones de la milicia, a los que daban cierto aspecto ridículo los honrados burguesillos de rostro bonachón y abdomen prominente, haciendo esfuerzos por tomar dentro de su uniforme un aire marcial, pudieran llegar a tal grado de heroísmo.

Mezclados entre los milicianos que vivaqueaban desde el anochecer en la plaza, figuraban los principales personajes de la revolución, los que gozaban de más grande popularidad.

Riego, vestido de paisano y presentándose como un simple diputado, animaba a los milicianos con marcial elocuencia e interrumpía su peroración para coger el fusil de un herido y dispararlo contra los asaltantes.

El general Morillo, el héroe de las guerras de América, con aquel gesto avinagrado que le era característico, dirigía la defensa sin bajar de su caballo, presentando fácil blanco a los tiros de los asaltantes.

El jefe de la milicia era el brigadier Palanca, aquel médico toledano que en la guerra de la Independencia abandonó la curación de enfermos para matar franceses y que a fuerza de seguir la original táctica de las guerrillas llegó a convertirse en un completo y popular caudillo y poco después en ardiente liberal.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 июня 2017
Объем:
220 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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