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Читать книгу: «La araña negra, t. 1», страница 12

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El secretario acogió la lección con aire de gratitud y creyó del caso dar a su rostro una expresión de asombro, que interpretaba la admiración producida por las palabras de su maestro.

– Las noticias de Palacio han terminado ya, reverendo padre, y a los trabajos del día sólo hay que añadir la plática que he tenido esta tarde con el brigadier Chaperón, presidente de la Comisión militar permanente de Madrid.

– ¿Ha venido aquí ese bárbaro?

– Sí. Quería visitar a vuestra reverencia y saber de propios labios si estabais satisfecho de su conducta, y me ha dicho, con el aire de satisfacción propio del que cumple con su deber, que si en el mes pasado ahorcó siete liberales en la plaza de la Cebada, en el presente piensa que lleguen a una docena, además de que tiene en lista unos doscientos individuos parientes hasta de sexto grado y amigos de vista de los emigrados revolucionarios, los cuales a la mayor brevedad serán enviados a los presidios de Africa.

– Chaperón es un partidario tan decidido de la causa de Dios y del rey, que el Gobierno debía citarlo como modelo digno de imitación a esas comisiones de las provincias que sólo envían cada vez un liberal a la horca. ¡Lástima que tan perfecto campeón de la Fe sea un poco imbécil y no se le pueda confiar otro trabajo que el exterminio de los revolucionarios!

– El brigadier desea que vuestra reverencia le recomiende al rey, y que éste, en vista de sus nobles servicios a la causa del absolutismo, le conceda un ascenso, una gran cruz o cualquiera otra distinción.

– Puede contar con ello. Hoy somos nosotros los dueños de la situación, y cuanto indicamos se realiza inmediatamente.

El jesuíta, al decir esto, inclinó la cabeza sobre el respaldo del sillón, y con los ojos cerrados permaneció algunos instantes sonriendo, como el que paladea risueñas y halagadoras ideas.

– Hermano Antonio – dijo de pronto el jesuíta, estremeciéndose para sacudir el dulce sopor que le había acometido – . A ti te lo digo todo porque tengo confianza en tu discreción y me siento inclinado a tratarte con franqueza. Los asuntos de nuestra Orden en España no pueden ir mejor. Después de la caída de la Constitución, el rey se ha arrojado por completo en nuestros brazos, y esta tarde misma, al volver de su diario paseo, y en uno de los salones de Palacio, ha dicho ante la turba cortesana, en la que figuraban los generales de los dominicos, de los franciscanos y de otros institutos religiosos, que sólo tiene confianza en los jesuítas, que sólo fía en nuestra fidelidad, y que si antes de 1820 hubiéramos sido nosotros sus consejeros de gobierno, seguramente que no hubiera triunfado la revolución. ¿No es esto suficiente motivo para mostrarse satisfecho? ¿No te sientes orgulloso de pertenecer a una Orden que tanta admiración inspira a su rey?

– ¡Oh, seguramente, reverendo padre!

Y el secretario, al decir esto, no mentía, pues sus mejillas cadavéricas, coloreadas por un fugaz rubor, demostraban lo caldeada que estaba su soberbia por tales palabras.

– Comienzan ya – continuó el padre Claudio – a brillar para nuestra Orden aquellos felices días del reinado de Carlos II, en que éramos dueños de la nación y movíamos a nuestro gusto los resortes del Estado. Ya no nos veremos obligados a asustar a los reyes como lo hicimos con el impío Carlos III, enemigo de nuestra preponderancia, organizando el motín de Esquilache y enviándole anónimos en que le amenazábamos de muerte. Nadie nos arrojará de aquí; somos los amos y ya no tendremos que esgrimir pistolas ni puñales, como lo hicimos en Portugal con el rey José y en Francia con Enrique III y Enrique IV. ¿Para qué?.. Hoy los reyes, en vez de nuestros mortales enemigos, son nuestros lacayos, viven la vida que nosotros les damos y están sujetos a nuestra voluntad. En el régimen absolutista, el rey es un sol cuyos rayos llegan hasta el antro más obscuro de la nación, y, sin embargo, la luz de ese sol nosotros la mantenemos…; nosotros, que trabajamos en la densa sombra.

Y el padre Claudio, al decir esto, reía sarcásticamente. Su secretario le imitaba; pero esta vez no era por adulación, sino porque le producía inmenso placer la completa victoria del aborto de Loyola.

– Nada puede oponerse a nuestro soberano poder – continuó el jesuíta levantándose de su asiento, impulsado por la fiebre del entusiasmo y repeliendo al gatazo que hasta entonces había estado enroscado sobre sus piernas – . ¿Ves a don Tadeo Calomarde, que se cree omnipotente sólo porque el rey le aprecia a causa de su actividad de ardilla? Pues que procure que yo no levante mi omnipotente mano pues de un revés lo arrojaré del ministerio cuando quiera, y se verá pobre y desgraciado, si es que no va a morir en la horca como otros favoritos regios. ¡Y qué digo Calomarde! El mismo don Fernando caería, si alguna vez se mostrara rebelde a nuestros mandatos y no quisiera adoptar las dulces insinuaciones de nuestra Orden. En las arcas de la Compañía hay dinero suficiente para comprar un reino y para armar un ejército ante el cual el de Jerjes parecería miserable pelotón; y en cuanto a gente que nos defendiera, demasiado sabes que en España tenemos hoy más de la que podamos desear. Mira, Antonio; mira una vez más, y podrás convencerte de que España es nuestra.

Al padre Claudio el entusiasmo y la contemplación de la grandeza que su persona representaba, poníanle nervioso y le hacían pasearse por la habitación con la impetuosidad de una fiera que encuentra pequeña su jaula.

Al decir sus últimas palabras, cogió el gran quinqué que estaba sobre la mesa, y levantándolo al nivel de su cráneo, bañó en luz el colosal mapa de España, que ocupaba la pared libre de armarios.

– Pasea bien tus ojos por ese mapa – continuó diciendo a su secretario – , y verás cómo España semeja un pedazo de firmamento en el que las cruces negras brillan tan compactas e innumerables como las estrellas en el cielo.

Efectivamente, sobre aquel mapa destacábanse un sinnúmero de crucecillas negras de varios tamaños, que parecían esparcidas a la ventura, pero que ocupaban los mismos sitios que las ciudades, los pueblos y los lugares sin importancia en los mapas ordinarios. Bajaban serpenteando a lo largo de las costas, saltaban a las cercanas islas, extendíanse sobre las tortuosas cordilleras, enseñoreábanse de las provincias del centro y hasta ocupaban las Canarias y las Antillas, que en cuadro aparte figuraban a un extremo del mapa.

Estaban tan inmediatas las cruces, que sus aspas casi se tocaban unas con otras y formaban como una negra red que envolvía el territorio español, dándole el aspecto de un insecto enredado en fúnebre telaraña.

El padre Claudio, con la cabeza erguida y la soberbia expresión de un general ante su ejército, abarcó de una mirada la colosal obra de su Orden, y sonriendo después con aire satisfecho, continuó:

– Ya sabes tú lo que representan estas cruces. Cada una de ellas equivale a un miembro que desde aquí puedo yo mover a mi voluntad, así como a mí y a todos los vicarios que están al frente de una nación nos maneja el general desde Roma, y cómo a éste lo impulsa Dios. Las cruces más grandes representan ciudades de importancia, donde hay colegios y casas profesas que hacen una continua propaganda en favor de la Orden; las medianas son poblaciones de menor importancia donde tenemos misiones permanentes, y las más pequeñas equivalen a lugares y villorrios, en lo que no nos faltan amigos fieles y obedientes a nuestros mandatos. España entera tiene su centro y su eje en esta habitación. Para moverla y que se alce en éste o en otro sentido, el mismo día y a la misma hora, sólo es necesario que tú tomes la pluma y yo te dicte. ¿Hay alguien que posea tan inmenso poder? ¿Quién es más dueño de España: don Fernando VII o nosotros? ¡Ah! Si todos los reyes comprendieran de lo que la Orden es capaz y los sujetos que los tiene, no nos concederían tanta estimación ni nos protegerían. ¿Ves cuánto se afana el infante don Carlos por quitarle la corona a su hermano? Pues todo cuanto haga será inútil si nosotros permanecemos impasibles, y en cambio dentro de un mes ocuparía el trono si así conviniera a los intereses de la Orden; para esto bastaría que yo hiciese un llamamiento a nuestros innumerables agentes.

La contemplación de su propio poder pareció calmar al padre Claudio, que recobrando su aspecto habitual, frío y sonriente volvió a dejar el quinqué sobre la mesa, y fué a sentarse junto al brasero, mientras su secretario le miraba con admiración.

– Reverendo padre – dijo tras una larga pausa el hermano Antonio – . Cada vez me siento más orgulloso de pertenecer a la Orden de nuestro santo padre San Ignacio, y cuando os oigo hablar con acento tan inspirado me miro con asombro pues me parece que yo, miserable gusanillo, crezco al compás de vuestras palabras hasta convertirme en un gigante.

El padre Claudio se sonrió por aquella lisonja, y dijo a su secretario con tono protector:

– Crecerás, no lo dudes; crecerás, hermano Antonio; pero es preciso, como antes te dije, que permanezcas fiel a nuestra Orden y que jamás me hagas traición a mí, que soy tu superior. Tienes condiciones para brillar en nuestra sociedad. Eres astuto, conoces a los hombres, sabes aprovecharte de sus debilidades, no reparas en los medios y, sobre todo, el bien y el mal son indiferentes a tus ojos, pues uno y otro valen lo mismo y deben emplearse en una empresa siempre que así convenga. Con tales condiciones se puede formar un excelente jesuíta, y tú lo serás. Sólo te falta despojarte de ciertas preocupaciones mundanas. Todavía eres hombre y te falta algo para convertirte en un completo hijo de Loyola, que debe ser máquina inconsciente para los mandatos de los superiores, e inteligencia despierta para cuantos se encuentran a un nivel más bajo.

– Reverendo padre – dijo con humildad el jesuíta – . Yo hago cuanto puedo, y siento no tener más voluntad para aprovecharme de vuestras notables lecciones.

– Si me sigues e imitas en todos mis actos, puedes llegar a ser como mi sombra, y algún día, cuando la Orden me llame a más altos destinos, ocupar tú la dirección de España, que hoy desempeño. Yo siento simpatía por ti, ¿por qué he de ocultarlo? En tus actos veo mi propia personalidad como en un fiel espejo, y reconozco que tus facultades son iguales a las mías para ayudar a la conquista del mundo en nombre de Dios, que es el fin que persigue nuestra Orden. Unicamente hay en ti defectos que afean tu mérito y que yo corregiré.

– Decid, padre mío; os escucho ansioso.

– Eres desordenado hasta el punto de que parezca que has declarado una cruda guerra al método. En esta misma habitación tienes una clara muestra de tu defecto culminante. Los papeles más importantes están archivados con el orden más caprichoso y extravagante, y documentos preciosos ruedan a cada momento sobre sillas y mesas, sin método alguno. Tú te entiendes y sabes guiarte en tal dédalo, pero esto no impide que te agites en un caos incomprensible para los demás, por lo mismo que tú eres su único creador. Te parecerá nimia tal vez esta observación, pero has de saber que en un jesuíta lo más esencial es un orden rígido e inmutable, al cual deben sujetarse su persona y sus actos. Tu vida debe ser semejante al reloj de la alta torre que lo mismo en los días serenos que en medio de la tempestad, deja oír sus horas impasible y con igual indiferencia. El desorden es indicio de carácter propio, y el jesuíta debe perder todo lo que le sea personal y le emancipe de las reglas de la Orden. Mírame, estudia mis actos, y verás cómo la pulcritud y el orden, que siempre acompañan a la verdadera astucia, facilitan mucho el éxito de las empresas.

El hermano Antonio escuchaba atentamente la lección de su superior, quien continuó con su acostumbrado aire de protección:

– Además, tu terrible defecto, al par que te hace desmerecer como buen secretario, te pierde como campeón de nuestra Orden. Como eres desordenado, gustas de los golpes ruidosos y de efecto, y muchas veces atacas antes de hora, lo que facilita la defensa del enemigo. Tu odio es terrible, pero tiene el tremendo inconveniente de que puede ser leído en tu rostro mucho antes de que estalle. Imítame a mí, que me encubro con el contrario bajo la forma más agradable. Si cuantos me rodean me conocieran bien, temblarían en el instante que yo sonriera más placenteramente.

Quedó unos instantes silencioso el lindo padre acariciando con aire distraído al gato, que había vuelto a colocarse sobre sus piernas, y de repente agarró una de las patas delanteras del felino, y extendiéndola, dijo al secretario:

– Aquí tienes la verdadera imagen del perfecto jesuíta. Este animal acaricia con su fina mano, toma un aire humilde que atrae y cuando menos se espera hace valer sus afiladas uñas, que oculta cuidadosamente. Nosotros somos los gatos, que nos tendemos humildemente a los pies de la sociedad, pidiéndola su calor y su protección; el que se deje acariciar por nosotros que tenga por seguro el arañazo.

El secretario púsose a reflexionar sobre la metáfora de su maestro, pero cuando estaba en lo mejor de sus reflexiones fué llamado a la realidad por tres rudos golpes de timbre que sonaron dentro de la casa aunque algo lejanos.

– ¡Tres toques! – dijo el padre Claudio – . Una carta es. Antonio, marcha a recogerla inmediatamente, pues, traída a estas horas, debe tratar de asuntos interesantes.

III
El lobo de París al lobo de Madrid

– Carta es, reverendo padre – dijo el secretario al volver a entrar en el salón – . Acaba de traerla el portero de nuestro colegio, y dice que aún no hace un cuarto de hora se la ha entregado el correo de Burgos, el cual ha llegado con retraso a causa de las nieves que obstruyen el paso del Guadarrama.

– ¿De dónde viene la carta?

– A juzgar por el sobre, procede de París.

– Ya hacía tiempo que no teníamos noticias de nuestros hermanos de Francia. A ver, hermano Antonio, rompe el sobre y dame su contenido.

El padre Claudio acercó su sillón a la luz y recibiendo el pliego que su secretario le tendía respetuosamente, paseó rápidamente su vista por él.

Estaba escrito en latín, con caracteres menudos y erizados de caprichosos rasgos.

Decía así:

A. M. D. G

“El Vicario General de Francia al Vicario General de España; Salud y la bendición de Cristo.

Respetable hermano: Conviene a los intereses de nuestra Orden que a la mayor brevedad enviéis informes completos acerca de la vida de don Ricardo Avellaneda, y una relación detallada de todos los bienes que posee en España, en concepto de administrador legítimo de su hija María, único fruto de su difunta esposa.

El señor Avellaneda fué de los españoles que en 1808 se unieron a Napoleón y su hermano José Bonaparte y a quienes el pueblo llamaba “afrancesados”. Desempeñó altos cargos en la corte del rey intruso, y cuando éste tuvo que huir a Francia, él siguió a su soberano, y desde entonces vive en París, no queriendo volver a España, a pesar de las amnistías, por miedo a los insultos de liberales y reaccionarios.

Su mujer fué patriota y se separó de él por no seguirle en la traición. Como los cuantiosos bienes eran de esta señora, que hizo bastantes donativos para el sostenimiento de las tropas españolas, las llamadas Cortes de Cádiz respetaron su fortuna y no la confiscaron como hicieron con otras familias afrancesadas.

Dichos bienes ascienden a unos quince millones de francos, según nuestros informes.

Enteraos vos por ahí para ver si estamos engañados, y decidnos el resultado de vuestras gestiones.

El asunto es de gran interés para nuestra Orden, pues se trata de que los quince millones ingresen en nuestro tesoro.

Tan gran fortuna sólo tiene derecho a percibirla una niña, que en la actualidad cuenta ocho años de edad y que nació aquí cuando la esposa del señor Avellaneda se decidió a hacer las paces con su marido y vivir con él en París.

La señora de Avellaneda murió hace un año; su esposo está algo resentido en su parte moral, y al paso que va pronto caerá en completa imbecilidad. En cuanto a la niña, tiene aficiones a la vida monástica, que nosotros nos encargaremos de fomentar. Hemos conseguido introducir en la casa a uno de nuestros hermanos, que es español, el cual ejerce gran influencia sobre la hija, y es probable que también logre conquistar al señor Avellaneda.

El día en que la joven sea mayor de edad y pueda disponer, con arreglo a las leyes, de su colosal fortuna, estará ya en un convento, y entonces la Compañía será su heredera, pues María, al abrazar la vida monástica, renunciará antes sus bienes terrenales en favor nuestro.

Vuelvo a recomendaros la urgencia en los informes que os pedimos, pues ya veis que el asunto es de importancia.

Que el corazón de Jesús sea con vos y os conceda largos años de vida.

Fabián Renard (S. J.)”

Cuando el padre Claudio hubo terminado la lectura de la carta, quedóse pensativo y murmuró:

– No es mal golpe el que preparan nuestros hermanos de París. Quince millones de pesetas son un bocado que aquí en España sólo muy de tarde en tarde se ofrece a nuestra voracidad.

El jesuíta dió después la carta a su secretario para que a su vez la leyera, y cuando hubo terminado le dijo:

– Buscarás mañana mismo esos informes que se nos piden de París.

– No es tarea fácil, reverendo padre. En nuestro archivo sólo hay notas muy incompletas sobre el señor Avellaneda, pues éste figuró en España cuando nuestra Orden estaba expulsada, y marchó al extranjero antes de nuestra restauración.

– Irás mañana, en nombre mío, al ministerio de Hacienda, y el señor López Ballesteros nos proporcionará los datos que deseamos acerca del valor y calidad de los bienes de Avellaneda. En cuanto a la carta del vicario de Francia, debes unirla a la nota del señor Avellaneda, pues tal vez algún día tengamos los jesuítas de España relaciones íntimas con dicho señor. Si los sesenta millones de reales llegan a escaparse en Francia de nuestras garras, aquí los buscaremos hasta apoderarnos de ellos.

El secretario se levantó para buscar en el archivo; pero en el mismo instante volvió a sonar la campanilla de antes, sólo que ahora dió cinco toques con diferentes intervalos. Aquello era una especie de telegrafía acústica que comprendieron perfectamente los dos jesuítas.

– Es una visita – murmuró el padre Claudio – . ¿Quién podrá ser a estas horas? Hermano Antonio, sal a recibir al que llega. Debe de ser un amigo, ya que lo deja pasar nuestro portero.

IV
Los pesares de Baselga

– El señor conde de Baselga – dijo Antonio, volviendo a entrar en el despacho.

Más allá de la puerta sonaban pasos ruidosos y desiguales, que se acercaban rápidamente, acompañados del metálico retintín de unas espuelas. Al fin, don Fernando Baselga entró cojeando en la habitación.

El campeón del 7 de julio estaba algo desfigurado. Tres años habían sido suficientes para robarle mucha de su antigua gallardía, y tanto la cojera como una prematura obesidad encubrían con cierto aire de pesadez su antiguo aspecto marcial.

Atento siempre a presentar un continente interesante, el gallardo soldado del absolutismo, que tanto se distinguía en paradas, ejercicios y guardias, marchando con varonil contoneo al frente de su compañía, no podía ahora conformarse con la necesidad de marchar cojeando a la vista de las damas palaciegas y de sus mismos subordinados; así es que cuando Fernando VII, restablecido en su trono de monarca absoluto, quiso premiar los servicios de tan excelente partidario dándole las charreteras de comandante, Baselga solicitó la merced de pasar a servir en la caballería de la Guardia, con la esperanza de que, puesto su airoso cuerpo sobre un inquieto corcel, nadie notaría aquel tremendo defecto físico, que aún le hacía odiar más encarnizadamente a los liberales.

Cuando el comandante, después de besar reverentemente la mano del padre Claudio y accediendo a las indicaciones de éste, se sentó frente a él al amor del brasero, paseó sus ojos con curiosidad por toda la habitación, demostrando a la vista de tan gran cantidad de papeles el asombro propio del que tiene la lectura y escritura por necesidades de último orden y sólo muy de tarde en tarde hace uso de ellas.

– Ante todo – dijo Baselga, después de satisfacer un poco su curiosidad – , debo pedir a usted, padre mío, mil perdones por la libertad que me tomo al venir a buscarle a este sitio sin su permiso.

– Querido hijo, usted ya sabe el cariño que, tanto yo como toda la Orden, le profesamos, y que puede buscarme en todas partes así como necesite de mi humilde persona.

– He estado en la casa profesa a preguntar por usted, manifestando que tenía alguna urgencia en verle, y el padre Echarri me ha encaminado a esta casa, en la que sólo admite usted las visitas de muy contadas personas; distinción que, en el caso presente, me honra sobremanera.

– Los negocios son muchos, querido conde; el tiempo muy limitado, y hay que aislarse un poco para huir de las estorbosas visitas de los importunos. Por esto ocupo esta casa, antigua mansión de los marqueses de Orduña, personas devotísimas que en el siglo pasado la cedieron a nuestra Orden. Cuando don Carlos III (a quien Dios perdone) nos expulsó de España, esta casa quedó cerrada, guardando el archivo que ahora ve usted y que no lograron descubrir los alcaldes del rey, pues eran pocas las personas que conocían su existencia, así como tampoco que fueran jesuítas los que vivían en el viejo palacio. Aquí han vivido y trabajado mis antecesores en la dirección de la Orden, y aquí estoy yo, que, rodeado de tan preciosos documentos y evocando los pasados recuerdos, trabajo con más fe y me siento más fuerte y hasta con mayor confianza en las bondades de Dios.

Permanecieron silenciosos los dos interlocutores después de tales palabras; Baselga, mirando con atención la parte de los armarios adonde llegaba la luz de la lámpara, y el jesuíta contemplando con aire interrogador al comandante, como esperando que éste manifestase el objeto de la visita.

Por fin el padre Claudio notó que Baselga miraba con cierto recelo al hermano Antonio, el cual había vuelto a sentarse junto a la mesa y escribía con la indiferencia de un autómata.

El jesuíta comprendió que la presencia del secretario estorbaba al conde, y dijo con acento de superioridad benévola:

– Hermano Antonio, retiraos, que ya habéis trabajado hoy bastante.

Salió el secretario, después de saludar con dos reverentes cortesías, y apenas se hubieron perdido sus pasos a lo lejos, Baselga dió un suspiro, que tenía algo de rugido, y con expresión infantil exclamó, inclinando su gigantesco cuerpo sobre el jesuíta:

– ¡Padre mío! Soy muy desgraciado.

– ¿Desgraciado usted? – dijo el jesuíta con extrañeza – . Señor conde, eso es insultar a Dios, que le concede a usted toda clase de felicidades. Es usted el esposo de una mujer modelo de virtudes; tiene una hija encantadora, que es su propio retrato; la paz del cielo reina en su casa; goza en Palacio de una envidiable posición; ¿qué más puede usted desear?

– No me quejo de mi suerte – contestó Baselga con aire contrito – . Dios me ha dado mucho más de lo que yo merezco. Mi felicidad no consiste en mi mayor o menor fortuna, sino en mi esposa, que parece empeñada en hacerme desgraciado.

– ¿Falta acaso a sus deberes la señora condesa? – preguntó el jesuíta con cierta alarma.

– No, padre mío. Pepita es honrada y, aunque alguien quiera hacerme sospechar de su fidelidad, no tengo el menor dato para dudar de ella.

– ¿Cuál es, pues, la causa de su pena?

– Pepita no me ama.

– ¿No le ama su esposa? ¡Ella, que tantas veces ha asegurado que sentía una loca pasión por usted! ¿Cómo puede ser eso?

– Hace usted muy bien en extrañarse. También experimento yo igual impresión cuando, considerando el pasado, contemplo ese cambio radical que hoy me entristece. Es verdad que Pepita me amaba mucho antes y que correspondía con agrado a mi cariño, pero hoy me acoge en todas ocasiones con el más terrible desvio, y comprendo que ya no soy para ella el mismo que en otros tiempos. Su antiguo amor ha desaparecido.

– Permítame usted, conde, que le indique que muchas veces un exceso de amor puede hacer ver desvio en donde no existe. El amor es pasión desigual que, aunque no se desvanece, se amortigua con el roce, y además la esposa cristiana debe profesar a su marido una pasión tranquila y cercana a la pureza, pues el amor tempestuoso e insaciable sólo es propio de impúdicas cortesanas. Debe usted pensar además que la señora condesa tiene una pequeña hija, la linda Pepita, y que forzosamente el lugar que ésta ocupa en el corazón de la madre priva al esposo de una parte de cariño.

– ¡Ay, padre mío! ¡Cuán satisfecho estaría yo con que el desvío que noto en Pepita fuera motivado por su cariño a nuestra hija! Pero desgraciadamente la pequeñuela es víctima igualmente del desvío de mi esposa, y apenas si de vez en cuando logra recibir de ella una mirada. La infeliz niña no tiene otro amor que el mío, y yo soy quien con más asiduidad cuida de ella. Pepita hace más de un año que está preocupada a todas horas con un pensamiento desconocido. No sé cuál pueda ser la causa de tal preocupación, pero de seguro que no somos ni su hija ni yo.

– Esto es grave – murmuró el padre Claudio involuntariamente, mostrándose después como arrepentido de que se le hubieran escapado tales palabras.

– ¡Y tan grave, padre mío! – respondió inmediatamente Baselga – . En mi ánimo nunca había arraigado la sospecha, pero hoy me siento inclinado a dudar de la que lleva mi nombre.

– ¿No se ha quejado usted nunca a su esposa por tal desvío?

– Más de una vez; pero ella se vale de la superioridad que ejerce sobre mí, y a todas mis palabras responde con burlas que me enardecen la sangre.

– ¿Tan escaso dominio ejerce usted sobre la condesa?

– Padre Claudio, es deshonroso para un hombre de mi clase confesar tan vergonzosa debilidad, pero debo manifestarle que Pepita ejerce sobre mí tan completa dominación, que en punto a libre voluntad estoy yo al lado de ella a más bajo nivel que el último de sus criados. Cuando la declaré mi amor me impuso por condición el que abdicara mi voluntad poniéndome por completo a merced de la suya, y desde entonces soy un infeliz esclavo de sus caprichos y carezco de libertad aun para quejarme. No sé cómo es, pero yo, que, como usted sabe muy bien, no tengo miedo a nada y no me atemorizo ante el más grande peligro, en presencia de Pepita enojada tiemblo como un niño y sólo sé hablar para formular excusas y pedir perdón.

El padre Claudio, oyendo las expresiones de aquel infantil gigante, pensaba interiormente en que Pepita era una buena discípula que honraba a sus maestros, y muy digna de vestir la sotana jesuítica por la habilidad con que sabía dominar ajenas voluntades.

Pero otro sentimiento era el que en aquel instante agitaba al discípulo de Loyola.

Consideraba la debilidad de aquel gigantazo, rendido ridículamente cual otro Hércules por el amor, y a la vista de aquella pusilanimidad sonreía soberbiamente, apreciando mejor su propia voluntad, férrea e inquebrantable, que le hacía vivir independientemente de las seducciones mujeriles.

El padre Claudio era incapaz de caer nunca víctima de un amor apasionado. Tenía una castidad casi salvaje, pues en aquel cerebro, ocupado casi por completo por una ambición sin límites, no quedaba el más pequeño rincón para ningún tierno afecto.

Podría el hermoso padre, agitado por el aguijón de la carne, ceder ante las seducciones de elegantes devotas, pero enamorarse hasta abdicar la propia voluntad, era imposible.

Un hombre como él necesitaba para sus fines una completa independencia. Para sostenerse en las alturas a que le empujaba su soberbia, era preciso estar libre de pasiones que con su peso le arrastrasen al abismo del descrédito. Una mujer era un bagaje pesado, que podía causar su perdición.

No amaba el jesuíta, porque con esto tendría que pasar a ser esclavo el que ansiaba llegar a dueño del mundo. De aquí que el padre Claudio considerase con el desprecio que se guarda para los seres ínfimos a los que acudían a él en demanda de consejos, dominados por despótica pasión.

Pero el jesuíta, después de recrearse en la superioridad que le daba su falta de afectos, goce que se transparentó rápidamente en sus ojos con una llamarada de satánica soberbia, creyó del caso acudir a sus intereses, y con acento meloso dijo a aquel campeón del fanatismo, cuya conciencia tenía bajo sus órdenes:

– ¡Vamos, hijo mío! Veo que todas sus sospechas carecen de fundamento. Algo hay de cierto en cuanto usted manifiesta, y es que la condesa, a juzgar por las anteriores revelaciones, le trata con algún desvío; pero la mujer es ser caprichoso y variable que muchas veces, sin motivo alguno, cambia inesperadamente de conducta y aborrece las cosas por un momento para quererlas después con más grande pasión. Pepita es algo voluble; la conozco hace mucho tiempo, sé apreciar sus excesos de imaginación, que la arrastran a locos caprichos; pero fundándome en esto mismo, puedo asegurarle que su amor apasionado de otros tiempos renacerá cuando menos lo espere, y entonces usted podrá considerarse nuevamente como un ser feliz. No hay, pues, motivo para que usted sospeche de su fidelidad, de lo que yo me congratulo mucho.

Calló el jesuíta y estudió atentamente el rostro de Baselga para apreciar el efecto que le causaban sus palabras, pero quedóse intranquilo al ver que el conde seguía con el semblante fosco y como preocupado por una dolorosa idea que no se atrevía a exponer.

– ¡Cómo, hijo mío! – dijo entonces el jesuíta con acento dulce y atrayente – . ¿No está usted convencido de la inocencia de la condesa? ¿No la cree usted fiel a sus deberes de esposa?

El comandante permaneció silencioso algunos instantes como si dudase en expresar su pensamiento, pero al fin se decidió:

– Padre mío – dijo con voz lenta y como haciendo grandes esfuerzos de voluntad para hablar – . Mucho me cuesta decirle lo que realmente pienso de mi esposa, pero al fin para ello he venido aquí, y debo hablar aunque esto me produzca gran dolor, pues por primera vez me atrevo a tener voluntad y a hablar contra la que lleva mi nombre.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 июня 2017
Объем:
220 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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