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Desigualdades interaccionales y la lucha por el espacio (y el tiempo)
Densificación e irritación relacional

La densidad poblacional (medida por la relación entre el número de habitantes y la extensión territorial o espacial), a pesar de su carácter de representación abstracta, puede ser, aunque no necesariamente lo sea en todos los casos, un buen indicador de desigualdad entre la población. Por ejemplo, la densidad poblacional en zonas residenciales designa la cantidad de espacio con el que cuenta cada cual para llevar adelante su existencia y desarrollar sus potencialidades y necesidades (de intimidad, sexuales, de movimiento, de comodidad, de estudio y concentración). Como veremos, si bien la densidad se presenta de una manera distinta cuando se piensa en la calle, también en este ámbito ella puede jugar un papel importante para entender la cuestión de la desigualdad, en este caso, primordialmente, la interaccional.

En la calle, la cuestión de la densidad de la población no puede ser medida con un indicador como el relativo a la densidad de zonas residenciales. Ella no es homogénea como tampoco compacta en el caso de las calles. La densidad de las calles es altamente variable porque se define por razones de uso que se traducen en términos espaciales (zonas residenciales vs. zonas comerciales, por ejemplo), pero también, y de manera decisiva y articulada, temporales (densidad según hora del día u hora de la semana). Lo que la define, entonces, es la transitoriedad y su carácter fluctuante, aunque se puedan encontrar ciertos patrones que tienden a ser regulares. Por ejemplo, las zonas comerciales se densifican en horas de atención al público; las bohemias lo hacen en las noches y su horario depende del público al que atienden, etc. De otro lado, una alta densidad poblacional no debe ser necesariamente interpretada de manera negativa en la calle. Momentos de gran densidad poblacional suelen ser las «ferias», por ejemplo, y son éstas precisamente las que pueden ser consideradas como los espacios (temporalmente acotados) con las valencias positivas más altas para muchos. Sin embargo, y a pesar de lo dicho, es indispensable reconocer, de acuerdo a nuestros resultados, que la cuestión de la densidad poblacional en las calles es uno de los ingredientes más importantes cuando se trata de acercarse a la actual desigualdad de trato hoy.

Hay, seguramente, muchas más formas de ver este asunto, pero una manera relevante de entender esta vinculación con la desigualdad es poniendo el acento en el hecho de que la densificación implica un grado de imposición de la cercanía del otro y, en esta medida, agranda las probabilidades de interacciones o contactos no previstos o incluso no deseados (como en los tacos, las filas o los pasadizos del Metro en horas punta). La densificación impone ciertas coordenadas en la relación con el otro. En esta medida, situaciones de alta densificación ponen a prueba de manera destacada los dispositivos y las disposiciones colectivas relativas a lo que compete a estos encuentros con los otros desconocidos.

Ahora bien, en el caso estudiado estas disposiciones colectivas en la relación con los otros, como lo hemos discutido en un trabajo anterior (Araujo, 2016a), están marcadas por una fuerte irritación. La sociedad se encuentra irritada, en el sentido de que es una sociedad regularmente excitada por sentimientos e inclinaciones naturales, entre ellos especialmente el enojo. Lo es también en un segundo sentido, ya que la excitación que la recorre aumenta la sensibilidad y la reacción afectiva displacentera, de modo que la relación entre el estímulo y la reacción tiende a ser desproporcionada. De hecho, un pequeño estímulo puede detonar reacciones desproporcionadas de ira. En este contexto, la vida social es percibida como extremadamente conflictiva y desgastante. Los otros, los colegas, los jefes o hasta los amigos, pero, por cierto, especialmente los desconocidos, los anónimos, son percibidos como un destino para la desconfianza, un depósito de decepción, una fuente de amenaza para la integridad, un surtidor de humillaciones, un competidor por recursos tan básicos como el espacio o la dignidad. En resumen, las relaciones son vividas en la modalidad del roce, y su correlato interpretativo y afectivo usual es la irritación (Araujo y Martuccelli, 2012, t.II).

Las irritaciones relacionales están vinculadas con al menos dos factores. El primero: una conciencia elevada del abuso potencial que podría recibirse en las interacciones, la que debe entenderse como un fenómeno que se produce en sintonía con otras experiencias: la sobreexigencia y abuso estructural que perciben las personas como constitutivos de sus vidas cotidianas y ordinarias (horas de trabajo, bajos salarios, etc.). Esta conciencia conduce a una actitud de alerta e incluso de sobrealerta en las relaciones con los otros a los signos de posible desregulación en el trato hacia uno. El segundo factor es el grado de incerteza que ha introducido en las interacciones ordinarias la emergencia de nuevas expectativas respecto al trato que debería recibirse de los demás. El surgimiento de expectativas de horizontalidad en este trato, detectadas en los últimos tiempos, va de la mano con una desestabilización de las formas tradicionales de ordenar las sociabilidades y los intercambios. No obstante, debido a que estas fórmulas tradicionales no han desaparecido y se mantienen actuantes en las lógicas de ordenamiento de las relaciones sociales, los códigos que ordenan las interacciones, los «frames»,como los denomina Goffman (1986), se vuelven inciertos e inestables. Lo que reina es la incerteza sobre cuáles serían, en verdad, las exigencias a las que legítimamente puedo aspirar respecto del trato que me da el otro o que debo dar al otro en función del estatuto y lugar social ocupado transitoriamente en cada encrucijada relacional. En cada interacción social, por tanto, deben encontrarse de manera renovada salidas para las tensiones que se producen debido a que las relaciones se encuentran presionadas a articularse en un contexto en que el marco tradicional ha sido ya desbordado, pero no se han instalado consistentemente nuevas lógicas relacionales. Las definiciones de lo que es el contenido de la civilidad son afectadas por la duda y hasta por la confusión.

Cuando irritación y densificación se encuentran, como es en nuestro caso, uno de los resultados es el surgimiento de una construcción de la escena de la calle como la de una lucha aguda por el espacio. La densificación, así, termina por fertilizar el campo de las irritaciones relacionales y las lógicas que las gobiernan. Pero, todavía más, al hacerlo agudiza las condiciones para el despliegue de las desigualdades interaccionales.

El Metro, como uno de los escenarios privilegiados de este encuentro entre densidad e irritación y de las desigualdades interaccionales que en su seno se engendran –aunque de ninguna manera el único–, nos servirá para graficar lo antes discutido.

2. La lucha por el espacio (y el tiempo): desigualdades generacionales, de género y de dotación física

El Metro de Santiago, desde el inicio del sistema de transporte Transantiago, aumentó a casi el doble el número de pasajeros. Pasó de movilizar a 1,4 millones de pasajeros al día en 2006 a 2,4 en 2007 en los horarios de máxima afluencia, y de 331 a 601 millones de pasajeros en el periodo de un año. En tanto, para 2017 alcanzaba 685 millones de viajes anuales (Metro de Santiago, 2018). El surgimiento de la tarifa integrada14 y la expansión de líneas permitieron el acceso creciente de habitantes de zonas de menores recursos15, y aumentaron de manera significativa la densidad del Metro en las horas de mayor afluencia16.

El maremágnum creado por una enorme afluencia de personas en las llamadas «horas punta», coincidentes con los traslados hacia y desde los lugares de trabajo, ha convertido el acceso a este servicio, que en cuanto público puede ser considerado como un bien común, en un espacio de despliegue de estrategias y de interacciones ríspidas siempre en el límite con la violencia.

Como lo revelan las observaciones realizadas, y como cualquiera lo experimentaría un día de la semana en estos horarios, a pesar de la gran cantidad de gente apostada en los andenes de las estaciones, de las restricciones para ingresar a ellos y de su estado siempre al borde del colapso momentáneo, la normalidad (aparente) es el tono en el Metro de Santiago. Es la normalidad de la resignación, y los pasajeros saben convivir con ello. No hay dramatismo. Hay concentración. A pesar de su aparente caos, el Metro es el marco de estrictos protocolos y regularidades individuales y colectivas. Las regularidades y este aire de normalidad son el resultado de un nutrido aprendizaje de premisas básicas y estrategias provenientes de la continua experiencia.

El viaje implica un plan, sobre todo en las horas punta, una cuestión de «profesionales», pero los únicos que pueden desbaratar tal plan son los otros viajeros que también cuentan con un plan. En el Metro se despliegan esas estrategias asumidas y aprendidas por años de viajes, no sólo para embarcarse sino que también para hacerlo de la mejor forma posible y que signifique un viaje con los menores sobresaltos e incomodidades posibles, contando con las diferentes variables.

Así, las observaciones muestran rápidamente que los pasajeros tienden a agruparse por sectores sobre el andén. Esa tendencia a agruparse tiene que ver con lograr una mejor posición a la hora que el tren abra sus puertas. Estar bien ubicado incluye, si no tener un asiento, por lo menos lograr un espacio cómodo dentro del vagón. Esta estrategia implica conocer el diseño de los trenes y saber con precisión dónde pararse sobre el andén para quedar justo al centro de la puerta de entrada al vagón y, por supuesto, ganarle al que está al lado. En el momento en que se detiene un tren, los pasajeros se agolpan de tal manera que avanzan como en un bloque, unos tras otros, dando cortos pasos empujando al de adelante con uno o dos brazos a la altura del vientre y el pecho, para facilitar el avance, presionando al pasajero que le sucede. Muchas veces se escuchan entre la multitud voces, masculinas y femeninas diciendo «no empujen», pero muchos de los cuerpos de estas voces van al mismo tiempo presionando, es decir, empujando al que va delante.

Las estrategias se ajustan y se pluralizan. Por ejemplo, no es lo mismo ser pasajero de una estación terminal que de una intermedia. Para una u otra las estrategias cambian. En estas últimas, generalmente en hora punta, los trenes vienen llenos y a pesar de la poca gente que puede haber en los andenes compitiendo por subir, son pocos los que lo logran, dado el escaso espacio en los vagones. En una estación media ya no hay asientos, tampoco rincones; se trata sólo de lograr subir como sea y acomodarse aferrado al techo o confiar en que la presión sea tanta que ante cualquier circunstancia, no habiendo logrado aferrarse a nada, nadie se caiga. Es necesario hacer uso de la fuerza para empujar, de la agilidad para acomodar el cuerpo al poco espacio disponible y del equilibrio para resistir los embates de los otros candidatos a ingresar al tren. La diferencia física juega un papel inobjetable. Siempre que el tren va lleno de pasajeros y se detiene en una estación intermedia, pareciera que no cabe nadie más, que es imposible que alguien más pueda subir, pero siempre ocurre que tres o cuatro pasajeros lo consiguen aunque no se baje nadie. Esos tres o cuatro pasajeros que lograron subir son estrategas, conocen los tiempos y las cadencias, las presiones a ejercer y cuánto y cuándo empujar. Obviamente estos estrategas suelen no ser niños, ni adultos mayores, personas con discapacidades o con dificultades de movilidad por razones de físico.

El espíritu de la competencia se generaliza y se extiende a todas las situaciones, incluso a aquellas que no parecieran necesitarlo en apariencia. La llegada de un tren sin pasajeros, cuando se trata de una estación de origen del recorrido o en una combinación colapsada que inyecta un tren vacío con el fin de descongestionar, tiende a convertirse en una situación que puede hacer caóticos los intentos por subir. Pareciera que hay lugar para todos, pero eso no parece así en las conductas de los pasajeros. Siempre existe la posibilidad de quedar abajo. Siempre se puede tener un mejor lugar. Por lo tanto, la estrategia es empujar y quejarse. Si cuando viene un tren con gente un pasajero de tercera o cuarta fila sabe que le será difícil subir, cuando llega un tren vacío pareciera tenerse la convicción de que se tiene asignado un lugar y que por tanto es lícito luchar por él con las armas físicas disponibles: empellones, codazos y hasta cabezazos. Quedar abajo en esas circunstancias parece una afrenta, un reto al orgullo del viajero estratega.

El despliegue de estas estrategias no es sólo individual, sino colectivo. Pero que así sea no puede llevar a considerar que se trata de estrategias inevitables, desplegadas por individuos aislados que son meramente víctimas de un sistema de transporte público mal diseñado y sobrepasado por un volumen de pasajeros que no es capaz de atender a la población dignamente. Son formas de interacción también producidas por el colectivo de los usuarios. Si bien existe la precondición estructural a ciertas estrategias, ella no explica completamente el hecho de que estas estrategias puedan tomar formas que se encuentran al límite con la violencia, como es el caso de personas caídas por la potencia de los empujones o roces que terminan en diálogos cargados de una altísima tensión agresiva. Sin duda, las formas que estas interacciones toman están fuertemente influidas por el fenómeno más general de irritación relacional que atraviesa la sociedad chilena.

El miedo a una evolución de la situación que podría ser cada vez más violenta está siempre presente. La violencia potencial es parte de las expectativas de las personas y eso pareciera explicar la alternancia de las actitudes, visible en las observaciones hechas. Hay una oscilación constante entre una aparente indiferencia y una actitud de ensimismamiento, que en verdad debe entenderse como una estrategia de autoprotección, y la presencia de escenas de explosión agresiva en muchas ocasiones tan desmesuradas que llegan a ser irrisorias. Una observación de una de nuestras actoras-informantes, una vendedora de ISAPRE que transita diferentes zonas de la ciudad diariamente como parte de su trabajo, lo grafica claramente:

En el Metro Los Héroes estaba la escoba, lleno, lleno, lleno. Nos subimos todos a empujones, porque si tú no subes, te suben en realidad. Había un pilar en el medio, y había una señora con un coche, entonces se subieron todos empujándose, empujándose, y un gallo empujó el coche, obviamente lo venían empujando de atrás, no era que quería empujar el coche. Y como que lo dio vuelta, y el señor en vez de decir, «pucha, disculpa», dijo «pero cómo pone el coche aquí» y ahí empezó el tema, porque la señora dijo, «no, no puedo pasar más allá porque está el fierro», «pero para qué se sube con coche» dice la persona que la ha empujado/K.A. Cuando dice esa frase se mete otro gallo que era un joven alto, súper bien vestido, de terno, y empieza a discutir con él, saliendo de Los Héroes. Empiezan a discutir que el coche, que no se puede subir, que la guagua… era cada vez peor. La señora trataba de calmarlos, pero ellos seguían, «¿por qué te subes al metro, por qué no te tomas un taxi y andái más cómodo?», «¿que acaso la guagua es tuya?» «que el coche, que no sé qué»… y peleaban, y peleaban «que soy ordinario». «Tení poca cultura»… se dijeron de todo desde el Metro Los Héroes hasta el Metro Salvador, donde el gallo que empujó el coche se bajó. No pararon de discutir en ningún minuto, se enfrentaban, se tocaban, porque estaban uno al lado del otro. Yo en un minuto pensé que se iban a golpear, por el tono de la voz. La gente al principio uno que otro apoyó al que defendía a la señora, pero ya cuando vieron que la cuestión se iba tornando heavy, como que todos se quedaron callados. En el Metro Universidad de Chile todos iban en silencio escuchando la pelea, pero ya como en Santa Lucía la gente empezó a cuchichear y se empezó a reír de esto, en el sentido de que «saca el coche»; se quería bajar uno «cuidado con el coche», se tiraban tallas o «cuidado, no te vayan a pegar un combo, baja con cuidado, no empují». La gente se empezó como a reír de la situación. Yo no creo que haya sido algo tan terrible lo que hizo el caballero como para que durara tanto la discusión, yo creo que estamos todos muy estresados.

La gente está muy agobiada, muy cansada por la vida corriente que desarrolla. El espacio de interacción, que es la «calle», se constituye en un espacio de expresión de irritaciones que la trascienden. La lucha por el espacio es en este sentido, al mismo tiempo y por otro lado, una lucha por el tiempo. Se trata de expresiones que revelan pobladores estresados y presionados por una vida que les exige un uso excesivo del tiempo, ya sea por la precariedad de sus trabajos que los obliga a la pluriactividad, por el efecto del «trabajo sin fin» y su demanda desmesurada (Araujo y Martuccelli, 2012) o agobiados por los largos recorridos al trabajo, los que afectan especialmente a los sectores más pobres, que han visto crecer la distancia con sus lugares de trabajo y empeorar la conectividad, la que se sitúa entre los 90 y 120 minutos diarios (Bannen, 2011). Para las personas, como lo muestran las observaciones, por ejemplo, en el terminal San Borja, resulta, por sobre todo, imperativo cuidar sus propios tiempos. Es por esto que las mínimas interacciones que se dan en un espacio abarrotado y sometido a una cierta actitud maquinal de las personas tienen que ver con «el que se cuela en la fila y el enojo del resto», «la molestia por quien demora en pagar». De hecho, como lo sostiene uno de los informantes en una entrevista realizada en el marco de esta observación, un trabajador del terminal, las personas tienen internalizada su condición de clientes que adquieren un servicio por el cual pagan y que, por tanto, asumen que ello les da ciertas facultades, entre ellas pasar por encima del otro. Por el hecho de estar pagando, «se cree con el derecho de tratarlo mal a uno». Pero sobre todo, asegura el informante, las personas se enojan por los tiempos. Al final, dice, «son ellos los que llegan atrasados» y por eso «quieren todo rápido y no se puede, uno no da abasto»17.

La más importante constatación y la más llena de consecuencias de lo hasta aquí expuesto es que en la «calle» una especie de economía del más fuerte gobierna las interacciones y define las formas de trato que reciben las personas. Aunque podríamos mostrarlo también con respecto a la cuestión de las interacciones en los barrios bohemios o simplemente en la de los tránsitos por las aceras, el Metro sirve de ejemplo privilegiado porque es una expresión condensada y exponencial de esta realidad18. En el Metro, en las horas más complejas, los que están allí de forma regular lo están porque son «capaces» de estar. La mirada lo confirma. Hay una restricción tácita a ciertas presencias en el Metro en las horas de mayor flujo, las que, no hay que olvidarlo, son las más importantes en términos de necesidades de traslado de la población. En esos momentos están particularmente ausentes los niños, los adultos mayores de más edad y los discapacitados, a los que se suman personas que por propia iniciativa han decidido restarse para no violentar ni ser violentados y que o asumen reestructurar sus tiempos, en algunos privilegiados casos, o buscan los buses como medio alternativo de transporte, aunque ello pueda implicar una inversión de tiempo bastante mayor. Existe desigualdad de acceso a este espacio común en los momentos de mayor demanda y significación, porque las condiciones estructurales terminan por hacer que su acceso sea privilegiadamente para los «sanos», los jóvenes, los más fuertes. Hay desigualdad interaccional porque es una lucha en la que la puesta en escena de la propia fortaleza (verbal, física, actitudinal) es esencial para «derrotar» al más débil.

En efecto, las transformaciones en el transporte introdujeron una nueva arista de la desigualdad en esta esfera. Si antes se «quedaban abajo» del Metro los pobres, hoy se «quedan abajo» los débiles. El Metro, sus vagones, sus corredores y sus andenes se constituyen en un escenario, pero hay otros en los cuales el físico y la juventud son los prerrequisitos para sortear las dificultades creadas por una intensificación de la lucha por el espacio y el tiempo, donde los que no poseen las condiciones físicas o hasta de personalidad están en clara desventaja. De este modo, las desigualdades que se juegan en ese espacio no devienen por razones socioeconómicas solamente ni principalmente. Son generacionales: jóvenes-viejos. De género: hombres-mujeres. Y sobre ellas, de capacidad física y psíquica: fuertes-débiles.

Esta experiencia de la calle, en el sentido que aquí le damos, desarma una imaginería de la misma como lugar de encuentro entre iguales, libre de jerarquías, lugar de horizontalidad de las relaciones sociales. Se consagra más bien, como se ha señalado y se ha procurado demostrar, en una arena interactiva en la que la desigualdad se expande y en donde la violencia, a veces sutil, a veces descarnada, es componente de los intercambios relacionales. Quien no cumple con los criterios de competencia es expulsado y conminado a buscar alternativas que algunas veces simplemente no existen, restringiendo sus oportunidades. Lo que provocan tales circunstancias en aquellos maltratados en las interacciones, expulsados o simplemente expuestos a la experiencia, son sentimientos de no ser tratados como personas. Un sentimiento de que la dignidad les ha sido arrebatada, de ser, como dice una entrevistada, «tratados como animales». De ser expuestos a una experiencia de indignidad, por el maltrato, por cierto, pero también por una situación que los conduce a comportarse en las interacciones de maneras que ellos mismos consideran inaceptables. El tono general es de rabia contra el otro y contra el sistema.

Por supuesto, y esto para evitar malos entendidos, estos espacios son también escenarios de otro tipo de interacciones, más amables y satisfactorias. Pueden ser el lugar de la presencia amable de familias con niños bulliciosos los fines de semana, de músicos callejeros que interactúan con las personas y de gestos de amabilidad. Puede incluso ser un espacio para el descanso y el relajo, pero que lo sea, y esto es esencial, está condicionado a que haya una desactivación de la lucha por el espacio (y el tiempo). En el momento en que ello entra en escena, las desigualdades (y las irritaciones que las acompañan) se activan de forma inmediata.

En el reino de la soberanía del más fuerte, el sentimiento para muchos es el de ser colocados, de modo ordinario y cotidiano, en posición de una rebajada humanidad. Las desigualdades interaccionales se despliegan de manera ordinaria.

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9789560013545
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