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Otro aspecto urbano que me parece inusual es la delimitación del suelo. Portones o salidas de vehículos no están debidamente marcados, como en otros lugares. Aquí todo el suelo es de composición homogénea, sin señaléticas que sean distintivas de algún tipo de precaución. Es decir, somos los peatones quienes debemos fijarnos si estamos pasando o no por una salida de vehículo. Reflexiono anticipadamente que la ausencia de estas señales en el suelo se relaciona con dos aspectos que he podido notar en mis visitas: el primero, que somos muy pocos quienes transitamos a pie por la calle y que, por ende, puede que no sea una problemática para los habitantes de este barrio; segundo, que no llenar de pintura los suelos o no tener rejas y demarcaciones hacen que la composición del barrio sea coherente y armoniosa, es decir, aporta al embellecimiento de la zona, puesto que Sanhattan no sólo se provee de un amplio abanico de servicios y seguridad ciudadana, sino también de su carta de presentación: un paisaje amable y pulcro. Ambos aspectos son relevantes y reflejan los cuidados en la zona. Es preciso habitar un espacio seguro, pero siempre resguardando la imagen. No se puede privilegiar lo funcional por sobre lo estético, a diferencia de otros barrios en donde abundan rejas con puntas o alambres, sistemas de seguridad vecinal, entre otras protecciones.

Sigo mi camino y me siento en una de las bancas de madera decoradas que mencioné en la visita anterior, justo en la esquina de Enrique Foster con Isidora Goyenechea. Inmediatamente veo en la vereda de enfrente a una trabajadora de casa particular (lo asumo por su uniforme de trabajo). Viste calzas negras, suéter blanco, lleva el pelo tomado y usa una pechera de color azul. Asimismo, presumo, por sus rasgos faciales, que se trata de una ciudadana extranjera, quizás peruana, que ronda los 40 años. Está a cargo de un niño pequeño de aproximadamente dos años. Éste es de piel muy blanca y cabello rubio claro, y viste de manera impecable. Va dentro de un auto de juguete (fiel copia de los vehículos que manejan las personas que pasan por esta calle).

Conjeturo a simple vista que uno es el contraste del otro, ya que ambos pertenecen a realidades y clases sociales completamente distintas. Da la impresión de que a pesar de la corta edad del niño, la trabajadora es consciente de que el pequeño es «su patrón». Noto que hay algo de esta sensación en su actitud con el niño, debido a la rabia que expresa al retirarse del lugar, pues lo toma bruscamente de la mano y lo lleva rápidamente caminando a tirones.

A estas horas veo a pocas personas de vestimenta formal en las calles. Contemplo a más trabajadoras de casa particular, la mayor parte de ellas con niños y niñas de entre 0 a 10 años. Algunas pasean también a perros de tamaño pequeño.

A lo lejos veo venir a dos «nanas» con dos niños de cabellos muy rubios. La escena es llamativa porque ambas son de piel morena. Visten su uniforme de trabajo, y mientras los niños caminan por delante, ellas van conversando tras ellos. En general, las trabajadoras de casa particular siempre pasan en compañía de sus colegas. Rara vez andan solas.

Comienzo a desplazarme más por la calle Isidora Goyenechea en dirección de norte a sur. Continúo la observación afuera de un edificio residencial, al que comienzan a llegar mujeres que comparten características similares: rostro cansado, con arrugas, sobrepeso, entre 40 a 50 años. Por sus uniformes de color celeste completo, logro distinguir que se trata de cuidadoras de enfermos. No sé bien si son auxiliares de enfermería o técnicos. Van muy peinadas y utilizan pequeños aros o collares.

Pasa una familia completa: mamá, papá, dos hijos jóvenes de entre 20 a 23 años, y un hijo pequeño de 10 años aproximados. Son todos muy altos, de cabello claro, tez muy blanca y aspecto bastante pulcro. El menor incluso es mucho más alto que el común de los niños de su edad.

Me cambio de lugar a la esquina anterior (en la que estuve el primer día). Cruzo y desde un furgón escolar se escucha fuerte la música de estilo «reguetón». Me silban al pasar y, a decir verdad, no me esperaba este tipo de acciones en este barrio en particular. No logro distinguir con detalle al conductor.

Percibo que la mayor parte de las personas va de regreso a su casa. Algunas caminan con bolsas de farmacias o de la panadería que se ubica cerca de donde estoy.

Algunas asesoras del hogar pasan a estas horas con niños que presumo son sus propios hijos, quienes vuelven del colegio. Esto por el parecido físico con las trabajadoras y también porque son niños que lucen muy distintos a los residentes del barrio, ya sea por su tonalidad de piel, ojos, pelo o por el tipo de uniforme, más similar al vestuario estándar de los establecimientos públicos. Desconozco si ellas vuelven con los niños a sus comunas de origen, o bien se trata de trabajadoras «puertas adentro». Puedo notar una cercanía y cuidado especial con estos niños, en la forma en cómo les hablan y los toman.

A esta hora también aparecen muchas personas del sector a pasear a sus perros, que son generalmente de alguna raza muy pequeña. Dos mujeres que se sientan en la banca que está a mi lado (especulo que tienen 40 años o más) visten de manera casual, con pantalones holgados y blusas. Desde que llegaron han saludado a muchas de las personas que transitan por la calle. Ambas fuman cigarrillos y conversan animadamente.

Pasa además una mujer de raza negra (la primera que veo por acá) muy alta, vistiendo un blazer de color beige, pantalones ligeros con diseños de piel de leopardo, zapatos bajos y una amplia cartera negra. Es muy llamativa y, a mi parecer, de lindos rasgos. Habla por celular, cruza la calle y toma un taxi. Hombres y mujeres la observan. Sin duda, se trata de un cuerpo llamativo y extraño que causa curiosidad.

Comienza a hacer frío.

Noto que ahora algunas personas me observan al pasar, pienso que llama la atención que esté escribiendo con lápiz y papel en un entorno en el que todos escriben digitalmente. También creo que, por apariencia, desentono. Es imposible no idear las miles de posibilidades por las cuales me miran y, también, autoobservarme para buscar esas respuestas.

Me voy acercando nuevamente a los alrededores del Metro para poder divisar una mayor cantidad de transeúntes.

Cruzo la calle, y veo a un gran grupo de jóvenes europeos siendo guiados por un monitor turístico. Son treinta personas aproximadamente. El guía les va contando acerca de los edificios del sector, mencionándoles brevemente de qué se trata cada uno. Más tarde, al momento de marcharme, veo que aquellos jóvenes turistas estaban ahora justo afuera de la estación El Golf. Entro y ellos también. Van acompañados de dos guías, quienes los dirigen al Metro y pagan el pasaje a todos con dos tarjetas BIP. Los jóvenes ingresan al andén. Es inevitable pensar al verlos que, claramente, se les está realizando un tour por Santiago, pero que sólo están conociendo una parte de la ciudad, pues hay muchos otros «Santiagos» que, me imagino, estas personas no conocerán debido a que los planes turísticos no los contemplan, buscando obviamente dar una buena imagen hacia el extranjero, alimentando la idea desarrollista del país.

El otro Santiago

El barrio Sanhattan, distrito financiero, llamado así por la conjugación de las palabras «Santiago» y «Manhattan», es considerado un pequeño émulo del distrito neoyorquino en Chile. El barrio El Golf, a su vez, es mayor en extensión y parcialmente es parte del primero. Se presenta como uno de los barrios consolidados, ricos y tradicionales de Santiago, en el que se combinan actividades comerciales, gastronómicas y residenciales, y que cambia su fisonomía según la zona específica, el horario y los días de la semana. En esta primera visita, este sector se proyecta ante mis ojos como el desafío de aproximarme a un espacio totalmente nuevo y desconocido en mi experiencia personal, educacional y laboral.

El sector cuenta con una gran cantidad de modernos edificios con oficinas y se ha convertido, desde los años noventa hasta nuestros días, en el principal centro financiero de la capital, desplazando al tradicional Centro de Santiago.

Allí se ubica el World Trade Center de Santiago, una asociación que está presente en más de 85 países, asentada en la capital desde fines de la década de los ochenta con el principal objetivo de entrenar a nuevos exportadores en temáticas relacionadas con negocios internacionales. En la capital de Chile tiene 180 oficinas y 3.000 trabajadores aproximadamente, por lo que la afluencia de usuarios en este espacio público no es menor.

En el año 2012, además, se une a Sanhattan el complejo Costanera Center, que se instaura como un conjunto de cuatro edificios ubicados en la intersección de la Avenida Andrés Bello con Nueva Tajamar, a poca distancia de la estación del Metro Tobalaba. Su edificio central es la «Gran Torre Santiago», la más alta de Chile, con un área total de 128.000 m² y una altura de 300 metros. El conjunto de edificios cuenta con un centro comercial de seis pisos y dos hoteles de cuatro y cinco estrellas, respectivamente. Actualmente, tres de estos cuatro edificios están destinados a oficinas (HomeUrbano, 2018).

El barrio El Golf está ubicado geográficamente en los límites de tres comunas del sector oriente, hacia las cuales se puede acceder por medio del Metro de Santiago: línea ١ (por la estación El Golf) y línea ٤ (estación Tobalaba).

Se trata de un territorio característicamente amplio, en donde el ancho de las calles es uno de sus aspectos distintivos. De hecho lo primero que puedo notar al llegar es el tránsito cómodo tanto para peatones como para automovilistas.

Me encuentro ante grandes edificios iluminados por un sinfín de espejos, áreas verdes, espacios de socialización y un paisaje urbano armonioso, composición exótica para quienes transitamos a diario por los sectores céntricos de la ciudad, en donde la realidad del espacio público es transversalmente opuesta, ya que estamos acostumbrados a tener que caminar con cuidado, intentando no chocar al otro, estando alertas ante la delincuencia, muchas veces en un entorno gris y conviviendo con problemáticas sociales, desorden, basura, entre otros.

En barrios como Sanhattan descubrimos que existe otro tipo de ciudad y a pocos minutos del centro. Un lugar en donde todo está planificado y bien distribuido. Los edificios, que son grandes construcciones arquitectónicas, tienen perfectamente delimitados sus espacios en armonía con el tránsito y el paisaje. Los servicios que rodean estas oficinas y sitios recreativos o de paseo son delimitados netamente por vegetación. Incluso los pequeños kioscos ocupan lugares específicos, son pulcros y ordenados, resguardando una vez más el sentido estético del espacio. Se puede ver que cada cosa tiene su lugar y con ello cada persona también conoce el suyo.

A nivel vial, en ningún momento se manifiesta el desorden o el caos del centro, esto incluso si transitamos en los denominados horarios «punta», con mayor afluencia de público hacia el inicio o fin de la jornada laboral.

En cuanto a los transeúntes, éstos circulan en mayor cantidad por la calle en determinados horarios, siendo uno de ellos la hora de almuerzo, como es el caso de ejecutivos y oficinistas. Durante la mañana y la tarde circulan trabajadores de algunos oficios específicos; y en la tarde, después de las 17 horas, son generalmente las nanas quienes salen de paseo junto a bebés, niños, niñas y/o mascotas.

Las interrogantes iniciales que aparecen al caminar por estas calles son en un primer momento, ¿cuáles son las representaciones de lo común en Sanhattan?, y posteriormente, ¿por qué es un espacio que siendo público resulta desconocido para muchas personas de otras comunas?

Conjeturo, a partir de las apreciaciones iniciales, que en este barrio el espacio público está en una disputa constante, debido a que las zonas de uso común van progresivamente siendo territorios transmutados al plano de lo privado. Se observa, por ejemplo, imágenes claras de apropiación del espacio cuando vemos a restoranes usando parte de la calle para instalar terrazas, o bancos que patrocinan bicicletas «públicas» en las esquinas de estas calles, instalando así su marca durante el recorrido de cada uno de sus usuarios. De modo que lo común o lo de todos subyace a la apropiación y privatización de la calle, aunque, a pesar de ello, pareciera ser que hay espacios comunes suficientes para todas y todos. Esto siempre y cuando se mantenga una homogeneidad social, económica y cultural entre los consumidores y/o usuarios que permita mantener las actividades sociales en el marco de una simetría e identificación de clase.

Lo anterior nos remite a hablar sobre los actores. Durante mis visitas pude caracterizar a tres tipos de actores o sujetos que se repiten en el barrio. El primero de ellos son las personas que visten de manera formal y que probablemente trabajan en oficinas del sector. Ellas y ellos agrupan la mayor cantidad de personas que distingo, se mueven con libertad y potestad por la calle, hablan y ríen fuerte y caminan ocupando toda la acera junto a grandes grupos. Son similares entre sí, física, estética y socioeconómicamente.

El segundo actor se compone por las y los trabajadores que desempeñan un oficio menor en el barrio (como el personal de limpieza de las calles, jardineros, constructores, entre otros), quienes también ocupan el espacio público, pero sólo disponen de determinados y preestablecidos lugares. Esto porque en ningún momento se logra divisar a alguno de ellos desplazarse a comprar un snack, sentarse en una banca, leer una revista o sólo apreciar los paisajes. Son personas que conocen sus funciones y se acotan a los márgenes espaciales que su trabajo les permite. Además, van siempre identificados con sus uniformes de trabajo.

Entre los que pertenecen el tercer actor se encuentran los transeúntes informales. Son personas de todas las edades y, aunque en menor medida, de diferentes orígenes sociales. Algunos son estudiantes secundarios o de enseñanza superior que transitan, pasean o van a sus hogares. Además, hay personas con ropa deportiva que juegan junto a sus mascotas, muy cuidadas, generalmente de raza y de tamaño pequeño o mediano. A cierta hora del día se puede distinguir a mujeres mayores, dueñas de casa, quienes visten ropa liviana y deportiva, y caminan solas o con amigas. Este tipo de sujeto se mueve con tranquilidad y sin apuro por el sector; me pude percatar que no tiene un condicionante de tiempo.

Los tres sujetos que conviven entre sí se relacionan con base en ciertos códigos de interacción, conocidos por cada grupo, los cuales comprenden aspectos simbólicos como la tradición, la pertenencia y la apropiación de los espacios. Siempre teniendo como base la identificación dentro de una misma clase social, lo cual es factor determinante frente a la socialización que se mantiene con los otros.

Las relaciones sociales en Sanhattan se manifiestan en general con un trato amable entre las personas que por allí transitan, lo que incluye también a quienes no son del sector (trabajadores o transeúntes). Hay una civilidad presente que mantiene ciertas distancias y formas en el trato. Sin embargo, y a pesar de esta aparente cordialidad, se puede percibir que va dependiendo de la rígida distribución de clases.

He podido distinguir, luego de mis visitas, que la apropiación del uso del suelo y de los espacios que debieran ser “comunes” se explica en parte, por el desplazamiento de las personas. Aquí se destacan la potestad y el apoderamiento de la calle, resaltado por acciones simples como hablar en voz alta, reír fuerte, gesticular y moverse ocupando todo el espacio disponible. Estos elementos, que denotan seguridad y personalidad, se contraponen al estado de alerta en la mirada del otro que se encuentra, por ejemplo, en otros sectores.

Esta seguridad de clase hace del otro un igual y no una amenaza, fenómeno que ocurre, por supuesto, siempre y cuando las relaciones sean simétricas, como, por ejemplo, lo pude vivenciar mientras realizaba el trabajo de campo etnográfico en el sector de Estación Central. La amenazante mirada del otro, en este caso de los comerciantes ambulantes sobre mí, en donde al situarme relativamente cerca de ellos por más tiempo de lo habitual llamó su atención de una manera negativa, ya que era yo cuerpo extraño, no un símil ni una cara conocida en el barrio. El mismo estado de amenaza se manifestaba en el resto de los transeúntes, quienes estaban permanentemente en estado de alerta, debido a la delincuencia del sector. Expresaban esta inseguridad al llevar sus bolsos y carteras delante del cuerpo, protegiéndolos con sus manos, así como caminando rápido y mirando vigilante hacia todas las direcciones. Existen muchos espacios públicos en Santiago (no sólo poblacionales) donde es muy complejo transitar con la seguridad y calma de los habitantes de Sanhattan.

En otra dimensión puedo ver que para quienes son de este sector no hay razones para expresar timidez o incluso modestia en la vía pública, pues el entorno propicia, además de confort y seguridad, un espacio-calle en el cual son, ellos, todos iguales. Y quienes no lo son están relevados a ciertos espacios específicos que no interfieren a los de los propietarios.

El concepto de igualdad en el barrio alto corresponde en gran medida a una identificación de clase, es decir, somos iguales en tanto compartimos un mismo nivel socioeconómico y, de paso, cultural.

Hay un nivel intangible en donde se desenvuelven con el mismo lenguaje educacional y cultural. Son grupos que se ven y se identifican de inmediato. Y también existe uno tangible, en donde los grupos se configuran con base en el acceso que tienen a servicios comunes, como ir a los mismos restaurantes, usar la misma ropa, iguales dispositivos electrónicos, las mismas marcas, entre otras cosas. Como clase dominante, en este sector de la población se pueden distinguir tres categorías principales de consumo: la alimentación, la cultura y los gastos de presentación de sí mismo y de representación (vestimenta, belleza, personal de servicio, etc.) (Bourdieu, 1979).

Siguiendo a Bourdieu, podemos interpretar de una manera más acabada cómo estos patrones de elección y consumo están vinculados a la posición que se ocupa en el espacio social (público) y que muchas veces lo sustentan. Estos productos se conciben como preferencias distintivas de los grupos. Es decir, ciertos patrones de consumo como el vestuario de determinadas marcas, los servicios, los automóviles, la tecnología, etc., operan como elementos simbólicos de distinción que posicionan a los individuos en una clase social determinada que discrimina entre los gustos de «lujo» y los gustos de «necesidad» (Bourdieu, 1979).

La distinción entre lujo y necesidad se presenta como la definición clave de la división en dos del Gran Santiago porque, más allá de la segregación geográfica, las grandes desigualdades que nos enrostra la ciudad, con sus largas horas de viaje en el transporte público, desorden, caos, incertidumbre económica, abandono de las comunas periféricas, delincuencia, entre muchas otras, son, en perspectiva, producto también de la fragmentación del espacio público, en donde se sitúa la problemática de un común que no termina de serlo para todos.

Lo anterior porque cohabitamos una ciudad que no sólo distancia espacialmente a unos grupos de otros, sino que además discrimina señalando e identificando como foráneos a quienes no comparten la misma identidad de clase. Más aún, a estos «otros» se les releva a específicos y acotados lugares, siendo esta apropiación de la calle en gran medida reflejo de un sentido de pertenencia, pero también de una disputa por el poder sobre el espacio público.

Al observar al segundo sujeto (las y los trabajadores que desempeñan algún tipo de oficio) se logran vislumbrar manifestaciones de molestia o enojo ante situaciones de desigualdad que se presentan en este barrio. Por ejemplo, el caso de las trabajadoras de casa particular que deben transitar con sus uniformes de trabajo por la vía pública, o que difícilmente pueden comprar algún alimento o revista en los kioscos de las calles por las que caminan porque éstos son demasiado caros. Estas asesoras del hogar, quienes, además, muchas veces suelen ser inmigrantes, enfrentan realidades sociales y carencias muy distintas a las de sus empleadores. La irritación relacional (Araujo y Martuccelli, 2012) que esto produce se manifiesta en algunas escenas que me tocó presenciar, en donde sucedió que no tenían un trato gentil con quienes estaban a sus cuidados: niños o adultos mayores.

Por ello es dificultoso hablar de igualdad, de lo común y lo público, entendiendo el concepto, a partir de Arendt, como «el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él» (Arendt, 1993: 61). Lo es debido a que en cada reflexión que se puede hacer al respecto surgen elementos interaccionales condicionados por la dominación de clase y que transitan rápidamente de lo común a lo privado.

La vida social en los espacios públicos está mediada por patrones de socialización que escapan a la política pública o incluso a la moral que nos indica cómo manejarnos o desenvolvernos en el ámbito de lo común. Pareciera ser que somos libres en tanto podemos transitar sin limitaciones por la calle, pero, sin embargo, hay componentes latentes a la posición social que van condicionando simbólicamente la apertura de estos espacios.

Los códigos o patrones característicos que van generando la identidad de los grupos condicionan la integración y aceptación de quienes pretenden acceder a éstos. Siguiendo a Goffman, puede ocurrir que individuos emitan intencionalmente información errónea para construir la impresión que a ellos les interesa transmitir. Se manejan a voluntad aseveraciones verbales, con el objetivo de brindar información sobre lo que «es» y de lo que deberíamos ver en ese «es» (Goffman, 2012). Se crea entonces una actuación o performance que puede definirse como la manera de imitar ciertas conductas o apariencias para formar parte de un medio social que no les pertenece en su origen. A partir de esta definición emerge el tercer actor, que no tiene un origen claro, sino más bien resulta heterogéneo y puede ser cualquiera de nosotros. Se trata de sujetos que no son necesariamente del sector y que tampoco puede que trabajen en él.

Muchos de nosotros pertenecemos al tercer actor, sobre todo cuando nos enfrentamos a terrenos y grupos sociales que nos son desconocidos. Mi experiencia de trabajo etnográfico, desde este otro Santiago de Chile, no fue la excepción.

Como señalé, ir desde un sector periférico de Santiago a la zona oriente significa planificar y disponer de varias horas de tiempo. Personalmente empleé al menos tres horas en viajes de ida y vuelta hasta el sector de Sanhattan, por lo que una de las razones, por supuesto no la única, por la cual nunca conocí estos barrios con anterioridad es precisamente por la inversión de tiempo. Desafortunadamente, trabajadoras, trabajadores y estudiantes no contamos con una disponibilidad horaria que nos brinde los suficientes espacios de ocio como para conocer otros lugares de la ciudad. Por eso, no es hasta que surge una opción de empleo en el «barrio alto» que nos movilizamos por la urbe.

Pero hay otras razones y quizás de mayor peso, como se pudo leer al inicio de este relato. Al llegar me encontré con una zona particularmente limpia y sin muchas personas transitando por las calles. A simple vista no se distinguen expresiones gráficas de comunicación como grafitis o publicidad en las paredes, a las que estoy tan habituada.

En cuanto a la apariencia de las personas, a primera vista son todas y todos muy altos, de cabellos, piel y ojos claros. Rasgos de tipo europeo. El patrón se repite en los transeúntes que veo pasar. No es mi caso.

Al tratarse de mis primeras visitas, reflexiono en torno a mi idea inicial de pasar desapercibida la mayor cantidad de tiempo, la cual llevé a cabo sin éxito. En varios momentos sentí la mirada persistente de las personas, en especial cuando tuve que capturar fotografías, o cuando realizaba apuntes por escrito en una libreta en vez de un celular, como lo haría la mayoría.

Pero más allá de estas breves situaciones, aquella mirada, como lo hemos argumentado, responde también al factor de clase, aquel «enclasamiento» del cual observadores y observados no estamos exentos. Si hubiera sido más razonable habría previsto esta mirada. A simple vista luzco diferente a las personas del sector: no mido lo que ellos miden, no visto lo que ellos visten y no poseo los objetos que ellos sí. En cuanto a mis rasgos, tampoco cumplo con el patrón esperable en estas calles, ya que no soy rubia ni tengo los ojos claros.

Además de estas apreciaciones que se centran en la apariencia, no comparto los mismos códigos interaccionales de estas personas. Nos movemos por la calle de manera distinta, usamos un lenguaje diferente, tratamos temas diferentes y correspondemos a niveles económicos, educacionales y de poder totalmente disímiles.

El resultado de todas estas características que nombro con respecto a mí, y de paso en relación a cualquier pobladora o poblador de las comunas periféricas de Santiago, deviene en la sensación de extranjeridad que experimentamos los individuos estando solos en un territorio y cultura que nos es ajena. Con ello tomamos parte de la composición urbana apareciendo como la figura contemporánea del foráneo, que si bien se ha diversificado y ha ido aprendiendo rituales, creencias y hábitos por medio de la experiencia con los otros, se mantiene en un constante estado de alerta y de reevaluación de su propio margen de movilidad en un espacio social que le resulta «im-propio».

Esta sensación de extranjeridad sustenta al fenómeno de la auto-segregación, limitándonos nosotros mismos el acceso a espacios que por diversas razones creemos que no nos corresponden. Así, muchas veces dejamos de lado la posibilidad de buscar empleo, por ejemplo en zonas como ésta, o de realizar actividades cotidianas, como acudir a un centro comercial, a una plaza o a una cafetería del sector. Hay una constante negativa a la posibilidad de salir de aquellos lugares que nos confortan, siendo una de estas causas la lejanía y falta de conectividad, pero, también, elementos simbólicos que nos hacen lucir y actuar diferente a las personas que transitan por Sanhattan o el barrio El Golf.

Sabemos de dónde venimos y quiénes somos, tenemos una identidad dada por la experiencia de lo público en lugares sociales y políticos completamente distintos a éste. Esa marca social de clase nos hace sentir (sin serlo) en muchos momentos inferiores al otro y empezar a cuestionarnos desde el «cómo nos vemos» hasta «qué productos adquirimos».

En sociedades capitalistas como la chilena, donde el filtro social se vincula con la capacidad de consumo de las personas (Moulian, 1998), esta sensación no nos es desconocida. Siguiendo la lógica de consumo como forma de «integración social», reflexiono, por ejemplo, que si durante mis visitas hubiera accedido a consumir determinadas marcas, habría sido socialmente valorada en este espacio como una igual. Ahora bien, por alguna razón, y a pesar de movernos por las lógicas del mercado, esta acción no hubiera sido suficiente para mi integración, lo que podría exacerbar de manera irracional mi temor a verme o que los otros me vean diferente a ellos. Resulta lógico: nadie quiere vivenciar la estigmatización que significa ser identificado como un «intruso».

El foráneo, entonces, es «distinto» y busca constantemente la adaptabilidad en el entorno ajeno para ser socialmente aceptado, y al lograrlo, aprehender los códigos de interacción de los grupos para integrarse de forma acabada a ellos.

Para quienes nos trasladamos desde espacios socioeconómicamente menos beneficiados a la realidad del primer sujeto que encontramos en Sanhattan, evitar remarcar el hecho de que somos diferentes y que ese barrio o sus habitantes son incluso «superiores» a nuestro lugar de origen, se hace vital. El imperativo social opera de tal manera que nos empuja a ser capaces incluso de construir una nueva identidad pública, una que persigue dicha adaptabilidad, integración y socialización en un espacio totalmente nuevo, diferente y supuestamente superior. Esta acción que tendría como consecuencia principal borrar el valor de lo que somos nos lleva a condescender con las reglas de la dominación, a travestirnos de iguales a los que habitan en su lugar de superioridad.

27 Egresada de Sociología, Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Profesora ayudante de la misma universidad.

28 Ver en este mismo volumen los capítulos 1 y 2.

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