Читать книгу: «La sombra de nosotros», страница 3

Шрифт:

—Eriol Johnson, ¿por qué no me has avisado? —gritó enfadada.

—Ha sido idea de Will. Ya sabes cómo es para estas cosas.

Juliette sonrió con ternura ante la mención del joven, quien se acercaba con un par de cervezas.

—No todos los días la hija pródiga vuelve a casa. —Le ofreció una de las cervezas y ella se la llevó a los labios de inmediato.

—Gracias. Muchas gracias —y lo decía de verdad. Después de todo, no esperaba que tantos compañeros se preocupasen de ella.

«Aunque falta alguien…».

Juliette espantó aquel pensamiento de su cabeza tan pronto como apareció. Él no habría podido estar entre tanto policía.

—¡Un momento! ¿Por esto has ido personalmente a recogerme? —preguntó a Eriol.

—En parte sí —comentó su jefe con una sonrisa—. De lo contrario habrías llegado tarde.

La chica le devolvió la sonrisa y se alejó para agradecer a sus compañeros el detalle de la fiesta sorpresa. Se desplazó hasta la terraza, donde sus padres disfrutaban de las vistas.

—¿Debo pedirte las llaves de vuelta?

Su madre se giró al escucharla.

—¡Hola, pequeña! ¿Cómo has estado? —su padre le había lanzado la pregunta que el resto no se habían atrevido a hacer. Así era Frank Libston, directo y sin tapujos. No se andaba por las ramas cuando algo le importaba. Igual que su hija.

—Ahora mejor, necesitaba un descanso después de…

—Te fuerzas demasiado. Sigo insistiendo en que no necesitas dos trabajos.

—¿Y cuál debería dejar? —Juliette había olvidado la de veces que se había hecho esa misma pregunta.

—Ninguno, por eso eres mi pequeña sabelotodo —dijo orgulloso al abrazarla.

Lo que temía Juliette aún estaba por llegar. Su madre no perdería la oportunidad de bombardearla a base de preguntas: si había conocido a alguien, si su dieta era equilibrada o si pensaba visitarles más a menudo. Pero nada le molestaría esa noche, los echaba de menos. A todos.

Los invitados se marcharon a eso de las diez, pues al día siguiente había que madrugar. Su familia, en cambio, se negó a abandonarla sin haberlo recogido todo.

Ya a solas, salvo por la compañía de su libreta y el ordenador portátil, se dejó hipnotizar por los ruidos nocturnos de la ciudad en la tumbona de la terraza. Repasó los hechos de aquel día de primer contacto tras meses sin trabajar y comenzó a trazar el perfil de la cariñosa viuda, o no tan viuda, Carter.

Las palabras sobre la felicidad y la culpa que la mujer había compartido con ella la hicieron pensar en su pasado más inmediato:

«Solo extrañamos a quienes amamos y a quienes nos hicieron felices», resolvió.

El cansancio y el estrés del día no tardaron en manifestarse.

Un maullido familiar la despertó. Reconoció la llamada de su esquivo gato y se levantó aún aturdida por el sueño. No había ni rastro del felino en la terraza, así que se asomó a la calle, donde el animal pasaba largas temporadas en los callejones cercanos.

Desde las alturas pudo ver cómo Loki, su gato rebelde, trataba de librarse de la compañía de un chico alto y delgado que también se encontraba en aquel callejón. Sin embargo, no fue la actitud del felino o del joven lo que llamó su atención. Había algo en aquel chico que le hacía aparecer y desaparecer a la simple vista.

—Estoy demasiado dormida para esto… —comentó Juliette para sí misma—. Y para bajar a buscarlo.

Pero un lamento más alto de Loki le hizo replantearse la situación.

«Me las pagarás», pensó para su mascota.

Descendió las escaleras del edificio en pijama. Cuando se percató de su vestuario, ya era demasiado tarde para dar media vuelta. Continuó avergonzada ante la posibilidad de cruzarse con algún vecino y murmurando alguna que otra cosa hacia su desobediente gato. Imaginó por un instante que aquel chico del callejón era real, que no había sido todo un juego de luces, sombras y demasiado cansancio. Pero allí no había nadie más que Loki.

Intentó agarrar al gato cuando este se coló entre unos cubos de basura para coger lo que se convertiría en su juguete favorito: un gorro de lana gris.

—Pero… —fue todo lo que pudo decir Juliette al ver la prenda que llevaba el supuesto chico desvanecedor del callejón.

Ella miró a su alrededor con Loki ya en su regazo. Nada le causó más alarma que la luz tintineante de la única farola de aquel oscuro rincón. Y decidió volver a casa.

En la esquina, una figura maldijo al contemplar a Juliette con una de sus pocas pertenencias. A punto estuvo de exigir que se la devolviese, pero entonces el parpadeo de la luz iluminó el rostro de ella un instante. Suficiente para reconocerla.

—No puede ser —susurró.

Se esforzó en guardar en su mente cada detalle de aquella chica en pijama que había bajado a por su gato. Se pasó la mano por el oscuro pelo y dio por perdido su gorro favorito antes de volver con sus compañeros.

3

Loki era un compañero de piso decente. Por lo general, desaparecía en cuanto desayunaban, lo que dejaba a su dueña tiempo suficiente para dedicarse a escribir sus columnas diarias para el periódico. A la hora del almuerzo volvía a aparecer para que la joven no comiese sola y juntos veían con atención las noticias locales en busca de inspiración. Sin embargo, su momento favorito era por la tarde, cuando la humana solía ir de paseo y su amigo felino la acompañaba a una distancia prudente. Por las noches, los dos insomnes por naturaleza se acurrucaban en la cama de la habitación de Juliette.

No tardaron en acomodarse a una agradable y tranquila rutina, salpicada de esporádicas riñas, en la que la joven acababa con los brazos marcados de arañazos y un felino despreocupado que buscaba hueco en su regazo.

Las semanas fueron dando paso a un ventoso y frío mes de octubre. El episodio del callejón continuaba latente en las noches de Juliette. Se sentía torpe. Le daba la sensación de que había algo que no alcanzó a ver en su momento. Cuando pasaba por el lugar solía ralentizar el paso para observar una vez más. Pero allí no había nada. Siempre podía contárselo a Eriol. Quizás alguna cámara cercana captase algo. Aunque la idea de acudir a él con la historia de un tipo que se desvanecía a los pies de su edificio le costaría un nuevo retiro obligatorio, y volver al trabajo le había sentado genial. Además, el caso Eden estaba en su momento álgido, pues hubo otros avistamientos del sospechoso y una víctima más. Seguían desconociendo las identidades de sus acompañantes, pero hacía unos días una cámara de tráfico había fotografiado a Robert al volante de un Volvo. Era cuestión de tiempo que la policía acabara encontrando el vehículo a través de su matrícula.

Por su parte, Juliette continuaba rascando la superficie de un caso cada día más profundo. Analizaba y se entrevistaba con los implicados, sobre todo con Leonor. La amistad entre ellas ya era más que evidente. Tanto como para que la anciana le contase las historias no dichas de su vida y la joven incluyera su matrimonio en los artículos del periódico:

[…] Es curioso cómo, cuando perdemos a alguien, todo parece acabarse. Como si una parte de nosotros mismos también muriese. ¿Compartimos con la gente lo que somos? ¿O estamos formados de las opiniones de otros? Quizás por eso no volvemos a ser los mismos, porque ese fragmento que creó la persona que amamos ya no está, y seguirá faltando hasta que alguien decida ocuparlo. Es lo que veo cuando miro a los ojos de Laia. Es tan fuerte que parece una roca, pero si te fijas bien, no es más que el junco que se adhiere a la tierra. El junco que el viento mece y el río intenta arrastrar, pero aún se sostiene. Y, sin embargo, cuando veo fotografías de hace años, no puedo dejar de apreciar las diferencias entre ambas. ¿Cómo era cuando conservaba la pieza que Bill creó para ella con esmero? El fragmento que moldeó con cariño y recuerdos ahora no está. Y, aun así, ella es tan cálida…

Laia era Leonor, y por supuesto Bill era Robert. Su nueva amiga la llamó nerviosa en cuanto leyó su columna aquel domingo. Le había confesado que lloró mientras lo hacía y que no se lo perdonaría nunca. Juliette temió que Leonor se sintiera ofendida y perder así los testimonios de la mujer, aunque nada más lejos de la realidad. A aquella reprimenda le siguió una carcajada y palabras cariñosas. Poco a poco sus textos pasaron de tristes a melancólicos, y cada semana recuperaban parte de esa chispa que siempre los había caracterizado, lo que la animó a escribir sobre otros casos, la torpeza de ciertos delincuentes o teorías macabras sobre crímenes no resueltos. Esperaba volver a ser la Juliette de siempre, extraña pero feliz, reconciliada con el mundo. Lo que no esperó fue la llamada a la hora del alba, ni el nombre que brillaba en su teléfono: Leonor.

En el instante que tardó en contestar, imágenes terribles aparecieron en su mente, escenarios en los que la mujer volvía a ver su casa asaltada o en los que alguno de sus vecinos llamaba para contar que había ocurrido una desgracia. Por un momento sintió la tensión que había dominado sus noches dos años atrás; el pánico por recibir la temida llamada que notificara su pérdida; madrugadas pendiente de la televisión por si las noticias hablaban de él. Con tales pensamientos pronunció asustada el nombre de la mujer, quien respondió más entusiasmada que nunca.

—¡Julie! ¡No te lo vas a creer! —gritó emocionada—. ¡Tenías razón!

—¿Qué? ¿En qué? —preguntó confusa.

—Creo que he encontrado algo importante en el despacho de Robert.

—¿En serio?

—Sí. Estuve pensando en lo que dijiste, eso de que debía haber alguna relación entre las víctimas —las frases se atropellaban unas a otras—. Y revisando sus cosas con Teddy creo que he encontrado algo. Ni siquiera sé si servirá, pero creo que podría ser un comienzo.

—¿Quieres que me pase? Lo comprobaré antes de avisar a Eriol.

—¿No será un problema? Manipular las pruebas, el escenario o algo así.

—Ese escenario no puede estar más alterado, créeme —bromeó. Deseaba saber qué había encontrado Leonor—. Bueno, quizás Eriol se enfade un poco, pero no te preocupes. Estoy acostumbrada a sus broncas. Me visto y voy para allá. Y esta vez no me dejéis colgada en la entrada.

Mientras se ponía unos vaqueros desgastados y un jersey de cuello vuelto, su gato, curioso, la observaba correr de un lado a otro de la habitación.

«Sigue ahí plantado, sin quitarme ojo, como solía hacer Alec…».

Aquel pensamiento la hizo detenerse.

«Espera. Acabo de…», quiso repetir para estar segura.

La revelación la dejó en medio del cuarto con una bota en la mano y la mirada perdida en alguna parte de la cama. Hacía dos años que no pensaba en su nombre; dos años en los que ni siquiera en su mente había sido capaz de referirse a él con esas cuatro letras, una eternidad desde que creyó que jamás volvería a hacerlo de nuevo. Y, sin embargo, ahí estaba: una palabra, dos vocales y dos consonantes, un diminutivo; una montaña rusa de recuerdos. Unas emociones que, cansadas de estar encerradas a cal y canto, habían aprovechado para irrumpir en su vida cuando ella menos lo esperaba.

La importancia de Alec aún continuaba latente.

Un amor a través del tiempo, de las dificultades, de la realidad que ambos se ocultaban, pues ninguno de ellos se mostró en un principio como era en realidad. Corazas a prueba de relaciones desdichadas que no tardaron en caer cuando se percataron de que habían nacido el uno para el otro. Un encuentro que traspasó corazones y almas. Y una pérdida que dejó a Juliette sumida en la oscuridad más desoladora de este mundo.

Alec comenzó siendo un misterio, algo molesto que la perseguía a todas horas. Y más tarde resultó ser una estrella brillante, aunque rodeada de una densa tiniebla. Había crecido en un ambiente pernicioso para cualquier niño y aun así se convirtió en un buen hombre. Juliette llegó a conocer toda la verdad. No lamentaba lo que Alec le había ocultado al principio. Su amor por él iba más allá de vidas secretas. Lo que ella jamás había podido perdonarse fue darse cuenta demasiado tarde. Aquellos recuerdos amenazaban con regresar a sus días y convertirlos en noches eternas.

Por un momento, pensó en cancelar sus planes y acurrucarse en la cama hasta que el dolor pasase o hasta que la rutina volviese a adormecer sus sentidos y acabara invadiéndola por completo. Entonces, su móvil vibró encima de la mesilla. Con movimientos apesadumbrados estiró el brazo para alcanzarlo. Un mensaje:


Su madre. Su siempre oportuna madre había conseguido, sin ser consciente de nada, evitar que volviese a caer en ese oscuro abismo. Y se dio cuenta de que debía moverse. Él no iba a volver, un hecho más que evidente, pero ella seguía ahí para sus familiares y amigos. No podía dejar a Leonor sin respuestas. Muchos habían confiado de nuevo en ella y no pensaba dejarse amedrentar por el pasado, por muy fuerte que este tirara de su cabeza, su ánimo, sus fuerzas… Decidió terminar con las botas y borrar el rastro de la tristeza. Escogió seguir adelante, al menos un día más.

Sin remordimientos.

Sin miedo.

Sin Alec.

Una hora y un par de autobuses después, que no hacían más que evidenciar que necesitaba con desesperación arreglar su coche, se encontraba ante la gigantesca verja. Esa vez abierta, y al otro lado la esperaban Steve, el joven guardia de seguridad, y su ya caballero andante, Theodore Carter, dispuesto a ahorrarle el largo paseo hasta el número dieciocho de Carnation Street.

El recorrido en coche, al ritmo de Uptown Girl de Billy Joel, estuvo marcado por dos breves temas de conversación. Juliette intentó sonsacarle información sobre su relación con Leonor y así poder hablar del misterioso descubrimiento. Teddy solo canturreó la canción y también interrogó a la joven sobre su trabajo, sus amores y su vida. Ninguno consiguió demasiado.

Al llegar, Leonor los esperaba en la puerta.

—¡Julie! Disculpa por hacerte venir tan pronto.

—Dime que hay café hecho y no habrá nada que disculpar —respondió con una sonrisa.

—Bueno, señoritas, tengo que dejarlas, o mi pequeño llegará tarde al colegio. —Los ojos del anciano brillaban cuando mencionaba a Sam, su dulce nieto.

—Adiós, Teddy. Gracias —se despidió Juliette.

Leonor no dijo nada. Su mirada hablaba por ella.

En la cocina, ya frente a una taza de café, las mujeres se miraron:

—Adelante, cuéntame —le pidió Juliette.

—Ah, sí. Casi me olvido…

Leonor abandonó la cocina, no sin antes coger los guantes de goma del fregadero.

La anfitriona volvió al instante con los guantes colocados y una bandeja en las manos. Sobre ella, unas fichas de póker, unas cartas y un sobre.

—Encontré esto en la caja que guardé en el desván hace demasiados años —explicó la mujer. Su actitud con los objetos era exagerada para Juliette. Los trataba como si fuesen explosivo plástico.

Sacó el contenido del sobre con los guantes todavía puestos. Una vieja fotografía en la que cinco hombres jugaban a las cartas mientras sonreían a la cámara. Entre ellos, Robert.

—Thomas Clancy —indicó Leonor y deslizó su dedo hacia el hombre de su derecha—. Lucas Márquez. El del otro extremo es Steve Harris.

—Comprendo. Eran vecinos y amigos.

—Sí, pero hay un hecho que los une y no es la timba semanal entre vecinos… Todos están muertos, Julie —la anciana hizo una pausa—. Todos menos…

Entonces algo chasqueó en el cerebro periodístico de Juliette. Todos en esa foto habían muerto, antes o después, asesinados por Eden, salvo uno. Un detalle que convertía esa excepción en un objetivo.

—¡Oh, Dios! ¿Cómo se llama el otro hombre?

Si efectivamente todos estaban relacionados, el último rostro de la foto se encontraba en peligro.

—Eric. Eric Harris. Pero, Juliette, eso no es todo…

La joven, quien se afanaba en realizar aquella llamada con urgencia, se detuvo.

—¿Qué más puedes decirme?

—Dale la vuelta —dijo con tono cansado.

Con curiosidad, giró la fotografía para encontrar una breve inscripción.

Casiopea, 1973.

Repitió para sí nombre y fecha. De repente, la constelación formada por cinco estrellas en forma de uve doble la abordó, pero no se detuvo ahí su mente. Cinco hombres sonrientes, cinco astros en la noche. Lo siguiente que vio fue una sucesión demencial de noticias. Robos a bancos, asaltos a viviendas, asesinatos, aquel autobús de niños que fue secuestrado para cubrir una huida… Los tenía en sus manos, todos los miembros de aquella banda criminal de nombre cósmico que jamás desveló la identidad del resto de sus componentes. Todos vecinos. Todos amigos. Todos criminales.

—Me marcho, y me llevo esto —dijo al coger cartas y foto.

—Pero los guantes…

—No te preocupes, Leonor. ¡Gracias por el café! —se despidió sin dejar de caminar.

Eriol no contestaba al teléfono, pero sí la compañía de taxis.

Al llegar a la entrada, un vehículo la esperaba. Prometió una cuantiosa propina al taxista si olvidaba las normas de circulación e ignoraba señales y semáforos. La vertiginosa travesía por Elveside se volvió un torbellino de colores, una sinfonía de cláxones y una carrera arriesgada. Eriol continuaba ausente cuando el taxi se detuvo con un sonoro frenazo. Will se sorprendió al ver aquella llegada.

—¿Julie? —se preguntó al verla salir a la carrera.

—Will, dime que Eriol está en la oficina —le asaltó a la vez que intentaba recuperar el equilibrio. No olvidaría el dichoso viaje en mucho tiempo.

—Creo que sí —respondió el chico preocupado—. ¿Estás bien?

—Vamos dentro. Es urgente.

Evitaron el control de entrada. No había tiempo que perder. Irrumpieron en el despacho del capitán del mismo modo que un huracán por una ventana rota. Eriol osciló en su silla y casi cayó de espaldas.

—Pero qué demonios…

Juliette no esperó a disculparse, vomitó las palabras suficientes para que comprendieran la situación. El resto de la historia quedó claro con la maldita fotografía.

Eriol reunió a los equipos en servicio en la sala de operaciones. Maggie, la agente más joven de la comisaría, fue la última en unirse, aunque la más importante.

—Aquí tiene la dirección de Eric Harris, señor —dijo de modo marcial la agente.

Eriol sacudió el papel en su mano y les explicó:

—No sabemos qué encontraremos, pero sí sé que no quiero lamentar nada. Tened mucho cuidado. Will —Señaló a su agente de confianza—, encárgate de la estrategia operativa del asalto.

—Sí, capitán.

—Julie, conmigo —le indicó, y salieron de la sala.

La joven siguió al jefe de policía hasta su despacho. Allí, Eriol abrió el armario.

—Ponte esto. —Le lanzó un chaleco antibalas—. No volveré a cometer el error de dejarte en el coche.

Las imágenes que provocaron aquella decisión acudieron a Juliette de forma repentina. Un atraco frustrado. Todo agente de policía participó en el asalto mientras ella esperaba fuera, en el coche. Así descubrió al tipo que esperaba fuera con el motor en marcha. Aquella bala atravesó la ventanilla para acabar alojada en su hombro. Un recuerdo doloroso. Una herida de guerra que lucía con orgullo los días más calurosos.

Fueron diez minutos en coche lo que precisaron para llegar al lugar. Ante tanto policía, los vecinos no tardaron en acudir a ventanas y puertas. Juliette bajó del vehículo a la par que Eriol. Vio a Will correr hacia ella.

—El jefe quiere que también lleves esto.

Le entregó un casco.

—¿Es necesario? Parezco una corresponsal de guerra.

Will le ayudó a colocárselo.

—A ti nada te queda mal —le sonrió.

Esa sonrisa fue suficiente para calmarla.

—¡Todos a sus puestos! —ordenó el capitán—. Julie, no te despegues de mi espalda.

Aquello iba en serio. El asalto había comenzado.

4

Los agentes con Will al frente se adentraron en el edificio en silencio, aunque no con calma. Subieron por las escaleras uno detrás de otro, armados y dispuestos a salvarle la vida al viejo miembro de Casiopea. Al llegar a la puerta del apartamento de Eric Harris, eran cinco los agentes disponibles para el asalto y una joven periodista y analista de conductas que jamás sopesaba el riesgo al que se exponía. El resto del equipo cubría cada planta inferior y superior del edificio. Así, ocurriese lo que ocurriese, Robert Eden no tendría escapatoria alguna.

—¿Eric Harris? —preguntó Will junto al flanco derecho de la puerta.

Otro agente le cubría las espaldas y tres más, incluido Eriol, ocupaban el lado izquierdo de la entrada con Juliette tras ellos.

Will lo intentó una segunda vez sin obtener respuesta. Luego, solicitó permiso visual del capitán Johnson, quien asintió para autorizar la entrada.

De una sola patada, la cerradura de la puerta se hizo pedazos y se abrió con gran estruendo. Fue todo el ruido que se oyó, pues el interior permanecía en silencio. Los agentes entraron a la carrera.

—¡Policía de Elveside! —gritaban.

—Nosotros esperamos aquí —le aclaró Eriol a Juliette.

Un instante después, Mike aseguró que todo estaba despejado. Eriol y la joven entraron en el apartamento, aunque Juliette no esperaba ver la escena de un crimen. Se quedó inmóvil junto a la entrada sin apartar la mirada del cuerpo de quien se suponía que era Eric Harris en el centro del salón sobre un pequeño charco de sangre. El mobiliario estaba volcado, destrozado y había restos de cristales por cada rincón.

—Es imposible que haya salido por aquí —indicó Will desde la ventana.

—¡Aún está vivo! —señaló Mike en el suelo, junto al cuerpo.

—¡Avisad a una ambulancia! —ordenó Eriol.

Pero nadie pudo hacerlo.

Una sombra dejó el hueco tras la puerta de entrada y un arma asomó. La detonación tuvo lugar demasiado cerca de Juliette, lo que provocó el aturdimiento y la sordera instantánea de la joven, quien cayó al suelo cuando Eriol se lanzó sobre ella. Aquel disparo tenía como objetivo al líder del operativo, aunque el único que pudo ver cómo la sombra de Robert Eden salía de su escondite se interpuso ante él. Mike recibió la bala justo en el abdomen que protegía su chaleco balístico, lo que no le ahorró un fuerte dolor de vientre. Mientras, Will se ponía a cubierto para arremeter a disparos contra Eden, al igual que el resto de sus compañeros.

Sin embargo, cuando todos estuvieron listos, Robert ya había salido de aquel apartamento. Juliette abrió los ojos solo para verle coger las escaleras hacia el piso inferior.

—¡Escapa! ¡Está bajando! —gritó con los dedos protegiendo todavía sus orejas.

Eriol se incorporó y le dijo algo que ella no oyó debido al pitido que se había alojado en sus oídos. No necesitó escucharlo para saber que le había ordenado no moverse de allí.

Will y dos agentes más saltaron por encima de ella, pues bloqueaba la puerta, y se incorporaron junto con Eriol a la caza de Robert Eden. Juliette se obligó a levantarse para seguir la huida desde la barandilla de las escaleras. A través del enorme hueco central pudo ver al agente que custodiaba la planta inferior tirado en el suelo mientras se sujetaba la cabeza con expresión de dolor. Eriol y Will corrían hacia el apartamento con la puerta abierta.

—¡Policía! ¡Salgan de ahí! —gritó Eriol.

Pero no fue Eden quien abandonó la seguridad del apartamento, sino un niño asustado con aspecto desaliñado y ropa holgada.

—¡Está ahí! —lloraba el crío—. Por favor, salven a mi madre.

—Sal de aquí, chico —le dijo Will—. Corre abajo, esto no es seguro.

El niño siguió las órdenes del policía y corrió escaleras abajo.

Will, Eriol y un par de agentes más entraron en el apartamento. Juliette se agarró a la barandilla con todas sus fuerzas a la espera de algún disparo más.

Nada.

Temió que alguno de sus amigos no saliese de aquel apartamento. La calma y el silencio le tenían los nervios afilados, a punto de ahogarla.

La puerta de su izquierda se abrió y una anciana asomó la cabeza con curiosidad.

—¡Vuelva dentro y cierre! —gritó ella, desesperada.

Entonces, vio que los policías salían del apartamento.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Juliette.

Will le lanzó una mirada de incredulidad.

—Ha desaparecido —respondió.

—¿Cómo que ha desaparecido? —insistió ella.

Eriol hablaba con el novato que había sido golpeado para asegurarse de que aquel era el apartamento en que había entrado Robert Eden.

—Ni la madre del chico ni Eden —comentó Will.

Aquella respuesta la dejó sin réplica.

—El crío, hay que hablar con el crío —dijo ella.

—Eh, Meyer, subid al crío —indicó Will por la barandilla hacia su compañero de la planta baja.

—¡No está, Goldberg! En cuanto salió a la calle corrió como un poseso —explicó desde abajo.

—¿Qué? —se cuestionó Juliette para sí misma—. Pero…

—Si este caso ya era extraño, ahora se ha convertido en imposible —comentó Will.

Los sanitarios aparecieron a toda prisa para salvar la vida al último miembro de Casiopea. No pudieron asegurar que Harris sobreviviría a aquel frenético día.

Mientras el hombre iba camino del hospital, los engranajes de la mente de Juliette comenzaron a girar.

Abatida, se sentó en uno de los sillones de la destrozada habitación tratando de ignorar la mancha de sangre del suelo. Todo el esfuerzo había sido en vano. El último de los miembros de la banda estaba a punto de morir. No había más pistas. No más testigos. Habían perdido. Se llevó las manos a las sienes para intentar detener el dolor de cabeza inminente que le impedía concentrarse.

«Puede que el señor Harris viva. Harris vivirá. Eric Harris va a vivir», se repetía Juliette.

—¡Julie! —gritó Eriol en su oído.

—¿Está vivo? —preguntó.

—Acaban de avisarme que ha despertado incluso antes de llegar al hospital —aclaró satisfecho.

Juliette reflexionó en silencio sobre los planes que comenzaban a formarse en su enérgica mente.

—Conozco esa mirada, Julie. Estás tramando algo.

—Sí, y no va a gustarte. Como siempre —sonrió ella.

En la comisaría, después de todo lo ocurrido, Eriol y Will continuaban repasando la peligrosa idea de Juliette.

—Es una locura. Se ha hecho mil veces y no siempre ha salido bien —comentó por tercera vez Eriol.

—Es un clásico, capitán —respondió Will al enfurecido jefe Johnson—. Debería salir bien.

Juliette sonrió ante su inesperado aliado. Era la única solución que tenían y cuando el capitán de policía se calmase sabría verlo.

Habían pasado muchas cosas en las últimas horas. La ambulancia llegó y se llevaron a Harris al Hospital St. Claire, donde una legión de agentes fue destinada para protegerle. El hombre aún no había despertado tras la intervención quirúrgica y las próximas veinticuatro horas serían decisivas, pero los médicos eran optimistas. Mientras tanto, media comisaría llevaba toda la noche patrullando las calles en busca del vehículo o cualquier indicio sobre Bob Eden.

—Sigo pensando que no deberíamos usarle como cebo —repitió el veterano oficial.

—Debemos aprovechar la sed de venganza de Eden, jefe —expuso Juliette, más decidida que antes—. Es arriesgar la vida de Harris, lo sé. Pero ese criminal acabará con él tarde o temprano si no le paramos los pies, y esta es la única opción que tenemos.

—Capitán —intervino Will—, creo que solo así lograremos entender este extraño caso de resurrecciones y fantasmas del pasado.

Eriol apoyó el rostro sobre sus manos.

—Necesito ciertas garantías antes de arriesgar la vida de ese hombre —resolvió al fin—. En cuanto despierte averiguad el motivo de esta vendetta. Después tomaré una decisión.

Juliette y Will se miraron de manera cómplice. Las respuestas a todo estaban más cerca.

Siempre le había parecido curioso cómo el tiempo se dilata cuando se espera por algo. Las manecillas del reloj parecían detenerse durante décadas en cada hora, como si al universo no le importara que alguien tenga prisa. Y probablemente fuese así, porque ¿qué eran unas horas para alguien que tenía toda la eternidad por delante? El tiempo pasaba, indolente, ajeno a los intereses de nadie. Pero pasar pasaba. ¿Cuántas cosas podían suceder a la vez en un minuto? En sesenta segundos un perro podía ladrar esperando que le dieses comida, un semáforo cambiaba de rojo a verde y las nubes grises descargaban su agua sobre pobres peatones sin paraguas. En un minuto, alguien podía morir de un infarto, podía nacer una nueva vida o incluso caer un régimen totalitario. La historia estaba llena de minutos que destacaron sobre otros, que conllevaron hitos valiosos, pero también de eventos sin importancia: ¿A quién le interesaba que en ese tiempo una mariposa hubiera salido de su capullo? ¿O que se hubiese producido un tornado? A nadie. No importaba porque si ese recién nacido, si ese régimen o incluso ese perro no fueran de nuestro interés, entonces carecían de valor. Pasaban al olvido. Aunque en algún lugar del mundo se encontraba una persona para la que sí era importante.

¿De verdad la humanidad era tan egoísta? Claro que sí. Pues no era suficiente el que en tan poco tiempo sucedan cientos, miles o incluso millones de eventos porque solo le interesa lo que le afecta. Y, caprichosa, no solo querría que lo que ansía sucediera cuanto antes, sino que tuviese lugar en ese mismo instante. Sin importar nada ni nadie.

Aunque se sintiese culpable, Juliette no podía dejar de pensar, mientras contemplaba el ajetreo propio de la sala de urgencias en la que se encontraba, que necesitaban que Harris volviese a despertar. Veinticuatro horas son mil cuatrocientos cuarenta minutos, y estos contienen ochenta y seis mil cuatrocientos segundos. Eso era demasiado tiempo. Tiempo que podían aprovechar los fugitivos para trazar mil planes, descartarlos todos y tomar nuevas decisiones. Decisiones que podrían acarrear víctimas. Víctimas que podrían perder la vida. Y vidas que merecían ser salvadas.

399
525,72 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
398 стр. 14 иллюстраций
ISBN:
9788416366552
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают