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La biblioteca de Elveside era de los pocos edificios de la ciudad que a Juliette le gustaban. Su fachada neoclásica era una delicia para la vista. Esculpida en mármol blanco, incluía sobre el arco de entrada la figura imponente de un halcón en posición de ataque. De niña siempre lo vio como un guardián dispuesto a ahuyentar sus miedos o preocupaciones. Sobre aquel centinela alado, unos bajorrelieves narraban en imágenes la historia de la ciudad. Un conjunto precioso que se apoyaba sobre dos columnas de tamaño contundente con capiteles dóricos tallados.

Era uno de los escasos edificios dedicados a la cultura que aún se conservaban, en gran medida porque un filántropo amante de la literatura se había enamorado de él medio siglo atrás, y sus descendientes aún enviaban sustanciosas donaciones para mantenerla. Su majestuosidad la hacía sin duda merecedora de aparecer en las guías turísticas del país. Y toda belleza exterior tenía su consonancia en el valor que albergaba tras sus muros.

En ella, una Juliette de ocho años encontró un refugio: paredes plagadas de libros hasta el techo, unidas entre sí por unas escaleras que formaban un laberinto de pasillos volados encima del vestíbulo y que siempre le había recordado puentes colgantes. En los sillones situados entre la sección de Ficción y Psicología, creció contemplando por los amplios ventanales a los niños de su edad en el parque. Nunca le importó. Jamás había encajado entre crío alguno. Por esa razón, Juliette hizo de esas paredes su guarida. Aquella a la que acudía si no había sido invitada a un cumpleaños o si algo iba mal: si el chico que le gustaba salía con otra chica, ella corría a los brazos del señor Darcy; si se metían con ella en clase, Hogwarts tenía la respuesta; si discutía con su amigo Joey, viajaba al increíble mundo creado por C. S. Lewis. Y más adelante, cuando creía que algo en ella podría provocar tanta soledad a su alrededor, buscaba respuestas en Freud, Fromm o Hobbes. Ellos siempre tenían una solución a los problemas.

En la psicología descubrió su mayor pasión, un pasatiempo que ponía en práctica sin tapujos. Pronto se vio atrapada por la conducta de las personas, lo que hacían cuando pensaban que nadie las observaba. Y aunque podría haberse dedicado a ello tras graduarse, Juliette decidió seguir practicando en secreto. Siguió el consejo de sus padres e hizo de la escritura otra de sus pasiones; su mejor terapia. Así llamó a su puerta el periodismo, una serie de asignaturas que cursó junto a Psicología para un doble título. ¿Quién le habría asegurado que podría desempeñar ambos? Al menos hasta entonces, porque desde que puso un pie en la biblioteca aquella mañana no había dejado de distraerse.

Se aburría y mucho. No había encontrado información alguna sobre Leonor Vega, nombre de soltera de la señora Eden, salvo una breve nota en la hemeroteca perteneciente a un periódico local que hablaba del matrimonio entre ella y Robert. Sin embargo, como señora Eden sí que había bastante información. Tanta como para llenar dos carpetas iguales a la de Eriol: interrogatorios a causa de los delitos de su marido, un par de órdenes de desahucio, su testimonio en el juicio o las declaraciones tras la muerte del ahora reaparecido señor Eden. Juliette esperaba encontrar algún informe del hospital, pero parecía ser que Robert, pese a ser un cretino, había tenido la decencia de no ponerle nunca la mano encima. Tampoco a su hijo, quien había fallecido hacía unos años por una insuficiencia cardíaca, única herencia de su progenitor, dejando sola a su madre.

Nada más, y con eso resultaba complicado redactar un perfil decente. Así que había solicitado a Karen, la secretaria de Eriol, que le facilitase el número de la señora Eden para concertar una cita. Al fin y al cabo, nada garantizaba que Leonor fuese la misma treinta años después, y menos aún cuando había tenido que enterrar a sus dos únicos familiares.

Durante la espera observó a un grupo de muchachos que se encontraba al otro lado del pasillo. No eran mucho más jóvenes que ella y aun así sentía que les separaba un abismo de distancia. La gente como ellos manifestaba una total facilidad en comportamientos que a Juliette le suponían un gran esfuerzo, como hablar con personas de su misma edad y salir de su coraza. Exponerse, en general, siempre le había parecido demasiado complejo.

Joey, su mejor amigo desde la adolescencia, siempre solía decir que el problema no era de ella, sino de los demás. Bromeaba con la necesidad que Juliette tenía de aislarse del mundo, argumentando que este no estaba preparado para su mente brillante. Él no tenía ese problema: no era su mente la que le hacía rehuir de la gente, aunque sí su absoluto desdén por las personas. Joey consideraba que socializar era una absoluta pérdida de tiempo. De hecho, Juliette era su única amiga. Aun así, era carismático, caía bien de forma instantánea, y eso le ayudó mucho en el ejército, donde continuaba sirviendo. Ambos compartían ese miedo a que el mundo intentara hacerles daño y se refugiaban el uno en el otro, y en la familia de Juliette.

Sus ojos fueron a parar en el fortachón del extremo, quien miraba de reojo al joven de gafas mientras golpeaba con nervios la pierna contra el suelo. Juliette intuía que había una historia ahí, que probablemente el tamborileo que este hacía con los dedos se debiera a sus intentos de no devolverle la mirada. Pero ella sabía que era una tarea imposible; cuanto más intentaras negarlo, más fuertes se volverán los sentimientos despertados. Y el chico tras las lentes iba a mirarlo inevitablemente en 3, 2, 1… Ahí estaba. Un vistazo fugaz seguido de pieles sonrojadas.

Juliette se permitió una sonrisa. Le parecían tiernos, abrumados por la inocencia del primer amor que pocos encuentran. Entonces, la melodía de su teléfono la sacó de aquella escena.

—Juliette —dijo una voz masculina al otro lado del teléfono.

Estaba claro que no se trataba de Karen.

—¡Dime, jefe!

Oyó a Eriol carraspear. Distraída como iba, apenas se fijó en el chico con capucha con el que chocó.

Ella se disculpó sin darle importancia.

Él se detuvo y se giró para observarla, durante demasiado tiempo para tratarse de un extraño.

Las hojas doradas caían como una cascada sobre su cabeza, mientras que Juliette hacía aspavientos para sacudirlas de su pelo. El taxista acababa de dejarla ante una imponente verja, tan oscura como el ónice, cerrada a cal y canto.

Buscó algún timbre con el que pudiese alertar de su presencia a alguien, pero no parecía haber nadie. Ni coches ni peatones. A este vacío escenario se le sumaba un silencio que a Juliette le ponía los vellos de punta. La urbanización en la que se encontraba, con su entrada de corte gótico y sus tímidos habitantes, bien podría ser un cementerio. E iba a llegar tarde.

Estaba a punto de coger el teléfono para llamar a su anfitriona cuando, con un suspiro, recordó que no había señal alguna. Eriol le avisó cuando le proporcionó el contacto. Lo que olvidó mencionar era que la señora Eden residía en un barrio sacado de una novela de Stephen King. Por un momento temió encontrarse al temible payaso Pennywise saliendo de una de las alcantarillas.

Tan inmersa estaba en sus pensamientos que no fue consciente del coche que se acercaba hasta que el claxon la hizo soltar un breve, y algo ridículo, chillido.

Una ventanilla bajó y se asomó un anciano de sonrisa amable y ojos claros. Un gracioso bigote, más blanco que gris, acompañaba al rostro y provocó que Juliette cayese rendida ante el personaje.

—¿Puedo ayudarla, señorita?

—Eso espero. Vengo a ver a la señora Eden, pero parece que no hay nadie que me permita pasar.

—¿A Leonor? Eso le encantará. La pobre está algo sola, ¿sabe? Aunque jamás lo reconocerá ante nadie. ¡Es muy testaruda! —Salió del coche para dirigirse con pasos cansados a la verja—. Ojalá no haya esperado mucho. Patrick no viene los fines de semana y todos tenemos llave.

El hombre abrió la puerta con un suspiro exhausto y Juliette se acercó a ayudarle a empujarla. Con un cabeceo le dio las gracias en silencio y juntos terminaron de abrirla.

—Su casa se encuentra al final del vecindario. Si quiere la llevo. Está junto a la mía —dijo mientras volvía al coche.

—Se lo agradezco. De ese modo no tendré que rezar para no perderme —respondió ella y siguió al anciano.

—Suba. Esta ciudad es peligrosa, y el barrio no es lo que era. Con las cosas que están pasando preferimos no recibir visitas.

El coche atravesó la cancela y, mientras su acompañante volvía a bajarse para cerrarla, Juliette decidió no desperdiciar la oportunidad de obtener más información sobre el caso.

—¿Qué cosas, señor? ¿Ha pasado algo? —preguntó al ayudar de nuevo al hombre.

—Digamos que nos han visitado antiguos residentes y no están muy contentos.

—¿Qué querían?

—Quién sabe… —murmuró, y pronto pareció recuperar el ánimo—. ¡Pero bueno! ¿Dónde están mis modales? Soy Theodore Carter, pero puede llamarme Teddy. Es un placer conocerla, señorita.

Aquello arrancó una carcajada a Juliette. Se acomodó en el frío asiento de cuero beige y estrechó la mano que le ofrecía su inesperado chófer.

—Juliette. Juliette Libston. Encantada, señor Carter.

—Juliette… ¿Es usted francesa? —le dedicó una mirada curiosa.

—No, es por mi abuela. Nació allí —consciente de que no iba a poder retomar el tema que le interesaba, aceptó de buen grado hablar de una de las personas a las que más quería—. En Villefranche, concretamente.

—Oh, suena encantador. Yo apenas he salido del país. ¿Su abuela sigue viviendo allí?

La joven le habló de su querida abuela Élise y la pequeña ciudad costera en la que se crio. De cómo su marido y ella tuvieron que mudarse a Elveside por motivos laborales del difunto abuelo Jacques.

Se sumergieron en una agradable charla sobre la familia de Juliette, tan solo interrumpida por breves comentarios de Teddy cuando pasaban por alguna vivienda peculiar o cuyos residentes merecía la pena mencionar.

La verdad es que Lakeville, como el señor Carter se había referido a su hogar, era un bonito lugar para vivir. Sus grandes calles, bordeadas por casas con amplios porches, estaban impregnadas de una familiaridad que Juliette solo había sentido cuando visitaba su amada biblioteca. Y, a diferencia del resto de las urbanizaciones de alta clase, los jardines públicos no se encontraban cuidados. Tenían cierto aire salvaje que los convertía en pequeños bosquecillos, al contrario que los jardines particulares.

La competitividad entre vecinos era más que evidente: si uno tenía un gran manzano, el siguiente lucía dos aún más grandes. Igual con rosales, farolillos o incluso el césped. Y ni hablar de los ornamentos. Mirase donde mirase encontraba setos con forma de conejo, enanos de piedra y enredaderas que cubrían las ventanas a modo de cortinas.

«Ojalá tuviese mi cámara», pensó, y enseguida supo que era un síntoma de mejoría, pues llevaba años sin pensar en sus aficiones.

El coche se detuvo frente a una vivienda dividida en dos por un horrible vallado. La casa de la izquierda disponía de una fachada amarilla con puertas ojivales de madera clara. En la segunda planta resaltaba una pequeña terraza donde se vislumbraban maceteros con flores, margaritas quizás, de color blanco. Un velador en el costado resguardaba del sol a una mesa redonda de mármol junto a un par de sillones de mimbre. Un rincón exquisito y apetecible. Pero sin duda lo que más le gustó fue el aroma a madreselva que desprendía la entrada, y el enorme ciruelo en medio del jardín, cargado de frutos que recoger. Su abuela Élise era popular por su mermelada casera de ciruela. Cuando llegaba el momento, la familia se reunía para recogerlas antes de que maduraran. Aunque su mermelada preferida era la de limón, cuya receta solo conocían Juliette y su abuela. Aquel solitario árbol le trajo dulces recuerdos.

Consciente de llevar parada demasiado tiempo, se dio la vuelta para dar las gracias a Teddy. Lo encontró fuera del coche con una sonrisa de comprensión.

—Precioso, ¿verdad? —comentó el anciano, a lo que Juliette solo pudo responder con un asentimiento—. Lo ha hecho todo ella.

—Es tan acogedor… No lo esperaba así.

Esa casa gritaba a plena voz la palabra hogar y parecía impregnada de momentos felices. En la mayoría de los casos, los domicilios de los criminales manifestaban alguna huella que advirtiese de la profesión de sus propietarios. Sobre todo, en una ciudad tan gris y sucia como Elveside. Pero aquella urbanización tenía una personalidad… Era un refugio, un templo.

—Un oasis —musitó en voz baja.

—¿Perdona, cariño?

—Nada, nada —dijo de regreso al mundo real—. Muchas gracias, señor Carter.

—Ha sido un placer. Si necesitas ayuda para salir, o un chófer para llegar a casa, allí me encontrarás. —Señaló una fachada de ladrillo rojizo en la acera de enfrente—. Quién sabe, igual hasta te invite a limonada. Mi nieto está hecho un chef.

—Eso me encantaría.

El anciano hizo un gesto de despedida y volvió a entrar en el coche. Cuando parecía estar a punto de marcharse, volvió a dirigirse a la joven.

—¿Juliette?

—¿Sí?

—No seas dura con ella. Ha pasado por mucho y los policías no le dan un respiro. —La perspicacia del anciano la sorprendió por un instante—. Pareces buena persona, por eso te lo pido.

—Tranquilo, señor Carter, no soy policía —ante la mirada de desconfianza que le brindaba su nuevo amigo, se apresuró a aclarar sus dudas—. Trabajo como asesora. Quieren saber más sobre ella para poder creerla.

«O acusarla de estar mintiendo», evitó añadir.

A fin de cuentas, la policía no encontró vestigio alguno en la casa de la visita del desaparecido, solo las huellas de su mujer.

Teddy halló algo en sus ojos que le devolvió la sonrisa. Con una inclinación de cabeza, y de su sombrero, se despidió una vez más de la chica.

—Buena suerte, hija.

Veintisiete pasos separaban la entrada del porche. A Juliette le gustaba el siete, un número primo y diferente. En alguna parte había leído que lo llamaban el número mágico. Razón suficiente para omitir el dos que lo precedía y considerarlo una señal de buena suerte.

Decidida, llamó un par de veces a la puerta con una de esas aldabas antiguas hecha de alabastro y con forma de mano. Un detalle que Juliette no pudo resistirse a utilizar. Al instante, un grito emanó de alguna parte de la zona trasera de la casa.

—¡En el porche de atrás! ¡Pase!

La voz de mujer era tan fuerte y enérgica que abrumó a la joven. Con más inquietud que curiosidad, se apresuró en cruzar el jardín por la izquierda de la vivienda.

Allí se encontró con una postal primaveral: en un pequeño huerto, y manguera en mano, una mujer de rubios cabellos sonreía como saludo. Llevaba unos pantalones de tiro alto algo desgastados y una blusa holgada. Un delantal cubría su frente y unos guantes sus manos. En la izquierda sostenía un sombrero de fieltro que debía llevar puesto hasta antes de aquel encuentro.

En sus ojos, grandes y oscuros, Juliette halló la fortaleza de una mujer acostumbrada a sobreponerse a los tropiezos del camino. Y, aunque parecía cansada, sus movimientos eran elegantes y ágiles para alguien de su edad. Con dos grandes zancadas, cerró el grifo y se acercó a su invitada.

—Perdona, no creí que fuese tan tarde. Debes de ser la joven Julie. —Se deshizo de los guantes y el delantal antes de ofrecerle la mano—. Leonor Eden.

—Sí, encantada de conocerla. Como Eriol le habrá dicho, colaboro con el Cuerpo de Policía. Elaboro perfiles —se sintió en la obligación de aclarar el motivo de su visita, pero sin profundizar demasiado—. Quieren que hable con usted para cerciorarme de los hechos que denunciaron.

—Por supuesto, estaré encantada de ayudar. ¿Cómo has llegado? Pensaba esperarte, pero ando distraída.

—Lógico —se limitó a susurrar casi para sí misma—. Me ha traído su vecino, el señor Carter.

Leonor se ruborizó al oír aquel nombre y Juliette vio en su rostro a la joven y bella señora Eden, la misma de aquella foto en blanco y negro del día de su boda que ocupó los periódicos hacía años.

—Un gesto muy amable de su parte. Es un buen vecino… —Carraspeó y miró hacia la casa—. ¿Te apetece un té?

Se acomodaron bajo el velador, donde el sonido de las avispas zumbando en un panal cercano relajó el extraño ambiente. El líquido ambarino desprendía vapores que ascendían en espiral por la taza. Mientras, Juliette limpiaba con los dedos las gotas de condensación y preparaba su libreta y bolígrafo. Palabras como «mirada intensa» o «sonrisa agradable», no tardarían en ocupar aquel papel, acompañadas de otros gestos involuntarios que fuese observando cuando empezase la charla.

Le pidió que relatase los acontecimientos de aquella noche y Leonor, con un suspiro hastiado, comenzó a narrar lo ocurrido una vez más.

—Como les dije a tus compañeros, todo pasó el martes de madrugada. Me acosté algo más tarde de lo habitual porque habíamos estado jugando a las cartas en casa de la señora Riley, después de cenar.

—¿Qué cenaron?

Para Juliette, aquella pregunta tenía su importancia, aunque pareciese absurda. No necesitaba oír otra vez la misma historia que Leonor había contado a policías y vecinos. Debía sacarla de la comodidad de su hogar, dejar su zona de confort y colocarla frente a los hechos. Solo así evitaría un cuento más de mirada perdida y voz automática.

—Una ensalada y pollo al horno —respondió—. Lo acompañamos de limonada y, antes de que lo pregunte: no, no tomé ni una gota de alcohol.

—Perfecto. ¿Llevó la limonada el señor Carter? Me ha dicho que la hace con su nieto y está deliciosa.

—Sí, así es.

Desvió la mirada hacia su taza y Juliette apuntó el nombre de Teddy en su cuaderno. Le costó horrores no rodearlo de pequeños corazones.

—¿Sobre qué hora llegó a casa?

—A eso de las ocho. Recogí un poco y me acosté después. Lo recuerdo porque puse el despertador.

«Minuciosa». «Organizada». «Madrugadora». Se unieron al resto de palabras anotadas.

—¿Y entonces? —volvió a preguntarle.

—Entonces me desperté a mitad de la noche. Estaba muy oscuro y algo me sobresaltó. Oí un tintineo y cómo la puerta se abría. —Leonor se detuvo para reprimir un escalofrío.

—Debió de asustarse.

—Mucho, pero pensé que si habían utilizado la llave podía tratarse de alguno de mis vecinos que necesitase algo.

«Confiada», volvió a escribir.

—Espere. ¿La llave? ¿Cómo supo que no la forzaron?

—Porque he pasado décadas escuchando ese sonido. Mi marido, y después mi hijo, solían llegar tarde y yo me percataba de todo. Una mujer tiene el oído afinado para estas cosas. —Le dirigió una sonrisa algo resignada—. Después encontré el viejo llavero de Robert, lo que confirmó mis dudas.

—Bueno, podría haber estado en casa todo el tiempo, ¿no?

—Señorita —la anciana alzó considerablemente la voz—, no estoy tan mayor como para limpiar una casa durante años y no ver unas llaves en la mesita del vestíbulo. Y, como les dije, estaba en la lista de efectos personales que le retiraron en prisión, pero no en los que me devolvieron cuando tuve que enterrarle.

La mirada de aquella mujer la obligó a excusarse.

—Perdón, no la interrumpo más.

—No se disculpe, no es culpa suya. Está siendo una semana horrible. No debería mostrar mi enfado contigo, Julie.

«Impulsiva». «Fuerte». «Educada». Garabateó.

—Bajé a comprobar de quién se trataba y vi una luz en el antiguo despacho de mi marido. Lo siguiente fue una sombra y después los ruidos de alguien desesperado lanzando todo por el suelo. Entonces fui a la cocina y llamé a la policía, pero no pude esperar y entré.

—¿Entró?

Le impresionó lo racional y fría que había sido ante aquella situación.

—Debe entender que ese sitio ha sido un santuario desde que él murió. En cuanto la policía me devolvió todo lo que habían requisado para la investigación, lo ordené como siempre lo había tenido. Solo invado su despacho un par de veces al mes para limpiar el polvo acumulado. No iba a permitir que nadie lo destruyese. Los recuerdos son una cosa preciosa, ¿sabe, Julie? Tener esa habitación intacta me hacía sentir acompañada, como si él fuese a aparecer por la puerta y darme un abrazo.

«Más que algo precioso, son peligrosos», pensó Juliette.

Admiraba el temple de la señora Eden porque ella, por su bienestar psicológico, tuvo que encerrar sus recuerdos en una caja de cartón, escondida bajo objetos perdidos en las profundidades de su cama. Los recuerdos, pensó, podían arrebatártelo todo e incluso hacer que te perdieras a ti mismo.

—No esperaba que algo así pasara —continuó la mujer—, pero ahí estaba él. Cuando abrí la puerta se asustó, me miró y sonrió. No había cambiado nada desde la última vez que lo vi, y por un momento pensé que se trataba de un sueño. Me preguntó por su caja. Yo no sabía a qué se refería. Intenté calmarlo, pero no dejaba de lanzar cosas, nervioso. Aquel no era el hombre del que me enamoré, estaba desquiciado. Me acusó de haberle robado la dichosa caja. Solo se me ocurrió decirle que quizá la policía se la llevó como tantas otras cosas suyas. Entonces, un claxon sonó fuera, mientras oía gritos y sonido de cristales en alguna casa cercana. Me dio un beso en la frente y desapareció. Unos minutos después, Teddy tocó en la puerta para ver si todo iba bien. Estaba preocupado, habían entrado en casa de los Clancy y los Márquez y habían herido a los hombres. La policía llegó una hora después… Poco podía hacerse ya por ellos.

—¿Solo usted vio a aquel hombre? —inquirió Juliette.

Leonor era una buena narradora. Su voz calmada y su descripción detallada la habían sumergido por completo en la historia.

—No, Teddy lo vio huir. Lo reconoció por las fotos de mi salón. Y las viudas también afirman haberle visto. Parece ser que mi casa fue su última parada en el vecindario.

—Pero dice que oyó cristales y gritos…

—Sí, Diane Clancy me ha contado que uno de los compinches entró a robar en su casa y salió como alma que lleva el diablo por la ventana.

—¿Y sobre las víctimas? ¿Algo que pueda relacionarlas? Las casas estaban alejadas entre sí.

Juliette se apresuró a sacar la copia del resumen del caso.

—Eran buenos amigos. Thomas Clancy y Lucas Márquez solían venir a casa a jugar al póker con Robert…

—¡Entonces, sí hay relación! —La asesora saltó sobre su silla. Al menos tenía algo.

—Sí, supongo que sí. ¿Eso quiere decir que me crees? —susurró esperanzada. Juliette era la primera persona que no la había mirado con desconfianza. Se sintió culpable por hacer pedazos sus ilusiones.

—Creo que era alguien que se parecía a su marido.

—¡Sé que era mi marido! ¿Acaso no reconocerías a tu chico? ¿O a tus padres?

—Yo —carraspeó— quiero creerla. Sinceramente quiero hacerlo, pero necesito que me dé algo más. Si se acuerda de algo, lo que sea…

—Se lo he dicho, todo sucedió tan rápido que apenas pude hablar con él —se lamentó.

—Vamos a hacer una cosa. Es una especie de terapia.

Sonrió con entusiasmo. Hacía mucho que no realizaba una de estas dinámicas y la verdad es que creía que podría servir de ayuda. Sin embargo, por el ceño fruncido de su anfitriona, iba a costarle convencerla.

Durante la siguiente hora, Juliette le hizo repetir una a una todas las acciones de esa noche por toda de la casa, desde poner el despertador, hasta tumbarse en la cama, la llamada a la policía y cada paso que dio. La experiencia terminó en el despacho, donde la hizo sentarse y cerrar los ojos.

—Quiero que recuerde esos momentos del reencuentro, que vuelva a reproducir en su mente la conversación y que esté atenta a lo que le rodeaba. No tanto a él, déjelo que sea una voz de fondo.

La mujer asintió obediente.

La vio susurrar en silencio y cómo sus gestos iban cambiando de la sorpresa a la felicidad, y luego de la preocupación a la melancolía. Decidió hacer un boceto rápido de ella. Prefería su cámara, pero le bastaría con las lecciones de dibujo de su abuelo. Entretanto, no perdía detalle a lo que la señora Carter murmuraba.

—Pensé que estabas muerto, Bob… Que me habías abandonado —la tristeza impregnaba su voz. Juliette se sintió culpable al presenciar un momento tan íntimo.

Ajena a las emociones, Leonor asentía y sonreía mientras estrechaba sus propias manos como si fuesen las de su esposo. Entonces, gritó:

—¡Norma!

—¿Disculpe? —cuestionó Juliette aún sin recuperarse del susto.

—Me llamó Norma. —La mujer parecía orgullosa ante tal revelación y la joven sintió que algo escapaba a su entendimiento.

—No comprendo…

—Es la unión de mis dos nombres: Leonor Mary Eden. Era como él me llamaba en privado.

—¿Está segura de que nadie más lo sabía? ¿Amigos? ¿Familiares?

—No, en absoluto. Era también nuestro código. Cuando comenzaron los problemas con la ley, me hizo prometer que no se lo contaría a nadie para así tener la certeza de que si nos escribíamos o telefoneábamos éramos nosotros de verdad. Aunque nunca llegáramos a hacerlo.

—Vale, esto sí que es algo importante. Probablemente quieran interrogarla de nuevo, pero creo que es un gran comienzo —sonrió al llamar a la comisaría.

Se dirigieron a la cocina, para hacer café y esperar a la policía. En el trayecto, Juliette reflexionó sobre lo parecida que había sido su historia y la de Leonor.

—Robert se transformaba al cruzar esa puerta. —Señaló su anfitriona hacia la entrada—. Aquí era el hombre más noble y cariñoso del mundo. Un buen marido y aún mejor padre. Lo que ocurría fuera de nuestro hogar era fácil de ignorar para mi corazón. Como dice la canción, si hay alguien dispuesto a rogar, a robar por ti… ¿cómo no iba a quererlo? Amaba a ese idiota soñador. No espero que lo comprendas, muchacha.

—La comprendo mejor de lo que cree.

La entendía mejor de lo que cualquier otra persona podría hacerlo. Juliette había experimentado en su propia piel ese tipo de amor culpable. Y aún era incapaz de pensar en aquellos días sin sentir una agonía desgarradora. Leonor pareció ver en sus ojos el dolor de la pérdida. Le dirigió una mirada cariñosa y le agarró la mano con suavidad.

—¿Fue hace mucho tiempo?

—Dos… Casi dos años —respondió Juliette.

—Si algo duele tanto es que mereció la pena —opinó la mujer.

Juliette contuvo una lágrima furtiva. Era la única vez que se había permitido mencionarlo en mucho tiempo.

—No dejes que nadie te diga que algo que te hizo sentir tan bien es malo. Esta vida es demasiado corta para negarnos la felicidad. Créeme.

Por la mirada que lanzó a la casa de Teddy a través de la ventana de la cocina, supo que el consejo también se lo estaba dando a sí misma. Juliette decidió recomponerse, y dejar sus sentimientos al lado. No era la primera vez que lo hacía y, aunque acababa de decidir aceptarlos de nuevo, prefería dejarlos escapar en la intimidad de su cuarto. Necesitaba ser más objetiva que nunca en este caso, y pensaba hacer bien su trabajo.

—Vamos a resolver todo esto, Leonor. Te lo prometo.

La sonrisa asomó en el rostro de la mujer al mismo tiempo que un coche patrulla estacionaba frente a la casa. Fueron dos agentes quienes tomaron declaración de nuevo a la señora Carter.

La entrevista no se demoró demasiado.

El viaje de regreso fue más silencioso que el de ida. Había pensado volver caminando hasta la verja, pero Teddy insistió en acercarla. Juliette sospechaba que había sido una excusa para visitar a su anfitriona. Shake It Out de Florence and The Machine sonaba en los altavoces del coche en la emisora de radio local. Era una de sus canciones favoritas, y le pareció perfecta para aquel instante.

Fuera del vecindario la esperaba Eriol, lo que la hizo sentirse como un paquete que iba pasando de mano en mano con una etiqueta grande en la que rezaba «frágil».

—Juliette, sé que estás molesta —dijo ya a bordo del vehículo—, pero tienes que entenderme.

—Lo estoy, y sabes por qué. —Negarlo no habría servido de nada—. Pero no te preocupes, no voy a romperme.

Ambos sabían que no era el momento de lanzarse los errores que uno y otro habían cometido.

—Necesitas esto tanto como yo tu pericia —aclaró él—. Nos vendrá bien a ambos volver a trabajar juntos.

—En eso tienes razón —respondió Juliette.

Después de compartir una mirada cómplice, consiguieron encontrar un tema de conversación. Se pusieron al día sobre sus vidas y sin quererlo abordaron el caso de aquella mañana. Al parecer, sí que había huellas del sospechoso, aunque habían sido descartadas al creer que podrían ser de cuando vivía con su esposa. Un error que admitía una fácil corrección. Tras cotejar las pruebas no había dudas de que el fugitivo Robert Eden había estado, en compañía de dos sospechosos sin identificar, tanto en su vieja casa como en la de sus vecinos, lo que sacó una sonrisa a Juliette, pues ayudó a demostrar que Leonor no se había vuelto loca.

La charla llegó a su fin frente al edificio donde vivía la joven. El viejo bloque continuaba con el ascensor estropeado desde que se hizo con un apartamento en el quinto piso. Por entonces no le importó, solo quería disfrutar de su independencia. Pero en noches como aquella maldecía tener que subir cinco plantas de escaleras. Sus pensamientos divagaron mientras jugaba con las llaves en la puerta. En el momento que fue a encender las luces vislumbró un movimiento entre las sombras y sacó su pistola del bolso. Cuando todo se iluminó, se encontró apuntando a sus padres y a medio Cuerpo de Policía de Elveside. Algunos sonreían. Otros se alertaron al ver que les encañonaban con un arma.

—¿Podemos gritar «sorpresa» ya? —preguntó su padre con las manos en alto.

Juliette estaba al borde de un infarto.

—¡Julie! —gritó una voz a su espalda—. No te di eso para que boicotearas tu propia fiesta de reincorporación.

399
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ISBN:
9788416366552
Издатель:
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