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Las Leyes Nuevas se fueron imponiendo a pesar de todo. La esclavitud de indios fue suprimida definitivamente. La encomienda primitiva, pese a todas las resistencias, tuvo que desaparecer y no volvió a levantar cabeza. Nació otra institución diferente, aunque llamada con el mismo nombre. Esta fue la encomienda que perduró casi hasta el final de la Colonia —hasta el segundo tercio del siglo XVIII—.

Las Leyes Nuevas traían el germen de la institución que iba a nacer. Porque en ellas se decía que el rey, no obstante que reconocía la libertad de los indios, seguía deseoso de premiar a los conquistadores y primeros colonos. Una manera de premiarlos —sugerida con toda claridad dos veces en el texto de las Leyes— sería cederle a los favorecidos una parte de los tributos que los pueblos de indígenas tenían que pagarle al rey.5 Dicho de otro modo: puesto que todos los indios pasaban a ser vasallos libres, tributarios de la Corona, ésta se avenía a cederle parte de la tributación a los españoles que mereciesen tal estipendio.6 Los colonizadores se apresuraron a solicitar dicho premio, llamándolo con el viejo nombre de encomienda, aunque ya se trataba de una cosa distinta.

Al mismo tiempo iniciaron gestiones para conseguir que la nueva encomienda se hiciese hereditaria. Porque las Leyes ofrecían el goce de algunos tributos a los conquistadores y colonos, y a sus viudas e hijos existentes en aquel momento, pero estipulaban muy claramente que dicho privilegio no sería hereditario, sino que, conforme fuesen muriendo los beneficiados, la tributación volvería a destinarse a las cajas reales, tal como ocurría con el resto de los pueblos.7 El forcejeo en torno a la perpetuidad de las encomiendas fue largo y apasionado. El argumento principal de los colonos en apoyo de la perpetuidad era el siguiente: “que si el efecto de su servicio fue perpetuo, cual lo es la adquisición de un imperio, su remuneración, que eran las encomiendas, debía serlo igualmente”.8 Argumento no desprovisto de lógica, al que la Corona respondía en tono enérgico:

que si los encomenderos, sin se les permitir jurisdicción alguna sobre los indios, los predominan y hacen tantas molestias y vejaciones que ha sido necesario prohibirles residir en sus pueblos ni tener con ellos trato alguno, justo es recelar que serán peores y más insolentes si se viesen dueños de ellos a perpetuidad.9

Esa respuesta pone de manifiesto ciertos hechos que, confirmados por otros documentos, es conveniente destacar de una vez. Primero, que el célebre pleito en torno a la perpetuidad de las encomiendas se refiere ya, decididamente, a la encomienda nueva, es decir, a la concesión de tributos sin dominio directo sobre el trabajo de los indígenas. Segundo, que el nuevo encomendero no tenía al menos legalmente, ninguna autoridad sobre los indios de su pueblo encomendado. Y tercero, que fue preciso prohibir que los encomenderos habitasen en sus pueblos de encomienda, para evitar que cometieran abusos valiéndose del ascendiente que aquella concesión les daba.

En efecto, la nueva encomienda, sin dejar de ser un gran avance en comparación con la antigua, se convirtió en fuente de abusos y extralimitaciones. Ello es tan cierto, que la mejor manera de estudiarla es analizar sus anomalías. Es el método que hay que emplear —dicho sea de paso— con todas las instituciones coloniales implicadas en la explotación del indio: si se las estudia con base en las leyes y ordenanzas que las normaban, descuidando los diversos trucos y usos inventados para burlarlas, es imposible comprender lo que fueron en la realidad. En esas instituciones las anomalías eran lo normal.

2. Los encomenderos

Por lo que hace a la sucesión hereditaria de las encomiendas, los colonos y sus descendientes lograron su propósito. Se les concedió primero una “segunda vida”, después una tercera, más adelante una cuarta, y las hubo heredadas en “quinta vida”. Semejante estiramiento de la ley se obtuvo —cosa muy frecuente en el régimen colonial— por vía de “disimulación” o “composición”. Estos eran procedimientos legales para incumplir la ley.10 La Corona recibía gratificaciones a cambio de disimular tal o cual anomalía; o bien entraba en arreglos para componer una situación ilegal, tolerándola a cambio de una suma determinada.11 En el año 1564 el procurador del Ayuntamiento de Guatemala ante el Consejo de Indias ofreció un servicio en dinero “para la cámara de Su Majestad” por valor de 200 000 ducados. Estaba gestionando la concesión de tercera vida para las encomiendas, y como las existentes en el reino reportaban, todas juntas, 138 000 ducados anuales, ofreció una cantidad que sobrepasaba dicha suma.12 No debe ser motivo de sorpresa que el procurador estuviera dispuesto a pagar mucho más de lo que las encomiendas le reportaban a sus poseedores, sino debe verse en ello una prueba de que —tal como se explicará adelante— las encomiendas le reportaban a sus poseedores, además de los tributos a recibir, muchas otras ventajas adicionales.

La sucesión hereditaria fue de suyo una anomalía, pero aún más violento fue que se siguieran dando encomiendas, ya no a los descendientes de conquistadores y colonos, sino a personas que por otros motivos gozaban del favor real. En reiterados escritos el Ayuntamiento se queja de que, contrariando la razón de ser de las encomiendas —un premio a conquistadores, primeros colonos y descendientes de unos y otros—, vinieran de España personas con títulos de encomienda;13 personas que no sólo no tenían merecimientos de conquista, sino que jamás habían visto un indio.

Parece ser, sin embargo, que no se dieron encomiendas nuevas a esas personas, sino que recibieron las que se les fueron quitando a los viejos encomenderos fallecidos; porque hacia mediados del siglo XVIII en Guatemala había más o menos el mismo número de encomiendas que a principios del siglo XVII.

No terminan allí las anomalías. Ya vimos que se hizo necesario prohibir que los encomenderos residieran en sus pueblos para evitar abusos y molestias a los indios. En 1579 se prohibió también que hicieran personalmente el cobro de los tributos que les pertenecían, o por medio de cobradores nombrados por ellos mismos. Se trataba de evitar exacciones, cobros injustos y violentos.14 Pero hay pruebas de que dicha prohibición no fue obedecida, y de que los encomenderos siguieron nombrando sus cobradores o recaudando personalmente los tributos en muchos pueblos.15 Según la ley, las tasaciones de tributos debían hacerse por comisionados que nombraba la Audiencia16 —punto éste que se respetó siempre—, y el cobro lo harían los corregidores.17 Se explica, pues, por qué hubo tantas anomalías en relación con el cobro: los corregidores fueron los funcionarios más dados a maltratar y robar a los indios; un elevado porcentaje de ellos eran criollos —individuos identificados con los encomenderos por razones de clase—.18

Ya se habrá notado, por lo dicho hasta aquí, que la encomienda no guardaba ningún nexo legal con la propiedad de la tierra. Ésta se siguió donando por merced, y también se podía adquirir por compra o por usurpación;19 pero su posesión era asunto distinto de la posesión de encomiendas. Hubo algunos encomenderos que no fueron propietarios de una vara cuadrada de tierra, y grandes terratenientes que nunca fueron encomenderos. La tendencia a confundir al terrateniente con el encomendero, errónea y muy difundida, proviene, sin duda alguna, de que la mayoría de los encomenderos eran además terratenientes, y del hecho, digno de señalarse, de que muchos de estos encomenderos terratenientes procuraron adquirir tierras en la cercanía de sus pueblos de encomienda.

Así fue. Contraviniendo lo que estaba reglamentado a este respecto,20 los encomenderos trataron de adquirir tierras en las inmediaciones de sus pueblos,21 pero esas adquisiciones, como cualesquiera otras relativas a tierras, suponían una gestión y una titulación completamente ajenas a la obtención de la encomienda.

Para no citar más que un ejemplo, que éste corresponda a la rancia parentela de nuestro criollo Fuentes y Guzmán, mencionemos el caso de Bernal Díaz del Castillo: tenía en encomienda el pueblo de San Juan Sacatepéquez; en 1579 pidió y obtuvo tierras “en el paraje del portero de la Lagunilla de los Carrizales” en los términos del mismo pueblo;22 en el mismo año se le extendió título de cuatro caballerías a su hijo Francisco, en los términos de San Juan Sacatepéquez;23 y 11 años más tarde, en 1590, el propio Francisco Díaz del Castillo solicitó y obtuvo otras dos caballerías junto a las que ya poseía cerca de San Juan.24 Puede observarse cómo el conquistador encomendero era además terrateniente; cómo extendía las propiedades de la familia solicitando y titulando tierras a nombre de su hijo; y cómo éste, seguro heredero de la encomienda, ampliaba su posesión de tierras en los alrededores de San Juan. Ese ejemplo, que podría acompañarse de muchos otros,25 ilustra la tendencia de los encomenderos a convertirse en propietarios de las tierras cercanas a sus encomiendas.26 Ello les resultaba ventajoso, porque, a pesar de todas las órdenes en contrario, la encomienda los ponía en posibilidad de presionar a los indios y obtener de ellos fuerza de trabajo barata para cultivar las tierras.

Así, pues, una definición académica de la encomienda sería la siguiente: era una concesión, librada por el rey a favor de un español con méritos de conquista y colonización, que consistía en percibir los tributos de un conglomerado indígena, tasados por la Audiencia y recaudados por los corregidores o sus dependientes. Esa definición es un punto de partida, nada más; la realidad de la encomienda va presentándose conforme se conocen las anomalías arriba señaladas, que le eran consustanciales, y otros elementos que se mencionarán adelante.

(Estamos obligados a resistir el deseo de explicar aquí el procedimiento por el cual se solicitaba y se recibía una encomienda, porque otros asuntos reclaman con más urgencia nuestra atención. El lector que quiera conocer esos pormenores, muy interesantes, los hallará en documentos históricos guatemaltecos que se indican en la sección de notas).27

Lo que venimos tratando de ilustrar, a propósito del desarrollo de esta institución, es la pugna entre la Corona y los colonos. Se está viendo que la encomienda fue una transacción, un arreglo conciliatorio que ponía a los indios como tributarios bajo el control del rey, y que satisfacía, al mismo tiempo, la tendencia parasitaria del núcleo más conspicuo de conquistadores y primeros pobladores. En el último tercio del siglo XVI en el reino de Guatemala había aproximadamente doscientas encomiendas.28

Sin embargo, no fue ésta la institución que vino a poner sobre nuevos cauces el gran problema del siglo XVI, que era el problema de la disponibilidad del trabajo del indio para la totalidad de las haciendas y labores de los españoles. Debe evitarse, pues, exagerar la importancia de la encomienda, comprendiendo que el resultado más notable de la crisis causada por las Leyes Nuevas no pudo haber sido ese premio que benefició a 200 familias con los tributos de igual número de pueblos de indios.29 Debe interesarnos mucho más aquella otra institución colonial, surgida también a raíz de las leyes de 1542, que vino a normar las relaciones de producción entre la gran masa de los indios liberados de la esclavitud y la clase de los terratenientes coloniales. Pues sabemos que estos últimos dejaron súbitamente de ser esclavistas, y quedó advertido que no pasaron a ser compradores de trabajo asalariado, como habría ocurrido si hubiese sido factible la plena observancia de las Leyes Nuevas.

En efecto, mucho más importante que la nueva encomienda fue el nuevo repartimiento de indios: sistema que obligaba a los nativos a trabajar por temporadas en las haciendas, retornando con estricta regularidad a sus pueblos para trabajar en su propio sustento y en la producción de tributos. Esta última institución fue la pieza clave del sistema económico de la Colonia. Puede afirmarse que será imposible integrar una visión científica de la sociedad colonial guatemalteca (superando las limitaciones de la tradicional “historia de hechos”, así como el carácter fragmentario y desarticulador de las monografías históricas) mientras no se reconozca que la base de aquella estructura social fue su régimen de trabajo: el repartimiento de indios, el trabajo obligatorio de los nativos, el riguroso control de los indígenas en sus pueblos, desde los cuales eran enviados periódicamente a trabajar a las haciendas y labores de los españoles y de sus descendientes a lo largo de los tres siglos coloniales. Ese régimen le imprimió desde las bases un determinado carácter a la sociedad colonial guatemalteca —pues ha de saberse que fue exclusivo del reino de Guatemala—30 y condicionó de manera decisiva las luchas de clase, las ideológicas de clase, las formas del trato social y otras manifestaciones importantes de la vida de aquella sociedad. Por lo que hace al pensamiento social de los criollos, en particular, quedará sobradamente demostrado en el desarrollo de nuestro estudio cómo fue aquella relación básica entre siervos y terratenientes —el repartimiento— el factor determinante de las más acusadas modalidades de la mentalidad criolla. Colateralmente se irá viendo, también, cómo esa relación determinó, desde otro ángulo, las principales formas del pensamiento de los españoles —inmigrantes y burócratas— frente a los indios y los criollos. Finalmente se comprenderá, en un momento más avanzado de nuestro análisis, que el repartimiento fue, después de la esclavitud y durante una larga época, el mecanismo dentro del cual quedó conquistado el indio: es decir, el mecanismo que garantizó su sujeción y su explotación, y por ende su posición de inferioridad, para el resto de la época colonial.

Por tales motivos en este libro se le dedica un capítulo entero al régimen de trabajo, justamente el último capítulo del análisis —el séptimo, titulado “Pueblos de Indios”—, en el que se supone que estaremos poniendo pie en el último peldaño de la escala, implícita en la programación de este ensayo. Hemos de conformarnos, pues, por lo pronto, con los elementos de definición del repartimiento que quedan enunciados arriba, recordando, al mismo tiempo, que esta institución fue resultado del conflicto que suscitaron las Leyes Nuevas de 1542.

La vida colonial ofrece un agitado espectáculo de conquistadores, colonos, hacendados, funcionarios, monarcas, leyes, polémicas, trifulcas, asesinatos y muchas cosas más. Conviene darse cuenta de que el personaje central de ese tinglado, que ponía en movimiento a todos los demás, era el que menos ruido hacía. La historia colonial gira en torno a la explotación del indio. El indio era el personaje de fondo. Mientras no se ha entendido esto, no se ha entendido el drama. A menos que de intento se quiera seguir disimulando que aquello era un drama.

3. El “sínodo”

Don Antonio de Fuentes y Guzmán era encomendero. Gozaba su encomienda en tercera vida, pues la habla obtenido su abuelo a principios del siglo XVII.31 No debe olvidarse que el bisabuelo del cronista —el colono fundador de la familia— se había casado con hija de conquistador.32 De manera que el criollo que recibió la encomienda en primera vida había sido hijo de poblador y nieto de conquistador.

Sólo en dos ocasiones Fuentes menciona su encomienda.33 En la primera da los nombres de los pueblos: Santiago Cotzumalguapa y Santo Domingo Sinacamecayo, pobres poblados de la costa sur del país.34 En la segunda hace una fugaz alusión, explicando un asunto que nos interesa y que conviene comentar aquí mismo.35

Cuenta el cronista que allá por el año 1575 las órdenes religiosas iniciaron un pleito con los encomenderos. Exigían que éstos pagasen una cuota por la labor que realizaban los frailes doctrineros en los pueblos de encomienda. Los frailes alegaban que los encomenderos estaban obligados a cuidar que sus indios de encomienda fuesen instruidos en la fe, y que, habiendo desatendido siempre dicha obligación, justo era que pagaran a quienes atendían la cristianización de los nativos. En los títulos de encomienda figuraba, ciertamente, una cláusula que decía: “Y tendrá cuidado [el encomendero] de hacer enseñar a los naturales en las cosas de Nuestra Santa Fe Católica”.36 Parece ser que este asunto no mereció nunca, por parte de los encomenderos, el interés que pusieron, por ejemplo, en el cobro personal y puntual de sus tributos. Las órdenes religiosas exigieron que se les pagara por mantener adoctrinados a los indios, pero los encomenderos se negaron a pagar. El pleito duró 85 años. Finalmente los frailes ganaron la partida. Quedó así instituido el sínodo, nombre que se le dio a la cuota.37

Hubo, sin embargo, varios encomenderos que no se opusieron al pago del sínodo, y que, ya fuera porque previesen que a la larga los frailes ganarían el pleito, o bien porque consideraran justo retribuir a los doctrineros, comenzaron a hacer sus pagos desde que se inició el litigio. Don Antonio nos comunica, muy complacido, que entre los previsores estuvo su abuelo. Y es precisamente allí, ilustrando un asunto general, donde vuelve a revelarnos que él, en lo particular, gozaba de una encomienda. Porque —explica—, una vez ganada la controversia por los frailes, los encomenderos quedaron obligados a pagar las cuotas caídas durante los 85 años del pleito, y el proceder del abuelo del cronista, continuado después por su padre, lo libró a él de tener que pagar de golpe una suma crecida.38 En sus propias palabras:

Y entre los que pagaran siempre, fue don Francisco Fuentes y Guzmán, mi abuelo, que obtuvo su encomienda en tiempo del Presidente Don Alonso Criado de Castilla [1598-1611, S.M.], y después Don Francisco de Fuentes y Guzmán mi padre [...] Y esto no me estuvo mal a mí, pues ajustada mi cuenta de doctrinas por el año de 1660, sólo me alcanzó en trescientos setenta pesos, necesitando otros desembolsar tres y cuatro mil, por no haber pagado cosa alguna [...]”39

Quedamos enterados, pues, de que con el nombre de sínodo y desde mediados del siglo XVII, los encomenderos tuvieron la obligación de pagar a los doctrineros sus servicios en los pueblos de encomienda. Lo cual era perfectamente razonable, porque, en la medida que aquellos religiosos le inculcaban a los indios una doctrina de mansedumbre, obediencia y resignación, le prestaban a los encomenderos un valiosísimo servicio. Ya sabemos que éstos extraían de los pueblos un caudal de riqueza completamente gratuita, creada por los nativos. Los encomenderos que aceptaron desde un principio sin refunfuñar el pago del sínodo, deben ser tenidos por hombres sensatos.

4. Los doctrineros

Don Antonio tenía amistad con varios frailes y curas doctrineros, y muchas de sus noticias acerca de las costumbres más íntimas de los indios las obtuvo de los religiosos.40 En sus descripciones panorámicas de amplias regiones del reino, figura siempre la especificación de las parroquias y conventos que tenían a su cargo la salud espiritual de los nativos,41 y su vivo interés por este asunto lo lleva a enumerar puntualmente cuáles pueblos eran de doctrina y cuáles otros de visita. Se diferenciaba con esas denominaciones a los poblados que tenían doctrinero permanente, establecido en el lugar, de aquellos otros que visitaba el doctrinero solamente en ciertos días. El cronista nos cuenta que cuando un pueblo de visita crecía en población, tornándose insuficiente el cuidado que los indios recibían con la visita de su administrador espiritual, los terratenientes de la comarca tomaban interés en el problema y gestionaban para que se adjudicase en doctrinero permanente.42

La crónica de Fuentes y Guzmán ofrece reiterado testimonio de la importancia que tenía para los hacendados la presencia del doctrinero en los pueblos. La causa de dicho fenómeno es casi obvia, y se hará evidente cuando estudiemos la dinámica interna de dichos conglomerados. De momento limitémonos a señalar que después de las Leyes Nuevas, y durante toda la época colonial, en que estuvo vigente el sistema de repartimientos de indios, les fue rigurosamente prohibido a los hacendados tener núcleos de trabajadores indígenas dentro de sus haciendas —gañanías o rancherías—, y que, careciendo al mismo tiempo de autoridad para ejercer dominio directo sobre los indios en sus pueblos, les era imprescindible la colaboración del doctrinero, que venía a ser un aliado con facultades para vivir y actuar en el seno del poblado. Ése es el motivo por el cual nuestro cronista —encomendero y terrateniente— le concede tanta importancia, en la descripción de los pueblos, al tema de los curatos y al trabajo de los doctrineros: “con cuyo celo esmerado y piadoso se ven producir frutos de estimable cosecha y granazón cristiana”.43 (Obsérvese, como detalle curioso, los símbolos agrícolas usados en la metáfora: frutos, cosecha, granazón).

Una prueba muy clara de que la posición del criollo frente a la labor de los frailes estaba determinada, en definitiva, por lo que aquella labor significaba para los intereses económicos de la clase terrateniente, nos la ofrecen sus cambios de opinión al juzgar a la orden de Santo Domingo.

Al considerar a los dominicos como protagonistas de la defensa del indio, como propugnadores de las grandes reformas, le resultan decididamente odiosos y no desaprovecha ninguna oportunidad para denostarlos.44 Su profunda aversión recae principalmente sobre fray Bartolomé de las Casas. Compara su predicación con las peores calamidades que azotaron a la provincia en otros tiempos45 y lo considera, entre otras cosas, un hombre lleno de veneno,46 aficionado a los embustes y las imposturas,47 causante de toda clase de males,48 y autor del desprestigio de España frente a las naciones.49

(La desaprobación de Fuentes y Guzmán para la obra de los dominicos del siglo XVI lo lleva a enconarse con el gran historiador de aquella obra en el reino de Guatemala: fray Antonio de Remesal.50 No podía prever el cronista criollo que, pocos años después de su muerte, otro gran cronista dominico —fray Francisco Ximénez— leería la Recordación Florida y señalaría, en muy pocas palabras, el motivo de su aversión contra los frailes defensores del indio: “lo llevó al encono que tenía contra los frailes dominicos, por haber sido estos los que sacaron de las uñas y los dientes de los lobos carniceros [...] a aquestos pobres y desvalidos polluelos [...] como descendiente de los que ejecutaron aquestas crueldades”).51

Pero el caso es que los dominicos, al mismo tiempo que realizaban la gran obra de abolir la esclavitud de indios, se dieron a la tarea —que era parte esencial del gran plan— de organizar los pueblos de indios. Porque la esclavitud había causado una dispersión que era grave obstáculo para la reorganización de la Colonia. Muchos indios vivían en las haciendas de sus amos; muchos otros andaban huyendo, retirados en montañas y lugares remotos, y otros permanecían en la sede de los antiguos poblados prehispánicos. Ese alto grado de dispersión y desorganización fue resultado de una peculiar suma de factores: la esclavitud arrastró indios a las haciendas y ahuyentó indios a los montes, pero esto vino a operar sobre un cuadro ya existente de dispersión organizada, llamémosla así. Los indígenas, antes de la conquista, no vivían predominantemente en centros de población, sino en chozas y caseríos dispersos junto a los sembrados, constituyendo grandes áreas pobladas.52 Los centros urbanos de que dan noticia los conquistadores —Xelajú, Gumarcaj, Iximché entre otros— solamente eran los núcleos de confluencia de áreas habitadas mucho más amplias. A esos núcleos concurría toda la población en determinados días, con fines comerciales, religiosos y de administración, pero no eran la morada permanente de la gran mayoría de la población nativa.53 Así pues, la dispersión anárquica, adoptada por los indios como recurso de defensa frente a la conquista, se desarrolló a partir de un cuadro de dispersión orgánica existente con anterioridad. Y todo ello era desfavorable al gran plan monárquico y misional de las Leyes Nuevas, que exigía, como requisito indispensable, que los indios vivieran, todos sin excepción, en poblados perfectamente organizados y estables. Los indígenas no podían ser efectivamente vasallos tributarios del rey, ni éste podría ceder parte de la tributación (encomienda), ni sería posible suministrar a las haciendas mano de obra indígena periódicamente (repartimiento), mientras no hubiera centros de población perfectamente establecidos y controlados por la autoridad.

Pues bien, en esta enorme labor que se llamó reducción de indios, los frailes de la orden de Santo Domingo desempeñaron un papel importantísimo. Ellos fueron los campeones de esta realización, que fue, en definitiva, el remate de la gran transformación ocurrida en las colonias a mediados del siglo XVI. Y los pueblos de indios, las reducciones de indios, vinieron a ser el punto de apoyo de todo el sistema económico que se estructuró a partir de aquel periodo. Lo cual quiere decir que los terratenientes y encomenderos criollos, descendientes y herederos de aquellos “lobos” a quienes los dominicos despojaron de sus esclavos, vinieron a ser, a la larga, deudores de los dominicos: la reducción garantizó el cobro regular de los tributos de los encomenderos y la disponibilidad de mano de obra para los terratenientes.

El cronista, terrateniente y encomendero, duro juez de los dominicos cuando los recuerda como pioneros de las Leyes Nuevas y enemigos de la esclavitud, tiene para ellos, empero, muy efusivos elogios cuando los reconoce como autores de la reducción. Los llama entonces “hijos de la azucena de Santo Domingo”.54 En dos palabras, el cronista aborrece o elogia a los dominicos según que los considere, en distintos pasajes de la crónica, como defensores del indio o como favorecedores indirectos de su explotación.

Nos hemos detenido a señalar las relaciones entre religiosos, hacendados y encomenderos en torno al pueblo de indios, no sólo por el interés que reviste el asunto en sí mismo, sino también para dar una idea de cómo quedaron las cosas después de las reformas. Ya se habrá comprendido que los descendientes de conquistadores y primeros colonos quedaron en posición muy ventajosa. Pese a ello, siempre recordaron con nostalgia los primeros tiempos de la colonización, en que sus antepasados eran amos absolutos de los indios y los exprimían a su antojo. Ésta era una de las causas —no la única— de que los criollos fuesen una clase dominante y explotadora y a la vez emberrinchada y resentida.

Abandonemos ya el anchuroso tema de las Leyes Nuevas, cuyas proyecciones más importantes han sido señaladas.

5. Los criollos y la burocracia

Llama la atención que Don Antonio de Fuentes y Guzmán, habiendo sido, como fue, un rico hacendado con casa de mucho porte en la ciudad de Santiago de Guatemala,55 se nos presente en la crónica como heraldo y vocero de los descendientes de conquistadores que habían caído en la pobreza.56 Sorprende encontrar pasajes de la obra en los cuales, refiriéndose al grupo de criollos empobrecidos, habla de ellos en términos de la primera persona plural, incluyéndose en ese grupo de desplazados;57 él, que en otros lugares nos ha hablado de sus tierras de labor, de su “maravilloso” ingenio de azúcar, de su casa pudiente, de su encomienda, de su cargo de regidor perpetuo en el Ayuntamiento y de su lucrativa gestión de corregidor [...].58

Esa aparente incongruencia tiene por causa un fenómeno universal: en la voz del individuo se deja oír siempre la voz de la clase social. Nada tiene de extraño que el criollo rico hable en nombre de todos los criollos, incluidos los pobretones. Esa eventual diferencia de fortuna no borraba la comunidad de intereses económicos —que era el factor aglutinante de la clase— sino al contrario: obligaba a tener muy presente la solidaridad, porque el empobrecimiento de unos era una inquietante advertencia para todos.

Cuando se lee la Recordación Florida penetrando su enorme superficie noticiosa, prestando oído al clamoreo emocional que le dio origen, no se percibe en definitiva el mensaje de un individuo, de un hombre aislado, sino el testimonio de todo un grupo social. En eso radica la fuerza extraordinaria de este documento histórico: en que, más allá del caudal de noticias concretas —cuyo valor informativo es grandísimo— corre un torrente de actitudes de grupo, de nostalgias y certidumbres, de adhesiones y aborrecimientos, de temores y fanfarronadas; un torrente de subjetividad y pasión que no nace en el autor como individuo, sino en un nivel más hondo, en que el individuo habla en nombre de su grupo social.

Dos capítulos de la crónica están dedicados a demostrar que en el reino vivían, por aquel entonces, 111 familias que procedían directamente de conquistadores y primeros pobladores.59 La finalidad de esa parte de la obra es demostrar que muchas de esas familias se encontraban, pese a su “ilustre sangre”,60 en situaciones que al cronista le parecían mortificantes e indignas del linaje de los “beneméritos”.61 Los dos capítulos están escritos en tono de alegato. Además, es evidente que el criollo pensaba en el Consejo de Indias mientras escribía. No se abstiene de razonar, por ejemplo, que los descendientes de servidores de la Corona radicados en España gozaban de “muchos millares de renta”,62 aun tratándose, dice, de servicios menos importantes que los prestados por los conquistadores de América.

Surge entonces la pregunta: ¿Estaban siendo desplazados los criollos? ¿Decía la verdad el cronista al afirmar que muchos de ellos se hallaban arrinconados y padecían pobreza? La respuesta es afirmativa —sí, se daba el fenómeno de desplazamiento de algunos criollos—, pero si ha de ser una respuesta histórica completa, hay que desdoblarla en tres explicaciones que pasamos a dar inmediatamente.

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9789929562608
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