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Los verbos disfrutar y gozar están presentes en todos los pasajes en que el cronista hace el panegírico de la conquista, y aun en muchos en que alude a sus jugosas consecuencias sin mencionarla directamente. Así, por ejemplo, al describir el Valle de Petapa —donde se encontraba su “opulento” ingenio azucarero—, no puede menos que evocar las dificultades que tuvieron que vencer los conquistadores para domeñar a los indios de dicha región, y compara aquellos difíciles días con “el regazo y blandura de la paz que hoy gozamos”.9 El himno a los conquistadores expresa siempre el reconocimiento de “todo lo que hoy gozamos, por la industria y tesón laborioso de aquellos heroicos españoles”,10 “aquellos que nos dejaron ganada la tierra, y fundamentado lo que sin otro trabajo que entrarnos dentro gozamos”.11 Y fácilmente se comprende que esa exhortación a la gratitud se torna más ruidosa cuando el criollo tiene en mente a los peninsulares, a quienes, como se explicará más adelante, les interesaba negarle méritos a la conquista para restarle derechos a los criollos. En esos momentos el cronista clama ante el espectáculo de la ingratitud: “porque en estos tiempos no se atiende a los verdaderos méritos de quienes verdaderamente sirvieron a Dios y a Su Majestad, y que ganaron esta tierra llena de abundancia y delicias para que la posean los que se olvidan de estos varones, en todo grandes, a quienes tanto deben”.12

Sin embargo, la gratitud no fue la única causa de idealización de la conquista por los criollos. Es preciso comprender que en aquel estrepitoso reconocimiento hacia quienes dejaron dominado “lo que hoy gozamos” se esconden, a su vez y en un nivel más profundo, delicadas implicaciones sociales y mecanismos de defensa que podemos dejar brevemente apuntados.

Engrandecer los méritos de la conquista era un modo de reforzar los derechos y merecimientos de los descendientes de los conquistadores. Esto era muy importante para los criollos, porque comprometía a la Corona a mantenerse firme y consecuente en el pago del grandioso servicio que aquellos hombres le habían hecho y sus descendientes le cobraban.

Además, manteniendo viva y muy presente la continuidad genealógica entre los conquistadores y los criollos, éstos trataban, sin lograrlo, de cerrarle las puertas a los nuevos inmigrantes españoles. Porque, mal o bien, se creaba la impresión de que estos últimos eran usurpadores, advenedizos que venían a recoger los frutos de lo que otros habían sembrado para sus hijos.

Se está viendo, pues, que la idealización de la conquista iba íntimamente unida a la necesidad de mantener vivo su recuerdo, y que, todo esto junto, respondía a una necesidad social de los criollos.

Ahora bien, los inmigrantes, los españoles recién venidos a Indias, trataban de negar y disminuir la importancia de la conquista. Para hacerlo solían referirse a las guerras y triunfos de España en Europa y África, en donde no se había luchado contra armas de piedra y madera, decían, sino contra ejércitos que contaban con iguales y aun superiores recursos de guerra.13 En la Recordación hay varios trozos que reflejan la controversia que se mantenía en torno a estos tópicos. Vale la pena citar alguno para que se vea el tono de pesadumbre y disgusto que la polémica le arranca al criollo:

queriendo macular de todas maneras, aun los propios españoles, los más heroicos y famosos hechos de los conquistadores, cuyo valor y cuya bizarría aún no aciertan a emular. Porque ni pueden desmentir ni les es fácil negar los ilustres y clarísimos servicios de América, y juzgan que no merecen el crédito y renombre de hazañas las que no se ejercitaron en África o Europa. Y es tal la seguridad, que aun las fundaciones que hallaron construidas para su comodidad las vituperan [...] sin haber examinado lo que aquellos admirables varones, que nos llevan la delantera, y también la primacía, se desvelaron, trabajaron y atendieron.14

En pasajes como éste se perfila el engreimiento del español recién llegado, que menospreciaba el esfuerzo de los conquistadores, y, frente a él, el criollo aferrado a “aquellos dichosos y felices siglos”.15 Allí están las dos Españas. El criollo tiene que aferrarse a la antigua para enfrentarse a la moderna, y ese afán lo lleva a extremos que pueden parecer ridículos si sólo se los mira superficialmente. Al describir, por ejemplo, las batallas de la conquista, siempre llama a los conquistadores “los nuestros”: “manteniéndose constantes los nuestros, quedaron heridos muchos”;16 “desordenados del todo, dejaron la campaña al arbitrio de los nuestros”.17 Refiriendo episodios tan alejados del sojuzgamiento de Guatemala como pudieron serlo las expediciones de descubrimiento de las costas de México, habla sin reticencias de “nuestra armada”.18

El tiempo era enemigo de los criollos. Los siglos que los separaban de la conquista iban alejándolos, más y más, de la época en que sus antepasados habían conquistado estos territorios y la Corona se había visto obligada a pagar, a ceder, a entregarles un desmesurado poder en el nuevo mundo. Los criollos seguían exigiendo el pago de aquella deuda pero se les escuchaba cada vez menos. Por eso había que clamar y reclamar, y, sobre todo, había que agigantar la conquista, para que no se viera pequeña desde lejos.

3. El héroe bribón

Movido por las urgencias sociales señaladas, nuestro cronista desaprueba que los relatos españoles de la conquista no se detengan a referir por separado, como él desearía, las hazañas de cada uno de los conquistadores de Guatemala. Ve una injusticia de los narradores en el hecho de que atribuyan las hazañas al grupo conquistador “confusamente, debajo del nombre genérico de españoles”.19 No acierta a comprender que los relatos, escritos casi dos siglos atrás, no podían prever la utilidad que tal especificación habría de llegar a tener, con el tiempo, para una clase social que por entonces aún no existía. Los criollos hubieran querido una crónica particular para las hazañas de cada uno de los 450 conquistadores de Guatemala. Ello les habría sido particularmente útil en la segunda mitad del siglo XVII, cuando sonaban ya monótonas e ineficaces aquellas reclamaciones “por muy señalados servicios a Dios y a su Majestad”.

Pero a falta de otras noticias, allí estaba el copioso recuerdo del capitán de la conquista, del Adelantado. Su figura era, por excelencia, el símbolo de aquella remota empresa. Y la deformación de la conquista de Guatemala alcanzó su punto más extremado y grosero en la idealización de Pedro de Alvarado. Este personaje sanguinario (“este infelice malaventurado tirano” como lo llama en algún lugar fray Bartolomé de las Casas)19a se convirtió, por obra de la admiración de los criollos, en un semidiós adornado con virtudes que nunca tuvo. Fuentes y Guzmán lo llama “Hércules, que desde la cuna despedazaba áspides”20 “Alcides castellano”,21 y lo califica moralmente como “incapaz de ladearse a otra parte que la de la razón y justicia”,22 “compasivo y esclarecido”.23 Llega al flagrante extremo de presentarlo animado de una actitud amorosa y piadosa hacia los indios. Claro está que este último extremo, en abierta contradicción con la crueldad que caracterizó a Alvarado, sólo puede alcanzarlo el cronista gracias a su apasionada ceguedad. Así, por ejemplo, al comentar ciertas ordenanzas dadas por el Adelantado para impedir que se siguiera sacando indios para venderlos en Nicaragua y en el Perú, el cronista no puede o no quiere entender que aquel negocio de esclavos era un atentado contra los intereses del grupo de conquistadores esclavistas de Guatemala; y en lugar de informar que Alvarado protegía con las ordenanzas la existencia de la principal fuente de enriquecimiento de los conquistadores —el trabajo de los indios esclavos—, nos dice que allí hay una “muestra del amor que les tenía y deseo de su conservación”.24 Puede encontrarse en la Recordación un buen número de fallas interpretativas como la anterior, debidas todas al impulso idealizador de la conquista. Parece no darse cuenta —he aquí otro ejemplo— de que los avisos y embajadas que Alvarado enviaba a los indios antes de hacerles la guerra, los famosos requerimientos,25 eran una formalidad legal que tendía a justificar la violencia y la esclavización de prisioneros, y los interpreta como pruebas de que el capitán agotaba todos los recursos para evitar la lucha, según eran sus inclinaciones dulces y piadosas.26

Es conveniente mencionar que Fuentes y Guzmán tuvo en sus manos muchísimos documentos que daban testimonio, de manera clarísima, de que Alvarado había sido un bribón. Leyó desde la infancia el manuscrito de Bernal Díaz, en el cual, lejos de aparecer un Alvarado compasivo y esclarecido, aparece un guerrero impulsivo, al que Hernán Cortés tenía que refrenar para impedir que cometiese crueles torpezas y atropellos.”27 Aparece allí el Alvarado de las masacres, que con su inclinación al derramamiento de sangre puso al borde del fracaso la conquista de México.28 Todo ello se le pasó por alto al criollo en la lectura de “su Bernal”. Tuvo también a la vista las actas más antiguas del cabildo de Guatemala —las cita muchas veces—, en las que consta que entre los propios compañeros del conquistador se le llegó a tener por “odioso”.29 Leyó al primer cronista de Guatemala —fray Antonio de Remesal— en cuya obra abundan testimonios de lo que realmente había sido el Adelantado.30 Tuvo noticia del juicio que se siguió contra Alvarado en México —aunque no haya conocido los documentos del proceso—, en el cual se le acusó principalmente de crueldad con los indios.31 El conquistador no pudo refutar dicho cargo, y su defensa consistió en echarle en cara al rey que las crueldades habían redundado en gran beneficio para la Corona:

e si algund pueblo se quemó e algo se robó, yo no vide ni supe de ello [...] salvo los dichos españoles e cristianos que yvan conmigo como suelen e acostumbran hacer en semejantes guerras e entradas;32 [...] todas las guerras e castigos que se han fecho han sido cabsa que la tierra esté como está debajo de dominio e servidumbre, e sy no se hiziera, segund la multitud de yndios e los pocos cristianos que avía, no se ganara, de que vuestra Majestad no fuese servido.33

Finalmente, don Antonio conoció los papeles del obispo Marroquín encaminados a poner en orden las cosas de Alvarado después de su muerte. Cita esos papeles incidentalmente, no refiriéndose a la muerte del Adelantado (no los cita al tocar ese tema), sino relatando cómo se formó el barrio de Jocotenango en las afueras de la antigua ciudad de Guatemala.34 Resulta que dicho suburbio nació como asiento de unos indios a quienes el conquistador “—compasivo y esclarecido, incapaz de ladearse a otra parte que la de la razón y justicia—” había engañado en los términos que describe su testamento, hecho por Marroquín, citado por Fuentes y transcrito en la Recordación Florida:

Primeramente digo: que por cuanto el dicho Adelantado dexó en el Valle e términos desta ciudad una labranza de tierras, donde están muchos esclavos casados con sus mujeres e hijos, y a mí me consta no se haver hecho esclavos con recta conciencia, porque en los años primeros de la población de la dicha labranza el dicho Adelantado llamó a los Señores principales de los demás pueblos que tenía en encomienda, e les hizo cierta plática, é les pidió a cada Señor de cada pueblo que le diesen tantas casas con sus principales, para las poner e juntar en la dicha labranza. Los cuales, como le tuviesen por Señor y averlas conquistado, se las dieron así como las pidió. E se herraron por esclavos los más dellos sin preceder otro examen. E para descargo de la conciencia de el dicho Adelantado, y conforme a lo que yo con él tenía comunicado e platicado, y a lo que sabía de su voluntad, digo: que dexo por libres a todos los indios esclavos que están en la dicha labranza milpa, e a sus mujeres e hijos.35

En dos palabras: deseoso de obtener trabajadores para una labranza que poseía en las inmediaciones de Guatemala, Alvarado pidió a varios pueblos que contribuyesen con algunas familias para crear un nuevo poblado, y cuando los tuvo reunidos, se apropió de ellos como esclavos y fueron marcados con hierro.

¿Cómo pudo el cronista soslayar tantos hechos que hacían de su héroe un pillo?, ¿de dónde sacaría los rasgos de generosidad con que lo adorna? No puede decirse que su optimismo fuese cosa de “la época”, porque sabemos que Alvarado fue reprobado y llevado a juicio por sus contemporáneos. El propio obispo Marroquín “gran amigo y confidente suyo” juzgó que la conciencia del Adelantado estaría más tranquila en la otra vida si se daba la libertad a los esclavos de Jocotenango.

En la idealización de la conquista de Guatemala, la crónica de Fuentes y Guzmán fue la aportación más notable. Ningún documento anterior se había lanzado con tanto atrevimiento y convicción a embellecer los hechos y los personajes de aquel periodo. Y por lo que toca al capitán de la conquista, todos los documentos ulteriores se basaron en la Recordación Florida para seguir desarrollando el mito de “don Pedro”. Lo cual no es una casualidad y debe ser comprendido en toda su significación. Fuentes y Guzmán fue el cronista criollo de Guatemala. A él le correspondía, por motivos de clase, echar los fundamentos de la idealización histórica de la conquista. No a cronistas religiosos como Remesal y Ximénez, que fueron españoles de nacimiento. No a Vázquez, que por su filiación franciscana estuvo obligado, más bien, a hacer la crónica de su orden religiosa.36 Ni siquiera a Bernal Díaz, porque la idealización de la conquista no fue exigencia de los propios conquistadores, sino al contrario, los documentos de los conquistadores ofrecen los más valiosos elementos para refutar aquella idealización.

En la realidad no hay epopeya; ésta es siempre una elaboración de las generaciones que miran hacia atrás e idealizan las acciones de los hombres de guerra. La idealización responde siempre a determinadas necesidades históricas que son, en definitiva, el factor decisivo para que surja una epopeya. La idealización de la conquista de América fue obra de los cronistas e historiadores criollos, en tanto que fueron voceros de su clase social. Fuentes y Guzmán cumplió ese cometido para Guatemala, movido por las exigencias de clase ya señaladas. De ahí que resulte superficial contentarse con calificarlo de fanático, cuando su fanatismo es un dato histórico del mayor interés que reclama una adecuada interpretación.

4. Brutalidad de la primera etapa colonizadora

Para entrar al estudio del proceso por el cual la monarquía, tras verse obligada a darle mano libre a los conquistadores y primeros colonos, vino a recuperar el gobierno efectivo de las provincias, nada mejor que examinar el desarrollo de dos instituciones coloniales importantísimas: la encomienda y el repartimiento. Pese a que fueron verdaderos ejes del sistema colonial, se las conoce poco, y lo que de ellas se sabe aparece generalmente en definiciones muertas.37 Es preciso, empero, conocerlas en su desarrollo vivo, en el contexto de la lucha de clases y como resultado de la misma. Las transformaciones que sufrieron estas dos instituciones fueron resultado —como se verá— de la lucha entre el poder centralizador del imperio y el poder local de los conquistadores y colonos y sus descendientes. Sintetizan esa lucha y facilitan su comprensión.

Repartimiento y encomienda fueron instituciones que nacieron unidas, entrelazadas, y así permanecieron durante su primera etapa. Las implantó Cristóbal Colón en las Antillas, y en su forma primitiva pasaron al continente con las empresas de conquista ulteriores.38 El repartimiento tenía dos aspectos, pues consistía en repartir tierras y también indios para trabajarlas; como este segundo aspecto se justificaba porque los indígenas eran entregados para que el favorecido velase por su cristianización —le eran encomendados para ello—, de allí que repartir indios y encomendarlos fuese, en esa primera etapa, una y la misma cosa. La v era en realidad un pretexto para repartirse los indios y explotarlos,39 y como ninguna instancia superior controlaba lo que se hacía con ellos, vinieron a estar, de hecho, esclavizados.40 Las arbitrariedades que se cometieron con los naturales en este periodo son casi increíbles.41 La documentación guatemalteca es abundante y pavorosa al respecto.42

Nos hallamos en la etapa primitiva de la colonización. La corona de España no aprueba los vejámenes que se cometen en su nombre, pero tiene que tolerarlos, porque la despiadada explotación de los indígenas es el acicate de la conquista y el pago de la implantación del imperio. Los reyes enviaron constantes recomendaciones para que se tratase con cristiana benevolencia a los indios, pero, enterados de lo que en realidad estaba ocurriendo, no les quedó otro recurso que disimular, con el pretexto de que se entregaba a los indios para cristianizarlos, el hecho de que se los repartía para explotarlos hasta la aniquilación. La esclavitud que se escondía tras el repartimiento y la encomienda primitivos no estaba, pues, legalmente autorizada. Era una esclavitud virtual.

Sin embargo, en este sangriento periodo junto a la virtual esclavitud ya señalada, también hubo la esclavitud autorizada y legal. En su afán de enriquecerse a toda prisa, los conquistadores se las arreglaron para obtener permiso de esclavizar, con base legal, a aquellos indígenas que presentaran una terca resistencia armada. Este hábil truco se complementó con el célebre Requerimiento de Palacios Rubios,43 instrumento jurídico redactado por el jurista del mismo nombre, que debía leerse a los indios para llamarlos a aceptar pacíficamente la soberanía del monarca español. Se les explicaba en él la existencia de los papas como vicarios del Dios verdadero en la tierra, y cómo, el último de los papas, le había hecho donación de los territorios indianos a los reyes de España. En tal virtud, se invitaba —se requería— a los indios a aceptar “a la Iglesia por Señora y superiora del Universo Mundo, y al Sumo Pontífice llamado Papa en su nombre, y al Emperador e Reina doña Juana nuestros Señores en su lugar, como a superiores y Señores y Reyes de estas islas y tierra firme en virtud de la dicha donación”.44

Se les hacía saber que si aceptaban el requerimiento, “os recibiremos con todo amor e caridad”,45 pero en caso de rechazarlo o diferir maliciosamente la respuesta, el documento advierte lo que habrá de pasarle a los indios:

certifícoos que con la ayuda de Dios nosotros entraremos poderosamente contra vosotros, y os haremos guerra por todas las partes y maneras que pudiéremos, y os sujetaremos al yugo y obediencia de la Iglesia, y al de sus Magestades, y tomaremos vuestras personas, e a vuestras mujeres e hijos, e los haremos esclavos, e como tales los venderemos y dispondremos de ellos como sus Magestades mandaren, e os tomaremos vuestros bienes, e os haremos todos los daños e males que pudieremos, como a vasallos que no obedecen ni quieren recibir a su Señor y le resisten e contradicen.46

Esta última amenaza era el punto clave del requerimiento y su verdadera razón de ser, porque servía para justificar la esclavización de los indios y el robo de sus bienes. El documento no fue elaborado para que los indios lo aceptasen y evitar así la guerra, sino precisamente contando con que no sería aceptado y daría una base legal a la esclavitud de guerra y al despojo de los nativos. Así lo prueba el uso que de él se hizo.

El requerimiento se convirtió en parte integrante del equipo que todo conquistador había de llevar consigo a América, y fue usado también por Alvarado en Guatemala.47 Como hombre práctico que era, el Adelantado evitaba pérdidas de tiempo enviando el requerimiento por delante de sí y de su hueste. Se le explicaba el contenido del documento a unos indios que estuviesen a mano y se les mandaba a explicarlo, con suficientes días de anticipación, a los indígenas de los pueblos a donde tendría que llegar la expedición en su itinerario. Había habido tiempo para entenderlo, para reflexionar y decidirse, y el conquistador podía atacar inmediatamente a su llegada.48

Está de más decir que este macabro truco legal sirvió en todas partes, no solamente en Guatemala, para encubrir violaciones y ruina para los nativos. Hubo ocasiones en que se leyó desde lo alto de una colina, a tal distancia que los indígenas no podían siquiera escucharlo, no digamos ya entenderlo. Otras veces se leyó a gritos mientras los indios huían por los montes. Hubo también ocasión en que se leyó desde la cubierta de un navío, antes de desembarcar a hacer redadas de esclavos.49 Con sobrada razón fray Bartolomé de las Casas exclamaba que no sabía si reír o llorar al leer aquella sarta de absurdos teológicos destinados a legalizar la esclavitud.50

Acostumbrados como estamos a pensar la conquista desde el lado de los conquistadores, olvidamos reflexionar sobre lo que realmente significó para los conquistados. Es conveniente, sin embargo, conjeturar la sorpresa de los indios en un trance como éste de recibir o de escuchar el requerimiento. Unos hombres venidos del otro lado del mundo, cubierto el rostro con abundante pelambre y el cuerpo con amenazantes atavíos de guerra; precedidos de la alarma y el terror de las matanzas y despojos que venían realizando en su recorrido; se plantan con un texto en la mano y con las armas y las bestias listas para entrar en combate. Supongamos que se les traduce el documento a su idioma y se les da el plazo de cuatro o cinco días para deliberar y decidirse. En ese plazo los indígenas tendrían, según las exigencias del requerimiento, que abandonar sus divinidades como engendros del error y convencerse de que el Dios verdadero había venido al mundo, en tiempo remoto y en país desconocido, y que, con todo y ser un dios, había sido clavado en un madero por sus enemigos —que no eran dioses a su vez, sino simples hombres equivocados—. En pocos días había que echar por tierra las creencias heredadas por siglos, y comenzar a rendirle culto a una pequeña figura humana fija sobre dos maderillas entrecruzadas. Figura que presentaba, además, el aspecto de los propios conquistadores: tez pálida y luengas barbas. En pocos días había que renunciar al dominio de las tierras, de las milpas, y aceptar la soberanía de un rey desconocido y lejano —un rey dudoso— que no tenía méritos ganados en esta parte del mundo y que pretendía situarse por encima de todas las casas grandes y los auténticos señores del territorio. Y lo peor de todo: se sabe perfectamente —viajeros, emisarios y espías lo han informado— que no se cumple la promesa de “amor y caridad” para aquellos que aceptan las condiciones del requerimiento. Que se les exige inmediatamente el pago de pesados tributos, la entrega de metales preciosos, y que todos los pueblos que quisieron ser pacíficos tuvieron que sublevarse a la vuelta de poco tiempo.51 Los indios deben haber comprendido que el requerimiento era un truco, y que todas esas locuras de un papa y un rey repartiéndose el mundo no tenían otra finalidad que provocar el rechazo, justificar la guerra y darle bases legales a la esclavización y el despojo. Es difícil pensar que no lo entendieran.

Nos hemos detenido un momento en este punto, para ofrecer, por vía de un hecho representativo, una idea del verdadero carácter de la conquista. El repartimiento y la encomienda primitivos eran de suyo una manera hipócrita de apropiarse y esclavizar a los indios. Junto a ello estaba la esclavitud legal, amparada en trucos como el requerimiento. A su amparo se herraron muchísimos esclavos en Guatemala.52 En mayo de 1533, la Audiencia de México le escribía a la emperatriz refiriéndose a los abusos de la esclavización de indígenas en Guatemala, y ponía por prueba de que se los estaba esclavizando en grandes cantidades el hecho de que, mientras en México se vendía un esclavo en 40 pesos, en Guatemala se obtenían a dos pesos cada uno.53

Esa carta, escrita por una Audiencia en contra de los conquistadores y primeros colonos de Guatemala, anuncia el nacimiento de una de las contradicciones fundamentales del régimen colonial. Repartimiento y encomienda estimulaban las empresas de conquista y el arribo de grupos de inmigrantes, pero a la vez entrañaban un peligro para el dominio imperial. Al darle a los colonos un excesivo dominio sobre las fuentes de riqueza los hacía demasiado poderosos también en lo político. La total dependencia en que caían los indios bajo sus amos implacables, privaba a la Corona de toda posibilidad de explotarlos a su vez. De ahí que, siguiéndole los pasos a los conquistadores, y conforme éstos iban cumpliendo su misión de someter las provincias, fueran llegando en número cada vez más crecido los funcionarios reales. La etapa de agresión iba cediéndole el paso a la labor de estructuración de las colonias, y las autoridades imperiales, los hombres de leyes, las Audiencias, llegaban para poner a raya, no sin resistencia y contratiempos, la autonomía que la expansión conquistadora le había dado a los hombres de guerra y a los aventureros. Llegaron y se establecieron también las órdenes religiosas.

Comenzó a escucharse la voz de los defensores de los indios.

5. Los defensores de indios y causas de su éxito

La voz más poderosa en defensa de los indios salió de la orden religiosa de Santo Domingo. Hay que destacar que no salió de cualquier orden religiosa, sino precisamente de aquella que se hallaba más vinculada al trono de España y más identificada con los intereses de la Corona.54 El emperador Carlos V, figura histórica que presidió las reformas cuyo estudio abordaremos en el presente apartado, tenía por confesor al general de la orden de Santo Domingo. Al fundarse el Consejo Real y Supremo de las Indias (agosto de 1525), organismo específico para el gobierno de las colonias en la metrópoli, su primer presidente —fundador y organizador— fue el propio fray García de Loaisa.55 El general de la poderosa orden de predicadores era hombre de confianza del emperador; la orden misma era una importante fuerza política aliada de la Corona. Ése es el verdadero motivo —la causa económica profunda— de que los dominicos fueran los campeones en la lucha por sacar a los indígenas de la garra de los conquistadores y primeros colonos. Nada de que ellos hayan sido “la conciencia de España”, ni que “el espíritu quijotesco de la nación” se manifestara a través de ellos. Ésas son lucubraciones. La defensa que los dominicos hacían de los indios era, en el fondo, la defensa de los intereses de la monarquía enfrentada a la veracidad de conquistadores y colonos.

Al señalarlo no se pretende, en modo alguno, restarle méritos a todos aquellos grandes hombres que, como fray Bartolomé de las Casas, consagraron sus vidas a la lucha por un trato más justo para los indios. Ellos fueron los verdaderos héroes españoles de la época de la conquista, en oposición a los héroes de horca y cuchillo a quienes la historia de signo contrario a la que aquí hacemos rinde tributo. Lo que se quiere señalar es que los individuos no son quienes le marcan el rumbo a la historia, sino al revés: las circunstancias históricas preparan o cierran los caminos a las vocaciones individuales. Hombres sensibles, benévolos y humanitarios, los ha habido siempre y en todas partes. Pero la benevolencia, en ciertas circunstancias históricas, puede hacer del individuo un peligroso agitador a quien los reyes mandan callar; en otras circunstancias puede ser oportuna y útil a una determinada clase o fuerza social poderosa, y entonces es camino de triunfo. La línea política adoptada por la orden de dominicos, vinculada a la política imperial de recuperación de los indios para la Corona, estimuló la vocación humanitaria de los mejores hombres de aquella orden y atrajo a sus claustros a otros más.

Así se explica que fray Bartolomé de las Casas —y antes que él otros, como fray Antonio de Montesinos— se atreviera a gritar a los cuatro vientos, en el púlpito y en sus fogosos escritos, que la conquista era injusta, que España carecía de derechos para despojar y esclavizar a los indios, y que el rey se estaba condenando con los robos y crímenes que se hacían a su sombra.56 Tan atrevidas acusaciones hubieran podido costarle la vida al fraile en otras circunstancias. Es más, en otras circunstancias nadie se hubiera atrevido a hablar así. Pero en aquel momento la monarquía española necesitaba hombres que hablasen en ese tono, y, lejos de hacer callar a fray Bartolomé, los reyes lo llamaron para escuchar sus razones —Carlos V al principio, Felipe II después—, promovieron disputas teológicas y jurídicas en torno a ellas, y acabaron por reconocer que la justicia estaba de su parte.57 De nada sirvió la labor que en España realizaron los agentes de los conquistadores, ni el dinero que gastaron en pagar teólogos y juristas que refutasen los argumentos del dominico. La defensa que los dominicos hacían de los indios coincidía con la defensa que la Corona había decidido hacer de sus propios intereses en relación con los indios: sacarlos de la mano de los conquistadores y convertirlos en tributarios del rey.

Es muy digno de notarse que, junto a los argumentos teológicos, jurídicos y morales que esgrimía el fraile, y junto a sus atrevidas palabras contra los derechos de España para esclavizar a los indios, siempre figuró el argumento, acertado y poderosísimo, de que la Corona se perjudicaba en lo económico al permitir los abusos de los conquistadores. En todos los escritos de fray Bartolomé se encuentran párrafos como los siguientes:

Si Vuestra Majestad no quitase los indios a los españoles, sin ninguna duda todos los indios perecerán en breves días; y aquellas tierras y pueblos quedarán, cuan grandes como ellas son, vacías y yermas de sus pobladores naturales; y no podrán de los mismos españoles quedar sino muy pocos y brevísimos pueblos, ni habrá casi población de ellos, porque los que tuvieren algo, viendo que ya no pueden haber más, muertos los indios, luego se vendrán a Castilla; porque no está hombre allá con voluntad de poblar la tierra, sino de disfrutarla mientras duran los indios58 [...]. Pierde Vuestra Majestad y su real Corona infinito número de vasallos que le matan [...]: pierde tesoros y riquezas grandes que justamente podrían haber59 [...]. No conviene a la seguridad del estado de Vuestra Majestad que en la tierra firme de las Indias haya ningún gran señor, ni tenga jurisdicción alguna sobre los indios, sino Vuestra Majestad60 [...]. Sabiendo los indios que son de Vuestra Majestad, y que han de estar seguros en sus casas [...] salirse han de los montes a los llanos y rasos a hacer sus poblaciones juntas, donde aparecerá infinita gente que está escondida por miedo de las vejaciones y malos tratamientos de los españoles [...]61

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