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Criterios para narrar una historia con sentido ecuménico


I

Para una historia del deseo cristiano de unidad


Alberto Melloni1

El autor indaga sobre la posibilidad de someter a investigación histórica el deseo cristiano de unidad. Postula dos elementos centrales que conciernen al ecumenismo: primero, que se trata de un hecho histórico y, en segundo lugar, que en cuanto hecho cristiano, hace referencia al tiempo. De este modo, el deseo de unidad es objeto del quehacer del historiador. Al tener como objeto de estudio un hecho histórico, la aproximación científica de la ciencia histórica debe tener en cuenta las tensiones tanto históricas como sociales e ideológicas que las iglesias experimentan dentro de ellas mismas y en sus relaciones. Para esto propone una aproximación narrativa amplia y una lectura heurística de la historia del movimiento ecuménico.


La historia de un deseo

Giuseppe Alberigo arribó a la convicción del cristianismo como historia desde la persuasión de que las “formas” y “los deseos” que se expresan dentro de la vida cristiana —que prescinde del grado de ósmosis o de conflicto con las instituciones de las iglesias— puedan ser objeto de un estudio histórico; algo que resulta difícil dada la vasta tipología de fuentes que necesita, pero que está suficientemente acreditado. Se estudian las formas de vida cristiana que expresan tendencias espirituales trasversales de instituciones establecidas; los impulsos de nuevos rigoristas que aúnan sectores de iglesias que son distantes en orden y en disciplina; también los temas clásicos, como le desire de Dieu del monacato, que ha sido explorado desde varios puntos de vista. Por tanto, podemos preguntarnos cómo y por qué someter a investigación histórica rigurosa el deseo cristiano de unidad, que es un hecho histórico y un hecho cristiano, en cuanto hace referencia al tiempo.

Es un hecho que los cristianos de los siglos XIX y XX participaron y fueron testigos de un dinamismo histórico sin precedentes en las crónicas de las iglesias, animado por aquella tensión. No se trataba simplemente del esfuerzo, interesado o desinteresado, de alcanzar una unidad sin más: el historiador poseía aspiraciones, llevaba a cabo intentos, en ocasiones con éxito, en otras no. Promovía acuerdos para conseguir o recuperar una cierta comunión entre iglesias divididas por conflictos políticos, doctrinales o institucionales. Un conjunto de experiencias pensadas cuando aquella perspectiva era todavía difícil de imaginar.

El historiador puede y, más bien, debe centrarse en estudiar contenidos y continentes de este proceso, el cual sería algo simplista definir solo como “complejo”. Creo que al sumar el significado de todos los elementos que lo componen, posibilita definirlo de acuerdo a lo que ha sido y a lo que es, a saber, un “deseo”: un deseo cristiano de unidad que el historiador lee en la sucesión de eventos, plenamente consciente de no poder ir más allá de los límites de conocimiento intrínsecos de su método científico. Y consciente de que esos límites están muy alejados de las banalizaciones extrínsecas que no comprenden que la motivación de la fe no es menos “real” que los postulados ideológicos o políticos que se invocan para explicar dinamismos internos a las comunidades religiosas.

¿Requisitos previos?

Considerar como proceso histórico este “deseo” quiere decir postular que exista hic et nunc una disponibilidad de capital humano científico y una accesibilidad de las fuentes adecuadas para tal ambición, y que es posible distanciarse de tres tendencias manifiestas en la historiografía reciente.

La primera de ellas es la de quienes pensaban que la existencia del movimiento ecuménico justificase una historia universal del cristianismo sub specie unitatis, y que ahí, en una historia ecuménica de la iglesia, se resolviese el movimiento que después de haber reconciliado a, al menos, algunas de las doctrinas en el diálogo teológico, podía reconciliar las memorias en una historia que enfriaba la narrativa del conflicto hasta convertirla en una narrativa de una diversidad reconciliada.

La segunda es aquella que consideraba que la crisis, el callejón sin salida o la derrota de la espera ecuménica hacía posible reconstruir la biografía del estimado extinto. No obstante, como bien sabe quien practica el oficio de historiador, no sirve y no es suficiente estar muerto para ser merecedor de una biografía: es necesaria la idea de que el objeto de la investigación tenga un significado y que esta hipótesis pruebe, no solo a los ojos del autor, su valor como categoría heurística. Y definir aquel hecho, un “deseo”, un deseo cristiano de unidad, es una hipótesis heurística.

Existía además una tercera tendencia que motivó la escritura histórica del ecumenismo: se trataba de la clara oposición a la convicción de que a quienes venzan la batalla por la unidad les correspondería el derecho/deber de narrar el éxito de un esfuerzo colectivo; se presentaba entonces como el fruto de una genealogía: pioneros, profetas, precursores, reticentes, habían puesto fin, gracias a la tecnicidad de negociación y diálogo teológico-diplomático, a una unidad como concordia confessionis theologorum. A menudo se trataba de un deseo soñado, que sin embargo se basaba en una constatación empírica probada en los gestos de los encuentros y de los diálogos.

Comparación de narrativas

No soy tan ingenuo como para pensar que sea posible establecer una analogía entre el tiempo de la búsqueda moderna de la unidad y la cuestión de la unidad de la iglesia del Nuevo Testamento. No obstante, observo que en el progreso de esta búsqueda contemporánea queda patente, a través de un trabajo exegético antes inaccesible, que la cuestión se refleja en el canon y en la formación del canon neotestamentario. Son los cristianos que viven en el nivel de aquella que el mito denominará iglesia primitiva los que deben afrontar tensiones internas que derivan directamente del “grupo de Jesús”: y que la literatura neotestamentaria registra puntualmente, a partir de la tensión entre la iglesia de Santiago, la iglesia de Pedro, la iglesia de Bernabé y la iglesia de Pablo. Son ellos —los cristianos del siglo en el que el Nuevo Testamento se consolida y se convierte en canon— los que aplican al problema tan diverso de unidad de la iglesia (donde el significado de unidad y el de iglesia son diferentes) tres modelos narrativos que los cristianos de los siglos XIX-XX aplicarán para su problema y para su deseo.

La narrativa del retorno

La primera narrativa que el movimiento ecuménico encuentra en el NT y se aplica a sí mismo es la del retorno: no tanto del regreso del uniatismo latino que busca durante muchas décadas una retroversión de la historia hasta el punto imaginario de una era de cristiandad en la que todos estaban sujetos al sucesor de Pedro, sino de aquel retorno a un momento de los tiempos de Jesús en el que la iglesia habría experimentado una unidad que hay que recuperar.

Este tipo de narrativa se nutre de la investigación exegética que solo con mucha lentitud descubre las consecuencias del hecho de que la predicación de Jesús no posee instancias eclesiológicas, sino escatológicas. La exégesis de Jn 17,21 descubre que el amor fraternal no es un principio ético para un tiempo horizontal, sino el signo de la “presencia” sobre el cual la iglesia primitiva construye una instancia de unidad.

El problema histórico consiste en captar la fuerza que ha generado esta esperanza de poder regresar a una unidad.

La narrativa del sufrimiento

La excomunión es el incubador del primer gran ecumenismo; el ecumenismo de la violencia. Más allá de las diferencias confesionales, todas las iglesias tienen la necesidad de expulsar al hereje de la cristiandad y aspiran a alcanzar una paz que marque el umbral de unidad considerado vital. Narrada según la imagen del martirio o los rasgos heroicos de David y Goliat (o de san Jorge y el dragón), la violencia cristiana se convierte de este modo en la epifanía de un escándalo de la división, o en un sufrimiento que la historiografía se encarga de caracterizar de un modo o de otro. Después de que el siglo XVII mostrase que para poner fin a la violencia es necesario dejar a Dios fuera del contrato político, la relectura de las guerras religiosas como drama, y ya no como epopeya, abre las puertas a un replanteamiento profundo de la historia de las divisiones: a través de la crítica iluminista al fanatismo esta relectura considera un error la división que busca remedio, una herida que necesita cura.

La narrativa de la urgencia

El deseo de unidad se alimenta también de otra fuente: el sentido de una urgencia a la que considera ineludible. Quien en el siglo XX relee la fórmula ἵνα ὁ κόσμος de Jn 17,21 percibe no solo y no tanto la dimensión escatológica o icónica de la presumible unidad del texto, sino la finalización empírica (ἵνα) de esa unidad. De modo que, si la conversión del cosmos a la fe cristiana tarda, no es por una voluntad divina, sino por una deficiencia del testimonio que señalará de forma flagrante el movimiento ecuménico desde su comienzo formal convencionalmente establecido en la Conferencia de Edimburgo en 1910. El deseo de unidad que el movimiento siente se afirma al destino de esta hipótesis primigenia, que ve la unidad como un retorno y como un remedio, pero también como el instrumento necesario para la eficacia misionera, de la cual la historia parece estar llena. Basta leer las grandes obras de apologética histórica o de controversia.

La experiencia del imperialismo colonial del siglo XIX plantea no casualmente, en el Reino Unido y en el ámbito anglicano, el problema de cómo manipular la evangelización presentando ante todos una iglesia que reconcilie a los propios antagonismos confesionales, reconociendo, según un modelo kantiano de paz, como primarias las cosas que unen por encima de aquellas que dividen a los fieles que confiesan a Jesús Nuestro Señor: profesan el símbolo, practican el culto de la cena del Señor y leen la Biblia según el canon.

Objetivo y medio visible

El movimiento ecuménico del siglo XX perseguía un objetivo preciso: alcanzar la unidad visible. Pero ¿qué significa visible? es uno de los grandes elementos de análisis en la semántica del léxico ecuménico que es necesario estudiar. Desde el momento en que se afirma su existencia, la unidad visible parece ser un objetivo compartido del movimiento ecuménico, pero no resulta tan evidente cuál es el contrario de visible. Es visible la condivisión de la mesa eucarística. Este es el tipo de visibilidad del uniatismo latino que, al desvincular espiritualidad y confesión, considera que la sujeción al romano pontífice justifica una communicatio de iglesias que pasan de una comunión a otra desplazando los confines de la división sin tocarla. De este tipo es la unidad visible entre las iglesias de la comunión anglicana y la intercommunion: una expresión que se recupera en 1930 en el acuerdo de Bonn o que se transforma en el diálogo entre Roma y Constantinopla de 1966-1970, el que lleva al patriarca y al papa al borde de una hospitalidad eucarística que con certeza habría cambiado el curso del ecumenismo cristiano y que en los años setenta sigue siendo un horizonte común. La visibilidad, por tanto, deriva de un polo que coincide con la dimensión pública de las iglesias y de las estructuras eclesiásticas, la certificación de insuficiencia es clara, las cortesías litúrgicas hacen patente que la visibilidad mediática puede ser superior a la profundidad teológica.

Delimitar

Si se quiere comprender desde el punto de vista histórico el trayecto de un desiderium unitatis, reforzado por su estratificación en el tiempo y por su capacidad de expresarse en el espacio público, se debe proceder a una delimitación geográfica, a un barrido cronológico y a la enunciación de criterios heurísticos propios de cualquier trabajo histórico. Es más, gracias a la historiografía del y sobre el CMI, hoy sabemos que algunas vías aparentemente lícitas son callejones sin salida: la idea de interpretar la parábola del ecumenismo como una vida con infancia, madurez, senectud (y muerte), no ha ayudado a inventariar las opciones olvidadas y revitalizables del movimiento.

Geografía y periodización

Antes de fijar los confines cronológicos internos a la modernidad, este análisis requiere una delimitación geográfica, o mejor dicho una hipótesis sobre la extensión del “hecho” que constituye el deseo ecuménico. Que no se puede estudiar partiendo del postulado de que posea un centro y una periferia. Esta visión ha dominado una investigación que creía que fuese posible limitarse —excluir, o viceversa— a la clara relevancia de la teología europea a la hora de examinar el problema. Al mismo tiempo, las culturas europeas y no europeas se intercambian impulsos y modos de actuación: el salto generacional, la función de las clases estudiantiles, la práctica de la communicatio in sacris, las declaraciones de doble comunión y las prácticas de intercomunión.

Heurística

La comprensión histórica del ecumenismo en el sentido que se intenta especificar aquí exige un enfoque heurístico plural. Plural ante todo en relación con las tipologías: ni para los organismos ni para las personas las cartas de archivo describen el compromiso ecuménico mejor o más de lo que lo representan las cartas públicas. De hecho, el discurso ecuménico parte de una acción de persuasión y diseminación con respecto a la cual el archivo puede ofrecer elementos fundamentales de comprensión, pero que al final está conformado por pasos públicos que suponen la construcción de instrumentos apropiados de análisis a fin de conseguir estudiar un mosaico confesional y geográfico muy amplio.

Por consiguiente, comprender el deseo cristiano de unidad desde un punto de vista histórico supone afrontar una dimensión múltiple porque incluso después de haber definido los criterios heurísticos y los perímetros del problema, aquello que nos permite acceder a un conocimiento histórico digno de tal objeto requiere la percepción de la multidimensionalidad de cada aspecto estratégico.

Para explicarlo, se puede recurrir a la figura del paralelogramo. Si se quisiese expresar haciendo referencia a entidades inmateriales, sería preciso colocar sobre dos extremos horizontales las dimensiones de ordenamiento de tipo eclesiástico y de tipo político. En los otros dos extremos verticales deberían figurar las elaboraciones doctrinales y, en el lado opuesto, aquellas espirituales en las que se asientan instancias proféticas e intuiciones anticipadoras.


Un paralelogramo de fuerzas interpretado por sujetos abstractos corre el riesgo de reducirse a su vez a la abstracción, y está en lo cierto si este tipo de descripción lleva a no tener en cuenta el hecho de que las fuerzas caminan sobre las piernas de los hombres y las mujeres, cuyas elecciones y acciones, cuya libertad y condicionamiento, mueven las cosas y hacen que caigan.

Sin embargo, me parece todavía más importante subrayar que a los lados de esta cuadripartición conceptual se sitúan hechos históricos no menos importantes que las polarizaciones diagonales: que una figura como la del patriarca ecuménico Atenágoras, por ejemplo, enlaza lo espiritual y lo eclesiástico; o como aquella de frère Roger de Taizé que crea un puente entre dimensión política y presencia silenciosa.

Utilizo esta imagen solo para indicar una tensión que no es única, que nos debe poner atentos para evitar reducciones precipitadas en el examen de las fuentes y eventos que pueden aparecer más propiamente atribuibles a uno u otro plano, pero que, por el contrario, deben ser consideradas desde varios puntos de vista, con muchas precauciones, pero también con la confianza de tener delante un objeto que se expone al conocimiento histórico con una cierta connaturalidad porque es un hecho, porque es cristiano.

Notas:

1 Profesor de la Universidad Modena-Reggio, Italia, y Director de la Fundación para las Ciencias Religiosas Juan XXIII, Bologna, Italia. Es además el actual presidente de la Academia Europea de Religión.

II

Historia de la Iglesia en Chile: una crítica ecuménica


Matías Maldonado1

En este artículo se indaga en la tradición historiográfica de Chile vinculada al ecumenismo. Sostiene que los desarrollos científicos en la llamada “Historia de la Iglesia” no se han hecho cargo hasta ahora de las intuiciones ecuménicas del Concilio Vaticano II. En la Iglesia católica, la historia se ha escrito desde diversos puntos de vista, pero generalmente con escasa o nula referencia a la cuestión ecuménica. Y el desarrollo historiográfico de y respecto del resto de confesiones cristianas ha sido de menor envergadura, o se ha desarrollado en relación con las producciones de historia eclesiástica católica. El autor explora el problema aportando una visión del conjunto de la producción historiográfica de Chile, sus enfoques, tensiones y objetivos de las diversas colecciones.


Sostengo que una tradición de la historiografía nacional, cuyo objeto de estudio ha sido la historia de la Iglesia en Chile (es decir, las principales obras chilenas que se proponen interpretar este objeto de manera global y no monográficamente), no se ha hecho cargo de las intuiciones ecuménicas del Concilio Vaticano II.

Historiografía eclesiástica en Chile en la segunda mitad de la década de 1980

La segunda mitad de la década de los ochenta fue, sin duda, prolífica en la edición de historias de la Iglesia chilena. Fidel Araneda publica, en 1986, una edición ampliada de su Breve historia de la Iglesia en Chile, puesta en circulación por la Editorial Paulinas en 19682. En sus más de ochocientas páginas, Araneda no dedica apartado alguno al mundo evangélico-protestante u ortodoxo. En el mismo tenor se mantiene la mayoría de las obras que, al respecto, se publican en 1987, a saber: La Iglesia en Chile de Marciano Barrios e Iglesia en Chile. Contexto histórico de Fernando Aliaga.

En el preámbulo de La Iglesia en Chile, Marciano Barrios sostiene que “el amor de Jesús sacramentado, la protección maternal de María y el ejemplo aleccionador de los santos acompañan al pueblo chileno en su peregrinaje histórico hacia el reino”3. Dice Barrios que los ya nombrados “signos de oposición católica a la actitud protestante” marcaron y siguen marcando el camino de la iglesia chilena. Esta predisposición inicial que Barrios ve en la iglesia chilena permite entender que la única referencia hacia otras denominaciones cristianas aparezca en un solo párrafo al señalar la apertura ecuménica del Concilio Vaticano II hacia los “hermanos cristianos no católicos”. Cinco años después, bajo los auspicios de la Editorial Salesiana, Barrios publica Chile y su Iglesia: una sola historia, que resume la investigación publicada en 1987. La Editorial Salesiana se adjudica el título de la obra puesto que “la Iglesia católica ha acompañado a Chile desde su mismo nacimiento”4.

En 1987, se publica también la edición ampliada y corregida de Iglesia en Chile. Contexto histórico de Fernando Aliaga. En el prólogo el autor afirma que “entrego este esfuerzo en la esperanza de que sea útil para comprender, desde la ciencia histórica, la responsabilidad de edificar en Chile una iglesia orientada al reino a través de la liberación de los pobres”5. Esta orientación, directamente vinculada con las tendencias liberacionistas de la iglesia chilena —usualmente abierta a la apertura ecuménica— no se evidencia en su exposición. Al analizar el período de “renovación pastoral” (cuyas fechas límites propone entre 1952 y 1971), Aliaga detecta el fortalecimiento de la organización interna de la iglesia (su colegialidad), la participación laical a través de la Acción Católica y el movimiento litúrgico y bíblico, entre otras cuestiones, pero en ningún momento aborda la cuestión ecuménica como consecuencia del Concilio.

Muy distinta es la aproximación que realiza Maximiliano Salinas en su Historia del pueblo de Dios en Chile. La evolución del cristianismo desde la perspectiva de los pobres, también de 1987. En la introducción, Salinas afirma expresamente que “la renovación espiritual surgida a partir del Concilio Vaticano II y el creciente despertar de la iglesia latinoamericana, jalonado en las conferencias de Medellín y Puebla, exigen una nueva mirada sobre la historia de la iglesia en Chile”6. Salinas vincula este libro con la Comisión para el Estudio de la Historia de la Iglesia en Latinoamérica y el Caribe (Cehila), que se esfuerza —según el autor— en expresar históricamente el “vuelco eclesiológico” del Concilio7. Para dar cuenta de ello, Salinas incluye un capítulo sobre la religiosidad indígena, a cargo de Rolf Foerster, y un capítulo sobre el nacimiento y desarrollo de las iglesias evangélicas, a cargo de Juan Sepúlveda, en ese tiempo presidente de la Confraternidad Cristiana de Iglesias, organización cristiana evangélica de oposición a la dictadura militar y de amplia apertura ecuménica8. Salinas se propone abordar el “cristianismo de los pobres” como una perspectiva heredera de las consecuencias del Concilio. Este cristianismo es definido “como una experiencia que trasciende el marco hegemónico de la cultura eclesiástica oficial. En los comienzos de la historia de la iglesia en Chile, esa cultura eclesiástica, lo hemos visto, estaba íntimamente ligada al proceso político-militar de la conquista y la colonización. Por esto, la formación del cristianismo de los pobres va a producirse lejos y en oposición a las formas del catolicismo oficial”9. En el siglo XIX, “la pastoral postridentina, aplicada en Chile en su máximo vigor en los siglos XVII y XIX, fue un instrumento de gran efectividad política para la sociedad y el Estado oligárquico”10. Esta pastoral se caracterizaría, según Salinas, por la vigilancia del cuerpo y la justificación de la desigualdad como un orden pretendido por Dios. En ese contexto, la “fiesta” sería la máxima expresión de una religión popular que no acepta el orden impuesto, pero no tiene fuerza política ni militar para oponérsele.

En el tratamiento del siglo XX, Salinas dedica elogiosas palabras a Raúl Silva Henríquez, aunque expresa que, tras su renuncia, “la Iglesia católica se verá enfrentada entre dos polos o a recomponer el viejo y desprestigiado sistema de ‘cristiandad’, o a identificarse con mayor decisión y exigencia con la causa popular”11. Salinas concluye su libro haciendo referencia al llamado del obispo Enrique Alvear a construir la “iglesia de los pobres” con el propósito de “defender el movimiento popular y proclamar el evangelio de Jesucristo”12.

El libro de Salinas suscitó una interesante discusión respecto al modo en el cual se relacionan historia y teología. En una crítica reseña, aparecida en la revista Teología y Vida, el profesor Mauro Matthei señala el carácter “hostil a la iglesia” de su autor —dada su permanente oposición entre el cristianismo de los pobres y el cristianismo oficial— y sostiene que el principal problema del libro es la “trasposición al campo de la historia eclesiástica de las principales tesis de la teología de la liberación. Diríamos que la “Historia del pueblo de Dios en Chile” es un verdadero ejercicio escolástico para “demostrar” la actualidad de las premisas liberacionistas en los datos extraídos de la historia”13. Empleando las palabras de la Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la liberación, Matthei sostiene que el principal error de Salinas sería su concepción de la iglesia, pues “tiende a ver en ella solo una realidad interior de la historia (…) Esta reducción vacía la realidad específica de la iglesia, don de la gracia de Dios y misterio de fe”14. En sus palabras, afirma que “la erudición histórica de Salinas es indiscutible; pero no lo es su enfoque filosófico-teológico, viciado de una incomprensión medular de las estructuras mismas de la iglesia”15.

Desarrollo de la cuestión ecuménica en la historiografía eclesiástica del siglo XXI

El carácter de la discusión histórico-teológica recién reseñada desaparece en las dos nuevas colecciones de obras sobre historia de la Iglesia aparecidas alrededor del Bicentenario nacional. Como afirma Massimo Faggioli, es evidente que en nuestros tiempos existe una “crisis de la historia de la iglesia como disciplina académica cultivada en universidades pontificias, seminarios teológicos, facultades de teología católica y estudios religiosos, y también en facultades de historia de instituciones no católicas de educación superior e investigación. El debate entre Alberigo y Jedin sobre el estatus de la historia de la iglesia como ‘disciplina teológica’ posee hoy, a comienzos del siglo XXI, escasos descendientes interesados aún en tratar profesionalmente el tema de la historia de la iglesia”16.

Uno de ellos es la empresa mayor dirigida por Marcial Sánchez desde el 2009: la Historia de la Iglesia en Chile, de cinco tomos ya publicados. En la presentación del primer tomo, el cardenal Francisco Javier Errázuriz, afirma que “la historia de Chile y el aporte de la Iglesia católica a su desarrollo y progreso son un regalo, una herencia que recibimos de quienes nos antecedieron”17. Más aún, “en el caso de nuestra historia, no hay una historia de Chile, y en paralelo una historia de la iglesia en Chile. Los acontecimientos de la patria y de la iglesia se compenetran profundamente. Y no solo en el pasado colonial, sino que también hasta el presente”18. Es decir, la epistemología historiográfica del libro de Barrios, Chile y su Iglesia: una sola historia (1992), persiste sin matiz alguno casi veinte años después. Esta historia está vinculada a la Comisión Bicentenario, formada por la Conferencia Episcopal en el 2004. Sin embargo, a pesar de tal vinculación institucional, “esta colección [la Historia] responde a una donación que realiza el equipo de historiadores y de trabajo a la Iglesia católica de Chile y, por tanto, no existe vínculo económico alguno”19. Salvo dos capítulos, dedicados exclusivamente al mundo evangélico-protestante (escritos por David Muñoz Condell20), los cinco tomos hacen referencia a múltiples fenómenos vinculados a la Iglesia católica romana (organización eclesiástica colonial, misiones, percepción religiosa de la muerte, testimonios de santidad, música, cofradías, arquitectura, organización en tiempos de la independencia, inquisición, María, órdenes y congregaciones, educación católica, relación Iglesia y Estado, cuestión social, FF. AA. y un largo etcétera). Solo es posible encontrar breves apartados vinculados a la educación protestante del siglo XIX21, el estatus legal de las confesiones cristianas no católicas durante el siglo XIX22, las labores de beneficencia de los luteranos que colonizaron el sur de Chile en el siglo XIX23 y las misiones protestantes entre los aonikenk24.

Paralelo a la publicación de esta obra, el Centro de Educación y Cultura Americana (CECA), una entidad privada dedicada a la investigación y extensión, ha publicado tres tomos de Historia del cristianismo en Chile y América. A diferencia de todas las obras reseñadas, esta historia tiene una pretensión decididamente ecuménica, incluyendo en su primer tomo dos artículos de síntesis sobre el protestantismo del siglo XIX25, un artículo sobre el rol de la Fraternidad Ecuménica de Chile en el segundo26 y un artículo sobre el rol del educador bautista Diego Thompson a comienzos del siglo XIX en el tercer tomo27. Sin embargo, a pesar de incluir artículos dedicados al protestantismo en Chile (reivindicación que no pretendo defender aquí), la Historia del cristianismo en Chile y América posee una falencia fundamental: una ausencia absoluta de criterio histórico a la hora de seleccionar los temas que se incluirían en cada tomo. Benjamín Silva, compilador del primer tomo, sostiene en la introducción que “en los futuros tomos invitamos a participar a quienes estudien el cristianismo en Chile y América desde las voces más polifónicas. Para nosotros este es un espacio abierto tanto para especialistas cercanos a tendencias confesionales, de las heterogéneas sensibilidades cristianas, como para estudios muy distantes y críticos del desarrollo histórico del cristianismo en tierras americanas”28. En este caso, la polifonía está lejos de ser armónica. Para poner un ejemplo: junto a los dos artículos sobre el protestantismo del siglo XIX, se incluyen trabajos acerca de la religiosidad en la literatura latinoamericana del siglo XX, el pensamiento sociopolítico de Manuel Larraín y un análisis de los hospitales de indios fundados por Vasco Vázquez de Quiroga en el México colonial. Los dos tomos restantes siguen exactamente la misma lógica.

La historia de la Iglesia y el Concilio Vaticano II

Es relevante preguntarse si “ha contribuido el Vaticano II a la renovación de la historia de la Iglesia que ya estaba en camino”29. Tras analizar las 63 veces en las que en los textos conciliares aparecen las palabras “historia” o “histórico”, Xeres concluye que, de manera específica, solo dos textos se refieren a la historia de la Iglesia en cuanto disciplina, ambos en el decreto Optatam totius sobre la formación sacerdotal. Sin embargo, más allá de estas menciones específicas, la apertura ecuménica operada en el Concilio —lo que Xeres llama “un panorama eclesial notablemente ampliado” y cuyos alcances y límites auténticos no me corresponde exponer aquí— podría haber operado una “recepción historiográfica” más profunda. Si bien algunos historiadores han señalado que el Vaticano II y las conferencias generales del episcopado latinoamericano “no han dejado indiferentes a quienes, sobre todo desde el seno mismo de la Iglesia, han emprendido la labor historiográfica”30, me parece que la orientación de la historiografía eclesiástica nacional es precisamente la opuesta.

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