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El Both y la noche de los muertos

Se había echado la noche encima, cuando madre Latia sacó una pequeña lamparilla de barro que nunca habían visto con anterioridad. Frotándola con un paño la hizo prender, una pequeña llama azulada se asomó del cuello de la lucerna y madre Latia le habló mimosamente, como si esta entendiese cuanto decía. Se sentaron los cuatro alrededor de la mesa, la lumbre se hallaba encendida. Era una noche de perros y aunque en el interior de la casa se mantuviese una agradable temperatura, la inquietud prevalecía entre los mayores. Thyrsá e Ixhian se miraban de vez en cuando preocupados, extrañados de que el abuelo tartamudeara nervioso, durante la cena.

Ya entrada la madrugada, el abuelo les contó sobre la importancia que se le daba en el Powa al ciclo de los Nocturnos, como se denominaba la festividad dedicada al tránsito que une la vida con la muerte. Nuestros jóvenes le oían abstraídos, dejándose llevar por sus palabras, pues nunca antes habían presenciado tanto protocolo en el abuelo. Aunque puede que también ayudasen a ello, los reflejos del fuego sobre su rostro, lo que le configuraba de un aspecto sobrehumano y extraordinario. En un momento de la narración, Latia levantó la mirada, dirigiéndola hacia la ventana y el abuelo se percató de que algo extraño sucedía. Situándose rápidamente en pie, avanzó hasta el cristal, intentando observar que ocurría tras él. Seguidamente hizo señas de que apagasen las luces e incluso madre, se apresuró en amortiguar la luz que surgía de la chimenea, anteponiéndole una tela negra. Tan solo quedó la llamita azul que ganó presencia en la sala conforme se sumieron en la oscuridad.

—Ha cruzado una sombra —manifestó madre mirando hacia el exterior, mientras Mó pegaba su cuerpo asustado al de Ixhian.

—¿Estás segura? —madre Latia no le respondió, limitándose a decir:

—No preocuparos, ella nos hará invisibles. —Haciendo referencia a la llama que surgía de la pequeña lámpara.

Y en eso que volvieron la mirada atónita y estupefacta hacia la ventana, Thyrsá no pudo impedir abalanzarse aterrorizada sobre Ixhian, mientras Latia se volvió hacia ellos enfadada, llevándose el dedo índice a sus labios y haciéndoles señas para que guardasen silencio. El cristal se había empañado por el frío, sobre el vidrio se traslucían figuras tortuosas y retorcidas, que se estampaban de forma confusa desde el exterior.

—Agacharos y ocultaros —dijo Latia balbuceando.

—Los muertos nos buscan —agregó escuetamente el abuelo, a la vez que se le escapó un grito a Thyrsá.

El abuelo avanzó deslizándose a ras del suelo y muy lentamente corrió el visillo que apenas ocultaba el cristal de la ventana. Luego ya en pie, atrancó la puerta de entrada con un enorme tronco. Latia mandó subir a los jóvenes hasta el desván, donde arropados y temerosos pasaron la noche sin poder pegar ojo.

Nunca supieron que sucedió en el piso de abajo, ni yo soy nadie para relatarlo. Pero cuando las primeras luces del día, penetraron a través del tragaluz del tejado, supieron que lo peor ya había pasado. Con cuidado descendieron por la estrecha escalera de mano, el abuelo y Latia mantenían abierta de par en par la puerta de entrada, ambos presenciaban la salida del sol.

—Preparaos niños, iniciamos la partida. Aquí ya no queda nada más por hacer —los recibió gritando Latia.

[17] Segunda luna del otoño y penúltima del año.

[18] El Bosque Powa en el sur de la isla, albera dos grandes comunidades; El País de la Roca para los hombres y Casalún para las mujeres.

[19] Los Nocturnos del Aíte Mor o el Both, la semana de los muertos.

VIII - Thyrsá
Camino al Valle de Tara

Un apuesto caballero se ha unido a nosotros. Llevamos dos días de marcha y me quedaría aquí, en este momento de mi vida, para siempre. Si le diesen a elegir a una no avanzarían los años, y haría este camino junto al niño Ví, eternamente.

Montamos ambos sobre Dulzura, mientras los días pasan a ser predominio de las nubes y de un constante aguacero que no nos abandona. Más yo me aferro con verdadera efusión a la cintura de mi caballero y así me siento una sola con él, constituyendo ambos un solo cuerpo. Estoy enamorada, locamente enamorada.

El caballero Gris se une a nosotros, es un tipo simpático que va extrañamente vestido, aunque deje entrever alguna que otra sombra abatiéndole el rostro. Conversan nuestros preceptores cabalgando algo adelantados, mientras nosotros nos rezagamos a conciencia, no obstante el abuelo se vuelve de vez en cuando, asegurándose de que le seguimos la pista. Desde aquí observamos como frunce el entrecejo, mientras el caballero Gris no para de hablar, narrando las experiencias percibidas a través de sus variopintas travesías. Es fácil deducir por nuestra parte que un asunto trascendental y apremiante, ha despertado el recelo en nuestros mentores. Acelerando la partida y el abandono de nuestro apacible hogar en el altozano, sin ofrecernos la posibilidad de intervenir, ni opinar sobre una decisión de tan atrevida trascendencia. Ya en el camino, eso sí, nos dejan disfrutar del viaje a nuestras anchas, envueltos ambos por un halito rosado y sin más preocupación que cubrirnos de las rachas de lluvia y un gélido viento, que de vez en cuando nos sorprende.

Han pasado dos meses desde que iniciamos la partida y por nada del mundo cambiaría este presente, ni por todos aquellos momentos irrepetibles vividos en el altozano.

Allí quedaron subscritos mis primeros besos y mis primeros arrebatos apasionados, frutos del deseo y del entusiasmo de una joven enamorada. Con él he aprendido a fluir, aparcando el peso y la desolación que supuso, dejar partir a mi hermana.

Encontré al fin una familia donde refugiarme, aunque de vez en cuando se manifestase el fantasma de Mamá la yaya, deambulando entre las ruinas de Vania para recordarme que su alma, aún habitaba allí.

Supe al instante de verlos llegar, que este sería el núcleo familiar en el que me sustentaría durante el resto de mi vida. Quiero a madre Latia con locura, a pesar de sus delirios y lo difícil que a veces me resulta soportar su carácter dualista. Sin embargo y a pesar de ello; en el espejo de su alma me reflejo como mujer, ya que aún y a pesar de sus desmanes, conserva una permanente presunción femenina.

Evoco ese tránsito, ese camino con mi amado, los momentos más dichosos y afables donde ambos olvidamos todo tipo de temor y duda. Muy detrás queda la casita del altozano, sus ruinas y los bosques de Hersia, para ello ha sido necesario dar un largo rodeo, evitando los parajes brumosos y salvajes. Desde el cruce de caminos, hemos atravesado la triste tierra de los Marjales, un sendero evitado siempre debido a lo inhóspito y desapacibilidad del terreno. Nos dirigimos hacia el encuentro con el paso de Lara, una garganta sumergida entre las altas montañas que conforman la cordillera de las Díalas, sorteando así sus escarpadas cumbres y desfiladeros. Tras el largo recorrido por el corazón de las Díalas se alcanza una sorprendente pradera, en cuyas orillas se baña el primero de los siete lagos de Conanza.

El oscuro y frío invierno va dejando paso a un clima más suave, pues conforme avanzaba el ciclo lunar de los Fuertes Vientos[20] , más nos adentramos en la primavera. Él me rodea con sus brazos, mientras una corriente helada cruza el paso de Lara. Avanzamos y la superficie de la montaña se anega de un mar de campanillas blancas, inclinadas a merced de su peso y mesura. Desde la pradera se divisa un paisaje imposible de dibujar; mezcolanzas de contrastes y tonalidades se reflejan, originando que todas sus discordancias se perfilen y esbocen simultáneamente, brindándonos así un espectáculo visual irrepetible.

Nos han dejado a solas por un breve intervalo de tiempo, retozando sobre la frondosa ladera. Abajo, aquellos que necesitan de calor y comida, rodean una pequeña hoguera, desde aquí arriba se les ven dialogar acaloradamente entre sí.

¡A quién le puede importar cuánto suceda en el mundo! Me quedaría aquí abrazada a mi amor por toda la eternidad, poco me importan las flores, ni la necesidad de alimentarme, ni los lugares hermosos de la tierra, ni siquiera era esta luz mortecina y brillante que se refleja con impertinencia sobre el lago; tan solo Ixhian me importa, tan solo Ví, mi amor.

El Valle de Tara[21] debe hallarse cerca de nosotros, por lo que se decide pasar la noche y acampar a orillas de este hermoso lago, donde las cumbres nevadas de las Díalas se proyectan sobre sus aguas cristalinas. Y yo le besaré una y mil veces, hasta que mis cabellos aniden en los suyos y el sabor de sus labios no contenga diferencias con los míos.

—¿Visteis un espectáculo semejante, Ví? —le pregunto abrazada a él, mientras las luces anaranjadas del ocaso se filtran entre las montañas.

—No me preguntes eso Mó, tú sabes que viví desde pequeño entre luz y oscuridad, nunca estuvo al alcance de uno tanta abundancia y hermosura; ¿Y tú? —me devuelve la pregunta, mientras mantiene su mirada puesta en el ocaso.

—Lo mismo te digo amor, ya lo sabes todo de mí. Siempre viví al borde del altozano en Vania, sobre sus viejas ruinas. Y mi único camino frecuentado, fue aquel que transita desde Vania hacia Jissiel.

—¿No te preguntas quienes somos en realidad? ¿Por qué nos sucede todo esto? Jamás pensé que podría existir un lugar, donde uno mira al frente y no sabe el punto exacto donde poner su mirada.

—Pues ponla en mí amor, mientras puedas dirígela hacía mí. —Y haciéndole girar el rostro, le besé con una pasión incontenida…

El Caballero Gris y sus mil historias

El Gris aprovecha para enseñarnos cómo levantar un refugio, tal como se hace en la tradición del Nómada, haciendo referencia sobre las largas estacas que porta a ambos lados, de su extraño caballo llamado Cabalganieblas.

—Son las varas de Aral, es el signo de mi orden y de todo buen caballero errante. No significa más que aquel quien las carga, no posee hogar ni patria, y que en cierto modo se halla condenado a vagar de un lado a otro, sin destino ni rumbo fijo. Es y ha sido nuestro salvoconducto para poder caminar en libertad. Era la primera vez en todo el trayecto que el enigmático personaje se dirige a nosotros, obviando la figura de nuestros mentores.

Sentándonos alrededor del fuego, la noche oscura y fría transcurre velozmente, escuchando viejas historias en boca del Gris, que no para de hablar en ningún momento. Departiendo con nosotros las maravillas y los prodigios vividos a lo largo del nómada, que era el nombre con el que se identificaba la orden y las experiencias percibidas en su camino.

—El nómada no significa más que la sabiduría y cuantos conocimientos vamos atesorando a lo largo de nuestra vida —añade el abuelo.

Y por primera vez oímos mencionar a las tribus del norte, la raza de los mowai y de los fieros abdul. Nos cuenta de una pradera donde una se pierde y halla el anhelo, llamada la Arami, la puerta de la esperanza; también de la selva del Urbian, el País del Quicio y de la singular Urshulá, la ciudad de Melodía, protegida por sus valerosas guerreras tukumanas. Dándonos la sensación de nacer en un mundo nuevo y distinto, que nada tenía que ver con la calma de Hersia ni su altozano.

Junto a nosotros, disfrutan de lo lindo madre Latia y el abuelo Arón, que se les ve dichosos, oyendo las palabras surgidas en boca del Errante, dejándolo relatar a su aire. Sin apenas interrumpir su extensa y a veces cansina narración, oímos por primera vez hablar de las blancas arenas de playa Nardos y del mar del Estío en Mirás, y cruzamos nuestras miradas a un mismo tiempo, pues aunque siempre nos habíamos hallado cerca, nunca vimos el mar. Entonces Mó promete llevarme y descubrir juntos esa inmensa llanura de agua, donde según se cuenta; el horizonte se convierte en una elevación ondulante salpicado de espuma blanca. Luego, tras un inciso nos habla de la batalla en playa Arenas donde se sellaron las pautas que conforman el nuevo mundo, narrando este episodio con mucha pena en sus ojos. El Errante parece haber surgido de un cuento, su rostro es lánguido y caído, la dentadura algo notoria y sus cabellos dilatados se enmarañan como una selva. Es un Nómada y se encuentra aquí, en este mundo, principalmente para describir y dar testimonio.

El abuelo aporta un cesto cargado de manzanas que devoramos con avidez, luego tumbados alrededor del fuego, pasamos la noche soñando que transitábamos por lugares lejanos e inhóspitos. Hasta que en un momento dado, siento a Ví abrazarme y refugiarse pegándose a mi cuerpo, quedando ambos enlazados y profundamente dormidos.

El amanecer de ese día es sin duda el más hermoso de la tierra y entre las lejanas montañas se deja traslucir la luz dorada de la mañana. El abuelo Arón y madre Latia elevan sus plegarias a orillas del lago, sin advertir que desde el suelo y bajo las mantas, somos testigos del rito. Más tarde refrescamos nuestros rostros en el agua del lago, a la vez que desenredo mis cabellos, al resguardo de la hoguera que aún se mantiene encendida. El Gris me ofrece una infusión que según dice vigoriza el cuerpo y despeja la mente. Nace un día más y cierto tono purpúreo se refleja entre las grietas y escarpados de las altas montañas, matizando sombras y penumbras en algunas zonas del lago y sin embargo… sobre las cumbres más altas resplandece en lontananza, el esplendor de una limpia y blanca nevada.

Pasados ya los tres meses de camino, al fin cruzamos El Cordón de la Díala, que no es más que una empalizada compuesta por una espesura retorcida. En principio, la carencia de espacio entre los árboles imposibilita un rápido avance, siendo realmente impracticable, abandonar la insignificante senda que retorcidamente se adentra en el bosque. Pasadas unas horas, los árboles negocian su propio espacio y poco a poco la floresta se va despejando. En un momento de la tarde, el grupo lanza un grito de sorpresa y asombro, ante la presencia de una manada de nóveles cervatillos que cruzan velozmente ante nosotros y en dirección hacia una loma elevada y abierta, desde donde se puede observar un cielo tremendamente azul.

Al día siguiente el paisaje cambia considerablemente, alcanzando los llamados Campos de Daflor, siendo pues la bondad de la madre tierra y sus frutos, cuanto se nos revela ahora. Nada malo puede surgir de este lugar, la fragancia del tomillo anega la campiña, los retorcidos robles quedaron muy detrás y ante nosotros, se extiende una dehesa conformada por alcornoques y frutales, que hallándose en flor; muestran un estallido de variopintos colores. Todo reboza en piedad y misericordia; la primavera debería permanecer siempre sobre la tierra, pensé. Deberíamos reivindicarla para que pasase a ser la estación natural del hombre.

A partir de ese momento del viaje, nadie se atreve en mencionar palabra alguna, ya que ninguno de nosotros desea interrumpir la magnitud que nos rodea. Era como si el sonido y la vibración que surgen del Valle lo envolvieran todo y no existiese la necesidad de comunicarnos. Bajo un roble milenario, encontramos diversos víveres y frutos a nuestra disposición, invitando a refugiarnos y a hacer un alto en el camino. Entre sus prominentes raíces, se levanta un pasillo que penetra hacia el interior del mismo. El abuelo nos recomienda pasar la noche bajo el árbol, que resulta ser como una pequeña caverna. Un manantial brota junto a sus raíces, por lo que aprovechamos madre Latia y yo para darnos un buen baño, en una cuba de madera que parece dispuesta para dicho menester. Entrada ya la noche recogemos el lugar, tan rápidamente como podemos, y entre risas y bromas dejamos entrar a los hombres que aguardan desesperados e impacientes, poder asaltar la sabrosa cena que nos aguarda.

La llegada al Valle de las Estrellas

Al despertar en el nuevo día, un enorme venado se asoma imponente, sobresaliendo por la delgada línea que marca el horizonte. Era el Magna Anta, la presencia más antigua del bosque que nos recibe y otorga el consentimiento para acceder al Valle.

Dejamos atrás los campos de Daflor y sus frutales, dando entrada al Valle de Tara, uno de los lugares nobles de la isla. Conforme descendemos, las huertas y sembrados van ganando lugar. Cercados y acequias nos señalan por donde proseguir y los naranjos al borde del camino, nos brindan el perfume del azahar. El viaje toca a su fin, suponiendo ello, la separación de Ví, mi amor. Ahora cada uno de nosotros tendrá que enfrentarse a una nueva forma de vida. El abuelo y Latia han decidido sobre nuestro futuro, quedando ahora, un largo trayecto por delante, comprometiendo una ardua y dificultosa formación.

Reconozco a la dama que nos aguarda, justo a la entrada de lo que parece ser un pequeño poblado. Es la simpática asistenta que me acompañó en el día de la muerte de Mamá la yaya, la reconozco al instante, ya que su cabello rapado no da lugar a dudas y miro si aún mantiene la ornamentada trenza oscura que llamara tanto mi atención. Efectivamente la trenza le cae sobre los hombros, superando incluso su cintura. Carita de porcelana, piel exquisita, delgada y alta de estatura.

Se halla al inicio de una calzada empedrada, justo donde concluye el camino de tierra y arcilla. Apeándome de Dulzura, me coloca una diadema rosada alrededor de mis cabellos y un precioso collar de orquídeas blancas, colgando sobre mi pecho.

—Bienvenida a Tara, la tierra de tu primavera.

Quedo atónita sin poder responderle, impresionada por las agraciadas doncellas que la rodean. Latia baja del caballo y besa a la joven en la frente, mientras esta se inclina ante ella. Entonces caigo en la cuenta, de que realmente desconozco a la persona que me ha cuidado y con la que he convivido los últimos años de mi vida.

¿Quién era en realidad Latia? ¿Qué relación mantenía con esta tierra?

La observo, advirtiendo el cambio producido en su aspecto desde la salida de Hersia y a pesar de haber soportado tan largo y fatigoso viaje, camina erguida, e incluso percibo la sensación de haberse rejuvenecido. Ahora debo montar sobre la yegua Dulzura y hacer la entrada al Valle acompañada solo de mujeres, así lo manda la costumbre.

[20] Primera luna de la primavera y cuarta del año.

[21] EL Valle, adherido en su conjunto y por la zona sur al Bosque Powa, conformando un único ecosistema.

IX -Ixhian
La llegada al País

Ixhian monta sobre Sumo, compartiendo el bello caballo azabache con el abuelo. Preferían que Thyrsá hiciese la entrada en solitario al Valle, sobre la orgullosa y blanca Dulzura, tal como mandaba la tradición; tan solo era una cuestión de géneros.

Desciende nuestro joven del caballo y se adelanta hasta Thyrsá que se encuentra junto a la agraciada Asia, besándola y aguardando una palabra que no llega. Con el corazón acongojado intenta disimular su turbación. Él sabe que de momento la historia hace un receso y la niña Thyrsá se ha de incorporar a Casalún, en donde habrá de formarse y pasar los próximos años. En esos instantes de incertidumbre, la mujer más hermosa de la tierra, se marchaba coronada por una diadema de flores rosadas, y cuando menos se lo esperaba nuestro joven, volvió su rostro ausente y dispuso su mejilla en espera de recibir un último beso. Hasta que definitivamente, la niña se decide por unirse al grupo de muchachas, emprendiendo la bajada hacia el Valle. Madre Latia le ofrece una toga de piel al joven para que se arrope durante la travesía.

—Arrópate y no cojas frío, mi niño. Ahora comienza tu historia, hemos pasado un tiempo de lo más hermoso, compartiendo nuestras usanzas y rutinas. Toca despedirse por un tiempo que deseo, no se prolongue en demasía. Continuaremos cada uno por nuestro camino, así es la vida; encuentro y despedida, tal como dice tu abuelo —hablaba sonriendo—. Deberás ser un gran hombre y para eso necesitas forjarte y endurecer ese carácter mantecoso que todavía se conserva en ti. En suma hijo mío, aprende a conocerte y a tener fe en ti mismo, que es sin duda lo que más importa en la vida de uno. Adiéstrate y prepárate para lo que ha de venir, y que dicho sea de paso; intuimos el abuelo y yo no será nada fácil de afrontar. Llévate mis bendiciones y todo el amor que te he podido ofrecer, aunque ni que decir tiene que te hubiese dado mucho más.

—Cuídate madre, cuida de Thyrsá, nos volveremos a ver pronto, supongo…

—Y no te preocupes por tu niña que estará bien cuidada, déjanos hacer a nosotras. Lo demás que decirte… esta tierra y sus habitantes necesitan de gente como vosotros, entiéndelo. Ningún camino llano y sin recodos atrae a los valientes. La vida es misteriosa y seductora a su vez. Vívela así y nunca des nada por concluido, pues ten en cuenta que a nadie más que a tu madre le duele esta separación —diciendo esas palabras, madre Latia se marchó junto a Thyrsá, rodeada por al séquito de jóvenes muchachas y emprendiendo a pie el camino de bajada hacia Casalún.

En esos momentos Ixhian, aún era muy joven para entender cuanto acontecía a su alrededor, pues apenas había sucedido el tiempo desde que dejó la Sidonia y la oscuridad en la que creció. Quedó nuestro joven como paralizado y sin fuerzas para ni tan siquiera, poder montar sobre Dulzura. El abuelo y el Gris le observaban inmunes sin querer intervenir. Hasta que el Cabalganieblas, el caballo mágico del Gris, comenzó a vaporizar y el camino empedrado fue deshaciéndose a la vista, Thyrsá volvió para mirarle por última vez y entonces una profunda niebla cubrió el Valle.

Habían pasado casi cuatro meses desde que abandonaron Vania y ahora el destino dirigía sus pasos hacia el País de la Roca, la casa originaria del abuelo, un lugar poblado en leyendas. Después de casi dos años colmados de plenitud y regocijo; viviendo más cerca del cielo que de la tierra, se desplomaba cayendo hacia un vacío inexplorado. Quedaba solo y sin ellas; las mujeres que de una manera u otra le habían sostenido. Llegaba a un mundo forjado por hombres al igual que en la Sidonia y eso le inquietaba profundamente, produciéndole cierta desazón, pues se había hecho a la dulce y apacible presencia femenina. Quedaba a merced y bajo la custodia de un extraño, aunque fuese este la persona que le apartara de la oscuridad y le ofreciera la posibilidad de una nueva existencia. A pesar de todo ello y desde el fondo de su alma, sentía que el abuelo le era un total desconocido. Aunque, por otro lado, deseaba demostrarle su gratitud y probarse a sí mismo, pues comenzaba a correr por sus venas sed de acontecimientos y aventuras. Anhelaba convertirse en alguien importante y llegar a ser como el abuelo o el brujo Dewa. Tener la posibilidad de vivir una vida propia y poder así recorrer el mundo.

Se introdujeron en el interior del Bosque Powa, cruzando multitud de retorcidos senderos y dando la sensación de entrar en un laberinto sin final, donde un penetrante olor a hinojo y enebro, le invadían los sentidos. Riscos y grandiosas vetas de piedra, emergían súbitamente de la tierra, arropadas por plantas trepadoras que ocultaban peligrosas pozas de agua. Un lugar virtuoso en el que los árboles y sus sombras atesoraban el tesoro de un conocimiento inaccesible para el resto de los habitantes de la isla.

Llegaron a un claro encubierto y rodeado por tejos centenarios de raíces retorcidas, en donde confluían varios senderos. Una enorme barca de piedra, ofrecía en su interior el agua que manaba de un manantial y en donde su sutil vibración, no superaba las paredes del contenedor de piedra. El abuelo bebió primero, ayudándose con la palma de la mano, seguidamente le imitaron el Gris y nuestro joven. En la profundidad del estanque, se manifestaba un diverso ecosistema vegetal en donde jugaban a esconderse pequeños pececillos de plata, entre plantas acuáticas y piedras de colores.

Pasaron un par de días inmersos en el interior del Powa, sin apenas cruzar palabra alguna. Hasta que al fin se decidieron por acampar bajo unas colosales ruinas, resguardadas por la sombra de los robles y del musgo. El abuelo Arón mandó al joven a buscar leña y encender el fuego, mientras que el Gris no le perdía de vista, a la vez que levantaba su particular campamento.

—Esta noche la pasaremos bajo el refugio de la fortaleza de Ínsula, y ya mañana, pasado el mediodía, alcanzaremos el País, pues se dice que es de buen augurio entrar en la Roca, al atardecer —dijo el Gris.

Ixhian se mantenía sentado sobre la toga que le proporcionara Latia, masticando un trozo de pan endurecido, mientras se sumía en la nostalgia. Recordaba a la niña Mó, a la que echaba mucho de menos. Hacía tan solo unas horas que se habían separado y ya se le hacía insoportable su ausencia. El fuego iluminó la noche, y las estrellas se dejaban ver pretenciosamente bajo el cielo. Las viejas ruinas les hablaron de otros lugares, de un tiempo perdido plagado de personajes insólitos, nacido de las fábulas y las ficciones.

—La vida del hombre es similar al río que desciende, sin que nada sea capaz de interrumpir su corriente. El agua no se detiene nunca, continúa bajando y sorteando pacientemente sus trances y dificultades. Mientras nosotros actuamos inversamente al río, sin saber dejar atrás nuestros apegos ni compromisos y con un tremendo temor a deshacernos de ellos ¡Cuán difícil es navegar solos y en libertad! ¡Cuánto nos cuesta desprendernos! El transito es corto y apremia, dedícate a reflexionar en ello, hijo.

Ixhian, se hallaba fascinado oyendo las palabras del abuelo que parecía realmente inspirado, mientras el Gris permanecía callado, como si no estuviese mirando al cielo y tumbado sobre la hierba.

399
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9788417334307
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