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VI - Thyrsá
La vida en comunidad

Sucedió en ese verano, cuando llegó la ilusión que anunciara un vuelco rotundo a mi vida. Fue un verano atípico donde el sol no calentó demasiado y en donde el cielo amanecía cubierto por una bruma matinal que le costaba levantar. El chico del mercado vino varias tardes a visitarme, no tantas como me hubiese gustado, pero las suficiente para mantener viva la llama que se encendiese en Jissiel. Nos fuimos conociendo y descubriendo, el uno al otro, hablando y paseando al resguardo de las ruinas y del agua. Le fui enseñando mis tesoros y escondites; y para cuando se instalaron en casa ya lo sabía casi todo de mí. Tan solo le quedaba por conocer a mi tutor, el hombre que me cuidaba y que siempre escabullía su presencia ante nuestros encuentros.

El abuelo se mantenía misterioso en esos días e incluso se aventuraba por el bosque a solas, algo le preocupaba no cabía la menor duda de ello. Aun así continué como si tal cosa, como si nada ocurriese, compartiendo nuestros momentos y reflexiones. Sumo era un caballo fuerte y bastante robusto, a su lado parecía una diminuta que apenas alcanzaba la altura de su dorso. Cuando montaba con el abuelo, siempre lo hacía delante de él, ya que me encantaba aferrarme a la sedosa crin del caballo. Me viene a la memoria cierto día, que dimos un paseo a caballo por el interior del bosque, llegando incluso a zonas donde nunca antes había estado.

—Quería enseñarte algo —me dijo el abuelo.

—Me da miedo esta zona del bosque, nunca suelo alejarme de los alrededores del altozano.

—Es profundo y viejo, guarda demasiados recuerdos.

—Si a veces, conforme más me alejo de la casa, el bosque parece como si hablase y las sombras de los grandes pinos me producen cierto malestar, haciéndome imaginar cosas, abuelo. —Cabalgábamos atravesando una campiña y esquivando el robledal hasta alcanzar el pinar alto.

—¿Cosas, como qué?

—Agujeros negros en el suelo, siempre los evito. Pienso que me puedo caer por ellos. —Me echo a reír, sin embargo me extraña que el abuelo continúe serio y no le haga gracia la broma.

—Haces bien hija, a mí tampoco me gustan las sombras demasiado definidas.

Cierro los ojos y me veo aferrada a Sumo con fuerza, el caballo cabalga a toda velocidad. El viento me da de lleno en la cara; me encantaba sentirme así, como si me comiese el mundo, son instantes saturados de euforia y optimismo.

—Aquí precisamente quería traerte, deseaba enseñarte este sitio y que conocieses este lugar.

Ante nosotros se abría una zanja enorme, una calzada totalmente reseca y sin hierbas. El caballo se quedó detenido al margen de la misma, sin cruzarla.

—El bosque de ahí enfrente cambia de color, es distinto y bastante tenebroso. Yo diría que incluso nos mira. ¿Qué árboles son esos, abuelo?

—Eso es lo que menos importa. Nunca cruces esta banda de guijarros y arena. Ese es otro tipo de bosque, mucho más antiguo y por lo tanto mucho más resentido. Se llama Barranco Hondo y esta linde de arena que aquí ves, digamos que hace de frontera entre dos naturalezas muy distintas.

—No te preocupes abuelo, sería imposible para mí llegar tan lejos.

—Bueno, estás avisada por lo que pueda pasar. A partir de ahora las cosas van a cambiar.

Sin dejarme rechistar, el abuelo mandó dar media vuelta a Sumo y emprendimos apresuradamente el regreso a casa. Esa noche el abuelo se mantuvo especialmente silencioso. Comimos unas acelgas rehogadas con algo de queso de cabra, obsequio de la señora que cuidaba a Ví, que era el diminutivo con el que comencé a llamar al niño de Jissiel. Justo cuando me disponía a abandonar la mesa, dijo el abuelo:

—Deberías arreglar la casa y ordenar el cuarto vacío, pronto tendremos visita.

No le contesté, ni agregué nada al respecto, sabía que sería en vano. El abuelo se había sumergido en sí mismo; de tal manera, que sería imposible sacarle la más mínima información.

Era ya pasado el mediodía, durante una agradable y fresca tarde de principios de verano. Me hallaba secándome la cabeza con una pequeña toalla, cuando de repente escuché el trote y relinche de caballos; así que tiré la toalla asustada y corrí escaleras arriba, asomándome por las ventanas del piso superior y viendo llegar varios asnos por el camino. Tan rápido como pude, alisé mis cabellos y bajé corriendo a recibir al abuelo. Pero para sorpresa mía no llegaba solo, ya que dos corceles blancos le acompañaban. Quedé paralizada ante el espectáculo que se mostraba ante mis ojos; los corceles eran Dalia y Dulzura, siendo montados por Latia e Ixhian, y en medio de ambas yeguas, cabalgaba presuntuosamente el abuelo sobre Sumo. Tras ellos les seguían cinco asnos atados, con sus alforjas cargadas hasta los topes.

—No seas maleducada hija y saluda a nuestros invitados.

Recuerdo que sin saber que decir, aturdida y azorada me mantuve con la cabeza agachada y con miedo a levantarla.

—¿Interrumpimos algo Thyrsá? —dijo la dama.

Negué con un ligero movimiento de cabeza.

—Ayúdanos a desembarcar el equipaje hija, que parece que traigamos la casa a cuestas.

—Te advierto que aún falta un porte de otros cinco asnos con tus libros —le contestó la dama al abuelo.

En esos momentos y recién cumplidos los quince años, la vida fue generosa conmigo por segunda vez consecutiva.

El niño Ví

Pasó un tiempo, algo más de un año, quizás…

En donde los cuatro nos mantuvimos conviviendo. Ese período, sin duda alguna, fue el inicio y la base de todo cuanto me ha sostenido hasta ahora. Los momentos pasados en la casita del altozano, cuando todo se hundía tras la marcha de Celeste y cuando más sola me hallaba; la rueda que rige el destino dio un giro completo y la nueva alianza se convirtió en motivo de una desmesurada alegría.

Compartí mi vida más íntima con Latia, conviviendo bajo un mismo aposento. Por lo que ella supuso mi referencia, educándome en ser mujer. Luego estaba el abuelo que no se marchó ni un solo día de nuestro lado, así pudimos saborear toda su erudición y conocimiento. Con Ví, navegué por mundos que a cualquiera le hubiese gustado hacerlo. En las mañanas apenas le veía, a no ser que bajase al huerto o me tropezase con su rebaño a posta. Los quehaceres y labores junto a Latia, me mantenían entretenida la mayor parte de la mañana, tan solo los jueves salíamos al mercado, aunque ahora era Dalia, la yegua de Latia quien tiraba del carro.

Latia y yo, en todo y para todo; chismorreos, burlas y una confabulación infinita… todo fluía mirándome a través de ella, reflejándome en ella como si fuese un espejo.

Ví era mi desahogo y nutrición. De él bebía y por él me enfrentaba cada mañana, conmigo misma, intentando ser mejor.

El desayuno, su tazón de leche y la correspondiente rebanada de queso. ¿Quién bajaría al bosque primero? ¿Me ha mirado? ¿Se ha fijado en mí?

El cuidado del huerto, la limpieza del corral, ordeñar las cabras, arreglar algún desperfecto en casa; esa puerta que no cierra o preparar el tejado para el invierno…

Ví marchaba temprano a pastar las cabras y a mí me gustaba verlo partir con la pelliza echada sobre los hombros, pantalones anchos y una larga vara que cada tarde apoyaba tras la puerta. El abuelo lo tenía más fácil, pues solía bajar a pasear por el bosque o bien se decidía a echar la mañana trabajando entre el huerto y los frutales. Esperando el permiso de Latia para poder subir y echar una mano en la cocina.

Nuestra dieta consistía mayoritariamente en vegetales y cereales, donde no nos faltaban los huevos, ni la carne de caza aportada por Ví, que era el encargado y el único de nosotros capaz de suministrarla. Tampoco faltaban las percas ni las truchas y que según nuestra particular tradición, las consumíamos los viernes durante la cena, así manteníamos el equilibrio en la charca donde las pescábamos.

Luego estaban los caballos que también había que cuidarlos, por lo que se decidió que cada uno cuidase el suyo, y como yo no tenía, obviamente me liberé de dicha tarea. Aunque ni que decir tiene que aprovechaba ese tiempo para acompañar a Ví y sacar a pasear a Dulzura. Montábamos ambos sobre la yegua y aprovechábamos para escabullirnos durante un par de horas por el bosque y sus caminos, liberándonos así de nuestros mentores. Por lo general nos dirigíamos a un pequeño montículo que era nuestro lugar favorito. Allí desmontábamos y retozábamos, permitiéndonos algún que otro tímido beso y caricia. Nos encantaba sentarnos sobre la hierba y observar a los animales cruzar entre los árboles, conejillos, ardillas y algún que otro reticente zorrillo. También se oía con nitidez el canto de los jilgueros y abejarucos, nos sentíamos muy a gusto los dos solos. Ese era nuestro espacio y nuestro tiempo.

En verano, Latia nos daba clase de ortografía o al abuelo le tocaba relatarnos alguna historia antigua de la isla. Durante las tardes de invierno, al ser estas tan cortas, preferíamos dejar esta parte para después de la cena y al refugio de la chimenea, pues apenas nos quedaba tiempo para nosotros. Los días se sucedían sumidos en una placidez inalterada, donde cada uno llevaba su propio ritmo, marcando con precisión los momentos exactos para el encuentro.

Llegó el otoño y el suelo se llenó de hojarasca, los chopos y álamos quedaron desnudos y en las mañanas ya había que abrigarse. El abuelo se apañó de un burrito para que nos ayudase a subir la leña, hasta el altozano. Los hábitos cambiaron, así que nada más terminar de almorzar y con el último bocado en la boca, salíamos disparados hasta el cobertizo; en donde montábamos sobre Dulzura y cabalgábamos al interior del bosque. Cuando llovía nos acercábamos hasta Jissiel, donde a Ví le gustaba acercarse hasta el taller del maestro carpintero. Le encantaba la madera y siempre que podía, tallaba con la navaja alguna figurita que luego me regalaba. Me viene cierto día, echados sobre la hojarasca y bajo los árboles, cuando me pidió tallar mi imagen sobre un madero de tejo que había seleccionado. Yo me dejaba hacer, posando presumidamente ante él, mientras Ví ponía el máximo esmero en la tarea. Hasta que aburrida y cansada de posar, comencé a moverme nerviosa, al tiempo que Ví se enfadaba y me pedía que continuase posando.

—Estate quieta o no la terminaré nunca.

—Ya has tenido tiempo más que suficiente y no tengo más ganas de posar.

—Solo un momentito más y acabo.

Y sin hacerle el más mínimo caso, lanzaba mi rebeca a un lado y salía disparada entre los árboles, con la intención de que este me siguiera. Emprendiendo una larga carrera que concluía ralentizando mi marcha a conciencia y dejándome atrapar…

Tardaba en despegar mi joven, pero cuando lo hacía me tocaba a mí, contener el apasionado impulso que recorría su sangre. Éramos jóvenes y comenzábamos a dilatar ese entusiasmo que otorga la pubertad y en donde el ardor florece con un estímulo inusitado. No entendíamos mucho de cuanto sucedía fuera del altozano, tan solo los relatos aportados del abuelo y a los que dábamos poca credibilidad. En nuestro mundo tan solo habitábamos los dos, no cabía nadie más. La casita en el altozano era nuestro universo personal y más allá, afloraba lo desconocido.

—Te vas a tener que afeitar Ví, pinchas.

—Ya me lo dice Latia que no para de sermonearme y te aseguro que se está volviendo algo pesada.

—¿Te vas a dejar la barba como el abuelo?

—¿Por qué no?

—Pues podías arreglarte y ponerte tan guapo como él. —Recuerdo que me miró con cara de circunstancia.

—¿Te refieres a los demás hombres del pueblo o solo al abuelo?

—Lo pensaré —le contesté coqueteando.

—¡Pero qué tonta eres hija! —Me vuelve a besar, a la vez que nos apoyamos sobre un grueso tronco de pino, sobre el que he grabado un corazón.

—Tienes los ojos castaños —le digo.

—Y tú verdes, aunque no siempre.

—¿Te casarás conmigo algún día?

—Lo pensaré —me contesta juguetón.

Me sumía entre sus brazos, lo quería con locura y este era el momento culmen del día, cuando sus labios se enredaban como un laberinto entre los míos.

Nuestro mundo, aunque pequeño, era lo suficientemente grande para ambos. Disponíamos de un sinfín de aventuras y aunque necesitásemos de más espacio, el clima y la cortedad de los días imponían sus influencias.

La oscuridad en la tierra crecía, llegaron las sombras y la incertidumbre; el Both y la noche de los muertos. En casa no faltaba el refugio del fuego y por primera vez, tomamos consciencia de que en el exterior; habitaban otras presencias, y que no todo era tan fácil como dar un simple paseo o llevar una vida destinada a conseguir el sustento diario. Nada era cuanto parecía ser, tras el marco incomparable de Vania sucedía otro latido, un impulso diferente al recorrido de dos enamorados que no demandaban nada y a la vez lo deseaban todo.

VII - Ixhian
En el altozano de Vania

Que extraño y caprichoso es a veces el destino. Cuando menos lo esperaba nuestro joven, hubieron de abandonar la casita del cruce de caminos en Astry, trasladándose a vivir junto a Thyrsá en Vania ¡Ay, con cuánto mimo me ha contado el comandador este episodio!

En un amanecer cualquiera de principios de verano, partieron y rodearon las aldeas de Astry y Jissiel por un camino adyacente, sin entender nuestro joven la razón de tanto secreto y clandestinidad. Cruzaron el bosque a caballo, Ixhian marchaba detrás, tirando de cinco burritos que había arrendado el abuelo, para que cargasen con los diversos bártulos y enseres. El rebaño de cabras quedó al cuidado de un pastor de la zona, conviniendo el abuelo para que lo trasladase al día siguiente, hasta el altozano.

Ixhian debiera tener por entonces dieciséis años, comenzaba de nuevo otra primavera. Aquella que dio comienzo a un año bendecido y que sin duda sería uno de los más felices de su vida. Se establecieron los cuatro, en dos salas contiguas, muy amplias y luminosas, en el piso superior de la casa. En una de ellas lo hicieron el abuelo e Ixhian y en la otra Latia y Thyrsá. Allí se descubrimos y abrieron sus almas los unos a los otros. De esa manera el mundo de la placidez y la alegría se instauró sobre el altozano de Vania.

En las mañanas, nuestro joven continuó dedicándose al pastoreo y al cuidado de los animales, tal como solía hacerlo en la casita del cruce de caminos. Mientras Mó, como comenzó a llamar de manera familiar a la niña Thyrsá, se dedicaba a auxiliar a madre Latia en las labores domésticas y al cuidado de un pequeño huerto de hortalizas que levantaron entre las ruinas. Tras el almuerzo se les permitía pasear hasta bien entrada la tarde, con la consigna de que no se alejasen demasiado del altozano.

A ellos les encantaba sumergirse entre las viejas ruinas o introducirse en el bosque y en donde a la niña Mó, grababa sus iniciales sobre la corteza de los árboles. Buscaban piedras y pequeños tesoros, a la vez que ella le enseñaba el arte de distinguir y localizar las diferentes plantas curativas o los diversos frutos silvestres, entre la espesura de los zarzales. Si disponían de tiempo, se tumbaban sobre la hierba saboreando la cosecha, a la vez que observaban con placidez la variopinta vida del bosque.

La selva de Hersia terminaba donde daba comienzo Barranco Hondo, debido a que una ancha franja de arena los separaba. Se contaban muchas leyendas sobre la razón que sirviera de separación y disociación entre ambas florestas.

En Hersia reinaba mayoritariamente la luz, mientras que en Barranco Hondo lo hacía la oscuridad, por lo que nunca se atrevían a cruzar la barrera de arena que separaba un bosque del otro. Muchas veces un brazo de niebla llegaba desde lo profundo de Barranco Hondo penetrando en Hersia y haciéndoles sentir cierta inquietud, pues se perfilaba en la niebla cierto celaje brumoso con forma de mano, como queriéndolos atrapar. Entonces saltaban sobre Dulzura asustados y ponían rumbo a casa, lo más apresuradamente posible.

El abuelo y Latia preocupados por cuanto les contaban los jóvenes, no paraban de preguntar sobre el carácter y la forma de la niebla, mostrando en sus rostros señales de inquietud e intranquilidad. Otras veces, una bandada de aves negras se arremolinaba conformando grandes nubarrones sobre las copas de los árboles o de vez en cuando los alcanzaba repentinamente, una desmedida ventisca que los obligaba a cobijarse el uno en el otro.

La niña Mó

A la niña Mó le gustaba conversar con los árboles, nombrándolos uno a uno, mientras que él la seguía ensimismado. Vagaban de un lado a otro improvisando e inventando, mil maneras de pasarlo bien, debido a que las ruinas y la selva eran lugares que ofrecían multitud de posibilidades para el juego y el esparcimiento. Encontraron confidencialidad y refugio, y el mundo expandió sus fronteras, al conformar los cuatro, una sola familia en la casita del altozano. Fue un tiempo delicioso, retraídos en principio, hasta conseguir atreverse y entregarse, con una humildad y franqueza sin reservas.

Con ello llegó el atrevimiento, la exploración, los primeros escarceos y esas furtivas miradas, repletas de sensuales complicidades. Pero afuera, y sobre todo cuando las sombras ganaban terreno, comenzaron a producirse señales casi imperceptibles de que algo se agitaba. Una situación casi imposible de evidenciar para dos enamorados, que no se percataban del alcance que iba tomando la situación. Hasta que cierto día, entrado ya el otoño la cosa fue a más. Pues sucedió que mientras retozaban felices sobre la hierba, la niña Mó dio un brinco, sobresaltada. Mostrando un rostro transfigurado por el susto y el espanto. Desde lo recóndito del bosque, percibieron una figura negra, una bestia que los acechaba de manera amenazante. A su alrededor, se creaba un entorno confuso y diluido, perfilándose en el horizonte tan solo la figura del monstruo cancerbero. Rápidamente y sin pensarlo dos veces, montaron sobre Dulzura huyendo apresuradamente e irrumpiendo nerviosamente en el altozano.

Fue bajo el ciclo de la luna de Sangre[17] , a mediados de otoño. A partir de esa fatídica fecha se les prohibió bajar al bosque, sin dar más explicaciones de cuanto sucedía. El abuelo y Latia comenzaron los preparativos para marchar lejos del lugar que tanto bienestar les había ofrecido. Sin dar tiempo a nada, llegó una niebla que se instauró de manera permanente sobre Hersia, impidiendo ni tan siquiera, poder asomarse al bosque. Al atardecer, observaban confusos y sorprendidos, emerger la bruma desde lo profundo del bosque, rodeando la casa. Quedándose aislados como en una isla, en medio de un océano de niebla.

Latia anunció que la partida sería inmediata y que apenas disponían de tiempo, ni demora alguna, pues el invierno se acercaba y la oscuridad se establecería definitivamente sobre Hersia. En un principio nuestros jóvenes se regocijaron, ante la posibilidad de viajar lejos del altozano, abrazándonos jubilosamente ante tan sugerente noticia. Pero luego tomaron conciencia de cuanto significaba el éxodo y la partida, abatiéndoles cierta incertidumbre y tristeza. Madre Latia y el abuelo bajaron hasta la entrada del bosque a la mañana siguiente. Se engalanaron a conciencia y antes de que se levantase el velo de la niebla, se introdujeron entre las ruinas. Trazaron señales y simbólicos esbozos bajo los muros de Vania, intentando contener el avance de la bruma. Mientras nuestros jóvenes, se limitaban a observar tras los cristales. Viendo descender a la pareja con ansias y deseos de acompañarlos, y descubrir lo que realmente estaba sucediendo.

La niebla no cruzó el límite del bosque esa noche, pero irremediablemente se acercaba la hora de la partida, por lo que después de la cena, reunieron a nuestros jóvenes junto al fuego. Informándoles de los pormenores de la marcha y de los planes que habían concebido para ellos. A la mañana siguiente y sin demora alguna, habrían de partir en dirección al Valle y hacia el Powa[18] , que era el diminutivo con que se conocía al Bosque Padre.

Madre Latia manifestó el deseo de que la niña Mó, se entregara a la tutela de Casalún, y en cuanto escuchó las palabras de madre; Thyrsá se iluminó, sonrojándose como una rolliza manzana. Mientras el abuelo le explicaba a Ixhian la intención de acompañarlo hasta el País de la Roca, con el objeto de formarse como hombre y caballero. Celebraron y brindaron la buena nueva, más luego cuando fueron conscientes de una futura separación, les abatió la tristeza. El abuelo se sentó en medio de ambos, y percibiendo el maltrecho ánimo de nuestros jóvenes, se aferró a sus manos, cerró sus ojos y se quedó en silencio y recogimiento. Mientras Latia, algo más inquieta se adhería a la ceremonia, conformando los cuatro una especie de círculo. Sin dejar de observar tras la ventana.

Esa noche durmieron juntos, arropados el uno en el otro. Eran dos jóvenes inocentes que no entendían el alcance de cuanto sucedía, ni les aguardaba. Madre Latia lo hizo a sus pies, como una pantera que protege a sus cachorros. El viento susurró mucho en esa noche sin luna, mientras en la habitación de abajo, se oían los pasos impacientes del abuelo, delatando la inquietud que reinaba en la casa. El fuego no se apagó, al menos mientras persistió la oscuridad sobre la tierra.

A la mañana siguiente, sin mediar palabras y bajo una ligera llovizna, iniciaron la partida, evitando atravesar cualquier localidad y transitar por zonas boscosas y encubiertas. Haciendo un alto en la casita del cruce de caminos, con la intención de esperar a que la lluvia arreciara. Todo se hallaba como el día que partieron hacia Vania, sin embargo, habían sucedido tantas cosas desde entonces…

La lluvia no daba tregua, por lo que decidieron permanecer en la casa, hasta que el tiempo mejorase. Luego el abuelo les informó de que aguardarían hasta la llegada de alguien importante, que los conduciría y serviría de escolta durante el viaje. Así dejaron transcurrir los días bajo una persistente tormenta. El abuelo se deshizo de los animales vendiéndolos o intercambiándolos por alimentos en Astry, por lo que tan solo se quedaron con los caballos. En eso que llegaron los Nocturnos[19] y la temida noche del Both, era ya a mediados de otoño y el abuelo se hallaba especialmente nervioso esa mañana. Y aunque la amenazante niebla no había vuelto a hacer presencia, desde que se instauraron en la casa del cruce de caminos, continuaron demorando la partida, a la espera de la llegada del misterioso invitado. Se mantenían en alerta y abandonaban solo el tiempo imprescindible la casa, pretendiendo pasar desapercibidos el máximo tiempo posible.

399
429,96 ₽
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9788417334307
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