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Un siglo después, Plinio (Nat. IV, 119-120) aportó destalles de extensión de la isla de Gades, donde había un oppidum (Augustana Urbs Iulia Gaditana), también llamada Cotinusa, Tarteso o Gadir, frente a la cual había otra isla de reducidas dimensiones (Eritea, Afrodisias o Insula Iunonis) a la que atribuye la ubicación del antiguo oppidum. Lógicamente Plinio, un gran compilador de datos pero sin espíritu crítico, yerra porque, según su propio testimonio, si los poeni llamaban a la isla grande Gadir, que según él significaba reducto, era porque allí se ubicaba la ciudad antigua. La descripción de Pomponio Mela (III, 46), de los años cuarenta del siglo I d.C., coincide básicamente con Estrabón, pues habla de una isla grande en cuyos extremos se sitúan una ciudad floreciente y el templo de Hércules Egipcio. Por el contrario, la isla de Eritia, la que fue mansión de los Geriones, se situaría en Lusitania.

La descripción más tardía es la de Avieno (siglo IV d.C.), que se acerca a la de Plinio cuando refiere la etimología de Gadir y su identificación con Tarteso (Or. Mar., 261-274), y se distancia de las demás cuando describe confusamente la isla de Eritia, una fortaleza y la isla consagrada a Venus Marina, con un templo, un profundo subterráneo y un oráculo. De todos estos relatos, los más fidedignos son los de Pseudo-Escílax y Estrabón por cuanto reflejan fielmente la descripción autóptica de testigos presenciales, aunque todos vienen a coincidir en la existencia de dos islas, la grande, donde si situó la ciudad y el santuario de Melkart-Heracles (también el de Cronos) y una isla pequeña consagrada a la diosa Astarté, aunque habitada ya en época romana.

La documentación arqueológica añade una complejidad mayor a medida que se va conociendo el poblamiento de la bahía, pues los testimonios grecolatinos guardan silencio sobre una tercera isla, la de León (actual San Fernando), quizá soldada a la isla mayor aunque no hay referencias de tales detalles, y la existencia de otros núcleos urbanos amurallados en la bahía, el Castillo de Doña Blanca y el Cerro del Castillo de Chiclana de la Frontera, recientemente incorporado a la nómina de fundaciones fenicias arcaicas. El segundo yacimiento ocupa un cerro junto a la desembocadura del río Iro, donde se ubicó una fortificación de casamatas construida en época arcaica que defendía una ciudad con continuidad hasta el periodo romano, según los datos preliminares aportados por los excavadores.

El asentamiento de Doña Blanca está llamado a solucionar muchas incógnitas cronológicas, urbanísticas e históricas que Cádiz y otras ciudades actuales, por motivos obvios, no pueden aportar. La secuencia estratigráfica del yacimiento comprende casi toda la historia de la colonización fenicia desde sus orígenes hasta la Segunda Guerra Púnica, en los últimos años del siglo III a.C. No obstante, a pesar de ser un yacimiento excavado intensamente, no disponemos de la suficiente documentación para aportar detalles sobre el desarrollo del centro en época poscolonial. Parece seguro que la primera fundación fenicia se amuralló, abarcando el recinto un área aproximada de 5 o 6 hectáreas, espacio que se correspondería con una población calculada en unos 1.500 habitantes. No se trataría, por tanto, de una factoría comercial sino de una ciudad, una polis en terminología griega arcaica o un oppidum en la latina.

En la primera mitad del siglo VI a.C. se advierten transformaciones significativas, como la aparición de importaciones griegas en cantidad significativa, aunque es un periodo mal conocido arqueológicamente; se trata en todo caso de una transformación gradual perceptible en la evolución de los recipientes cerámicos. Los rasgos característicos del siglo V a.C. son la adquisición de una fisonomía plenamente urbana, la construcción de una nueva muralla a mediados de la misma centuria aprovechando en parte la preexistente, que volvió a ser remodelada en la segunda mitad del IV a.C. La muralla de casamatas se ha excavado en un perímetro superior a los 200 metros, y se ha llegado a la conclusión de que el recinto de los siglos IV y III a.C. sería de menores dimensiones que el de la fase anterior porque la cimentación de las nuevas estructuras defensivas se hicieron sobre la fortificación y sobre algunas viviendas anteriores. El tramo de muralla excavada tenía un diseño zigzagueante o de «cremallera» y disponía de once tirantes entre los muros exterior e interior y dos torres de planta cuadrangular. Hubo posteriores remociones de la muralla a mediados del siglo III a.C., y de esta época se conocen viviendas y lagares.

El ocaso de la ciudad se data en el último decenio del siglo III a.C. y se ha relacionado con la presencia romana en Gadir, que no debió ser pacífica a juzgar por los estratos de incendio, las bolas de catapulta y la destrucción deliberada de tramos de murallas. Este momento está bien datado por la ocultación de un tesorillo de monedas de bronce hispanocartaginesas de la época de Asdrúbal o Aníbal.

No cabe duda, después de los datos expuestos, que la implantación fenicia en la bahía de Cádiz estuvo lejos de la imagen idealizada de una fundación comercial por la que, a través del santuario de Melkart, se entablarían relaciones cordiales con los habitantes del entorno. Desde los primeros momentos se pretendió –y se consiguió– una apropiación física del entorno de la bahía mediante la construcción de dos ciudades amuralladas en ambos extremos de la misma, una al norte, en la desembocadura del Guadalete, destinada a controlar el litoral y la campiña hasta la embocadura de la ensenada tartésica, y la otra al sur, frente al santuario de Melkart. La desaparición de los poblados cercanos, como el de Las Cumbres, puede entenderse de dos maneras: como la absorción de estas poblaciones indígenas en los centros urbanos, o como la huida, esclavización o exterminio de las mismas. Probablemente se dieron ambas posibilidades.

Lo que parece cierto es que este modelo de ocupación se mantuvo inmutable en sus líneas maestras. A fines del siglo VI a.C., el litoral septentrional de la bahía ya estaba integrado en el dominio gaditano y funcionando como área artesanal dedicada a la fabricación de salazones, y el santuario de La Algaida probablemente marcaba simbólicamente el control gaditano de la navegación por los esteros. Casi dos siglos después, parece probable que la ciudad programara con ayuda de Cartago una expansión territorial hacia el norte para la explotación agrícola de la campiña, dedicada al olivar y a los viñedos, entre otros cultivos.

La necrópolis

Conocemos mucho mejor la ciudad de los muertos que la de los vivos, porque la necrópolis de la Gadir poscolonial lleva excavándose casi ininterrumpidamente desde fines del siglo XIX, con cientos de tumbas exhumadas, aunque el estudio completo no se ha realizado aún. Los habitantes de la ciudad eligieron para su eterno descanso, al menos desde el siglo VI a.C., una amplia franja de tierra a la altura y al sur de Puerta de Tierra, en la misma isla donde se situaba la núcleo urbano y también, aunque con menor densidad, en la isla pequeña. Los enterramientos más antiguos se datan en el siglo VII a.C., eran de cremación primaria, con escaso ajuar compuesto básicamente por joyas y algún recipiente cerámico, similar a los de Villaricos, Carmona, La Angorrilla y Alcácer do Sal.

Sin embargo, a partir del siglo V a.C. Gadir conforma unas costumbres funerarias (estructura de las tumbas, disposición, ajuar y rituales desarrollados durante y después del enterramiento) sin parangón con el resto de las necrópolis púnicas de Iberia, ni con otras del Mediterráneo central. En lo único que hay cierta sintonía es en el cambio de rito funerario. En efecto, desde los inicios del siglo V a.C. se documenta la generalización de la inhumación en fosa o en cista de piedra, sola o en grupo, y con joyas como ajuar, que puede ser considerado el modelo estándar de enterramiento, aunque no el único. Esporádicamente, entre los siglos V y III a.C., hubo cremaciones en fosas e incluso en cajas de piedra. En los enterramientos de inhumación el cadáver se disponía en posición decúbito supino, en ocasiones en ataúd de madera, y en los casos mejor conservados se ha podido comprobar que algunos cadáveres se envolvían en sudarios, como la difunta enterrada en el sarcófago antropoide femenino, amortajada con cuatro túnicas diferentes. El ajuar consistía normalmente en adornos personales (anillos, colgantes, pendientes, amuletos) de oro y plata, y a partir del siglo IV y sobre todo en el siglo III a.C., se hicieron comunes los ungüentarios helenísticos.

Se han distinguido varios tipos de tumbas, desde fosas simples sin protección, a fosas cubiertas por sillares o lajas de piedra, tumbas de sillería y tumbas de sillería con sarcófago. Tampoco fue extraña la señalización de la tumba con estelas, betilos o simples piedras. Los estudios más recientes son esclarecedores sobre la existencia de determinadas estructuras como pozos, piletas, alineaciones de ánforas, hitos de piedra y fosas que informan de la parcelación de la necrópolis y de los rituales celebrados en ella, pues la mayoría de estas estructuras estaban rellenas con materia orgánica, sobre todo huesos de animales, y recipientes cerámicos estandarizados. La acumulación de materia orgánica se relaciona con la celebración de sacrificios, banquetes y ofrendas donde se consumían bóvidos, ovicápridos, suidos, équidos y cánidos, o se depositaban enteros animales de menor talla como cerdos y perros. El pozo más antiguo se data en el siglo VI a.C., pero no fue clausurado hasta el siglo IV a.C. después de 7 metros de relleno, si bien la mayoría se data entre el siglo IV y el I a.C., siendo especialmente abundantes en la segunda mitad del siglo III a.C. Las piletas suelen ser más tardías, del siglo II a.C.

La necrópolis de Cádiz, como la del resto de las ciudades púnicas, se diferencia de las necrópolis de época arcaica en que no son los cementerios de la aristocracia, de una parte proporcionalmente minoritaria de la población, sino de una parte considerable de la misma, los ciudadanos, aquellos miembros con derecho a ser enterrados en un espacio delimitado y de uso reglamentado. Todos los elementos que constituyen las costumbres funerarias de Gadir tienen un grado de estandarización notable, a pesar de las diferencias de riqueza entre unas tumbas, por ejemplo las de los sarcófagos antropoides, atribuidos a miembros de la alta aristocracia, quizá herederos de las primeras familias de colonos, lo que sugiere un sentido muy interiorizado de la identidad ciudadana, expresada en la repetición de formas y ritos que admitía escasas –y graduales– innovaciones.

Los santuarios urbanos

La base documental de los santuarios cívicos de Gadir son básicamente los textos literarios, por los que se presupone la existencia de, al menos, tres en época romana republicana con posibles antecedentes fenicios: el Kronion, un santuario de Astarté en su triple identificación con Afrodita, Juno y Venus Marina, y el de Melkart, el mejor conocido por la abundancia de testimonios literarios y la fama que adquirió en la Antigüedad, aunque realmente del santuario fenicio sólo conocemos hallazgos submarinos de época arcaica. De la información literaria, tras una labor de exégesis y de comparación con fenómenos religiosos mejor conocidos como el cartaginés y el próximo oriental, podemos reconstruir algunas de las funciones que se desempeñó el Heracleion como centro de sabiduría o como entidad religiosa con un destacado papel económico y político, y algunos aspectos de su culto, como el sacerdocio (Silio Itálico, Pun. III, 23-27).

Del presumible santuario de Astarté sólo disponemos de una exigua colección de textos inconexos de los que sólo podemos extraer la idea de que la isla pequeña (Afrodisias, Eritia, insula Iunonis: Plin., Nat. IV, 120) estaba consagrada a una diosa asimilable, con Astarté, y que, en un determinado momento, ya identificada como Venus Marina, tuvo un templo con una cripta y un oráculo, si damos como válida la noticia de Avieno (Or. Mar., 314-317). Por otro lado, la inscripción de un anillo hallado en Cádiz, datado por criterios epigráficos en el siglo II a.C., permite atisbar la riqueza y la complejidad de análisis de la religiosidad de la ciudad fenicia, pues en ella se constata el culto a una divinidad mixta, Milk-Astart, de remotas raíces próximo-orientales, cuyo culto también está atestiguado en Cartago. Pero el epígrafe plantea, entre otras cuestiones, un problema cronológico: si el culto fue introducido en la ciudad en los primeros tiempos de la colonización fenicia o es un fenómeno, como la veneración a Tinnit, más vinculado a la presencia cartaginesa de época bárquida.

Si la ciudad se ha mostrado parca hasta ahora en contextos arqueológicos sacros, la necrópolis sí ha ofrecido numerosos testimonios no sólo de ritos y cultos funerarios propios de un área funeraria, sino también de imágenes de culto, entre ellas una estatua de piedra de diosa entronizada con dispositivos para facilitar la articulación y el movimiento de las manos, valorada como imagen de culto quizá con función oracular; o una figura pétrea de un dios con casco cónico y túnica que alancea a una figura perdida, utilizada en la clausura ritual de un pozo (fines del siglo III a.C.). Como imágenes de culto también se han identificado cinco bustos de terracota que informan de la introducción en Gadir de determinadas iconografías de origen centro-mediterráneo y, plausiblemente, del culto a Tinnit en un momento avanzado del siglo III a.C. Y con el culto a la diosa protectora de Cartago también se han vinculado dos grupos de imágenes introducidas en Iberia sincrónicamente: las figuras «curóforas» (portadora de niño) y los pebeteros en forma de cabeza femenina. Ejemplares de ambos tipos han sido hallados en diversos contextos (funerarios, domésticos y sacros) de Gadir y de su entorno inmediato que confirman la recepción de originales y moldes en época bárquida, así como la fabricación local y la perduración de su uso hasta el siglo I d.C. No es este, en ningún caso, un fenómeno aislado ni extraordinario, pues los talleres de coroplastia de Gadir, en particular los dedicados a la fabricación de imágenes de culto y figuras votivas (prótomos, máscaras), se han revelado como unos activos centros de recepción de las principales corrientes estilísticas que circulaban por el Mediterráneo desde la época arcaica hasta la tardopúnica.

Volviendo al culto de Astarté en la ciudad, quizá el yacimiento submarino de la Punta del Nao, en el extremo noroccidental de la isla gaditana, sea una manifestación del mismo. Se trata de un espigón natural o escollera situado junto a La Caleta, en cuyas inmediaciones se han hallado sumergidos a unos 20 metros de profundidad una gran cantidad de objetos arqueológicos interpretados como ofrendas. La sacralidad del lugar no ofrece apenas dudas si valoramos aspectos como la continuidad de la deposición, entre los siglos VII-VI y II-I a.C., la propia composición del registro material (miniaturas de ánforas, pebeteros, soportes, discos figurados, jarritas, prótomos y figuras votivas), y la concentración de las ofrendas en un área determinada, alejando así la posibilidad de que fueran el resultado de diversos naufragios, lo que podría explicar la presencia de algunos materiales, quizá las ánforas de gran tamaño, pero no todos. Parece probable, por tanto, que la consagración de la isla a Astarté originara la costumbre, ya en el periodo arcaico, de ofrendar a la diosa libaciones, alimentos y perfumes arrojados al mar desde los barcos, como acción de gracias por el regreso o la primicia ante la partida.

El barrio alfarero

En esta distribución orgánica del espacio insular, un tercer sector, no sabemos si geográficamente independiente o entonces unido a la isla mayor, se dedicó desde época tardoarcaica (fines del siglo VI a.C.) hasta época tardopúnica (inicios del siglo I a.C.) a la producción alfarera. La isla de León, actual municipio de San Fernando (Cádiz), ha sido objeto en la última década de proyectos y estudios que han proporcionado una documentación arqueológica ingente y su sistematización e interpretación. De esta podemos extraer como principal conclusión que el territorio fue destinado durante más de cuatrocientos años a una producción alfarera que no sólo suministraba envases para la «industria» salazonera, sino también cubría las necesidades de los centros urbanos de la bahía de vajilla de mesa, de cocina y de almacenamiento, así como otras producciones dedicadas al culto (figuras, máscaras, pebeteros).

El mapa de hallazgos dibuja sobre el terreno una dispersión de alfares no aleatoria, sino aparentemente regular, repartidos por buena parte de la isla, donde los talleres se distribuyen de forma casi equidistantes, con perímetros teóricos de 300-500 metros de lado, repartidos en función de la accesibilidad a los recursos básicos (arcillas, combustibles, agua, etc.), manteniendo esta disposición en líneas generales desde el siglo VI al II a.C. Este patrón territorial no parece casual sino planificado por instancias superiores a una iniciativa espontánea de alfareros independientes, que remite a la oligarquía comercial y, en definitiva, a las instituciones políticas de la propia ciudad. Parece lógico, no obstante, que la gestión y el usufructo de los alfares estuvieran en manos de productores privados, porque si fuera una iniciativa exclusivamente institucional, hubiera generado una estructura concentrada de la producción, y no una dispersión de talleres dotados con un número variable de hornos, aunque con características técnicas, tecnológicas y de explotación homogéneas. Entre los alfares, los mejor conocidos son Camposoto (fines del siglo VI a.C.), Villa Maruja (fines del siglo V a inicios del III a.C.), Pery Junquera (siglos III-II a.C.) y Torre Alta (siglos III-II a.C.). En época tardopúnica también se activaron talleres alfareros en la isla grande en la calle Tolosa Latour (fines del siglo III y primera mitad del II a.C.), calle Troilo (siglos II y mediados del I a.C.) y avenida de Portugal (fines del siglo II a.C.).

Pero la importancia de las producciones cerámicas gadiritas no sólo se manifiesta en la abundancia de talleres y en la actividad de estos, sino también en la capacidad creativa y adaptativa de los alfares, capaces de satisfacer la demanda del «mercado» en situaciones muy diversas. Este dinamismo se percibe especialmente en la creación y evolución de formas anfóricas originales a partir de prototipos fenicios para el transporte de salazones, y en la adaptación de estas formas a los mecanismos de la «demanda» mediante la imitación o inspiración en la morfología de los contenedores púnicos centro-mediterráneos, griegos, greco-itálicos y romano-republicanos. Aun así, esta capacidad adaptativa no se limitaba exclusivamente a la fabricación de contenedores de transporte sino también a una vajilla de mesa de «gusto helenístico», la cerámica «tipo Kuass», quizá creada como respuesta a la falta de abastecimiento de cerámica ática a fines del siglo IV a.C., y como adaptación a los cambios estéticos que se operaban en el Mediterráneo.

En el último tercio del siglo VI a.C. hay indicios suficientes para hablar ya de recipientes destinados a un uso específico relacionado con las pesquerías, que son una evolución de las ánforas arcaicas hacia formas diseñadas para contener derivados de la pesca, como el grupo Mañá-Pascual A-4, plenamente configurado en esta cronología (T-11.2.1.3), que continúa en su particular evolución morfológica hasta la época republicana romana (T-12.1.2.1 y T-12.1.1.2). A estos hay que sumar otros tipos creados posteriormente que también se relacionan con los productos del mar (T-8.1.1.1, T-8.1.1.2 y T-9.1.1.1). Junto a la conformación de un envase-tipo, que podríamos denominar «con denominación de origen», hay una evolución paralela en la vajilla de mesa, un cambio morfológico en los platos de engobe rojo mediante el ensanchamiento interior del labio hasta crear un pocillo central, fenómeno que puede vincularse al consumo de salsas de pescado. Es un proceso que puede estudiarse sincrónicamente en Doña Blanca y en Morro de Mezquitilla. Asimismo, los platos áticos fueron adaptados por las alfarerías púnicas a los gustos locales, como los platos engobados en rojo «tipo Kuass», o los platos de pescado de cerámica común.

El territorio

La imagen sobredimensionada de Gadir como ciudad opulenta o «metrópolis» debe ser sometida a revisión. Era, en efecto, uno de los puertos comerciales más importantes de Mediterráneo occidental, pero no era una ciudad extensa ni dominaba un vasto territorio. Según Estrabón (III, 5, 3) los gaditanos vivían en un principio en una ciudad muy pequeña, pero Balbo les construyó otra que llamaron «Nueva». El mismo pasaje estraboniano hace alusión a los dominios de la ciudad fenicia cuando, refiriéndose a los habitantes de las Gadeira, dice que «puesto que no habitan una isla grande ni dominan extensas tierras en la parte opuesta de la costa firme, ni poseen otras islas, la mayoría viven en la mar, siendo pocos los que residen en sus casa o están en Roma». Ciertamente es un dato tardío, de la Gades tardorrepublicana, pero puede dar una idea del dominio sobre un territorio no muy extenso en tierra firme que probablemente sería respetado tras el foedus firmado con Roma en 206 a.C.

Una consideración restrictiva de los dominios de la Gadir prerromana incluiría hacia el norte la costa de la bahía, con el Castillo de Doña Blanca, el poblado de Las Cumbres y las factorías de salazones del litoral portuense hasta los límites territoriales indefinidos de Asta (en griego, Str. III, 1, 9: 2, 2; 2, 5; Ptol. II, 4, 4: 4, 10; Marcian. II, 9) o Hasta (en latín, Liv. XXXIX, 21; Mela II, 4), al norte; quizá el territorio de Asido, al este; el Castillo de Chiclana al sudeste, lindando con Baesippo. Hasta, titulada Regia (Plin., Nat. III, 11), como se infiere del decreto de Paulo Emilio (CIL II, 5041), era un estado a comienzos del siglo II a.C. que extendía su dominio sobre un territorio relativamente extenso apoyándose en una serie de turres, como la lascutana, y quizá también Seguntia, que le servían de defensa y desde las que se controlaba a una plebs servilis en condiciones de inferioridad respecto de la población dominante.

Por tanto, el territorio de Gadir quedaría reducido al archipiélago, el reborde septentrional de la bahía de Cádiz, incluida la paleodesembocadura del río Guadalete, probablemente parte de la campiña de El Puerto de Santa María y de Jerez, y el arco sudoriental de la bahía, con el Castillo de Chiclana como baluarte. Nos detendremos en dos áreas geográficas representativas de otras tantas actividades económicas que constituyeron sendas fuentes de riqueza y de desarrollo para Gadir: el litoral septentrional de la bahía, dedicado a la fabricación de salazones y salsas saladas de pescado, y la campiña, de explotación algo más tardía, dedicada al cultivo del olivo y de la vid.

El distrito «industrial» salazonero y la economía del mar

Gadir y casi todas las ciudades del litoral meridional de Iberia supieron aprovechar los recursos pesqueros que les ofrecía el mar para el autoconsumo y para su comercialización en mercados regionales e incluso muy lejanos. La razón última del desarrollo de una economía productiva y comercial es que el área del estrecho de Gibraltar es especialmente rica en estos recursos, dada la concentración en bancos muy densos de especies epipelágicas migradoras, como la caballa, el bonito, el atún, la albaroca, etcétera, que transitan por el estrecho en sus migraciones gaméticas anuales. La densidad de los cardúmenes desciende, con respecto al atún, a partir de la vertical Algeciras-Ceuta, porque los peces son dispersados por las turbulencias anticiclónicas del mar de Alborán, concentrándose en determinados sectores de las costas, como Adra. La dinámica local de corrientes y contracorrientes litorales favorecen en el Mediterráneo la subsidencia de aguas profundas cargadas de sales minerales y la concentración de especies en época de desove como la sardina y el boquerón, que atraen a su vez a predadores como la caballa, la melva y el estornino.

Para el estudio de la economía del mar en Gadir y en el resto de las ciudades púnicas disponemos de dos fuentes de datos: la arqueofauna hallada en los yacimientos arqueológicos, tanto de producción como de consumo, y los testimonios griegos referidos al comercio y al consumo de salazones occidentales. Con respecto a los segundos, los comediógrafos áticos y otros autores griegos mencionaron entre los productos de mayor calidad la tarijeía o tárijos gaditano, de atún o esturión, es decir, las rodajas saladas de grandes peces a los que habría que añadir la morena «tartésica» y el colias pescado frente a las costas de Sexi. Las salazones gadiritas conocidas en Grecia entre los siglos V-II a.C. fueron productos confeccionados con partes selectas de los peces, como el hipogastrion o ventresca de atún, o los hocicos y filetes de esturión y de atún. En el siguiente cuadro exponemos los testimonios que pueden ser atribuidos a las salazones ibéricas de época prerromana, su cronología y el producto:


Los escasos análisis de las faunas marinas en contextos de producción de salazones o en el interior de las ánforas empleadas para su transporte muestran la preponderancia de los trozos de atún salado (Cádiz, San Fernando, Corinto) y se datan en cronologías cercanas a las de los testimonios literarios más antiguos que citan el tárijos gadirita (primera mitad del siglo V a.C.). A los bocados de atún, esturión y morena mencionados por los autores clásicos o documentados en el interior de los contenedores, habría que añadir los de las corvinas, burros y pargos. Atunes y burros son prácticamente los únicos taxones en Doña Blanca y Huelva en los siglos VII y VI a.C., y en el siglo V a.C. el pargo es la única especie que se asocia al atún occidental en el almacén de ánforas púnicas de Corinto.

De la contrastación entre una fuente y otra podemos extraer varias conclusiones. La primera es la importancia del atún como ingrediente fundamental de las salazones púnicas del sur de Iberia a partir del momento de «industrialización» de estas, desde mediados del siglo VI a.C., si no antes. Los contextos de producción y consumo se caracterizan desde momentos imprecisos del siglo VII a.C. por la presencia de atún: restos en salazón hallados en el interior de un ánfora arcaica tipo R-1 en Acinipo (Ronda, Málaga), que permiten remontar las evidencias del tratamiento y exportación de los grandes escómbridos hasta el siglo VII a.C., o en las ánforas de Camposoto (San Fernando, Cádiz), del último cuarto del siglo VI a.C. La presencia en otros contextos productivos, como el de La Tiñosa (Lepe, Huelva), de escualos como el marrajo, habitualmente asociados a los bancos migratorios de atunes, supone un argumento más a favor del atún como base al menos de una parte sustancial de la «industria» de las salazones púnicas de Occidente.

La segunda conclusión es que, además del atún, había otras especies también consumidas en salazón, como la corvina, el pargo y el burro, de las que la primera constituía, bajo el nombre de korakînos, un pez apreciado entre los clientes atenienses, mientras que de la segunda existen evidencias de su exportación a Corinto para el siglo V a.C. Asimismo, se documenta un importante consumo en fresco de todas estas especies. En tercer lugar, se aprecian marcadas diferencias entre los litorales de un lado y otro del Estrecho con respecto a ictiofaunas dominantes, tanto en los centros de consumo como en los de producción. En las costas mediterráneas fue preponderante la pesca de pequeños peces como el boquerón, la sardina o la boga. El nombre de este último pez, denominado en griego máina (lat. maena), parece haber estado en el origen del topónimo de uno de los centros conserveros más importantes del poniente malagueño, Mainake, lo que permite conjeturar que fue esta la especie de mayor uso en la zona para las salazones, del mismo modo que lo fue en Sexi (Almuñécar, Granada) el colias, probablemente un escómbrido de mediano tamaño como la melva.

Se conoce relativamente bien el proceso de fabricación de las salazones y los lugares destinados a ello. En el caso de Cádiz, la urbanización de la costa de El Puerto de Santa María ofreció la posibilidad de excavar o prospectar más de una veintena de yacimientos entre factorías y saladeros, que debían constituir pequeñas unidades de producción más o menos aisladas que, por su estructura interna (Las Redes, Pinar Hondo), parecían ser autogestionadas y generar una pequeña producción de tipo artesanal dirigida fundamentalmente a la exportación a larga distancia y a la obtención de beneficios. El pequeño tamaño de los mismos, así como su ubicación relativamente alejada de las ciudades, ha sugerido el carácter doméstico de estas explotaciones, pero la diferenciación funcional y su ordenación espacial sugieren, como veremos, una participación activa de la ciudad en la gestión de todo el proceso productivo, desde las capturas hasta la distribución comercial de las salazones.

Las llamadas «factorías» constituirían al menos dos grupos de yacimientos diferenciados funcionalmente: las factorías propiamente dichas y los saladeros. Las primeras eran instalaciones permanentes, con edificios polifuncionales donde se procesaban, envasaban y almacenaban las capturas, y se reparaban y guardaban las redes y otros útiles de pesca; en el registro arqueológico, se caracterizan por la abundancia de contenedores de fabricación local para el envasado de los productos, pero también de ánforas de importación corintias, jonio-massaliotas y púnicas centromediterráneas, así como de vajilla de lujo de talleres áticos, y, cuando cesan estas importaciones, de imitaciones locales «tipo Kuass», ambas junto a un amplio repertorio de cerámica común, de mesa y de cocina. El carácter permanente de estas instalaciones, entre las cuales consideramos Las Redes, Pinar Hondo o La Manuela, se pone de manifiesto en las reformas de los edificios y su prolongada e interrumpida actividad desde el siglo V hasta principios del II a.C.

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