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Los yacimientos que consideramos «saladeros» carecerían de estructuras permanentes; estaban ubicados sobre dunas a pie de playa donde las capturas recibirían una primera limpieza y envasado provisional, para ser trasladadas posteriormente a las factorías. Consecuentemente el registro arqueológico de estos yacimientos es menos diversificado, con ánforas exclusivamente locales, sin importaciones y posiblemente con un carácter estacional, siendo su actividad menos prolongada en el tiempo. La distribución espacial de saladeros y factorías en la bahía de Cádiz puede respaldar la idea de una organización de la producción desde la ciudad si examinamos el fenómeno de la reordenación del territorio costero, articulado desde fines del siglo VI o principios del V a.C. como una auténtica chora ciudadana y planificado en función de las actividades productivas. El patrón de asentamiento consistiría en una red ordenada y jerarquizada de asentamientos y establecimientos que incluiría no sólo las factorías y saladeros descritos sino también poblados de pescadores y trabajadores de las factorías y asentamientos de mayor rango, fortificados, como el Castillo de Doña Blanca, dependiente a su vez de un puerto como Gadir. Los saladeros gravitarían en torno a las factorías cuya población habitaba junto a las cuadrillas de pescadores en poblados, por ahora sólo intuidos por la existencia de necrópolis y otras construcciones en Chipiona, Puntilla del Salado y Castillo de Santa Catalina, todos en la provincia de Cádiz.

Un ámbito de producción planificado como el que describimos precisa también de otras «industrias» paralelas imprescindibles para la captura, elaboración y distribución de las conservas marinas; nos referimos a los cordajes, a la obtención de la sal y a las alfarerías respectivamente. La obtención de recursos salinos abundantes para la elaboración de las diversas clases de conservas prácticamente se limitó a la explotación de las salinas litorales, en las que se producía la evaporación del agua marina en tajos y pilas de diversas formas, favorecida por la alta insolación, la escasa nubosidad, el régimen de lluvias y el predominio de vientos secos y cálidos. Aunque históricamente las salinas han tenido un carácter estacional, restringido a la época estival, sin embargo, las regulares labores de reparación y mantenimiento implican una dedicación casi exclusiva del trabajo salinero y obligan a una rígida organización y colaboración entre los productores.

No contamos con datos concretos sobre la organización y gestión de las salinas en el Extremo Occidente, si exceptuamos la cita de Estrabón (III, 2, 6) sobre el uso de sal gema y de la obtenida en arroyos salados de interior de Turdetania para elaborar alimentos salados que dieron prosperidad y fama a la zona costera. Pero disponemos de paralelos mediterráneos, como los funcionarios estatales empleados en las salinas de Kition (Chipre), como el Eshmun-Adon mencionado en una inscripción del siglo IV a.C. o un personaje anónimo de Cartago autodefinido como mmlh (salarius). También se ha documentado el arrendamiento de salinas a compañías de publicanos ya en época tardopúnica, deducido a partir de una inscripción trilingüe de Cerdeña del siglo II a.C., en la cual se menciona a un salarius que se dice sociorum seruus, traducido del neopúnico como el «encargado de los recintos que están en las salinas».

Por último, las alfarerías constituyen un elemento indispensable para analizar la evolución de la industria salazonera pues son las proveedoras de los contenedores. Este es el ámbito mejor conocido pues son decenas los alfares detectados o excavados en el entorno de la bahía gaditana, sobre todo en la isla de León, y puede dar una idea bastante aproximada de lo que debió ser un «barrio industrial» con instalaciones portuarias próximo a Gadir, surgido en época tardoarcaica y en funcionamiento hasta época romana sin interrupción.

Todos estos factores que hemos destacado (marco sociopolítico, infraestructuras de producción, almacenamiento y distribución, y otras industrias complementarias como la sal o las alfarerías), parecen plenamente definidas en Gadir a fines del siglo VI a.C. Como antes mencionamos, se ha supuesto que las factorías de salazón eran pequeñas explotaciones familiares de tipo artesanal, pero la articulación espacial descrita, la internacionalización del comercio y la interrelación entre emisiones monetales, producción de salazones y comercio de la sal desde el siglo III a.C. hacen poco creíble un modo de producción doméstico y requiere la participación de la ciudad en todo el proceso económico, lo que no quiere decir que esta estuviera directamente implicada en la explotación, pues pudo basarse en pequeños arrendatarios que obtenían la concesión del templo o de la ciudad.

A fines del siglo VI a.C. el comercio adquirió un carácter institucional frente a la impronta aristocrática que tenía en tiempos anteriores. Este proceso estaba ligado a la emergencia de oligarquías, como en Gadir. La participación de las ciudades y los templos en el alquiler de las almadrabas, pesquerías y hornos cerámicos de su propiedad era habitual en las ciudades griegas de época clásica y helenística, por lo que no sería arriesgado pensar en una cierta función económica de los templos gaditanos en relación con la producción de salazones y de la sal. Algunos autores, sobre la base de la documentación numismática, proponen que en las ciudades púnicas occidentales como Gadir, Sexi, Tingi, Lixus o Solunto, las divinidades, y sobre todo Melkart, ejercieron una cierta tutela sobre las actividades económicas fundamentales para las comunidades que se ponen bajo su protección. Es posible que esta tutela se convirtiera en una gestión económica de las propiedades del santuario, y una posible manifestación de este fenómeno pudieron ser las marcas de alfar de fines del siglo III o principios del II a.C. Los signos de Tanit y las rosetas, símbolos de Astarté, y otros como losange, mano abierta, paloma, así como representaciones de personajes que manipulan recipientes y atunes, o parejas de atunes, como las monedas gaditanas, pueden ser indicios de la relación de las ánforas y sus contenidos con instancias ciudadanas, religiosas y/o civiles. Quizá haya que pensar en posesiones de los templos, gestionadas directa o indirectamente por ellos, o en encargos de envases destinados a los santuarios, mientras que la presencia de atunes en composición idéntica a la de las series monetales remiten a instancias políticas cuya actuación no excluiría necesariamente la de las instituciones religiosas.

En cuanto a la comercialización de las salazones gadiritas, no fue hasta fines del siglo VI a.C. cuando las salazones occidentales se convirtieron en un producto de lujo que, como el estaño, comenzó a transitar por los circuitos internacionales hacia el Mediterráneo central y oriental, fenómeno que debe ser insertado en un contexto mucho más articulado. La mención de las salazones púnicas, gaditanas casi siempre, junto a las bizantinas y pónticas, se da en un contexto literario muy concreto: el de la comedia. Se trata de un género literario con sus propias reglas y convenciones en el que el empleo de la comida como tema recurrente resultaba efectivo, no sólo porque la descripción de los regímenes alimenticios de los personajes permitía enfatizar su posición social, sino, sobre todo, porque el gusto excesivo de los ricos por las comidas lujosas, en especial el pescado, ofrecía incontables situaciones cómicas para ridiculizar sus ansias de tryphé (extravagancia, voluptuosidad).

El papel del pescado y de sus conservas como alimento de lujo no debe contemplarse tan sólo como un tópico literario, sino también como la realidad de unas transformaciones sociales que de­sembocaron en la aparición de una clase social con capacidad suficiente para demandar cantidades crecientes de productos caros, entre ellos el pescado. No cabe duda de que el surgimiento de esta demanda se vio favorecida por el desarrollo a partir del siglo VI a.C. de la institución del mercado, así como por la intensificación de los contactos comerciales entre Grecia y el resto del Mediterráneo. En Atenas, el objeto fundamental de este comercio fue el aprovisionamiento de grano para el sustento de la población. Sin embargo, el tráfico a gran escala de trigo propició la llegada de otras mercancías que no eran de sustento básico, entre las que se contaron las salazones de pescado.

La conexión entre los circuitos interior y exterior, que eran relativamente independientes, se hizo gracias a una creciente monetización de los intercambios, que propició la integración del tercer gran ámbito de la economía de la polis: la hacienda señorial. Los terratenientes debían recurrir al mercado para dar salida a sus excedentes y obtener liquidez con la que adquirir los objetos de lujo cuyo consumo subrayaba su estatus, pero tan sólo una ciudadanía relativamente próspera y surtida con especies monetales gracias al desempeño de los empleos públicos y al servicio en la marina, podían sostener de forma continua los mercados locales. El resultado de estos fenómenos, a los que debe sumarse durante el siglo V a.C. los beneficios económicos reportados a Atenas por su imperio, fue un incremento general del nivel de vida que sin duda repercutió en la transformación de los hábitos alimenticios de la población, y no sólo los de los ciudadanos más ricos. Sólo estos últimos, sin embargo, debieron tener acceso de forma habitual a la mayoría de los alimentos importados, entre los que los pescados de precio elevado parecen haber ocupado una posición destacada. La situación en el resto de las póleis griegas fue probablemente muy similar porque el nacimiento de una literatura gastronómica en el mundo griego occidental a partir del siglo V a.C. parece apuntar hacia un desarrollo temprano del mismo fenómeno en las ciudades de Sicilia y Magna Grecia.

En el Extremo Occidente, en tanto, la urbanización del litoral sudatlántico y mediterráneo de Iberia estaba creando una serie de «mercados» más cercanos para los comerciantes gaditanos, y, en general, para los púnicos occidentales. El mapa de distribución de las ánforas púnicas occidentales del tipo T-11.2.1.3 pone en evidencia la vigorosa exportación de las salazones occidentales hacia la costa levantina de Iberia y el archipiélago balear. Es decir, que la articulación comercial del llamado «Círculo del Estrecho» debe entenderse en relación con las áreas comerciales que a partir del siglo V a.C. se delinean en el Mediterráneo occidental. Dichas áreas comerciales, nucleadas en torno a Gadir, Ebusus y Massalia resultaron permeables entre sí en virtud, precisamente, de su carácter «institucional», de modo que más que dibujarse como círculos tangentes y aislados debamos tal vez representarlas como áreas superpuestas, resultado de una relación económica fluida entre ellas a propósito de determinadas mercancías de lujo y de primera necesidad.

La colonización agraria de la campiña gaditana

Hay datos arqueológicos para valorar una colonización agraria en la campiña gaditana, en los actuales términos de El Puerto de Santa María y Jerez de la Frontera, a fines del siglo IV o principios de siglo III a.C. El concepto de colonización agraria no conlleva la roturación de tierras sin cultivar o en barbecho, sino la habitación del terreno que se cultiva, fenómeno que genera la proliferación de asentamientos rurales tipo granja o factoría. Este patrón de poblamiento sólo se da en determinadas circunstancias políticas y sociales, cuando las condiciones de seguridad garanticen la protección de la vida y los bienes de los habitantes de estos asentamientos; y en el momento en que haya una iniciativa de un poder político centralizado que determine los modos y condiciones jurídicas del reparto de tierras.

Este fenómeno se ha detectado en la campiña gaditana con un margen cronológico que abarca, en líneas generales, el siglo III a.C. Algunos de estos asentamientos rurales han sido documentados en prospecciones superficiales, pero dos han sido excavados: Cerro Naranja (Jerez de la Frontera) y Las Cumbres (Puerto de Santa María). El primero se puede calificar como «granja fortificada», pues se trata de una construcción sólida de forma cuadrangular, rodeada por un muro de gran grosor con contrafuertes que delimita un espacio central, considerado patio, rodeado en dos de sus lados por habitaciones relacionadas con la habitación y el almacenamiento de sólidos y líquidos en ánforas y en cisternas. En el espacio abierto se documentó la base de un posible ingenio interpretado como prensa, quizá de aceite. La existencia de depósitos y la certidumbre de que algunas de las ánforas almacenadas contenían aceite, posibilita que fuera la almazara de una finca dedicada a la explotación del olivo. La cronología del yacimiento comprende todo el siglo III a.C. y su abandono se produjo a fines del mismo.

Por su parte, Las Cumbres es un núcleo de población situado en la sierra de San Cristóbal, cerca del Castillo de Doña Blanca, probablemente subsidiario de este centro, y ha sido considerado como un asentamiento «de carácter industrial». La superficie excavada, de unos 1.500 m2, documentó un conjunto de edificios adosados a un muro maestro, repartidos a ambos lados del mismo, abiertos al este y el oeste. Formaban conjuntos independientes con una o más habitaciones, y en dos de estos se registraron sendos lagares para la elaboración de vino. La datación del yacimiento es similar a Cerro Naranja, pero en este caso se ha documentado la clausura «ritual» del asentamiento, es decir, el abandono ordenado del hábitat con depósitos votivos, posiblemente relacionado con la Segunda Guerra Púnica o poco tiempo después.

La interpretación funcional y cronológica de estos sitios como establecimientos dedicados preferemente a la elaboración de aceite y vino –sin descartar otros productos agrícolas– no ofrece muchas dudas, pero sus implicaciones étnicas y políticas han generado una gran controversia. Se ha propuesto que fueron fruto de una colonización libiofenicia, o bien que eran villas turdetanas, es decir, explotaciones agrícolas de poblaciones autóctonas no semitas, o también factorías púnico-gaditanas. La cuestión política afectaría a la iniciativa colonizadora: si fue Gadir, Asta u otro centro del entorno el estado promotor de la colonización. En nuestra opinión, la relación de dependencia de Las Cumbres con Doña Blanca y de esta con Gadir es lo más plausible, por lo que la iniciativa partiría de la ciudad insular.

Cerro Naranja ofrece más dudas por su lejanía respecto de Gadir y su cercanía a un centro, Asta, territorialmente extenso y con capacidad política, aunque hay diversos aspectos que hacen pensar más en una iniciativa gaditana, posiblemente inspirada e impulsada por Cartago. Primeramente, el registro cerámico remite a los talleres alfareros de Gadir: cerámica común y pintada, ánforas, cerámica «tipo Kuass», y la utilización de piedra ostionera en la construcción del edificio invita a pensar en pobladores originarios del área «metropolitana» de Gadir. En segundo lugar, la dispersión de las ánforas oleícolas fabricadas en la campiña jerezana siguiendo el circuito de expansión del comercio gaditano, básicamente el litoral atlántico (Algarve y Huelva) y el Bajo Guadalquivir, confirma que el comercio del aceite estaba en manos de comerciantes gaditanos, como posiblemente su producción. En tercer lugar, el modelo arquitectónico (cisternas, articulación de los espacios) es mediterráneo, similar al de los establecimientos agrícolas que a partir del siglo IV a.C. empezaron a ser comunes en el ámbito púnico, sobre todo en Cartago, Cerdeña e Ibiza. Por último, la dedicación a la explotación intensiva del olivar podría estar relacionada con la difusión, como en Ibiza, de las técnicas agrícolas cartaginesas, como el injerto de olivo en acebuches.

El contexto en el que encuadramos esta iniciativa coincide cronológicamente con la aparición de tesorillos cartagineses en el área turdetana, como veremos más adelante, y quizá pueda relacionarse con el episodio narrado por Justino con la ayuda cartaginesa a Gades ante la presión de pueblos vecinos y la ulterior conquista de «parte de la provincia». El hallazgo de moneda cartaginesa antigua en La Algaida, Ébura y Mesas de Asta, las expediciones de Hanón e Himilcón, el tratado de Cartago con Roma en 348 a.C., el comercio gaditano con las costas gallegas o el espectacular desarrollo coetáneo del comercio ebusitano, son argumentos que contribuyen a cimentar la hipótesis de una expansión territorial de Gadir en su entorno inmediato que, como la de Ibiza en sus límites insulares, desencadenó un notable desarrollo demográfico y económico.

La expansión de Gadir en el ámbito atlántico

Ébura y el santuario de La Algaida

De Ébura sólo disponemos de las citas de autores de época imperial, que la denominan polis o castellum, y los datos publicados por Carriazo sobre el tesoro y las excavaciones realizadas después del hallazgo, de los que se puede deducir una población segura en el Hierro I, probablemente anterior, y su continuidad hasta época romana. Pero a efectos étnicos, poco es lo que se puede decir de la ciudad, salvo el hallazgo en la excavación de una moneda púnica de bronce de las series antiguas (siglo IV a.C.) y un registro cerámico concomitante con el Gadir.

Sin embargo, en este entorno de esteros y de navegaciones por la ensenada bética, los marineros fenicios fundaron un pequeño santuario, probablemente hacia el siglo VII o VI a.C., en una pequeña isla arenosa apenas elevada unos metros por encima de la superficie del mar, frente a Ébura y próxima a la antigua embocadura de la ensenada. El estrechamiento entre ambas orillas hizo que la visualización o la visita a la isla fuera casi obligada para aquellos marineros que pretendían navegar río Baetis arriba o para los que salían a mar abierto. El yacimiento de La Algaida no tiene una estratigrafía clara debido a la continua deposición de ofrendas y a su remoción, lo que originó un estrato de potencia variable (50-90 cm) compuesto por materia orgánica, arena y ofrendas (fíbulas, anillos, escarabeos y amuletos, vidrios y abalorios, monedas, bronces, cerámicas y terracotas). El culto tendría lugar en un espacio abierto sin pavimentar, donde se excavaron un pozo y tres construcciones interpretadas como thesauroi, a la manera griega, o como viviendas del personal del santuario. Los orígenes cronológicos del santuario no se conocen bien por las circunstancias estratigráficas antes comentadas, pero algunos materiales de cronología arcaica sugieren una sacralización del sitio al menos desde los siglos VII-VI a.C. No obstante, su auge tuvo lugar en los siglos IV y III a.C., si tenemos en cuenta la cronología de las cerámicas, que son los objetos cuantitativamente mejor representados. La fase de abandono se puede atribuir al horizonte romano republicano (siglos II-I a.C.), al que remite la vajilla cerámica característica de la alfarería gadirita y turdetana: contenedores de salazones de los tipos tradicionales púnico-gaditanos S-11, T-9.1.1.1 y T-7.4.3.3, ánforas de importación de vino Dr. 1, ánforas Pellicer D, miniaturas de ánforas y de cuencos-lucerna, ungüentarios globulares y fusiformes, cerámica «tipo Kuass» y campaniense. Este horizonte de fines del siglo III y del siglo II a.C. también está representado por las terracotas en forma de cabeza femenina y las figuras «curóforas». Las monedas, sin embargo, aportan un arco cronológico más amplio, entre la primera mitad del siglo IV a.C. y el siglo II d.C., y, tras un hiato, el siglo IV d.C. No obstante, hay que tener en cuenta que la construcción de una factoría de salazones romana en la isla pudo contribuir a la pérdida de moneda en el sitio en fechas posteriores a su abandono.

De ser cierta la amortización del santuario en los siglos II-I a.C., la sacralidad del lugar se mantuvo durante al menos un siglo más, lo que quizá también justifique la continuidad de la deposición de monedas hasta mediados del siglo II d.C. La noticia de Estrabón (III, 1, 9) de que a orillas del río Baetis se encontraba la ciudad de Ébura y el santuario de la diosa Fósforo, a la que llaman Lux Dubia, y la de Mela (III, 4) sobre un altar y un templo de Juno, hacen plausible la continuidad, si no del culto, sí al menos de la sacralidad del lugar. En cuanto a la deidad venerada, se ha atribuido a una diosa de la aurora y la crianza de los hijos, deidad que reúne las características de Astarté por su relación con el planeta Venus y sus rasgos marineros, aunque tampoco se puede descartar que se produjera con el tiempo una asimilación con Tinnit, fruto de la frecuentación del santuario por marinos del otro lado del estrecho de Gibraltar.

La expansión comercial de Gadir en la Tartéside

La Tartéside, como la definiría Eratóstenes en el siglo III a.C. (Str. III, 2, 11), era la región litoral situada más allá de las Columnas de Heracles, en la que podríamos incluir el litoral atlántico de las actuales provincias de Huelva y Cádiz, la ensenada bética y la paleodesembocadura de río Baetis, un área de especial significación en la colonización fenicia, sobre todo por el acceso fluvial a los distritos mineros de la Sierra Morena occidental a través de los ríos Tinto, Guadiamar y Guadalquivir. En este amplio territorio, la crisis de la minería y el periodo de inestabilidad de la primera mitad del siglo VI a.C. se saldó con la decadencia del emporio de Onuba y con la desaparición de los santuarios fenicios ribereños (El Carambolo, Coria) y de los edificios «singulares» del entorno (Saltillo, Montemolín), así como de las necrópolis «orientalizantes» y de cualquier vestigio de objetos de culto, ostentación y prestigio habituales hasta entonces. A pesar de las evidencias de destrucción o reestructuración en muchos de estos asentamientos, la mayoría de ellos continuaron su habitación, y por los datos de las prospecciones superficiales, se puede decir que durante la Segunda Edad del Hierro era una región densamente poblada, aunque las circunstancias no debieron ser las mismas que en el periodo anterior porque no se constatan relaciones fluidas con las ciudades púnicas, especialmente con Gadir, hasta la segunda mitad del siglo V a.C.

En el ámbito geográfico de la ensenada bética, la mayoría de los asentamientos de la Segunda Edad del Hierro se conocen por prospecciones superficiales o, a lo sumo, se han realizado en ellos sondeos estratigráficos que han proporcionado datos poco significativos para valorar aspectos como el urbanismo, aunque disponemos de algunas secuencias estratigráficas y excavaciones de urgencia que permiten marcar unas pautas. La margen sudoriental de la ensenada bética presenta un modelo de poblamiento polinuclear, con varios oppida situados a orillas de los esteros que se convertirían posteriormente en ciudades romanas como Conobaria, Nabrissa, Asta y, como ya hemos visto, Ébura. El estudio de la evolución del poblamiento indica la precocidad del fenómeno de urbanización y de la formación de ciudades-estado, más en consonancia con el patrón político fenicio-púnico, en el que probablemente se inspiraría, que en los modelos aristocráticos y gentilicios de otras áreas de Turdetania. Sin embargo, hay escasas investigaciones del registro arqueológico y poco podemos aportar a la investigación sobre la identidad étnica de estas ciudades, o sobre la posibilidad de poblaciones de origen púnico en ellas, salvo aspectos conjeturales como la hipótesis de que la ceca de Nabrissa emitiera en alfabeto púnico, que en Asta se reuniera un sýnodos de gaditanos (Str. III, 2, 2), que se halle en este último yacimiento (y en La Algaida y Ébura), moneda cartaginesa del siglo IV a.C., o que los habitantes de Turris Lascutana, núcleo que emitía moneda con alfabeto neopúnico, fueran serui de Asta antes del decreto de Emilio Paulo (CIL, 5041) en 189 a.C.

Nos centraremos, por tanto, en tres ciudades vinculadas con la navegación y el tráfico fluvial del Baetis en las que se han realizado estudios recientemente: Ilipa, Spal y Caura. Los datos arqueológicos aportados por las excavaciones en estas tres ciudades ofrecen ciertas garantías para analizar el flujo de productos alimenticios, de envases de transporte con contenido desconocido y de vajilla de mesa entre los siglos V y II a.C. En Cerro Macareno, un emporio a orillas del Baetis, el análisis de M. Pellicer realizado sobre envases anfóricos, estableció que a fines del siglo VI a.C. llegaban ánforas massaliotas, presentes hasta el tercer cuarto del siglo V a.C., que convivían con las ánforas «púnicas» B, C-1 y C-2. Entre el tercer cuarto del siglo V y principios del IV a.C. se detectaba una decadencia en la importación de ánforas que no sería superada hasta comienzos del siglo III a.C., cuando abundan las ánforas «púnicas» B y C-2 y B y C-3, y los envases grecoitálicos.

La lectura que hacemos de los registros cerámicos de los tres asentamientos seleccionados difiere de la de Cerro Macareno en la percepción y en la cronología de esta «decadencia». En líneas generales, podemos afirmar que en diacronía hay un punto de inflexión en el siglo IV a.C. Hasta entonces las importaciones mediterráneas, aunque presentes, eran escasas, y la circulación de productos alimenticios se hacía en envases anfóricos (Pellicer B-C) a los que se le supone una producción local, o en ánforas salazoneras del área del Estrecho en sentido amplio, incluyendo también las procedentes de la costa malacitana (Mañá-Pascual A4 o S-11). A partir del siglo IV a.C. la proporción de productos provenientes de los talleres gadiritas y de la campiña gaditana circundante aumentó exponencialmente, con un periodo de apogeo centrado en el siglo III a.C.

En líneas generales, una parte mayoritaria de las ánforas importadas registradas fueron fabricadas en los talleres de Gadir, ciudad que se constituyó en el primer –y casi único– interlocutor comercial de los centros ribereños del Baetis. Tan sólo durante la Segunda Guerra Púnica, y tras la conquista romana, llegaron productos de procedencias más lejanas, como los contenidos en los envases púnicos centromediterráneos T-5.2.3.1 y T-7.2.1.1, o las ánforas grecoitálicas de vino campano; pero aún estas arribaban al emporio fluvial teniendo a Gadir como escala intermedia. Por los productos transportados en los envases mejor conocidos sabemos que las producciones piscícolas fueron las más demandadas, en una secuencia ininterrumpida desde fines del siglo VI o principios de V a.C. hasta la Antigüedad Tardía. Así lo parece demostrar la presencia, siquiera residual, de los tipos T-11.2.1.3, T-11.2.1.4 y T-12.1.1.1, los típicos envases salazoneros fabricados en las costas del Estrecho desde fines del siglo VI hasta el III a.C. La continuidad de estas exportaciones está confirmada por las ánforas T-8.2.1.1, T-9.1.1.1, T-7.4.3.1 y T-7.4.3.3, que certifican el flujo constante de ánforas salsarias gaditanas desde el siglo IV al I a.C.

La función de Spal como centro de consumo, pero sobre todo, como redistribuidor de estos productos queda patente si analizamos los contextos de otros centros poblacionales de su entorno. No obstante, en el análisis de dicha función es preciso hacer una distinción cronológica, definida sintomáticamente por la conquista romana. A partir de los datos de dispersión actuales, las ánforas T-8.2.1.1, características de los siglos IV y III a.C., tienen una distribución en el área turdetana que no supera un radio de 50 kilómetros desde Spal, pues los lugares más alejados donde se han registrado son Carmona y Vico (Marchena, Sevilla). Sin embargo, los envases T-9.1.1.1, característicos del siglo II a.C., penetran por el valle del Guadalquivir, documentándose en Corduba, e incluso en un poblado ibérico tan recóndito como el Cerro de la Cruz (Almedinilla, Córdoba). Su dispersión es suprarregional, en un contexto presidido por las guerras de conquista romana, hasta el punto de que, teniendo un origen gaditano, se la ha denominado impropiamente «tipo Campamentos Numantinos». Después de las salazones y salsas saladas de pescado, otro producto que afluye a las instalaciones hispalenses y se redistribuye a otros centros cercanos, como Ilipa, es el aceite de oliva contenido en las ánforas T-8.1.1.2, habituales en los contextos del siglo III a.C. Sus alfares se ubicaban en la campiña de Cádiz y el contenido debió producirse en las factorías que, como Cerro Naranja, explotaban el territorio circundante.

Resulta evidente el carácter empórico de Spal, hipotético para tiempos anteriores al siglo IV a.C., aunque no deja de ser presumible dada su situación geográfica y su evolución posterior. El predominio de envases anfóricos sobre otras producciones cerámicas en todos los contextos revisados de los siglos IV al II a.C., ya es un dato significativo que parece evidenciar la proliferación de edificios y basureros relacionados con el almacenamiento y la amortización de recipientes comercializados. Por otro lado, el origen de una parte importante de los contenedores y de algunas vajillas, como la cerámica ática de barniz negro o la cerámica «tipo Kuass», evidencia la vinculación de Spal con Gadir, y su carácter de centro redistribuidor de productos propios y ajenos.

La dedicación de Spal y Cerro Macareno al almacenamiento e intercambio de productos, y también a la producción alfarera, y no tanto al consumo, podría haber dejado diferencias en los registros de estos centros y los de los hábitats como Caura e Ilipa. Sin embargo, no parece ser así, y los paralelismos del repertorio cerámico en unos y otros son obvios, si bien cada uno presenta alguna peculiaridad debida quizá más a la aleatoriedad de los hallazgos en los contextos excavados que a razones de funcionalidad de los asentamientos. Por ejemplo, se han registrado ánforas griegas en Cerro Macareno pero no en el resto de los sitios, o vajilla ática y cerámica «tipo Kuass» en mayor proporción en Ilipa que en Caura o Spal. La composición de los repertorios cerámicos no constituye una excepción si establecemos comparaciones con asentamientos del entorno regional. Las concomitancias con los elencos de otras áreas integradas en el «Círculo del Estrecho», como los de la ensenada bética, de la propia Gadir y de otros asentamientos de la bahía y de la campiña gaditana, así como de la costa onubense, del norte del Marruecos atlántico y del Algarve, permiten coincidir con M. Arruda y E. de Sousa en hablar de «gaditanización» de estos asentamientos, aunque en los del Bajo Guadalquivir probablemente no hubo una aportación demográfica tan significativa como en el litoral cinesio porque era ya una región densamente poblada.

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