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2. LA LEGITIMACIÓN DEL «RÉGIMEN» DE LA DESIGUALDAD: LA SOCIEDAD DEL MIEDO

No es extraño que este estado de cosas, en que los mercados productivos y financieros gozan de un poder de decisión gigantesco sobre las condiciones de vida de la gente común, esté siendo caracterizado como un nuevo «régimen» («de la precariedad»21, «de la desigualdad»22, «de la inseguridad social»23). Lo cual invita a reflexionar acerca de la fuente de legitimidad de su nomos.

La desafección popular hacia la política y las nuevas formas verticales de agregación social ponen de manifiesto que la democracia y los derechos humanos carecen ya del potencial para recomponer el orden sociopolítico que sí tuvieron en crisis anteriores del capitalismo —en particular durante los procesos constituyentes de la segunda posguerra mundial—. El recurso a los sistemas procedimentales de obtención de consenso, esencialmente, se ha convertido en un mecanismo funcional a la integración en los cuerpos jurídicos de las decisiones adoptadas a través de la gobernanza mundial, o cuando menos condicionado por estas24. Mientras que la asistencia internacional humanitaria se ha visto golpeada por los recortes en cooperación internacional del periodo de estancamiento iniciado en 200825.

Por otro lado, las dificultades para mantener el crecimiento, el resurgimiento del proteccionismo, la debilidad del proyecto político europeo y la crisis ecológica parecen contradecir definitivamente la imagen de la sociedad globalizada como un campo inmenso de posibilidades de enriquecerse abierto a cualquiera, cimentada sobre el otro pilar que había sostenido hasta hace poco el orden político-social: el progreso favorecido por el libre comercio.

Estas condiciones explican la progresiva intensificación del recurso político a la producción del miedo. Un factor amalgamador que se sitúa en las antípodas de las promesas de la Edad Moderna, pero que guarda coherencia con el proceso de erosión de los vínculos comunitarios que procuraban amparo frente a las amenazas externas, sobre todo procedentes del trabajo.

La estrategia del miedo no es nueva. Como explica Hobsbawm a propósito del giro político ultraconservador que se produjo en EE UU e Inglaterra a principios de los años ochenta, hacia el final del periodo del welfare —de alta tasa de ocupación como consecuencia de una producción localizada e intensiva y de un sector público ampliado, y con un sistema educativo expansivo que hacía posible la mejora de la movilidad social— ya era patente un miedo difuso a perder el estándar de vida conquistado por las nuevas clases medias26. La penetración del consumo de masas provocaba que los valores de la igualdad y la seguridad en el empleo cedieran cada vez más ante la libertad para prosperar individualmente, abanderada por los ideólogos del neoliberalismo. Y, por otro lado, el mismo periodo coincidía con la Guerra Fría, que en Occidente sirvió para señalar al comunismo como una amenaza para la estabilidad de los países occidentales y para asegurar la adhesión de los países alineados con la OTAN en torno a EE UU.

A partir de los años ochenta —a medida que se intensificaba el proceso social de individualización o propietarización estimulado a través del crédito27— esa preocupación por perder el bienestar conquistado a través del trabajo y el ahorro adoptó la forma de miedos más concretos, relacionados con la posibilidad de perder el propio trabajo o la salud. Y al lado de esto emergió otro temor al que luego se hará referencia: «el de ser víctima de determinados delitos, también conocido como inseguridad ciudadana»28. Un fenómeno que arranca en esa época, de gran reconversión industrial, y que como señala Zuloaga no ha hecho más que extenderse y superponerse a la preocupación por la libertad individual29.

Cuatro décadas de neoliberalismo han logrado estabilizar la idea —contraria a la evidencia histórica y productora de reticencia al cambio— de que el sistema actual de apropiación y distribución de los recursos es el único eficaz, dándose por descontado que los problemas de desigualdad y erosión de las bases materiales del planeta solo pueden ser abordados lateralmente. A pesar de la creciente preocupación hacia estas cuestiones, el carácter excluyente y depredador de dicho sistema ha logrado hacerse camino a través de la reproducción constante, por mecanismos formales e informales, de representaciones asentadas en una concepción fuertemente individualista y competitiva del ser social. Serían ejemplos de ello la «meritocracia»30, la idea de que para salir adelante solo se puede confiar en uno mismo, o la necesidad de «rivalizar» con los demás en un mundo de trabajo escaso y mal remunerado, pero que seguiría ofreciendo posibilidades de acceder a buenos empleos a través del esfuerzo.

El carácter ideológico de las instituciones conceptuales del régimen oligárquico se pone de manifiesto desde el momento en que dejan de lado tanto la situación económica de la que parte cada persona31 como el capital social que concentran algunas de ellas32 (el determinado por «la totalidad de los recursos potenciales o actuales asociados a la posesión de una red duradera de relaciones más o menos institucionalizadas de conocimiento y reconocimiento mutuos»33). La amplia difusión de dichas instituciones, avivada por los discursos que desvían la atención hacia la amenaza de la inmigración, es lo que explica la dificultad con que se encuentran otras concepciones más cooperativas y solidarias de la vida para abrirse paso en el terreno político.

Para Ferrajoli, esa dificultad proviene específicamente de la ocultación o incomprensión de «la asimetría estructural entre los derechos de propiedad y de autonomía, que son poderes, y las libertades, que no lo son»34. Desde un plano distinto al de Piketty, coincide con él en señalar el carácter ideológico de los llamamientos continuos a la necesidad de estabilidad sociopolítica y de salvaguarda absoluta de los derechos de propiedad —la otra cara del «régimen» político—, operativos gracias a la demolición de los mecanismos democráticos que podrían hacer efectiva la reorientación hacia programas de naturaleza redistributiva demandada por un sector considerable de la sociedad.

Complementariamente, en el otro lado de los itinerarios individuales promocionados por el neoliberalismo se ha ido asentando un conjunto de representaciones concretas de la amenaza que la sitúan en el campo de los desiguales. La de «el que pierde comba» —en la competición cada vez más exacerbada por mantenerse a flote como consecuencia del «extremismo meritocrático»35—, funcional a la justificación del aumento del número de pobres. También la del multirreincidente, con la que un problema directamente asociado a lo anterior es psicologizado y convertido en una cuestión de política criminal36. O la del antisistema, que ha dado lugar al dictado de normas penales y administrativas para prevenir y castigar la oposición social a la gestión oligocrática de la crisis económica37.

Pero entre estas figuras de la exclusión destaca sobre todo la del inmigrante ilegal, representado como la principal amenaza para un mercado laboral cada vez más angosto. El efecto amnésico de esto es múltiple. Sirve para ocultar que el capitalismo siempre ha dependido de la inmigración, en sus caminos de ida y vuelta; que esta viene siendo utilizada como una forma esclava del trabajo en que la remuneración y las condiciones de su prestación son fijadas por el empleador; y que —como señala la historiadora de las clases trabajadoras Selina Todd en relación al Reino Unido— «los inmigrantes son baratos, de hecho, porque así el estado receptor no tiene que preocuparse de los costes asociados con la crianza y formación de trabajadores “indígenas”, y por tanto reduce el coste en educación y cuidados sanitarios»38, lo que explica de paso la tolerancia con aquella inmigración limitada a las necesidades temporales de los mercados internos.

Sami Naïr39 y Alain Badiou40 señalan al emigrante como el nuevo chivo expiatorio que padece la violencia, tanto simbólica como real, de la población precaria. En la lógica de esta figura —como explicara René Girard en La violencia y lo sagrado— anida una pulsión de envidia, un deseo común pero irrealizable por conseguir un mismo objeto (un buen puesto de trabajo, en este caso), de manera que la invención de un «otro» concreto sobre el que volcar la culpa colectiva anónima operaría como un mecanismo social de autodefensa. Como es natural en la competición por lo escaso, el venido de fuera es quien parte de una posición más desventajosa.

Este telón de fondo explica la adhesión recibida por los nacionalismos reactivos a la globalización y el populismo xenófobo que les sirve de palanca, los cuales presentan al emigrante como un sujeto extraño no legitimado para reclamar aquello que es concedido a los nacionales en dosis cada vez menores. Se oculta así —y se desvía hacia expresiones violentas— un problema concerniente al desmantelamiento industrial y a la consiguiente dificultad para construir narrativas personales, erigiéndose en su lugar «un nuevo racismo que da por descontadas la miseria, el hambre, las enfermedades y la muerte de millones de seres humanos sin valor»41.

La estigmatización del «otro» presenta, además del componente racista, un factor discriminatorio de género. Gran parte de las mujeres que soportan el peso del trabajo de limpieza, sexual y de cuidados son inmigrantes no regularizadas —que vienen a unirse así al ejército de mujeres de los países receptores con empleos a tiempo parcial y de peor remuneración42, aunque copando los escalafones peores— y por tanto sin derechos o con muchas dificultades para reclamarlos. Su aspiración elemental a la dignidad a través de la autonomía económica se ve continuamente amenazada por la acusación de desnaturalizar la cultura de los países de destino y de hacer aumentar la criminalidad, con el consiguiente desplazamiento de un problema que tiene que ver con la alta demanda en los sectores mencionados hacia la atribución a estas mujeres de responsabilidad por la barbarización social.

Estas amenazas, y otras de naturaleza distinta, pero que tienen que ver igualmente con situaciones reales de desigualdad —como la del terrorismo reactivo a ataques contra las poblaciones civiles de sus países, o los casos de violencia sexual en cuya causación interviene la pobreza—, han alimentado la agitación —en los discursos de los medios de comunicación y de los partidos políticos— del discurso de la victimización, con el que se justifican políticas de seguridad que ponen el acento en la vertiente delictiva, y no en la social, del problema. Como señala Tamar Pitch:

La individualización y la privatización de las decisiones [personales] y los costes [de las mismas] señalan una ruptura respecto de la racionalidad política propia de los Estados del bienestar, donde tanto las decisiones como los costes se compartían, de alguna manera, con la colectividad, a través de medidas de protección y compensación de riesgos, además de mediante la redistribución de la riqueza, y en los que tanto las decisiones como los costes estaban ligados al contexto en el que se desarrollaban43.

Ese fenómeno cumpliría justamente la función de contribuir a la reproducción ampliada de una inseguridad no siempre procedente de amenazas o peligros objetivamente reales, pero efectiva. Así, es significativo que en países con índices bajos de criminalidad como el nuestro —en el que las estadísticas posteriores a la crisis de 2008 registran incluso una tendencia a la baja44— la opinión pública perciba que este es un problema de primer orden. Y que, por el contrario, el desentendimiento por parte de las autoridades ante la gran criminalidad económica y financiera —coherente con el dominio oligárquico— y la orientación de la política criminal hacia la delincuencia menor hayan promovido una laxitud general en el cumplimiento de la ley y la normalización del fraude en relación con las instituciones estatales, en vez de una revuelta popular45.

El carácter socialmente construido de la actual sobrepercepción del riesgo dificulta la elaboración racional de respuestas organizadas, pero no las hace imposibles. Como señala Zuloaga, la demanda social de seguridad responde esencialmente a «la necesidad por parte de las personas de hacer balance y tratar de encauzar en una dirección los miedos que vienen experimentando en su vida cotidiana, y sobre los cuales perciben haber perdido el control»46, es decir, a una sensación muy extendida de desatención de las condiciones necesarias para una vida digna.

Por ello, aunque lo examinado hasta ahora no invite al optimismo, tampoco indica que la partida esté acabada. Como señala Todd, la consigna formal común a las formaciones políticas actuales es la consecución de mayores cotas de igualdad47 —aunque sea a costa de un crecimiento completamente irrealizable y ecológicamente indeseable48, y que en ningún caso garantiza por sí solo la redistribución de la nueva riqueza así producida—, lo cual denota preocupación, sobre todo a raíz de los movimientos de contestación que surgieron con la crisis de 2008, acerca de la posibilidad de una implosión social. Y por otro lado, la insistencia en que no hay alternativa al mundo actual no deja de revelar también cierta fragilidad de unas élites que «se niegan a reconocer las reivindicaciones y los agravios que una gran mayoría comparte»49, sobre todo si se tiene en cuenta que la línea separadora entre parados y ocupados es cada vez más delgada y que estos últimos no dejan de manifestar tanto su insatisfacción por la calidad del empleo actual como su angustia por el futuro del mismo50.

Recuperando la segunda cita con la que se abría el capítulo, el miedo (a que el polvorín de la desigualdad acabe adoptando una forma política clara) habría acabado afectando, paradójicamente, a la propia élite responsable de esta situación, lo que señala una posible vía de cambio.

3. EL SECUESTRO DEL TRABAJO COMO PROBLEMA CENTRAL

Mucho es lo que se ha reflexionado sobre el impacto del trabajo, y la importancia de su continuidad, en el modo en que las personas reflexionamos sobre el mundo y establecemos vínculos de confianza y de compromiso51. Visto a la inversa, su ausencia o su discontinuidad, propias del trabajo flexible actual, dificultan la posibilidad de desarrollar un carácter propenso a las experiencias reales compartidas52.

La gran revolución conservadora de las últimas cuatro décadas ha consolidado esta última situación para un número cada vez mayor de personas, sometiéndolas a una competición por el trabajo —entendido como un vehículo individual para prosperar— que ha pasado a formar parte de un nuevo sentido común.

El «rescate» del trabajo, que se convirtió en la consigna de las luchas obreras de los años sesenta y setenta en Italia, vuelve a representar, cincuenta años después, un problema central de las sociedades, una vez culminado el proceso puesto en marcha por el programa restaurador de la Trilateral53 de devolución al poder empresarial de las parcelas de poder arañadas fatigosamente por el movimiento obrero; y una vez que la referencia política a la clase, y la praxeología de esta, hayan quedado disueltas54. Como recordaba en sus memorias el exdirigente del PCI Pietro Ingrao:

Los acontecimientos de los años sesenta —y de inicios de los setenta— dieron impulso a vanguardias militantes, pero también a nuevos sujetos sociales. En una palabra: grandes masas de trabajadores se habían convertido en actores primarios de luchas de clase vastas y extraordinarias, las cuales incidían en el núcleo del hecho laboral: no solo en el salario, sino en los derechos, en la salud, en la naturaleza de la actividad laboral propia del siglo del fordismo. A millones y millones de seres humanos se les presentaba como nuevo el carácter del trabajo: su desarrollo, su valoración y su tutela, su rescate, por acudir a aquella palabra tan intensa y comprometida que dejaron escrita las canciones de la época... (cursivas en el original).

Años después, [...] la contraofensiva de las centrales patronales —decidida en la famosa reunión de la Trilateral— ya se había puesto en marcha. [...] La recuperación proletaria (y de la izquierda) estaba condenada a ser larga y difícil, después de que los comunistas (aunque por poco tiempo) hubieran conseguido llegar prácticamente a las puertas del gobierno55.

La última vuelta de tuerca a la ofensiva contra el trabajo proviene de la intensificación de la productividad mediante nuevas mejoras tecnológicas56. Por un lado, la robotización y la inteligencia artificial, con la consiguiente eliminación de empleo industrial57 y una mayor demanda de trabajadores flexibles que incorporen saberes cualificados —de los que se apropia la empresa a través del salario y cuya adquisición por el trabajador no computa como coste—. Por otro lado, la aparición de nuevos modelos de negocio, muy concentrados58, que se basan bien en el intercambio de bienes y la prestación de servicios a través de plataformas digitales, bien en el uso de estas como paraguas para la terciarización del trabajo59.

Esta transformación que el conocimiento ha provocado en el modo de producir y en los hábitos del trabajo puede llevar a pensar que el trabajador ha dejado de ser, definitivamente, una fuerza transformadora. Sin embargo, al lado de la capacidad de resistencia que aún mantiene el trabajo organizado, hay evidencias que contradicen esto, mostrando que el factor laboral sigue teniendo un potencial para nada menospreciable.

En primer lugar, la sustitución de la fuerza de trabajo por artefactos inteligentes tiene límites60, y en cualquier caso el salto cualitativo en la producción que puede comportar este proceso necesitará —singularmente en el campo de la robótica y de la inteligencia artificial— de muchos trabajadores en posesión del saber técnico que requieren las máquinas de hoy. Algo que va de la mano de un importante esfuerzo inversor en educación.

Al lado de lo anterior, la apuesta irresponsable por el extractivismo sigue constituyendo uno de los puntales de la economía mundial, como prueban los megaproyectos en curso en energías fósiles61, cobre y níquel, y en materiales esenciales para los teléfonos móviles, los ordenadores o las baterías de autos eléctricos, como el litio o el coltán62. Lo cual señala en la dirección del mantenimiento intensivo de mano de obra en aquellos países cuyos recursos naturales son objeto de codicia por las empresas transnacionales y los fondos de inversión, con el consiguiente riesgo de estallido de la inestabilidad social.

Y en tercer lugar, la insistencia en la necesidad de privatizar las áreas de protección social que quedan en pie, precarizar aún más el trabajo y mantener los salarios bajos es un indicador de que el trabajo sigue siendo percibido como el principal riesgo para el capitalismo. Lo que queda oculto en el debate convencional sobre el impacto de los robots y la digitalización de la economía es el más importante sobre la orientación económica en que se insertan, regida por la exigencia de obtener un rendimiento cada vez mayor del trabajo —bajo el criterio de orden establecido por las máquinas inteligentes—, y la regeneración continua de las mercancías así producidas.

4. LA CONFIGURACIÓN DEL CONFLICTO DISTRIBUTIVO EN UN CONTEXTO DE DEBILIDAD DE LOS ESTADOS

El crecimiento económico, en declive, ha dejado hace tiempo de traducirse en una mejora general de la calidad de vida. Un contexto en el que el ascenso global de fuerzas abiertamente antidemocráticas, o el giro proteccionista de economías tan importantes como la estadounidense o la británica, podrían ser señales claras de la desconfianza popular hacia una gestión política controlada por las élites económicas63 que niega cualquier posibilidad de organizar el mundo de otro modo. La tendencia al empleo escaso y precario, sin los amortiguadores de la caída social que representaban las estructuras distributivas del asistencialismo, podrían indicar que el sistema político se está acercando a una implosión por erosión interna, sin que haya previstas alternativas para evitarla.

La llamada «renta básica» —reclamada incluso desde una parte de las élites económicas— no parece una solución al problema, en términos redistributivos. Si no se plantea como una prestación transitoria para quienes están en condiciones de empleabilidad, corre el riesgo de acabar embargando las expectativas laborales y vitales de estos64.

Puede que este tipo de medidas paliativas acaben por generalizarse, pero por sí solas no modificarían el papel jugado hasta ahora por los estados en el impulso de la globalización neoliberal. Y, por otro lado, se encuentran limitadas por la atadura que representa la presión de los inversores internacionales para el pago de intereses de la deuda pública.

En la Europa de la moneda única, Alemania ha conseguido imponer la constitucionalización del mecanismo que amenaza con la suspensión del flujo de crédito a los países endeudados que no equilibren sus cuentas, cerrando las puertas a políticas expansivas. Lo cual, sumado a la necesidad de acuerdos unánimes entre los estados miembros a la hora de implementar políticas fiscales, hace impensable alcanzar la unidad de acción necesaria para establecer una regulación sobre el capital que garantice cierto nivel de redistribución igualitaria de sus beneficios. En otros casos, como el de Argentina o Brasil, donde el mantenimiento de la moneda nacional debería servir para frenar esta atadura, el capital financiero ha logrado imponer la misma regla al punto de instrumentalizar algunas instituciones esenciales del estado, como el Parlamento y la magistratura, para sustituir gobiernos disfuncionales al objetivo señalado65.

Estas medidas «rígidas» en beneficio del capital internacional señalan un cambio sustancial en la naturaleza de la soberanía. Los mercados financieros y las empresas multinacionales contemplan a los estados como organizaciones administrativas atacables en caso de dejar de garantizar la amortización de su deuda o de dejar de crear condiciones favorables a la inversión internacional, respectivamente. Desde este punto de vista, como señalara José Eduardo Faría66 al iniciarse la crisis financiera, lo que se espera de ellos es una política bifronte: por un lado, garantizar los derechos de propiedad material e intelectual —esenciales para el control del saber que precisa la economía digital—, los contratos de inversión internacionales —frente a la tentación de introducir elementos de socialismo en las políticas públicas—, el orden público —frente a la amenaza de organización de los desiguales— y los «ambientes de negociación» más propicios para los agentes económicos, en el marco de regímenes regulatorios policéntricos basados en las reglas flexibles de la gobernanza; por el otro lado, diseñar «estrategias de focalización» que, renunciando decididamente a la universalización de los derechos, se limiten a mantener niveles mínimos de cohesión concentrando los cada vez más limitados gastos sociales en los sectores en situación-límite (desahuciados, desempleados, inmigrantes, trabajadores temporales, jóvenes en espera de su primer empleo, etc.). Simplificando, el régimen oligárquico del presente tendría reservadas para los estados una función ejecutiva de sus decisiones y otra paliativa de las consecuencias de las mismas.

Esto sirve para esclarecer por qué, lejos de atisbarse una voluntad decidida para reducir la pobreza, de momento esta solo sea contemplada desde estrategias defensivas o de contención. Por el lado mejor, a través de medidas lenitivas como la mencionada renta básica. Y por el peor, mediante el endurecimiento de los aparatos represores de los estados. Lo cual explica que el último Ferrajoli, muy acertadamente, señale:

[...] la expresión «estado de derecho» es emblemática: es solo el «estado», pero no también el mercado, el sujeto frente al que se justifican reglas, prohibiciones, obligaciones y controles dirigidos a impedir sus atropellos y abusos en perjuicio de los derechos fundamentales de las personas67.

Contrariamente, la posibilidad de satisfacer demandas acuciantes para el reequilibro de las desigualdades —como facilitar el acceso universal a la educación, a un sistema sanitario de calidad y a la vivienda, o la transición a un modelo energético sostenible que dé lugar a nuevos empleos— pasa por una cooperación internacional en varios frentes: quitas en la deuda pública; políticas fiscales que pongan freno a la competición fiscal actual entre estados, que incidan en los grandes patrimonios y las transacciones financieras68, y establezcan gravámenes al uso intensivo de bienes comunes de la humanidad como el aire; fórmulas innovadoras en materia de propiedad69 que incluyan la ruptura de las reglas de la OMC sobre propiedad intelectual70 y la valoración del impacto ecosocial de las mercancías71, a fin de favorecer la socialización del conocimiento y la cuantificación del deterioro que supone la extracción de recursos naturales, respectivamente; y la puesta en marcha de las grandes inversiones que se necesitan para una transición energética regida por un modelo de economía circular72.

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9788413640068
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