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El atraso en contraposición al progreso

Desde el periódico El Atratense —publicado en Quibdó en 1880— se llama la atención en uno de sus artículos que para lograr “la prosperidad de la antigua provincia del Chocó en vano se han derogado unas constituciones y se han reformado otras, en vano se ha practicado la alternabilidad no solo en las personas sino también en las ideas y en los partidos”; unos y otros como intentos fallidos en la medida en que el “Municipio del Atrato permanece siempre atrasado a pesar de los variados pero débiles esfuerzos que se han hecho para sacarlo del letargo industrial en que ha caído” (1880 n.° 2, 3. Las cursivas no pertenecen al original). Así, se alude al atraso bajo un discurso de la desesperanza y la frustración: se afirma que este es una de las principales causas que no permite alcanzar o representarse como parte —o por lo menos cercanos— de un proyecto nacional moderno; erigir lo que representa el atraso hace más deseable el progreso, y en esta medida se encuentra sustento a sus acciones. En el caso del Chocó, este atraso se relaciona con las condiciones geográficas y ambientales, así como con las circunstancias de tipo político, administrativo e institucional, que son tomadas en parte o como origen de este y, a su vez, como causas de un territorio que se tilda como rezagado, olvidado y abandonado, y en el cual los grupos humanos que en él habitan, sus prácticas culturales y, en suma, los aspectos de índole moral, intelectual, espiritual y material se asumen como cargados de connotaciones contrarias del ideal progresista. En síntesis, representaciones del territorio chocoano en tono de atraso, implícitas en los discursos, que se construyen e imponen desde finales del siglo XIX, provenientes de ópticas externas.

Las relaciones de poder constituidas, asumidas o encarnadas por parte de los grupos o representantes de instituciones como el Estado y la Iglesia, las cuales entran en ejercicio tanto con el espacio físico como con las dinámicas humanas, derivan en escenificaciones y construcciones particulares acerca del territorio, en este caso específico, del territorio chocoano. En este orden de ideas, de acuerdo con Sosa (2012), las representaciones que se fabrican del territorio “pueden provenir desde matrices religiosas, cosmogónicas, políticas o económicas”, las cuales “son mapas mentales que lo definen, ordenan, sacralizan, historizan, proyectan y controlan” (20-21). Así mismo, los sujetos son también “—propios o ajenos a un territorio— quienes, desde sus representaciones del territorio, están en constante búsqueda por proyectarlo, por hacerlo parte de su cohesión, o entran en constante confrontación y disputa por construirlo, apropiárselo y controlarlo” (22). Construcción y exposición de retratos que, siguiendo a Restrepo (2013) para el caso de la región del Pacífico colombiano, se evidencian en la continuidad de “imágenes que desde el periodo colonial habían circulado profusamente sobre estos lugares y sus gentes” (173); como por ejemplo la construcción de “imágenes de un abierto pesimismo con respecto al clima y las agrestes selvas”, que “no desaparecen con el cambio de siglo” (175).

En este contexto, se trata de evidenciar que las representaciones del atraso operaron para construir unas imágenes del territorio del Chocó y sus habitantes en términos de rezago, olvido y abandono, con las cuales se argumenta la apuesta por el progreso, y con este, a su vez, hacer plausible los imaginarios de la modernidad;10 imaginarios capitalistas que, para Castro-Gómez y Restrepo (2008):

Coadyuvan a producir la subjetividad moderna en Colombia durante las primeras décadas del siglo XX, en el sentido de que crean un mundo ideal, una mitología en la que determinados grupos sociales (sectores de las élites intelectuales y económicas, así como algunos sectores del pueblo llano) empiezan a reconocerse como “sujetos modernos”. (19)

Del mismo modo, se trata de exponer las diversas condiciones, contextos y espacios donde acontecen las prácticas culturales, así como las distintas relaciones desde las cuales se conforma territorio por parte de los grupos locales, apropiaciones e identificaciones en tono de territorialidades.

REPRESENTACIONES E IMAGINARIOS CONSTRUIDOS EN TORNO A UN TERRITORIO

Entre montes, ríos y selvas: vislumbrando territorios

El Chocó se describe para comienzos del siglo XX, desde los informes misionales, como una región ubicada al noreste de Colombia, la cual abarca una considerable superficie, con una posición geográfica por la que puede considerarse “una de las regiones del globo más privilegiadas y que ha sido siempre de las más codiciadas, por la facilidad con que por su territorio podrían comunicarse con un canal más ventajoso que el de Panamá” (Prefecto Apostólico del Chocó 1929, 20-22), así como por su situación estratégica entre dos mares. Una zona de clima vehemente y considerablemente húmeda, con constantes lluvias, tempestades y aguaceros, todo enmarcado en un entorno de selva virgen, bañado por múltiples ríos, entre los que se destacan el Atrato, el San Juan y el Baudó. Selva, lluvia, ríos, calor, presencia de animales y exuberante vegetación,11 entre otros, se describen y presentan en informes, narraciones y relatos, por medio de representaciones de condiciones agrestes que recrean el imaginario de un territorio. Se dice también que el clima es el de la zona tórrida, “muy insano y propicio a toda clase de fiebres, sobre todo palúdicas y biliosas junto con los catarros y pulmonías”, que son las “enfermedades predominantes en el territorio” (Prefecto Apostólico del Chocó 1929, 22), dados los fuertes cambios climáticos de los que se afirma propician su fecundación. Complementa la idea expuesta la nota del Boletín de Obras Públicas publicada en 1908 (artículo 7, que trata de la construcción de la vía entre Quibdó y la Esperanza), donde, además de la dureza de las condiciones ambientales referenciadas, el contexto agreste se relaciona con estar esta “región plagada de reptiles venenosos y presentarse dificultades para la consecución y transporte de víveres” (1908 n.° 4, 1); todos estos aspectos agudizan las dificultades para llevar acabo cualquier tipo de obra.

En este sentido, se asegura que los viajeros y los misioneros que han osado entrar en este territorio han tenido que permanecer en los ríos días, semanas y meses, carentes de todo y expuestos a las inclemencias del sol y las lluvias, soportando fiebres y molestias, además de enfermedades. Se anota también que navegar por los ríos en “diminutos cayocos entre las olas, no siempre mansas de ambos océanos, Atlántico y Pacífico”, al igual que las travesías y “correrías incesantes” en tan duras condiciones y contando solo con lo que los campesinos les pueden aportar, representa para estos visitantes innumerables sacrificios, dificultades y padecimientos, así como experimentar algo memorable, similar al suplicio (Prefecto Apostólico del Chocó 1929). Descripciones cargadas de desesperanza y desaliento se entretejen en las travesías narradas por viajeros y misioneros, entre otros; discursos en tono desolador que recrean la idea de un territorio a partir del que llega, del externo, del trasegar de los forasteros. Representaciones y valoraciones del territorio construidas bajo ópticas externas, en las que las interacciones con las condiciones naturales, geográficas, sociales y culturales son variables, es decir, se solventan en las diferentes experiencias e intercambios —mediados por intereses—, los cuales se entablan entre los individuos y lo que los rodea, así como con los elementos dispuestos y que disponen tanto el espacio físico como social.

Ríos que hacen las veces de caminos, corrientes navegables que cruzan y disponen territorio se convierten en el principal medio de comunicación, dada la escasez y la situación de los caminos terrestres, elementos y factores que se suman al discurso de condiciones adversas. En este escenario, los viajes y trayectos por los ríos y trochas se convierten en protagonistas de muchas de las descripciones de los padres misioneros, quienes en algunos de sus informes manifiestan —haciendo referencia a los caminos terrestres existentes— que, más que caminos de hombres, estos son “caminos o trocha de fieras” que sirven más para animales de carga.12

Travesías y viajes por los ríos del Chocó en canoas, potros, champas, chingos, pangas, cayucos, piraguas, principales denominaciones que describen distintas embarcaciones conformadas por troncos de árboles, que oscilan entre un ancho de 60 cm por 50 cm de profundidad (Los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María 1953, 97; La Misión Claretiana del Chocó 1960, 45) y un largo que depende del tronco empleado. Se completan estas descripciones a partir del relato de un misionero, quien cuenta que en el medio de la embarcación hay un “rancho” que viene a ser “un cobertizo de paja, que sirve para librarse del sol y de las continuas lluvias, y que tiene la forma de una vaina de cañón”; además, anota que “allí es donde se mete uno a rastras, pues otra cosa no permite la estrechez del cobertizo” (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 45). En este contexto, las condiciones de los traslados son referidas como viajes molestos en incómodas embarcaciones, en las cuales los viajeros se encuentran sometidos a

incesantes chubascos o aplastantes calores, sólo aminorados si el misionero se acurrucaba o se tendía bajo el rancho de la mísera embarcación; las subsiguientes privaciones en comidas y alojamientos, en los cambios de los negros o en rudimentarias o destartaladas casas rurales, desprovistas de todo, quebrantaban las fuerzas y la resistencia de los más valientes y mejor dotados. (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 69)

Otros relatos recrean lo acontecido en la cotidianidad de los viajes, de los momentos de interacción entre los bogas, los misioneros, los campesinos y todo aquel que requería transportarse y comunicarse de un lugar a otro. Así, se narra:

Y los negros que guiaban la canoa en nuestros viajes, me mal recitaban multitud de romances que aprendieron de sus antepasados, y que resumían tradiciones de antiguos misioneros, de fiestas, de gestas de una desconocida epopeya; romances que pasaron de boca a boca, de pueblo a pueblo y de generación a generación, a veces mutilados y sin sentido, pero conteniendo un gran fondo de verdad histórica y de dogma religioso, tal cual se lo enseñaron sus primeros misioneros. (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 244)

Navegar por los ríos en estos medios de transporte fluvial representa, entre otros, una respuesta a las necesidades existentes y una solución para la movilidad y circulación en los ríos, interpretada y apropiada por los habitantes de este territorio, quienes evidencian conocimiento, conexión y adaptación a las condiciones del medio. Así, más allá de las adversidades y molestias, esta técnica local trasciende a la acción de comunicar y conectar y fue considerada en uno de los informes realizados por los misioneros como el “arte de bogar”, un sistema para viajar calificado como sencillo y del que se dice no ofrece peligro, a no ser en ríos de corriente precipitada, una práctica ejecutada por parte de hombres, mujeres y niños, a la cual tiene acceso todo aquel que la requiera. Por ello, a pesar de las refutaciones y designaciones de “incómodas canoas”, estos medios de transporte se constituyen en espacios de intercambio y de comunicación, así como en espacios de saberes locales; en síntesis, espacialidades en tono de apropiación de un territorio por medio del posibilitar los medios e instrumentos para recorrer y surcar caminos.

Como lo afirma Santos (2000), “la principal forma de relación entre el hombre y la naturaleza, o mejor, entre el hombre y el medio, viene dada por la técnica”, entendiendo por esta la constitución de “un conjunto de medios instrumentales y sociales, con los cuales el hombre realiza su vida, produce y, al mismo tiempo, crea espacio” (27). Saberes locales sobre un medio físico que permiten interpretarlo adaptándose a lo que este ofrece, apropiaciones e identificaciones que se traducen en la creación de instrumentos (como las canoas) y construcciones (como la vivienda) en tono de espacio. Creación y formación de territorio, en tanto la técnica agencia un territorio en el espacio.

Ríos como caminos, pero también como lugares elegidos para albergar caseríos, poblados o casas esparcidas a sus orillas. Viviendas dispersas en los ríos, o aquellas ubicadas en los poblados existentes, son detalladas como sencillas y con formas similares entre unas y otras. En estas predominan el uso de palma, paja y madera, su implantación respecto al terreno sobre el que se asientan distingue su separación o elevación por medio de horcones de madera, por lo que se accede por un palo a manera de escalera, con muescas13 dispuestas para esto, por mencionar algunas de las principales características que comparten con las viviendas indígenas o tambos de la zona. Respecto a la vivienda indígena, los relatos de las misiones nos dicen:

A sus viviendas, llamadas tambos, sólo se llega trepando por las peñas y malezas de los ríos en ligeras embarcaciones, que no permiten equipaje ni acompañamiento. Las casas son como todas las de los ríos, pajizas, de construcción sencilla, distinguiéndose de las demás por su forma semicircular, unas veces cercadas, otras abiertas; pero siempre el tejado de forma cónica, llega casi hasta tocar el piso, que está circundando por una barandilla; éste suele ser muy elevado; se sube a él por un palo inclinado, apoyando los pies en unas muescas abiertas en él, manteniendo el equilibrio con las manos, en actitud de escalar un árbol; como este palo o escalera es movible, lo retiran cuando les parece, con lo que evitan se introduzcan en sus casas los animales y las fieras. Viven por familias; amparando un solo techo a todos los ascendientes y descendientes. No conocen habitaciones ni compartimentos; el salón, que suele ser espacioso, sirve de cocina, dormitorio, y todo está a la vista; duermen sobre el duro suelo, o sobre jamaguas, cierta especie de tela sacada de la corteza de un árbol. (Relación de Algunas Excursiones Apostólicas en la Misión del Chocó 1924, 10-11)

Por su parte, las descripciones encontradas acerca de las viviendas de aquellos que los misioneros denominan de “raza de color” se pueden recrear a partir de las experiencias derivadas de su permanencia en estas durante los viajes misionales. Representaciones que, más allá del tono del relator —algunas con la acostumbrada desesperanza que acompañan ciertos de los apartes de las travesías misionales, los cuales resaltan los olores, el aspecto y el contexto de las viviendas con acentos negativos que las describen como pestilentes, sucias y desordenadas—, se constituyen en escenificaciones que permiten vislumbrar espacios, así como prácticas culturales, cargados de significados y valoraciones locales.

En este sentido, a partir de la experiencia de uno de los padres misioneros, quien, al acudir a impartir los sacramentos a un “enfermo grave”, afirma que, tras la muerte de este, los pobladores cercanos al difunto tienen la costumbre de congregarse en su casa o posada, lugar donde acontecen una serie de prácticas en directa correspondencia con los espacios que conforman la vivienda. Así, se describen las casas o posadas como sencillas, conformadas por algunos cuartos, de los que distinguen el portalón, espacio amplio donde se reúnen los visitantes, además de la cocina, particularmente ubicada hacia la parte posterior del inmueble; esta se detalla como un espacio en el que suelen reunirse las mujeres, en este caso específico, durante la velación del muerto, para preparar los alimentos y bebidas —entre estas últimas se destaca el paimadó, referenciado por los misioneros como una “especie de aguardiente fuerte y malísimo con que se emborrachan con frecuencia los chocoanos” (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 51)—. Así mismo, se relatan las condiciones14 de permanencia en las viviendas como hostiles, atribuidas a la falta de enseres como camas —que suelen ser reemplazadas por hamacas (1960, 46)—, por encontrarse en tierra sus pisos, carecer de iluminación interna y externa, además de las condiciones de aseo y la estancia de diversos animales, como insectos, roedores, entre otros:

Frente a aquel jolgorio y en el portalón (que así se llama la única pieza libre que allí se encuentra), donde todos los forasteros se recogen para dormir, tuvimos que preparar nosotros los timbales para cenar y descansar después, si podíamos. Tres hamacas y una cama portátil constituían nuestros lechos, y allá, hacia la una o dos de la madrugada, debajo de cada uno se agazapaban como podían los demás huéspedes; la casa, como todas, estaba plagada de chinches, ciempiés, cucarachas, hormigas, cínifes y otras alimañas, y con multitud de animalitos gruñidores debajo, las gallinas y los ratones en lo alto, formaban un concierto bastante desapacible, como se comprende; a la calle no se podía salir, ya porque llovía, ya porque es un completo lodazal todo; dormir era imposible, pues lo impedían calor, olor, ruido, entre otras cosas; por lo que, no pudiendo sufrir aquella atmósfera y viendo, además, aquel movimiento de entrada a bandadas de gente moza y aquel jolgorio (pues no se convierte en otra cosa semejante acto de caridad), me incorporé en medio de la hamaca como pude y empecé a increpar a las gentes de tal modo que quedaron casi todos asustaditos con atreverse a chistar más, aunque los compañeros riéndose a mandíbula batiente por lo bajo, y bien que celebraron después mi catalinaria. (50-51)

Complementado lo expuesto, se afirma que bien entrada la noche, y por un periodo prolongado hasta que amanece —se puede repetir por varios días—, se reúnen “más de cien personas”, todas ellas dispuestas en el portalón, para hacerle compañía al muerto (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 50). Así, se recrean apartes de las novenas y los alabaos que forman parte de la velación de los muertos, relatos que destacan la ornamentación del espacio físico-arquitectónico y señalan la disposición de santos, luces, imágenes, entre otros elementos, así como la práctica de cantos, rezos y otras dinámicas que acontecen en estos. En este sentido, se afirma que dicha costumbre de “ir y hacer velorios” o veladas, ya sea cuando muere un individuo, con el fin de acompañar a la familia, o cuando dicho enfermo está por morir o lleva tiempo de enfermedad, se caracteriza porque “van todos los del contorno, chicos y grandes, todas las noches, como si fuesen a una romería, y allí están de parranda hasta que es de día, en que se vuelven a sus chozas”; complementando esta descripción, se anota que:

Cuando muere uno en los ríos, los parientes y vecinos le hacen las novenas, que llaman ellos. Consisten éstas en pasar toda la noche en una habitación, en donde tienen un Santo Cristo, un San Antonio y todos los santos que poseen con muchas luces. Si es la primera noche y el muerto está en casa, la pasan cantando no sé qué coplas; y si es después, rezan en rosario. Al amanecer cantan todos el Alabao sea; pero tanto este cántico como los demás son muy melancólicos; cada uno se va por el tono que le da la garganta, parece una olla de grillos. Gastan mucho en tales actos, pues se bebe mucho café y se fuma más, todo por cuenta de la familia del finado. (Relación de Algunas Excursiones Apostólicas en la Misión del Chocó 1924, 51)

Retomando lo esbozado anteriormente, desde los relatos misionales también se atestigua que “cada río venía a ser un pueblo con casas distanciadas unas de otras o los había muy extensos y poblados” (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 255), poblaciones de “chozas separadas unas de las otras por largas distancias y diseminadas a una y otra parte de los ríos” (46), de las cuales ciertas poseían “iglesia, donde se reunían todos los vecinos del mismo río para celebrar anualmente sus fiestas” (255). Cabe señalar que dicha práctica ha sido denominada y explicada como una forma de poblamiento disperso, la cual, de acuerdo con Restrepo (2002), “A medida que se fue consolidando el número de la población libre, la forma de poblamiento fue cambiando”,15 proceso en el que “hubo una dispersión de los libres por toda la región. Casas aisladas o pequeños conglomerados se construyeron cerca de las orillas sobre los diques aluviales a lo largo de los ríos o sobre las líneas costeras” (3). Así mismo, y en correspondencia con la ocupación del territorio, Martínez (2010), siguiendo a Robert West, se refiere a este

como un pro­ceso de apropiación que se ejerce desde el río hacia el fondo o respaldo, a partir de la instalación de los pobladores en el dique aluvial. Este patrón de distribución espacial determina un poblamiento longitudinal y discontinuo a lo largo del río, según el cual las diferentes actividades económicas se encuentran intercaladas con los asentamientos ribereños. A este patrón ocupacional, se superpone otro en sentido transversal desde el río hacia el fondo boscoso, donde el río es representado localmente como el afuera, desde el cual se penetra gradualmente hacia el bosque, caracterizado como el adentro. (18)

Es importante destacar respecto a lo anotado que dicha forma de poblamiento disperso trasciende a la relación físico-espacial y deriva en una práctica de implantación también dispersa. Así, se configuran formas de ubicar e implantar las viviendas producto del entendimiento del entorno (respecto a los ríos, los montes y la selva), así como de las maneras de organización que se establecen al interior de los grupos humanos16 que intervienen en su disposición (poblados, centros, asentamientos). Construcción de territorio que evidencia la dinámica social en y desde este, en la que los sujetos, a partir de las relaciones y el entendimiento de los contextos, generan conocimientos y saberes locales que les permiten intervenirlo, más allá de emprenderse ubicaciones aleatorias. Cabe agregar lo expuesto por Sosa (2012), quien afirma que en los territorios la “organización y límites se negocian al fragor de las relaciones sociales”, donde los “sujetos lo construyen combinando lo concreto pensado (la representación que se tenga sobre el territorio) con lo concreto real (la relación que se desarrolla con este)” (26); en síntesis, relaciones sociales que construyen identificaciones y apropiaciones en y con el territorio.

Estas prácticas de implantación dispersa fueron consideradas por los misioneros como un obstáculo para llevar a cabo lo relacionado con la evangelización, dadas las dificultades asociadas a los traslados generados por la dispersión tanto de las viviendas como de las personas. Estas son dinámicas locales de organización de las espacialidades que buscan ser contrarrestadas desde las ópticas externas, a partir de las tensiones generadas por las formas de intervenir y crear territorio desde lo local. Allí se entremezclan e interponen distintas representaciones del territorio, donde, de acuerdo con Fernandes (2010 citado en Sosa 2012), cada “institución, organización, sujeto, construye su propio territorio y el contenido de su concepto y poder político para mantenerlo” (21). Así, confluyen disputas entre los distintos grupos por el control del territorio, lo que para Rodríguez (2010 citado en Sosa 2012) representan las luchas por este, por “la hegemonía de una forma particular de ejercer legítimamente la soberanía sobre el territorio, es decir, de ejercer una acción de dominio sobre el espacio de pertenencia” (26). Soberanía y pertenencia provenientes de lógicas externas que, en el caso del Chocó, buscan imponerse mediante relaciones de poder sobre los grupos locales.

En este contexto, las prácticas que se consideran un obstáculo para llevar a cabo la empresa espiritual17 buscan ser contrarrestadas aprovechando las dinámicas de los grupos locales. De esta manera, la reunión de los habitantes durante las fiestas —principalmente las patronales—, dada la capacidad de estos eventos para la convocatoria, la congregación y la participación, se constituyen en momentos propicios para facilitar el acercamiento tendiente a la catequización de las almas. De esta forma, se afirma que

Eran las fiestas patronales de esos centros y ríos, en las que se reunían grandes concursos de gentes, casi la única ocasión en que el Misionero podía ponerse en contacto con ellas y aprovechaba dichas fiestas para hacer los bautismos, los matrimonios y enseñar el catecismo a los niños [entre otras actividades de índole religioso]. (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 255)

De las fiestas patronales en el Chocó se destacan aquellos eventos relacionados con las vísperas, las solemnidades litúrgicas, las procesiones, las actividades que se derivan de las fiestas y las que suceden en los ámbitos físicos. Se afirma que los actos religiosos acontecen de la forma y en los tiempos establecidos para estos, pero se acentúa la particularidad de prolongarse a espacios externos —en las poblaciones—, como las calles y ámbitos de reunión, así como por suceder en medio de música y, por ende, de expresiones de las que se dice suscitan la diversión. En este sentido, se anota que los días y noches en que ocurren estas celebraciones se caracterizan por la presencia de música resonante y bulliciosa, la cual tildan de “bullanguera”, y por estar enmarcados en desórdenes descritos como “juergas” (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 255), en los que suele haber “tiros y cañonazos” (52-53). Adicionalmente, se alega que, pese al aparente entusiasmo por las celebraciones religiosas, así como a la colaboración para el sustento de estas, los habitantes se abstienen de asistir a los actos litúrgicos y se conforman con apreciar las procesiones desde las viviendas, relegándose o haciéndose partícipes parciales de tales actos religiosos, pero activos en otras actividades realizadas de manera simultánea por los locales,18 como bailes, retretas, entre otros.

Estas prácticas se denuncian como un obstáculo de los misioneros para adelantar la labor religiosa, dada la actitud y el proceder de los habitantes; por lo tanto, dicho accionar es tildado como respuesta negativa y como falta de receptividad frente a los esfuerzos de los religiosos. Así, se afirma que

el pueblo no corresponde a los esfuerzos de los misioneros y no pueden conseguir que vayan a la iglesia. Todos echan la culpa a la loma, y por eso pretenden que los PP. bajen al pueblo y allí habiliten una capilla donde puedan decir misa y ejercer el ministerio los días ordinarios, dejando la parroquia sólo para las funciones de los domingos y días festivos. (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 57)

Sin embargo, se testifica que, en las ocasiones eventuales en las cuales se logra que asistan a los actos religiosos, la mayoría de las veces su actitud es de ausencia, desconocimiento19 y desinterés, situaciones que buscan mitigarse mediante estrategias de contrarrestación de prácticas locales, esto es, a través de mecanismos de atracción como la música y la repartición de dinero, entre otros. Al respecto se narra que

sobre la fiesta con que hemos honrado en este año a nuestra Madre la Virgen María. Desafiando a los aguaceros que tan impetuosos suelen venir casi todas las tardes, comenzamos nuestra novena, precediendo a este acto el Smo. Rosario —las Letanías cantadas—; los primeros días no se veían en la capilla más que cuatro o cinco devotas; poco a poco fue aumentando el número, y la gente, atraída en parte por la música y en parte por la plática que diariamente se les hacía, fue llenando los vacíos de la reducida capilla. (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 58)

Si bien se llama la atención acerca de la poca afluencia a los actos litúrgicos, las procesiones se distinguen por ser actos con la capacidad de congregar y, por tanto, contar con mayor presencia en las poblaciones. Los contextos en los que acontecen y se enmarcan los eventos procesionales facilitan este contacto: espacios abiertos a manera de plazas y vías interiores que recrean calles, de las cuales forman parte los inmuebles que conforman el perfil, acentuando componentes como balcones, puertas y ventanas, unos y otros escenarios que se constituyen como elementos de relación con el exterior y desde los que se pueden apreciar y hacerse partícipes los habitantes en las festividades. Se distingue entonces la importancia del espacio donde acontecen las procesiones, las manifestaciones, los eventos y las conglomeraciones, como escenarios de relación, algunos de estos dispuestos y engalanados para albergar dichas funciones, y en donde se elaboran preparativos enmarcados en la limpieza general de los espacios exteriores, así como la ornamentación de las calles y las fachadas; disposiciones en directa relación con las espacialidades, como las fiestas de los Santos Patronos, de las cuales se afirma que se preparan con antelación y cuentan con el apoyo de los “Síndicos y Mayordomos de fábrica”, inspectores de policía y sacristanes, quienes apoyan —respectivamente— con la recolección de limosnas, el arreglo y la decoración de calles, y en menesteres al interior de la iglesia (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 47-48).

Como parte de los preparativos para las celebraciones patronales, al igual que de la dinámica acontecida en dichas solemnidades, los relatos del arribo y permanencia del padre misionero para acompañar algunos de estos actos destacan la afluencia de personas, la música de tambores y clarinetes, los bailes y sonidos de cañones y la presencia de bebidas y licores, entre algunas acciones de las fiestas. Respecto al consumo de licores —se anota desde estos informes misionales— acrecentarse la actividad económica relacionada con su venta, afirmándose que estos eran

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