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Capítulo 4

La persecución

Calmados los histéricos gritos de las mujeres y silenciados los silbatos de la Milicia,(13) llegaron dos ambulancias. En una se llevaron a la morgue el cuerpo descabezado de Berlioz y su cercenada cabeza y en la otra a la bella conductora, herida con los fragmentos de los cristales de la ventanilla. Los barrenderos de blancos delantales barrieron los fragmentos de los cristales y echaron arena sobre los charcos de sangre. Iván Nikoláievich corrió, pero no pudo llegar al torniquete. Se derrumbó sobre un banco y allí estaba, en la misma posición en que se había echado. Varias veces intentó levantarse, pero las piernas no le respondían y tenía algo así como una parálisis. Había corrido hacia el torniquete en cuanto escuchó el primer grito y vio rodar la cabeza de Berlioz por la pendiente. Aquello lo enloqueció a tal punto que, desplomándose sobre el banco, se mordió la mano hasta hacerse sangre. Por supuesto, se olvidó del alemán loco y sólo intentó explicarse una cosa, cómo era posible que, un instante atrás, estuviera hablando con Berlioz y un minuto más tarde... la cabeza...

Alterada, la gente corría por la alameda junto al poeta, gritando algo, pero Iván Nikoláievich no entendía sus palabras. Sin embargo, dos mujeres se detuvieron de repente cerca de él. Una de ellas, de nariz afilada y cabeza descubierta, le gritó a la otra mujer, casi en el mismo oído del poeta:

—Annushka, nuestra Annushka, la de la calle Sadóvaia. Esto es por ella, compró en la tienda un litro de aceite de girasol y al pasar por el torniquete lo rompe. Toda la saya se le manchó y comenzó a echar pestes. Y este infeliz que resbala y se cae a los rieles. De todo lo dicho por las mujeres en el perturbado cerebro de

Iván Nikoláievich se grabó una palabra "Annushka".

—Annushka... ¿Annushka? —murmuró y con ansiedad miró hacia todos los lados—. Por favor, por favor.

A la palabra "Annushka" se unió "aceite de girasol" y enseguida y por alguna causa "Poncio Pilato". A Pilato el poeta lo desechó y con la palabra "Annushka" se puso a hacer una cadena. Enseguida esa cadena se cerró y en ese instante lo condujo al loco profesor. Perdón. Pero si él dijo que la reunión no se celebraría porque Annushka derramó el aceite y, por favor, no se celebró. Todavía es poco, ¿no dijo él claramente que a Berlioz una mujer le cortaría la cabeza? Sí, sí, sí. Una mujer era la conductora. ¿Qué es esto? Ah. No había la más mínima duda de que el misterioso consultante conocía de antemano y con exactitud, el cuadro de la terrible muerte de Berlioz.

Entonces dos pensamientos penetraron en el cerebro del poeta. El primero file: "De ninguna manera es un loco", y el segundo: ¿No habría él inventado todo aquello?"

Pero, permítame preguntar ¿de qué manera?

Oh, no. Esto lo averiguaremos.

Haciendo un gran esfuerzo, Iván Nikoláievich se levantó del banco y fue hacia el lugar donde había hablado con el profesor. Y sucedió que, felizmente, aquél no se había ido.

En la caUe Bronnaya ya se habían encendido los fardes y la dorada luna brillaba sobre los Estanques. Bajo su luz, siempre engañosa, a Iván Nikoláievich le pareció que el profesor sostenía en la mano no un bastón, sino una espada.

El retirado y entrometido ex chantre estaba sentado en el mismo lugar donde poco tiempo atrás estuvo Iván Nikoláievich. Ahora llevaba en la nariz unos innecesarios quevedos en los cuales faltaba un cristal y el otro se hallaba rajada. Por eso, el ciudadano de los pantalones a cuadros resultaba más desagradable aún que cuando le indicó a Berlioz el camino hacia el tranvía.

Con el corazón encogido, Iván se acercó al profesor y le miró a los ojos, convenciéndose de que ningún rasgo de locura había ni hubo en su rostro.

—Confiese, ¿quién es usted? —interrogó con sorda voz.

El extranjero frunció el entrecejo, miró a Iván como si fuera la primera vez que le viera y respondió de forma hosca:

—No comprender... ruso no hablar.

—Ellos no comprenden —se entrometió desde el banco el chantre, aunque nadie le había pedido explicar las palabras del extranjero.

—No contradiga —dijo Iván amenazador y sintió frío en el estómago—. Hace un momento usted hablaba perfectamente en ruso. Usted no es alemán ni profesor. Usted es un asesino y un espía. Muéstreme sus documentos —gritó con rabia.

El intrigante profesor torció con desprecio la boca, ya de por sí bastante torcida, y se encogió de hombros.

—Ciudadano —intervino de nuevo el abominable chantre—.

¿Por qué molesta al "inturista"(14)? Por eso se le despeluzará severamente.

El sospechoso profesor, poniendo cara de soberbia, se volvió y se alejó de Iván.

Iván sintió que se perdía. Sofocado se dirigió al chantre.

—Oiga, ciudadano, ayúdeme a detener a un delincuente. Usted está obligado a hacerlo.

El chantre, animándose extraordinariamente, saltó y gritó:

—¿Qué delincuente? ¿Dónde está? ¿Un extranjero delincuente? —los ojos del chantre brillaron de alegría—. ¿Ese? Pero si es un bandido lo primero que se debe hacer es gritar "auxilio" o si no se escapa. Vamos, gritemos juntos. A la una...—el chantre abrió mucho la boca.

Confundido, Iván hizo caso del burlón chantre y gritó "auxilio", pero el otro, engañándolo, no gritó nada.

El solitario y ronco grito de Iván no sirvió de nada. Dos señoritas se apartaron a un lado y él escuchó la palabra "borracho". —¿Y tú estás de acuerdo con él? —gritó Iván encolerizado—.

¿Así que te burlas de mí? Déjame pasar.

Iván fue hacia la derecha y el chantre también.

Iván a la izquierda y el canalla hizo lo mismo.

—¿A propósito te interpones? Yo mismo te pondré en las manos de la Milicia —gritó Iván con fiereza e intentó tomar al pillo por el brazo, pero falló y no agarró nada, como si al chantre se lo hubiese tragado la tierra.

Iván se quedó helado, miró a lo lejos y vio al odiado desconocido que ya estaba a la salida del callejón del Patriarca. Estaba acompañado. El más que sospechoso chantre había tenido tiempo de reunirse con él. Pero eso no fue todo. En aquella compañía, el tercero era un desconocido gato, salido de alguna parte, enorme como un cerdo, negro como el hollín o un grajo y unos enormes bigotes de soldado de caballería. Los tres iban hacia el callejón y, por cierto, el gato caminaba en dos patas.

Iván intentó alcanzarlos, pero enseguida comprendió que sería muy difícil.

En un abrir y cerrar de ojos, el terceto pasó por el callejón y salió a la caUe Spiridinóvska y, por mucho que Iván se apresuró, la distancia no se acortó. Luego de la tranquila Spiridinóvska, y antes de que el poeta pudiera reaccionar, ya se hallaban en la tumultuosa Plaza Nikítskaya donde la situación empeoró. Iván chocó contra alguien y fue insultado. Mientras tanto, la pérfida banda decidió emplear el método favorito de los delincuentes, separarse y huir a la desbandada.

Con gran habilidad, el chantre trepó sobre la marcha a un autobús que iba en dirección a la plaza de Arbat y se perdió. Habiendo perdido a uno de los perseguidos, Iván centró su atención en el gato y vio cómo aquel extraño gato se acercó al estribo del tranvía A, detenido en la parada, empujó groseramente a una chillona mujer, se agarró del pasamanos e incluso quiso entregarle a la conductora una moneda de diez kopeks a través de una ventanilla abierta. La conducta del gato asombró a Iván a tal punto, que se quedó petrificado en una esquina, junto a una tienda de comestibles. Entonces, el asombro fue inmenso por la respuesta de la conductora quien al ver al gato subir al tranvía le gritó temblando de rabia: —No se permiten gatos. Nada de gatos. Fuera. Bájate o llamo a la Milicia.

Ni la conductora ni los pasajeros se asombraron de lo más importante de todo, no que un gato subiera a un tranvía, lo cual no era tan malo, sino que ese gato intentara pagar.

El gato resultó no sólo solvente sino también disciplinado. Al primer grito de la conductora se bajó del estribo y, sentándose en la parada, se pasó la moneda por los bigotes, pero inmediatamente que el vehículo se puso en marcha, hizo lo que hace cualquiera que es sacado de un tranvía y necesita viajar en él: dejando pasar los dos primeros vagones, saltó al techo del tercero, se agarró de un tubo que salía de la carrocería y viajó, ahorrándose así los diez kopeks.

Al ocuparse del bellaco gato, Iván casi perdió al más importante del trío, el profesor, quien, por suerte, no tuvo tiempo de desaparecer. Iván divisó su boina gris a lo lejos, al comienzo de la Bolshaya Nikítskaya o de la calle Hertzen. En un instante estuvo aUí, pero no tuvo suerte. Dejó de caminar y comenzó a correr, tratando, empujando a los transeúntes, pero no logró acortar la distancia ni un centímetro.

A pesar de su quebrantamiento, Iván estaba asombrado de la gran velocidad con la que se llevaba a cabo la persecución. No habían transcurrido aún veinte segundos cuando, más allá de la plaza Nikítskaya, Iván fue cegado por las luces de la plaza de Arbat. Unos segundos más y estaban en un oscuro callejón de desniveladas aceras, en el que se cayó estrepitosamente y se rasguñó la rodilla. De nuevo una alumbrada avenida, la calle Kropótkina, luego un callejón, enseguida Ostóyenka y otro callejón, triste, desagradable y mal alumbrado en el que Iván Nikoláievich perdió, finalmente, a quien le era tan imprescindible. El profesor había desaparecido.

Iván se desconcertó, pero no por mucho tiempo porque de repente se dijo que el profesor debía de estar, con toda seguridad, en la casa número 13, obligatoriamente en el departamento 47.

Irrumpiendo violentamente en la entrada, Iván voló hasta el segundo piso, enseguida halló el departamento y con impaciencia tocó el timbre. No tuvo que aguardar mucho tiempo. La puerta fue abierta por una niña de unos cinco años que, enseguida, sin preguntarle nada, desapareció en algún lugar.

En un enorme, pero descuidado vestíbulo, mal alumbrado por una minúscula lamparita de carbón, bajo un techo alto, negro y sucio, pendía de la pared, una bicicleta sin neumáticos y, en el suelo, se alzaba una grandísima arca revesada de hierro. En un anaquel, sobre un perchero, yacía un gorro de invierno y sus largas orejeras se inclinaban hacia abajo. Tras una de las puertas, una sonora y enfadada voz masculina gritaba por la radio unos versos.

Nada turbado por la desconocida situación, Iván Nikoláievich se dirigió directamente al corredor y razonó así: "Él, por supuesto, se escondió en el baño". El corredor estaba a oscuras. Chocando con las paredes, Iván vio una débil franja de luz debajo de una puerta, encontró el picaporte y con suavidad tiro de él. Al abrirse la puerta, se encontró precisamente en el baño y pensó que había tenido suerte.

Sin embargo, tuvo suerte, pero no la necesaria. Hasta él llegó un calor húmedo y, a la luz del carbón que ardía débilmente en una columna, entrevió dos grandes unas junto a la pared y una bañera con terribles manchas negras por la pérdida del esmalte. En esa bañera estaba parada una mujer desnuda, totalmente enjabonada, con un estropajo en la mano. Ella, con los ojos medio cerrados, echó una mirada corta al interruptor, Iván. Al parecer, en aquella infernal iluminación, lo confundió, y dijo tranquila y alegre:

—Kiriushka. Deje de hacer tonterías. ¿Se ha vuelto loco? Fedor

Ivánovich regresará ahora. Fuera de aquí enseguida —y agitó el estropajo en dirección a Iván.

Estaba en presencia de un malentendido y, por supuesto, el culpable era Iván, pero reconozcamos que no deseaba admitirlo y exclamó en tono de reproche "Ah, que libertinaje". Enseguida fue a parar a una desierta cocina envuelta en penumbras en la cual había alrededor de diez silenciosos y apagados infiernillos. Allí, a través del polvo de una ventana no lavada por años, un rayo de luna iluminaba apenas un rincón donde, entre polvo y telarañas, pendía un olvidado ¡cono en una urna, detrás de la cuál asomaban las puntas de dos velas nupciales. Y bajo aquel icono grande había otro más pequeño de papel, colgado con alfileres.

Nadie sabe qué pensamiento dominó a Iván, pero antes de salir corriendo hacia la oscura salida, tomó una de las velas y también el icono de papel. Aturdido por lo que acababa de sucederle en el baño, abandonó el desconocido departamento, llevando consigo aquellos objetos. Murmuraba algo y trataba de adivinar, involuntariamente, quién era el descarado Kiriushka y si no sería suyo el desagradable gorro con orejeras.

En el callejón triste y desierto, el poeta buscó con la mirada al fugitivo, pero éste no se hallaba allí. Entonces, se dijo con resolución: —Por supuesto, se encuentra en el río Moscú. Adelante.

Por favor, procedería preguntarle a Iván Nikoláievich, por qué suponía que el profesor estaba precisamente en el río Moscú y no en otro lugar. La desgracia es que no había nadie para hacerle la pregunta. El abominable callejón estaba completamente desierto. En muy poco tiempo, se pudo ver a Iván Nikoláievich en los peldaños de granito de la escalera que daba al río Moscú. Quitándose la ropa, la dejó al cuidado de un agradable y desconocido barbudo que fumaba un cigarrillo cerca de una gruesa y rota camisa blanca y unas gastadas botas de cordones sueltos.

Iván movió los brazos para entrar en calor y, como una golondrina, se zambulló en el agua, tan fila que le cortó el aliento e incluso le provocó el fugaz pensamiento de que no podría volver a la superficie. Sin embargo, lo logró y resoplando, bufando, los redondos ojos aterrorizados, comenzó a nadar en aquella agua negra que olía a petróleo, entre las luces deformadas y zigzagueantes de los faroles de la rivera.

Después, cuando el empapado Iván regresó al lugar donde dejó sus cosas encontró que éstas habían desaparecido y también el barbudo. Allí sólo quedaban unos calzones a rayas, la camisa rota, la vela, el icono y una caja con cerillos. Con rabia impotente y el puño cerrado, Iván maldijo y se vistió con lo que le habían dejado. Entonces comenzaron a molestarle dos pensamientos. El primero era que había desaparecido su credencial del Massolit, de la cual nunca se separaba, y el segundo, si podría andar por Moscú en la forma en que se encontraba. En calzones... En verdad, a quién le importaba, pero podría ocurrir algún escándalo o incluso podían detenerlo.

Iván le arrancó a los calzones los botones que se cerraban cerca del tobillo con la idea de que, quizá, así pasarían por pantalones de verano, tomó el ¡cono, la vela y la caja de cerillos y se puso en marcha, diciéndose:

—A Griboiédov. Sin ninguna duda, él se encuentra allí.

La ciudad ya vivía la vida nocturna. Envueltos en polvo, pasaban volando resonantes camiones y, en ellos, sobre sacos, tendidos con las barrigas hacia arriba, iban unos hombres. Todas las ventanas se hallaban abiertas y en cada una de ellas había luz bajo una pantalla anaranjada y de todas las ventanas, de todas las puertas, de todas las puertas cocheras, techos y desvanes, sótanos y patios, salía el ronco rugido de la polonesa de la ópera Eugenio Onegin.

Los temores de Iván Nikoláievich se conñrmaron plenamente.

Los transeúntes se fijaban en él, se reían, se volvían para verle. Por eso tomó la decisión de abandonar las grandes calles y caminar por los callejones donde no había tanta gente y era menor la posibilidad de encontrar a alguien que le preguntara por aquellos calzones que, obstinadamente, no deseaban ser pantalones de verano.

Iván se sumergió en la secreta red de callejones de Arbat, y temeroso, comenzó a pegarse a las paredes, mirando a cada momento a su alrededor, escondiéndose, a veces, en las entradas de los edificios, evitando el cruce de calles con semáforos y las suntuosas entradas de los palacetes de las embajadas.

Y durante todo su difícil camino lo atormentó, de manera indescriptible, una siempre presente orquesta, que acompañaba la pesada voz de un bajo que cantaba su amor hacia Tatiana.

Capítulo 5

El asunto fue en Griboiédov

En la avenida Anillo de los Bulevares, en lo profundo de un marchito jardín, se alzaba una vieja casa de dos plantas, color crema, separada de la acera de la avenida por una reja de hierro fundido. Delante de ella había una plazoleta asfaltada que, en invierno, solía estar cubierta de nieve con una pala hincada en lo alto y, en verano se transformaba, bajo un toldo de lona, en una espléndida prolongación del restaurante. Se llamaba Casa de Griboiédov porque, al parecer, alguna vez fue su propietaria la tía del escritor Alexandr Serguéievich Griboiédov.(15) Ahora bien, si la poseyó o no la poseyó no lo sabemos con exactitud. Incluso se recuerda que, según parece, el escritor no tuvo ninguna tía propietaria. Sin embargo, la casa así se llamaba. Además de eso, un mentiroso moscovita contaba que, en el segundo piso, en una sala circular con columnas, el famoso escritor, al parecer, le leía a esa misma tía, recostada en el sofá, fragmentos de La desgracia de tener ingenio. A. propósito, quizá leía, el diablo lo sabrá, pero eso no es importante. Lo importante es que, en la actualidad, la casa pertenecía a ese mismo Massolit que presidió, hasta su desaparición en los Estanques del Patriarca, el infortunado Mijaíl Alexándrovich Berlioz.

Con liberalidad, ninguno de los miembros del Massolit la llamaba Casa de Griboiédov, sino, simplemente, "Griboiédov": —Ayer estuve dos horas en Griboiédov.

—¿Y qué tal?

—Conseguí que me enviaran aYalta por dos meses.

—Qué bien. o:

—Vamos a ver a Berlioz. Hoy recibe de cuatro a cinco en Griboiédov —y así por el estilo.

Massolit no podía haberse instalado en Griboiédov mejor y con más comodidad. Cualquiera que entrara allí se topaba involuntariamente, ante todo, con información sobre diferentes círculos deportivos y con fotos, individuales y en grupo, de miembros del Massolit, las que cubrían las paredes de la escalera que llevaba al segundo piso.

En la puerta de la primera habitación de este segundo piso, estaba escrito con grandes letras "Sección de pesca y de dachas"y dibujada una carpa tragando un anzuelo.

En la habitación dos estaba escrito algo no muy comprensible

"Viaje de creación de un día. Diríjase a M.V. Podlózhnaya".

La siguiente habitación tenía un breve, pero ya incomprensible escrito: "Pereliguino". Luego, los ojos del ocasional visitante de Griboiédov comenzaban a recorrer los escritos que llenaban sus puertas de nogal: "Inscripciones para la cola del papel, ver a Poklévkina". "Caja. Cuentas personales de los autores de guiones."

Después de recorrer una larguísima cola, que comenzaba abajo en la portería, se podía ver un letrero sobre una puerta que, constantemente, era forzada por el público "Asunto vivienda".

Más allá del "Asunto vivienda" se hallaba un lujoso letrero en el cual se veía un peñón sobre cuya cima viajaba un jinete encapotado y con un fusil al hombro. Más abajo había palmas y un balcón donde estaba sentado un joven con cópete, de ojos muy vivos, cuya mirada se perdía en algún lugar en lo alto, que sostenía en la mano una pluma estilográfica. Al pie se leía "Descanso creador completo, desde dos semanas (cuentos, noveletas) hasta un año (novela-trilogía), Yalta, SuikSu, Borovie, Thixindziri, Maxiadshauri, Leningrado (Palacio de Invierno)".Junto a esa puerta también había una cola, no muy exagerada, de unas 150 personas.

Más allá, siguiendo las caprichosas sinuosidades de subida y bajada de la casa de Griboiédov, continuaba: "Dirección de Massolit", "Cajas 2, 3, 4, 5", "Colegio de Redacción", "Presidente de Massolit", "Billar", varias dependencias de servicios y, finalmente, la misma sala de columnas donde la tía disfrutaba la comedia de su genial sobrino.

Cualquier visitante que cayera en Griboiédov y no fuera, por supuesto, estúpido, comprendía de inmediato lo bien que vivían los felices miembros de Massolit. Entonces, una negra envidia comenzaba a desgarrarle de inmediato. Y de inmediato, le dirigía al cielo amargos reproches por no haber sido agraciado al nacer con talento literario, sin el cual, como es natural, no se podía soñar con poseer el carné de miembro de Massolit, un carné marrón que olía a costosa piel, con un ancho ribete dorado, conocido en todo Moscú.

¿Quién puede decir algo en defensa de la envidia? Es un sentimiento vil, pero, sin embargo, es necesario ponerse en la situación del visitante. Así, lo que vio en el piso superior no era todo y estaba muy lejos de serlo. La planta baja de la casa de la tía estaba ocupada por un restaurante y ¡qué restaurante! En justicia, se consideraba el mejor de Moscú. No sólo porque ocupara dos grandes salas con techos abovedados, pintados con caballos color lila y crines asirías, no sólo porque en cada mesita hubiese una lámpara cubierta con un chai, no sólo porque allí no podía entrar el primero que pasase por la calle, y, finalmente, porque por la calidad de sus provisiones, Griboiédov era muy superior a cualquier otro restaurante de Moscú y tales provisiones se servían a los más módicos precios, nada onerosos.

Por eso no es sorprendente la siguiente conversación que una vez escuchó el autor de estas lineas junto a las rejas de hierro de Griboiédov:

—¿Dónde cenas hoy, Ambrosio?

—Qué pregunta. Por supuesto, aquí, querido Foka. Archibald Archibáldovich me dijo hoy, en secreto, que habrá lucioperca al natural. Una cosa virtuosa.

—Tú sí sabes vivir, Ambrosio —suspirando, respondió Foka, el flaco, de mal aspecto y con un ántrax en el cuello, al gigantón Ambrosio, el poeta de labios colorados, cabellos dorados y resplandecientes carrillos.

—No hay nada especial en mí, no tengo nada —replicó Ambrosio— sino el simple deseo de vivir como un ser humano. Me pudieras decir que el lucioperca se puede hallar en el Coliseo, pero allí, una ración cuesta 1 3 rublos y cincuenta kopeks y, aquí, cinco cincuenta. Además, en el Coliseo, el lucioperca es de hace tres días y no tienes ninguna seguridad de que en el Coliseo no recibas en la jeta, la mano borracha del primer joven que regresa de la calle de los Teatros. No. Categóricamente estoy en contra del Coliseo —tronó en toda la avenida el sibarita Ambrosio—. No me convenzas, Foka.

—No te convenzo, Ambrosio —pió Foka—. Se puede comer en casa.

—Eso sí que no —vociferó Ambrosio—. Imagínate a tu mujer tratando de preparar en una cazuelita, en la cocina colectiva del departamento comunal, una ración de lucioperca. JiJi.Ji. Au revoir,(16) Foka —canturreando, Ambrosio se dirigió a la terraza bajo el toldo. —Ay, vaya, vaya. Sí, fue, fue. Recuerdan los antiguos habitantes de Moscú al célebre Griboiédov. ¿Qué es eso de lucioperca hervido a la carta? Menudencias esas, mi querido Ambrosio. ¿Y el esturión, el esturión en cacerola de plata, el esturión en porciones, con cangrejo y caviar fresco? ¿Y los huevos a la cocotte,(17) en tácitas, con puré de champiñones? ¿No le gustan los filetitos de sinsontes? ¿Con trufas? ¿Y las codornices a la genovesa? Nueve cincuenta. Y el jazz y el servicio exquisito. En julio, cuando toda la familia se hallaba en la dacha y a usted le detenían en la ciudad impostergables asuntos literarios, en la terraza, bajo el sol dorado, a la sombra de una parra ondulante, en el más limpio mantel, para usted había un plato de sopa printanier.(18) ¿Lo recuerda, Ambrosio? Pero para qué preguntar. Por sus labios veo que lo recuerda. Vaya con sus tímalos y luciopercas. ¿Y las becadas, los chorlitos, los chorlitos del bosque, la chochaperdiz, de temporada, la codorniz? ¿Y el agua mineral burbujeante en la garganta? Pero, basta ya, distraemos al lector. Prosigamos.

A las diez y treinta de esa misma noche en que Berlioz pereció en los Estanques del Patriarca, en los altos de Griboiédov sólo estaba alumbrada una habitación en la cual se aburrían doce literatos que, reunidos en sesión, esperaban a Mijaíl Alexándrovich.

Dentro del despacho de la Dirección de Massolit, sufrían el sofocante calor, doce literatos sentados en las sillas y las mesas e incluso en el poyo de las dos ventanas abiertas, a través de las cuales no llegaba ni una gota de aire fresco. Moscú devolvía el calor acumulado durante el día en el asfalto y estaba claro que la noche no traería alivio. Desde el sótano de la casa de la tía, donde se hallaba la cocina del restaurante, llegaba el olor a cebolla. Todos deseaban beber, estaban nerviosos y molestos.

El novelista Beskúdnikov, un hombre tranquilo, bien vestido. con ojos atentos y, al mismo tiempo, impenetrables, sacó su reloj. Las agujas se acercaban a las once. Dando un golpecito en la esfera del reloj, Beskúdnikov se lo mostró, a su vecino, el poeta Dvybratskii, sentado sobre la mesa, que, por aburrimiento, balanceaba los pies, calzados con unos zapatos amarillos de suela de goma.

—Vaya, hombre —refunfuñó Dvybratskii.

—Seguro que se demoró en Kliasma —respondió con voz gruesa Natasia Lukínichna Nepreménova, huérfana de un comerciante moscovita, convertida en escritora de relatos sobre batallas navales, con el seudónimo de "Navegante Georges".

—Permítame —dijo sin vacilación Zagrívov, autor de muy populares libretos—. Yo mismo con muchísimo gusto estaría ahora en el balcón, tomándome una taza de té, en lugar de estar aquí, asándome. ¿No estaba la reunión convocada para las diez?

—Y lo bien que se estaría ahora en Kliasma —pinchó a los presentes Navegante Georges, sabiendo que en Kliasma se hallaba Perelíguino, la colonia de dachas veraniegas de los literatos, un asunto en general molesto—. Probablemente, los ruiseñores estarán cantando aUí en este momento. Por algo, yo siempre prefiero trabajar fuera de la ciudad, especialmente en primavera.

—Llevo ya tres años dando dinerito para llevar a mi mujer, enferma de bocio, a ese paraíso, pero no veo nada en el horizonte —dijo amarga y venenosamente el novelista leronim Poprixin.

—Eso es porque algunos tienen suerte —zumbo desde el poyo de la ventana el crítico Ababkov.

El gozo ardió en los pequeños ojos de Navegante Georges que, suavizando su voz de contralto, dijo:

—Camaradas, no hay que envidiar.

—En total hay veintidós dachas y aún se construyen sólo siete. En el Massolit somos tres mil.

—Tres mil ciento once —añadió alguien desde un rincón.

—Ya ven —continuó Navegante—. ¿Qué hacer? Como es natural, las dachas las recibieron los más talentosos de nosotros... —Los generales —terció directamente en la discusión el guionista Gluxárev.

Beskúdnikov bostezó artificiosamente y salió de la habitación. —Alguien con cinco habitaciones en Perelíguino —dijo GIuxárev.

—Lavrovich seis —gritó Denivski— y el comedor revestido de roble.

—Oh, ahora no es ese el asunto —gritó Ababkov— sino que son las once y treinta.

Se armó un alboroto y afloró algo parecido a un motín. Llamaron al odiado Perelíguino, pero comunicaron con otra dacha, no con la de Lavrovich. Supieron que había ido al río y esto colmó su disgusto. Sin reflexionar llamaron, por la extensión 930, a la Comisión de Bellas Artes y, por supuesto, allí no había nadie. —Él pudiera haber llamado —gritaron Deniskii, Gluxárev y Kvant.

Ah, gritaban en vano. No podía Mijaíl Alexándrovich llamar a ninguna parte. Lejos, lejos de Griboiédov, en una enorme sala iluminada por lámparas de miles de voltios y en tres mesas de zinc, yacía lo que, recientemente, fuera Mijaíl Alexándrovich.

En la primera mesa estaba el cuerpo desnudo, con sangre seca, el brazo fracturado y el pecho aplastado; en la segunda, la cabeza con los dientes delanteros rotos, turbios y abiertos los ojos a los que ya no asustaba la cortante luz y en la tercera un montón de arrugados trapos.

Cerca del decapitado se encontraba un profesor de medicina legal, un patólogo, su disecador, el representante de la investigación judicial y, llamado por teléfono, el literato Shelibin, sustituto de Berlioz en el Massolit, que debió separarse de su esposa enferma. Un auto había recogido a Shelibin y la primera tarea fue, junto con la instrucción del sumario, llevarlo, cerca de la medianoche, al departamento del muerto, donde se lacraron sus papeles. Luego todos se dirigieron a la morgue.

Ahora, junto a los restos del difunto, deliberaban sobre qué era lo mejor a hacer: coser al cuello la cortada cabeza o exponer al difunto en la sala mortuoria, tapando herméticamente el cadáver hasta la barbilla con un paño negro.

Sí, Mijaíl Alexándrovich no podía llamar a ninguna parte y en vano gritaban Deniskii, Gluxárev. Exactamente ah medianoche, doce literatos abandonaron el piso superior y se dirigieron al restaurante Allí, nuevamente, no buenas palabras recordaron a Mijaíl Alexándrovich. Naturahiente, todas las mesitas en la terraza estaban ocupadas y tuvieron que cenar en las hermosas pero calurosas salas. Y justamente a medianoche, en la primera de las salas algo retumbó, tintineó, se derrumbó, comenzó a saltar. Al mismo tiempo una fina voz masculina gritó desesperadamente con la música "Aleluya".

El estrépito procedía del célebre jazz de Griboiédov. Entonces fue como si los sudorosos rostros se iluminaran, los caballos dibujados en el techo revivieran y las luces de las lámparas se hicieran más intensas, y la gente, como si se liberara de una cadena, comenzó a bailar en ambas salas y enseguida en la terraza.

Bailaba Glujarev con la poetisa Tamara Polumiesiaz, bailaba Kvant, bailaba el noveüsta Zhukópov con cierta actriz de cine, vestida de amarillo. Bailaban Dragunskii, Cherdavskii,(19) el pequeño Denitskin con la gigantesca Navegante Georges, bailaba la bella arquitecta Seméikina Gall, fuertemente apretada por un desconocido de blancos pantalones. Bailaban los de la casa y los huéspedes, moscovitas y forasteros, el escritor logann de Kronstadt, un tal Vitia Kúftik, de Rostov, al parecer director de cine, a quien un eccema liliáceo le cubría toda la mejilla, bailaban los más importantes representantes de la sección de poesía de Massolit, es decir, Pavionov, Bogojulskii, Sladkii, Shpichkin y Adelfina Buzdiak; bailaban jóvenes de profesiones desconocidas, con el pelo cortado al cepillo y hombreras de algodón; bailaba un hombre muy maduro y con barba, en la cual se hallaba enganchado un pedacito de cebolla, con él bailaba una joven enclenque, devorada por la anemia, que vestía un arrugado vestidito de seda, color naranja.

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