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Bañados en sudor, los camareros llevaban sobre sus cabezas chorreantes jarras de cerveza y con voces roncas gritaban con odio "Perdone, ciudadano". En alguna parte y en el rumor de voces, alguien ordenaba: "Uno de Karskii","Dos de Zubrik","Fliaki gosporadiskie".(20) La voz aguda ya no cantaba sino aullaba "Aleluya". A veces, el ruido de la batería de la orquesta de jazz era sobrepasado por el ruido de la vajilla que los lavaplatos llevaban a la cocina por una rampa. En una palabra, el infierno.

Y en la medianoche hubo una visión infernal: entró en la terraza un hermoso hombre de ojos negros, barba en forma de puñal y vestido de frac que lanzó una mirada regia sobre sus posesiones. Dicen, dicen los místicos, que hubo una época cuando el hombre bello no llevaba frac, sino un ancho cinturón de cuero del cual salían las empuñaduras de pistolas; su cabello, como el ala de un cuervo, cubierto estaba por una seda bermeja y, en el mar Caribe, navegaba bajo su mando, un bergantín de bandera sepulcral con una calavera.

¡No, no, no! Mienten los seductores místicos. No existe en el mundo ningún mar Caribe y en él no navegan violentos filibusteros y no los persiguen las corbetas y sobre las olas no se eleva el humo de los cañones. No hay nada y nada hubo. Sí hay un endeble tilo, hay una reja de hierro y tras ella una avenida. Y navega el hielo en una copa y en la mesa contigua se ven unos ojos de acero, inyectados en sangre y es terrible, terrible... Oh, dioses, dioses míos, un veneno para mi, veneno.

De repente, en las mesitas brotó una palabra: Berlioz. De repente, el jazz se interrumpió como si alguien le hubiera dado un puñetazo. "¿Qué, qué, qué, qué? ¡Berlioz!" y comenzaron a levantarse bruscamente, comenzaron a lanzar gritos...

Sí, corrió una ola de dolor por la terrible noticia sobre Mijaíl Alexándrovich. Alguien se agitó, gritó que era necesario, en ese mismo instante, sin moverse de allí, redactar algún telegrama colectivo y enviarlo de inmediato.

Pero nosotros preguntamos ¿qué telegrama y a dónde? ¿Y para qué mandarlo? ¿A dónde, en realidad? Cualquiera que fuese el telegrama, ¿para qué lo necesitaba aquel cuyo despachurrado pescuezo aprietan ahora las manos enguantadas del disecador, cuyo cuello pincha el profesor con curvas agujas? Ha muerto él y no le es necesario ningún telegrama. Es todo, por supuesto, no sobrecarguemos más el telégrafo.

Sí, murió, murió... pero nosotros estamos vivos.

Sí, se alzó la ola de dolor, se sostuvo, se sostuvo y comenzó a retroceder y alguien regresó a su mesita y, primero a escondidas, luego abiertamente, bebió su agüita y mordisqueó algo. En verdad, ¿para qué perder las croquetas de pollo? ¿En qué ayudamos a Mijaíl Alexándrovich con quedamos con hambre? Pero si estamos vivos. Como es natural, echaron llave al piano, el jazz desapareció, algunos periodistas marcharon a sus redacciones para escribir sus notas necrológicas. Se supo que Sheldibin había llegado de la morgue. Él se encerró en el despacho y allí mismo corrió el rumor de que reemplazaría a Berlioz. Sheldibin hizo venir del restaurante a los doce miembros de la dirección y en una urgente reunión en el despacho de Berlioz comenzaron a discutir las impostergables cuestiones de la decoración para la sala de las columnas de Griboiédov, el traslado del cuerpo a ese lugar, el acceso a él y otros asuntos relacionados con el doloroso suceso.

El restaurante recobró su habitual vida nocturna y hubiese vivido en eUa hasta el cierre, es decir, hasta las cuatro de la madrugada si no hubiese sucedido algo totalmente infernal, haciendo saltar y asombrar a los clientes del restaurante mucho más que la muerte de Berlioz. Los primeros en inquietarse fueron los valientes que custodiaban la puerta de la casa de Griboiédov. Se escuchó cómo uno de ellos, subiéndose en el pescante de un coche, gritó:

—Oigan, miren esto.

Tras aquello, salido de algún lado, junto a la reja de hierro se encendió una lucecita que comenzó a acercarse a la terraza donde las personas comenzaron a pararse y a ver que con la luz venía un fantasma blanco. Al aproximarse, todos quedaron como petrificados detrás de las mesitas con los ojos desorbitados y los tenedores con pedazos de esturión. El portero, que había salido del guardarropa del restaurante al parió para fumar, apagó el cigarrillo y fue hacia el fantasma con la clara intención de cerrarle el paso, pero por alguna causa se detuvo y se sonrió tontamente.

El fantasma, luego de traspasar la vega, entró en la terraza sin ser detenido. Entonces, todos vieron que no era ningún fantasma, sino el conocido poeta Iván Nikoláievich, Desamparado.

Estaba descalzo, con blancos calzones a rayas y un blanco camisón tolstoiano(21) desgarrado. Sobre el pecho, prendido con un imperdible, llevaba un papel con el dibujo medio borrado de un santo desconocido. En la mano sostenía, encendida, una vela de matrimonio. En su mejilla derecha había cortaduras frescas.

Es difícil describir hasta qué punto fue profundo el silencio que se hizo en la terraza. Se vio que un camarero derramaba en el suelo la cerveza que llevaba en una jarra.

El poeta alzó la vela sobre su cabeza y con fuerza dijo:

—Salud, amigo —luego de lo cual, miró hacia las mesas más cercanas y dijo con tristeza—: No, él no está aquí.

Se escucharon dos voces. Una de ellas, de bajo, dijo sin compasión: —Asunto resuelto: delirium tremens.

La segunda voz, de mujer, dijo con temor:

—¿La Milicia le ha permitido ir por la calle en tal estado?

Al escuchar aquello Iván Nikoláievich respondió:

—Dos veces quisieron detenerme, en Skátertnii y aquí Bronnaya, pero yo salté una cerca y vean, me corté la mejilla —en ese instante, Iván Nikoláievich alzó la vela y gritó:

—Hermanos en la literatura —su ronca voz cobró fuerza—. Escúchenme todos. El ha aparecido. Captúrenlo inmediatamente o de lo contrario producirá una desgracia indescriptible.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué dijo? ¿Quién apareció? —de todas partes se alzaron las voces.

—El consultante —dijo Iván—. Y ese consultante acaba de asesinar en los Estanques del Patriarca a Misha(22) Berlioz.

Entonces del interior de la sala, la gente salió y se agolpó en la terraza y una muchedumbre se colocó junto a la vela de Iván. —Perdone, perdone, sea más preciso —dijo una voz suave y amable en el oído de Iván—, dígame ¿cómo es eso del asesinato? ¿Quién asesinó?

—El consultante extranjero, profesor y espía —respondió Iván volviendo la cabeza.

—¿Cuál es su apellido? —le preguntaron con suavidad al oído. —¿Qué, qué, el apellido? —gritó Iván angustiado—. Si yo supiera su apellido. No lo distinguí en la tarjeta de visita. Recuerdo sólo la primera letra V, un apellido con V.

¿Qué apellido es con V?", agarrándose la fi:ente con las manos, se preguntó a sí mismo Iván y, de repente, murmuró:

—Ve, ve... va... vo... ¿Vagner?, ¿Vainer? ¿Vegner? ¿Vinter? —los pelos de 1a cabeza de Iván comenzaron a moverse por la tensión. —¿Vulf? —gritó apenada una mujer.

Iván se disgustó.

—Idiota —gritó y buscó los ojos de la mujer—. ¿Qué tiene que ver aquí Vulf? Vulf no es culpable de nada. Bueno, bueno. No. No recuerdo. En fin, ciudadanos, llamen de inmediato a la Milicia para que envíen cinco motociclistas con ametralladora para cazar al profesor. Y no olviden de decir que con él andan otros dos, uno largo y a cuadros, quevedos rajadas... y un gato negro y gordo. Mientras yo buscaré en Griboiédov. Presiento que está aquí.

Iván cayó en agitación y, empujando a los que le rodeaban, comenzó a mover la vela, cuya cera se derramó sobre él, y a buscar debajo de las mesas. Aquí se escucharon las palabras "Un médico" y un rostro acaridador, carnoso, bien afeitado y alimentado, con lentes de carey surgió frente a Iván.

—Camarada Desamparado —dijo aquel rostro con voz ceremoniosa—, tranquilícese. Usted está compungido por la muerte de nuestro amado por todos Mijaíl Alexándrovich... No, simplemente Misha Berlioz. Eso lo comprendemos perfectamente. Usted necesita tranquilidad. Ahora, los camaradas lo llevarán a la cama y usted olvidará...

—¿Tú —lo interrumpió Iván— comprendes acaso que es necesario capturar al profesor? Y te diriges a mí con tus tonterías. Cretino.

—Camarada Desamparado, permítame —respondió el rostro enrojecido, retrocediendo y arrepintiéndose de haberse mezclado en aquel asunto.

—No, no te permito —dijo Iván Nikoláievich con sereno odio. El temblor desfiguró su rostro y con rapidez tomó la vela con la mano izquierda, alzó la derecha y golpeó en la oreja al rostro que le demostraba compasión.

Entonces se echaron sobre Iván. La vela se apagó y los lentes cayeron del rostro y fueron inmediatamente aplastados. Iván lanzó un terrible gritó de guerra que, para asombro de todos, se escuchó incluso en la avenida, y comenzó a defenderse. Resonó la vajilla al caer de las mesas y gritaron las mujeres.

Mientras los camareros amarraban al poeta con toallas, en el guardarropa tenía lugar una conversación entre el comandante del bergantín y el portero.

—¿Viste que él estaba en calzones? —preguntó el pirata.

—Sí, Archibald Archibáldovich —dijo con miedo el portero—, pero cómo podía impedirle el paso si es miembro de Massolit. —¿Viste que estaba en calzones? —repitió el pirata.

—Perdone Archibald Archibáldovich —contestó el portero ruborizado—, ¿qué puedo hacer yo? Yo entiendo que en la terraza las damas se sientan...

—Las damas no tienen nada que ver aquí. A las damas esto les da igual —dijo el pirata, quemando, literalmente, al portero con los ojos— pero a la Milicia sí le importa. Un hombre en ropa interior sólo puede ir por las calles de Moscú, en el caso de que vaya en compañía de la Milicia, a un solo lugar, el cuartel de la Milicia. Y si tú eres un portero debes de saber que al ver a un hombre así, tu deber es, sin dejar pasar un segundo, comenzar a tocar el silbato. ¿Me oyes? ¿Oyes lo que sucede en la terraza?

Aquí el aturdido portero escuchó, procedente de la terraza, el estrépito de la vajilla rota y los gritos de las mujeres.

—Entonces, ¿qué hacer contigo por esto? —preguntó el filibustero.

La piel del rostro del portero adquirió el color de un enfermo de tifus y sus ojos parecían los de un cadáver. Tuvo la impresión de que los negros cabellos, peinados ahora con raya, se cubrían con una seda roja y desaparecían el frac y la pechera y del cinturón de cuero surgía el mango de una pistola. El portero se vio a sí mismo colgado de una verga, con la lengua afuera, la cabeza sin vida caída sobre el pecho e, incluso, escuchó el sonido de las olas contra la borda. Las piernas se le doblaron. Pero el filibustero se compadeció de él y apagó su mirada de niego.

—Mira, Nikolái. Está es la última vez. En el restaurante no necesitamos, ni regalados, porteros así. Vete de guardián a una iglesia —luego de decir esto, el comandante dio órdenes rápidas, claras, precisas—: Llamas a Pantaleón del bufe. A la Milicia. El protocolo. El coche. Al psiquiatra —y agregó—: Toca el silbato.

Quince minutos más tarde, el asombrado público, no sólo en el restaurante, sino también en la avenida y en las ventanas de las casas que daban al jardín del restaurante, vio cómo, por la puerta de Griboiédov, el portero, Pantaleón, un miliciano, un camarero y el poeta Riujin, sacaban a. un hombre joven, envuelto como un muñeco, bañado en lágrimas, que trataba de escupir precisamente a Riujin y gritaba en toda la avenida:

—Canalla, canalla.

Con cara agria el chofer de un coche de carga ponía en marcha el motor. Junto a él, un, valiente excitaba a un caballo pegándole por la grupa con unas riendas color lila y gritaba:

—Así que a pasear. Yo lo llevaba al manicomio.

En los alrededores, zumbaba el gentío comentando el increíble suceso. En una palabra, había un escándalo repugnante, sucio, infame y atrayente que sólo concluyó cuando el camión partió de las puertas de Griboiédov con el infeliz Iván Nikoláievich, el miliciano, Pantaleón y Riujin.

Capítulo 6

Como fue dicho, esquizofrenia

Cuando en la recepción de una conocida clínica psiquiátrica, construida poco tiempo atrás en las afueras de Moscú junto a un río, entró un hombre de barba puntiaguda y vestido con una bata blanca, era la una y treinta de la madrugada. Tres enfermeros no perdían de vista a Iván Nikoláievich que estaba sentado en un sofá. También se hallaba allí, en el máximo de excitación, el poeta Riujin. En el mismo sofá, estaban amontonadas las toallas con las cuales fue amarrado Iván que tenía las piernas libres.

Al ver al recién llegado, Riujin palideció, tosió y dijo con timidez:

—Buenas, doctor.

El médico saludó a Riujin y se inclinó, pero no lo miró a él, sino a Iván Nikoláievich que sentado, completamente inmóvil, con rostro colérico y el ceño fruncido, no se inmutó al llegar el doctor. —Mire, Doctor —por alguna causa, Riujin habló en un susurro, con voz misteriosa y mirando asustado a Iván—,el conocido poeta Iván Desamparado... Verá usted..., tememos que tenga delirium tremens.

—¿Bebió mucho? —preguntó el médico entre dientes.

—Bebió, pero no al punto de que...

—¿No cazó cucarachas, ratas, diablitos o perros corriendo? —No —contestó Riujin temblando—. Lo vi ayer y hoy por la mañana y estaba completamente saludable.

—¿Por qué se encuentra en calzones? ¿Lo sacaron de la cama? —Oh, doctor, en ese estado llegó al restaurante.

—Ah, ah —dijo el doctor muy satisfecho—, ¿y por qué los rasguños? ¿Peleó con alguien?

—Se cayó de una verja y luego en el restaurante golpeó a uno y con alguien más...

—Bien, bien, bien —dijo el doctor y, volviéndose hacia Iván agregó—: Hola.

—Hola, parásito —contestó Iván furioso, en voz alta.

Hasta tal punto estaba Riujin turbado que no se atrevía a mirar al cortés doctor, pero éste no se ofendió. Se quitó los lentes con un movimiento ágil y acostumbrado y, alzándose la bata, se los guardó en el bolsillo posterior de los pantalones. Después le preguntó a Iván: —¿Qué edad tiene?

—Váyanse todos al diablo —respondió groseramente y se volteó—¿Por qué se disgusta? ¿Es que le he dicho algo desagradable? —Tengo veintitrés años —respondió Iván excitado—y formularé una queja contra todos ustedes. Sobre todo contra ti, piojo —dijo, dirigiéndose a Riujin.

—¿Y por qué se quiere quejar?

—Porque a mí, un hombre sano, me agarraron y por la fuerza me han traído a un manicomio —respondió Iván encolerizado. Aquí Riujin miró a Iván y se quedó perplejo porque, decididamente, en sus ojos no había nada de locura. Eran sus ojos claros de siempre y no los turbios que tenía en Griboiédov.

"Santo Dios" pensó Riujin asustado, "si está completamente normal. Qué absurdo. ¿Para qué lo hemos traído aquí? Normal, normal, sólo los rasguños en la jeta".

—Usted se encuentra —dijo tranquilamente el médico sentándose en un taburete blanco de brillantes patas— no en un manicomio, sino en una clínica donde nadie le detendrá si no hay necesidad. Desconfiado, Iván Nikoláievich lo miró de reojo y murmuró: —Gracias a Dios. Al fin encontré a alguien normal entre idiotas, el primero de los cuales es el haragán y mediocre Sashka.(23) —¿Quién es ese mediocre Sashka? —preguntó el médico.

—El, Riujin —contestó Iván y con un dedo sucio señaló a Riujin que se sonrojó por el desagrado.

"Eso en lugar de darme las gracias ", pensó con amargura, "por haberme tomado interés. Es un canalla."

—Por su psicología es un típico kulak(24) — dijo Iván que, por lo visto, necesitaba con urgencia acusar a Riujin— por cierto, un kulak que cuidadosamente se enmascara de proletario. Observe su magra fisonomía y compárela con los rimbombantes versos que ha compuesto para el primero de mayo. Ja, ja, ja... Sopéselos, sí, dispérselos y se asomará a su interior, a lo que él piensa. Usted gritará —Iván se rió en forma siniestra.

Riujin respiró con dificultad, enrojeció y sólo pensó una cosa; que había criado un cuervo que había resultado ser un malvado enemigo. Pero lo más importante era que no se podía hacer nada y resultaba imposible pelearse con un loco.

—¿Y por qué a usted, precisamente, lo han traído aquí? —preguntó el médico que había escuchado con mucha atención la acusación de Iván.

—El diablo se lleve a los imbéciles. Me agarraron, me amarraron con algunos trapos y me montaron en un camión.

—Permítame preguntarle, ¿por qué usted llegó al restaurante en ropa interior?

—No hay nada asombroso —respondió Iván—. Fui a bañarme al rio Moscú, me robaron la ropa y me dejaron esta porquería. No iba a andar desnudo por Moscú. Me puse lo que tenía porque tenía prisa por llegar al restaurante en Griboiédov.

El médico interrogó a Riujin coa la mirada.

—Así se llama el restaurante —dijo éste de mala gana.

—¡Ah! —dijo el médico—. ¿Por qué tenía prisa? ¿Una cita oficial? —Estoy cazando al consultante —respondió Iván y con cautela miró a su alrededor.

—¿Qué consultante?

—¿Usted conoce a Berlioz? —preguntó Iván con tono de suficiencia.

—¿El... compositor?(25)

Iván se desalentó.

¿Qué compositor es ese? Ah, sí... No. No el compositor.

Tienen el mismo apellido. Mijail Berlioz.

Riujin no quería intervenir, pero no tuvo más remedio que explicar.

—Al Secretario del Massolit, Berlioz, lo aplastó, hoy al atardecer, un tranvía en los Estanques del Patriarca.

—No mientas, de eso no sabes nada —Iván se disgustó con Riujin—. Yo, y no tú, estaba allí cuando sucedió. A propósito, él lo puso debajo del tranvía.

—¿Lo empujó?

—¿Qué tiene que ver aquí empujar? —gritó Iván, irritado por la incomprensión general—. A ese no le es necesario empujar. Tales cosas él las puede preparar... pero aguántate. De antemano, él supo que Berlioz iba a caer bajo el tranvía.

—¿Y alguien más aparte de usted vio a ese consultante?

—He ahí la desgracia. Sólo yo y Berlioz.

—Bien. ¿Qué medidas tomó usted para capturar a ese asesino? —el médico se volvió y miró a la enfermera sentada detrás de una silla, en una esquina.

—Estas fueron las medidas. Tomé una vela en la cocina...

—¿Esta? —preguntó el médico, señalando la vela rota que se encontraba junto al icono sobre la mesa y delante de la enfermera. —Esa misma y...

—¿Y para qué el icono?

—Sí, el icono —Iván enrojeció—, lo que más les asustaba a ellos era el icono —de nuevo apuntó con el dedo a Riujin—, el asunto es que él, el consultante, él... hablaré claramente... tiene tratos con el demonio... y no es tan sencillo atraparle.

Sin apartar los ojos de Iván los enfermeros extendieron las manos.

—Sí —continuó Iván— tiene tratos. Ese es un hecho indiscutible. Personalmente conversó con Poncio Pilato. No tienen por qué mirarme así. Digo la verdad. Lo vio todo, el balcón, las palmas. Estuvo con Poncio Pilato, eso lo garantizo.

—Bien, bien.

—Bueno, ocurrió que el icono me lo prendí en el pecho y huí.. . Entonces, de repente, los relojes dieron las dos de la madrugada. —Oh, oh —exclamó Iván y se levantó del sofá—. Son las dos y estoy perdiendo el tiempo con ustedes. Discúlpenme, ¿dónde hay un teléfono?

—Denle el teléfono —ordenó el médico a los enfermeros.

Iván levantó el auricular y mientras tanto la enfermera le preguntó en voz baja a Riujin:

—¿Él es casado?

—Soltero —respondió Riujin asustado.

—¿Miembro del sindicato?

—Sí.

—¿Es la Milicia? —gritó Iván por el auricular—. ¿La Milicia? Camarada de guardia, ordene ahora mismo que envíen cinco motocicletas con ametralladoras para capturar al consultante extranjero. ¿Qué? Vengan por mí y yo iré con ustedes. Habla el poeta Desamparado desde el manicomio... ¿Qué dirección es esta? —preguntó Iván en un susurro al doctor, cubriendo el auricular con la mano, y después volvió a gritar a través del auricular—: ¿Me oye? Aló. Qué descaro —vociferó Iván de repente y lanzó el teléfono contra la pared. Después se volvió hacia el doctor, le tendió la mano, con sequedad le dijo adiós y se dispuso a marcharse. —Perdóneme, ¿a dónde quiere ir usted? —preguntó el médico mirando a los ojos de Iván—. Tarde en la noche, en ropa interior... Usted se siente mal, quédese aquí.

—Déjenme pasar —dijo Iván a los enfermeros que se interponían fíente a la puerta—. ¿Me dejan o no? —gritó con voz terrible el poeta.

Riujin tembló y la enfermera apretó un botón en la mesita y en su superficie de cristal apareció una brillante cajita con una ampolleta.

—¿Ah, así, eh? —dijo Iván mirando a los lados, como una fiera salvaje acorralada—. Está bien. Adiós —y se lanzó de cabeza contra la cortina de la ventana.

Hubo un estruendo, pero el vidrio tras la cortina ni siquiera se rajo y en un instante Iván se hallaba en las manos de los enfermeros. Trató de morder y enronquecido gritó:

—Así que esos son los cristalitos que tienen. Déjenme. Déjenme...

Una jeringa brilló en las manos del médico y la enfermera con un movimiento alzó la manga del camisón y sujetó el brazo de Iván con fuerza nada femenina. Olía a éter. Sujetado por cuatro hombres, Iván flaqueó y ese momento le sirvió al hábil médico para clavarle la aguja en el brazo.

Por unos instantes más, sujetaron a Iván y luego lo pusieron en el sofá.

—Bandidos —gritó Iván y saltó del sofá, pero de nuevo lo sentaron. Apenas lo habían soltado cuando saltó otra vez, pero él mismo se sentó después. Murmuró algo, miró con rabia y de repente bostezó y sonrió con amargura.

—De todas maneras, me han encerrado —dijo, bostezó de nuevo y de repente se acostó, la cabeza sobre la almohada, las manos bajo la mejilla, como los niños. Con voz soñolienta murmuró algo, ya sin furia:

—Está bien... ustedes mismos van a pagar por todo. Como quieran, yo les previne. Ahora a mi, más que nada, me interesa Poncio Pilato... Pilato —aquí cerró los ojos.

—Al baño, el 117 individual y en ayunas —ordenó el médico. poniéndose los lentes.

Riujin tembló de nuevo cuando, silenciosamente, se abrieron las puertas blancas y tras ellas se vio el corredor, alumbrado por las lámparas nocturnas. Por el corredor trajeron una camilla con ruedas de goma y en ella colocaron al dormido Iván que se perdió en el corredor. Tras él se cerraron las puertas.

—Doctor —dijo en un susurro el conmovido Riujin— ¿él está enfermo de verdad?

—Sí.

—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Riujin con timidez

Con ojos cansados el médico lo observó y contestó con pereza: —Excitación motora y del habla... interpretaciones delirantes... por lo visto, el caso es complicado. Esquizofrenia hay que suponer y, además, alcoholismo.

Riujin, sin entender las palabras del médico con la excepción de que el caso de Iván era, por lo visto, malo, suspiró y preguntó: —¿Y qué es eso del consultante sobre el cual habla?

—Al parecer alguien que impresionó su dañada imaginación. Quizá una alucinación.

Unos minutos más tarde, el camión conducía a Riujin hacia Moscú. Amanecía y la luz aún no apagada de los faroles de carretera era ya innecesaria y desagradable. El chofer, molesto por la noche perdida, iba a toda velocidad y no frenaba en las curvas.

El bosque desaparecía, quedaba atrás en alguna parte y, por un costado, el río corría hacia algún lugar y al encuentro del camión venían muchas cosas, vallas con letreros de advertencia, leña apilada, altos postes, extraños mástiles en los cuales estaban ensartados carretes, montones de cascajo, tierra surcada por canales, en una palabra, se senda que Moscú estaba allí, a la vuelta, y pronto se echaría sobre ellos y los envolvería.

En la cama del camión, Riujin estaba sentado sobre una barra de hierro que lo zarandeaba y traqueteaba y le hacia ir adelante. Las toallas del restaurante iban en el camión, echadas allí por Pantaleón y el miliciano que se había ido antes en un trolebús. Riujin quiso reunirías mientras murmuraba con rabia "Que se vayan al diablo. ¿Qué soy en realidad? Como un idiota estoy dando vueltas". Después, les dio un empujón con el pie y dejó de mirarlas.

Su estado de ánimo era horrible. Resultaba claro que la ida al manicomio había dejado una profunda huella en su espíritu. Riujin intentó comprender qué le desganaba. ¿El corredor con sus lámparas grises? ¿El pensamiento de que la peor desgracia en el mundo era perder la razón? Sí, sí, por supuesto, era eso. Pero aquello era sólo una idea general. Había algo más. ¿Qué era? El agravio. Sí, sí, las palabras ofensivas lanzadas por Desamparado directamente a su rostro. Y lo triste resultaba que en la ofensa se hallaba la verdad. Riujin dejó de mirar a los lados, se fijó en el suelo sucio y comenzó a farfullar, a lamentarse y herirse así mismo.

Sí, la poesía... Él ya tenía treinta y dos años. Pero ¿qué vendría después? Más adelante escribiría unos cuantos versos al año. ¿Hasta la vejez? Sí, hasta la vejez. ¿Qué le traerían a él esos versos? ¿La gloria? Qué descaro. No te mientas a U mismo. La gloria nunca llegará para aquel que escribe malos versos. ¿Por qué eran malos? La verdad, él dijo la verdad, se inculpó Riujin a sí mismo sin compasión: "No creo en nada de lo que escribo".

Envenenado por un soplo de neurastenia, el poeta se inclinó y, debajo de él, el suelo dejó de traquetear. Alzando la cabeza, vio que hacía rato ya estaban en Moscú. Sobre Moscú amanecía y las nubes eran doradas y el camión se hallaba atascado en una larga columna de coches a la vuelta de la avenida y cerca de él estaba parado, sobre un pedestal, un hombre metálico con la cabeza algo inclinada que miraba indiferente hacia la avenida.(26)

Extraños pensamientos llegaron a la cabeza del enfermo poeta.

"Allí estaba un ejemplo de la verdadera fortuna , Riujin se alzó en toda su estatura en la cama del camión y levantó las manos, amenazando al intocable hombre de hierro. "Cualquier paso que dio en la vida, cualquier cosa que le ocurrió, siempre fue en su beneficio, todo giró alrededor de su gloria. ¿Pero qué hizo él? No alcanzó a comprenderlo. ¿Hay algo de especial en estas palabras "Las tormenta se hizo brumosa"?(27) "No comprendo... Tuvo suerte, suerte", de repente los amargos pensamientos de Riujin concluyeron y él sintió que bajo sus pies el camión se movía. "Le disparó, le disparó aquel guardia blanco, le fracturó la cadera y le aseguró la inmortalidad."(28)

El atascamiento de coches cesó. En dos minutos, el completamente enfermo e incluso envejecido poeta entraba en la terraza de Griboiédov que ya estaba casi vacía. En una esquina bebía un grupo de noctámbulos, en el centro de los cuales se agitaba un conocido animador que tenía en la cabeza un gorrito oriental y sostenía en la mano una copa de vino.

Cargando las toallas, Riujin fue recibido con amabilidad por Archibald Archibáldovich que enseguida lo liberó de los malditos trapos. Posiblemente, si no hubiese estado tan agotado por su estancia en la clínica y el viaje en el camión, a Riujin le habría agradado contar lo sucedido en el sanatorio, adornando el relato con detalles inventados. Pero en aquel instante no era capaz de eso. Luego de su atormentadora aventura, Riujin, por muy poco observador que fuera, observó atentamente al pirata, por primera vez, y comprendió que, aunque é?te le preguntara sobre Desamparado e incluso gritara "ay, ay", en realidad, le era completamente indiferente la suerte del poeta y nada lamentaría. "Correcto, hace bien", pensó Riujin cínicamente con rabia autodestructiva e interrumpiendo el relato sobre la esquizofrenia, dijo:

—Archibald Archibáldovich, una copita de vodka, a mí...

Un gesto de comprensión apareció en el rostro del pirata.

—Lo entiendo... Enseguida —dijo e hizo una señal a un camarero. Un cuarto de hora más tarde, Riujin, en completa soledad, estaba sentado y se inclinaba sobre un plato de pescado. Mientras bebía copa tras copa, se decía que arreglar algo en su vida era ya imposible y sólo le quedaba olvidar.

Había desperdiciado su noche mientras otros se divertían y resultaba imposible volverla atrás.

Bastaba levantar la cabeza de la lámpara hacia arriba, hacia el cielo, para comprender que la noche se había perdido irremediablemente. Apresurados, los camareros retiraban los manteles de las mesas. Los gatos que rondaban la terraza tenían aspecto mañanero. Irremediablemente, al poeta se le echaba el día encima.

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9786074571431
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