Читать книгу: «El Maestro y Margarita», страница 3

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Antes de todo, el Procurador invitó al sumo sacerdote a pasar al balcón para resguardarse del implacable bochorno, pero con delicadeza Caifas se disculpó y explicó que en víspera de la fiesta no podía hacer eso.

Pilato, echándose un capuchón sobre su cabeza que comenzaba a hacerse calva, inició, en griego, la conversación y explicó que había estudiado el asunto dejoshúa Ga-Nozri y confirmaba la sentencia de muerte.

De esa manera, tres bandidos, que debían ser ejecutados ese día, estaban condenados a muerte: Dismás, Gistás, Barrabas y, además, Joshúa Ga-Nozri. Los dos primeros, apresados en combate por las fuerzas romanas, habían intentado sublevar al pueblo contra el César y eran, por tanto, asunto del Procurador. Sobre ellos no había nada que decir. En cambio Barrabas y Joshúa Ga-Nozri habían sido detenidos por el poder local y juzgados por el Sanedrín. De acuerdo con la ley y la costumbre, uno de los dos bandidos debía ser liberado en honor a la gran fiesta de Pascua que comenzaba ese día. Entonces, el Procurador deseaba saber a cuál de los dos bandidos el Sanedrín se proponía liberar, a Barrabas o a Ga-Nozri.

Caifás inclinó la cabeza en señal de que la pregunta le era clara y respondió:

—El Sanedrín pide liberar a Barrabas.

El Procurador sabía perfectamente que esa sena la respuesta del sumo sacerdote, pero su propósito era demostrar que tal respuesta le asombraba.

Pilato lo hizo con gran maestría. Alzó las cejas en su arrogante rostro y con asombro miró directamente a los ojos del sumo sacerdote.

—Confieso que tal respuesta me deja estupefacto —dijo con suavidad—, temo que haya aquí un malentendido.

Pilato se explicó. El poder romano no se entrometía, en lo más mínimo, en los derechos espirituales del poder nativo, lo cual era bien sabido del sumo sacerdote, pero en el presente caso se encontraban ante un claro error. Por supuesto, el poder romano estaba interesado en corregir ese error.

En verdad, los delitos de Barrabas y Ga-Nozri resultaban totalmente incomparables por su gravedad. Si el segundo era claramente un loco, culpable de pronunciar absurdos discursos que confundieron al pueblo de Jerusalén y de otros lugares, la culpa del primero era mucho mayor. No solamente había convocado a una abierta rebelión, sino que, incluso, mató a un guardia cuando quisieron detenerlo. Barrabas era incomparablemente más peligroso que Ga-Nozri. En virtud de todo lo expuesto, el Procurador le pedía al sumo sacerdote reconsiderar su decisión y liberar, de los dos condenados. al menos peligroso y ese, sin duda alguna, era Ga-Nozri. ¿Entonces?...

Caifas en voz baja, pero firme, respondió que el Sanedrín había estudiado atentamente el asunto y por segunda vez comunicaba que se proponía liberar a Barrabas.

—¿Cómo? ¿Incluso después de mi gestión? ¿La gestión de aquel en cuyo nombre habla el poder romano? Sumo sacerdote, repítelo por tercera vez.

—Y por tercera vez te comunico que liberaremos a Barrabas. Todo había concluido y no había nada más que decir. Ga-Nozri partiría para siempre y el terrible y feroz dolor del Procurador nadie lo aliviaría. Contra él no había ningún medio con excepción de la muerte. Ahora esa idea no sorprendió a Pilato. La incomprensible tristeza que tuvo en el balcón había penetrado todo su ser. Entonces, intentó explicársela y la explicación fue muy extraña. Tuvo la impresión de que no había concluido su conversación con el condenado o que, quizá, no le había escuchado hasta el final. Pilato expulsó ese pensamiento que desapareció tan aprisa como llegó. Desapareció, pero la tristeza quedó sin explicación y no era posible explicarla con el nuevo pensamiento que llegó como un rayo y desapareció enseguida: "La inmortalidad... ha llegado la inmortalidad." ¿A quién le ha llegado la inmortalidad? No pudo responderse, pero el pensamiento sobre aquella enigmática inmortalidad le hizo sentir frío en medio del abrasador sol.

—Bien —dijo—, que así sea.

Aquí se volvió, abarcó con una mirada el panorama circundante y se asombró de sus cambios. Desapareció el agobiante arbusto con rosas, desaparecieron 1os cipreses y el árbol de granadas y una estatua blanca en medio del césped verde y la misma tierra. En lugar de todo esto, giró una especie de sedimento púrpura y, en él, se mecían y movían algas hacia algún lugar y, con ellas, se movía el mismo Pilato. Entonces lo abrasó, asfixiándole y quemándole, la cólera más terrible, la cólera de la impotencia.

—Me sofoco, me sofoco —dijo Pilato y con mano fría y húmeda hizo saltar el broche del cuello de su manto que cayó al suelo. —El día es de mucho bochorno. En alguna parte hay tormenta —Caifás no apartaba la mirada del enrojecido rostro del Procurador, previendo todos los tormentas que aún estaban por delante. "Oh, qué terrible mes es el Nisán este año".

—No, no es por el calor que me sofoco, sino por estar junto a ti, Caifás —Pilato entorno los ojos y sonrió—. Cuídate, sumo sacerdote.

Los oscuros ojos del sumo sacerdote brillaron y en su rostro se reflejó, no menos que antes en Pilato, el asombro.

—¿Qué es lo que escucho. Procurador? —respondió Caifás, orgulloso y tranquilo—. ¿Me amenazas después de dictada una sentencia refrendada por ti mismo? ¿Es posible eso? Estamos acostumbrados a que el Procurador romano escoja las palabras antes de decir algo ¿No nos escuchará alguien, Hegémono?

Pilato miró al sumo sacerdote con mirada fría y enseñando los dientes hizo como que sonreía.

—¿Qué cosa, sumo sacerdote? ¿Quién nos puede escuchar aquí? ¿Acaso me parezco al joven vagabundo loco que ejecutarán hoy? ¿Soy un muchacho? Sé lo que digo y dónde lo digo. Cercados están el jardín y el palacio y ni un ratón puede penetrar por un agujero. Pero no solamente un ratón, incluso ese, ¿cómo se llama?... de la ciudad de Karioth. ¿Por cierto, lo conoces tú, sumo sacerdote? Sí... si penetrara aquí lo lamentaría amargamente. Eso, por supuesto, ¿me lo crees? Sabe, sumo sacerdote, que desde ahora no habrá tranquilidad para ti. Ni para ti ni para tu pueblo —Pilato señaló a lo lejos, a la derecha, allí donde en la alto fulguraba el templo—. Te lo digo yo, Poncio Pilato, caballero lanza de oro.

—Lo sé, lo sé —contestó sin temor Caifas barbanegra, cuyos ojos relampaguearon, y alzó la mano hacia el cielo—. El pueblo judío sabe que tú lo odias con odio feroz y mucho dolor le infligirás, pero, a pesar de todo, no lo destruirás. Lo defenderá Dios. Nos escuchará, nos escuchará el todopoderoso César que nos protegerá del destructor Pilato.

—Oh, no —exclamó Pilato y con cada palabra le era más fácil. Ya no tenía necesidad de fingir, no necesitaba elegir las palabras—. Demasiado te has quejado con el César de mí y ahora ha llegado mi turno. Ahora llegarán noticias mías y no al gobernador general en Antioquia ni a Roma, sino directamente a Caprea, al mismo emperador. Noticias sobre cómo en Jerusalén salvan de la muerte a los más notorios sediciosos. Y no será con agua del lago de Salomón, como hubiese querido para vuestro bien, como les serviré entonces. No, no con agua. Recuérdate que, por ustedes, tuve que retirar de las paredes los escudos con la esfinge del emperador, mover a las tropas, venir personalmente para ver qué pasaba aquí. Recuerda mis palabras, sumo sacerdote, aquí verás mas de una cohorte. Bajo los muros de la ciudad entrará toda la legión fulminante y la caballería árabe. Entonces escucharás el amargo llanto y los gemidos. Recordarás entonces al salvado Barrabas y lamentaras haber enviado a la muerte al filósofo de la pacífica predicación. El rostro del sumo sacerdote se cubrió de manchas y sus ojos ardieron. Al igual que el Procurador, sonrió enseñando los dientes y respondió:

—¿Crees tú. Procurador, en lo que estás diciendo ahora? No, no crees. No es la paz, no es la paz lo que nos ha traído ese seductor del pueblo y tú, caballero, lo sabes perfectamente. Querías liberarlo para que después soliviantara al pueblo, injuriara la religión y condujera al pueblo bajo las espadas romanas. Pero yo, sumo sacerdote judío, mientras esté vivo no permitiré que se veje la religión y protegeré al pueblo. ¿Me escuchas, Pilato? —Caifás alzó una mano amenazadoramente—. Escucha, Procurador.

Caifás calló y de nuevo el Procurador oyó algo así como el rumor del mar que se movía hasta las mismas paredes del jardín de Herodes, el Grande. Un rumor que, por abajo, llegaba hasta los pies y el rostro del Procurador. A su espalda, más allá de las alas del palacio, se escuchaba la señal alarmante de las trompetas, el pesado ruido de cientos de pisadas y el metálico tintineo de las armas. Entonces el Procurador supo que, según sus órdenes, la infantería romana ya estaba en marcha hacia el desfile premortal y terrible para los sediciosos y bandidos.

—¿Escuchas, Procurador? —repitió en voz baja el sumo sacerdote—. No me dirás que todo esto ha sido provocado por el infeliz bandido Barrabas —las manos del sumo sacerdote se elevaron y su oscuro capuchón cayó de la cabeza.

Con el revés de la mano, el Procurador se secó la frente mojada y fría, miró el piso. Después alzó los ojos entornados hacia el cielo y casi sobre su cabeza vio un globo incandescente, mientras que la sombra de Caifás se hacía un ovillo junto a la cola de un león de mármol. Entonces, dijo con indiferencia y en voz baja:

—El asunto será al mediodía. Nos hemos distraído con la conversación y es necesario continuar.

Con expresiones rebuscadas y disculpándose ante el sumo sacerdote, le pidió que se sentara en el banco, a la sombra de las magnolias, y aguardara mientras él llamaba al resto de las personas necesarias para la última y breve reunión y daba una orden relacionada con la ejecución.

Caifás se inclinó cortésmente, se puso la mano sobre el corazón y aguardó en el jardín mientras Pilato volvía al balcón. Allí le ordenó al secretario que convocara al delegado de la legión, al tribuno de la cohorte, a dos miembros del Sanedrín y al jefe de la guardia del templo que, en la parte baja de la terraza, aguardaban ser llamados.

Pilato añadió que él, inmediatamente, iría al jardín y entró en el interior del palacio.

Mientras el secretario preparaba la reunión, el Procurador, al resguardo del sol en una habitación de oscuras cortinas, se reunió con un hombre cuyo rostro estaba oculto en parte por un capuchón, aunque en aquella habitación el sol no podía molestarle. El encuentro sería muy breve. En voz baja, Pilato le dijo unas pocas palabras y el hombre pardo enseguida mientras el Procurador regresaba al jardín a través de la columnata.

Allí, en presencia de todos los que deseaba ver, el Procurador repitió, seca y solemnemente, que ratificaba la sentencia de muerte de Joshúa Ga-Nozri y, oficialmente, le preguntaba a los miembros del Sanedrín a quién, de entre los delincuentes, le perdonaban la vida. —Muy bien —dijo, al recibir la respuesta de que seria Barrabas, ordenó al secretario que la anotara en el protocolo, y exclamó—: Es tiempo.

Todos los presentes bajaron por una ancha escalera de mármol entre muros de rosas que exhalaban un olor embriagador y descendieron más y más hasta la puerta del palacio que se abría a una plaza de adoquines, grande y pulida, al fondo de la cual había columnas y estatuas de la palestra de Jerusalén.

Cuando el grupo pasó del jardín a la plaza y subió a un estrada de piedra que dominaba la plaza, Pilato, mirando con los ojos entornados, comprendió la situación. El camino que acaba de recorrer, desde los muros del palacio hasta el estrada, estaba vacío. Sin embargo, por delante, Pilato no podía ver la plaza porque la multitud se la había tragado. Ésta también hubiera llenado el estrado y el espacio no ocupado a no ser por la triple fila de soldados de la Sevástica y los de la cohorte auxiliar Iturrea que, a la izquierda y derecha de Pilato, contenían al gentío.

Pilato subió al estrada y bajó los ojos, no porque el sol le molestara. No. Por alguna causa, no deseaba ver al grupo de condenados quienes, como él sabía perfectamente, serían llevados enseguida al estrada.

En cuanto su manto blanco con forro púrpura apareció en lo alto del peñasco de piedra al final de aquel mar humano, a Pilato, que no miraba, comenzó a golpearle los oídos el sonido "Gaaa..." Primero fue por lo bajo, proveniente de algún lugar a lo lejos, hacia el hipódromo, por unos segundos se hizo muy fuerte y luego empezó a declinar. "Me han visto", pensó el Procurador. El sonido no se apagó del todo y, sorpresivamente, comenzó de nuevo a crecer, incrementándose aún más fuerte que la primera y la segunda vez y, al igual que en las olas del mar bulle la espuma, resonó un silbido y enseguida, separados, a través del ruido, diferentes gemidos femeninos.

"Los traen al estrada. Los gemidos son de mujeres atropelladas por la muchedumbre al avanzar", pensó Pilato y aguardó cierto tiempo, sabiendo que ninguna fuerza era capaz de acallar a la muchedumbre mientras de ella no saliera todo lo que guardaba en su interior y callara por sí misma.

Cuando ese instante llegó, el Procurador alzó la mano derecha y la gritería se extinguió.

Entonces, llenando al máximo sus pulmones del caliente aire, gritó, y su entrecortada voz se arrastró sobre miles de personas. —En nombre del César Emperador...

En sus oídos resonó el metálico y cortante sonido procedente de los soldados que en las cohortes elevaron sus lanzas y escudos y gritaron con voz terrible:

—Viva el César.

Pilato alzó la cabeza hacia el sol. Bajo sus párpados estalló un fuego verde que le hizo arder el cerebro mientras sus roncas palabras en arameo volaban hacia la muchedumbre:

—Los cuatro delincuentes detenidos en Jerusalén por asesinatos, incitación a la rebelión y ofensas a las leyes y a la fe, han sido condenados a la deshonrosa pena de ser colgados de los postes. Esta pena será cumplida ahora en el Monte Calvario. Los nombres de los delincuentes son Dismás, Gistás, Barrabás y Ga-Nozri. Helos aquí frente a ustedes.

Pilato señaló con la mano derecha sin ver a ninguno de los delincuentes, pero sabiendo que estaban allí.

La muchedumbre respondió con un prolongado rumor de voces, como sorprendida o aliviada. Cuando cesó, Pilato prosiguió:

—Pero sólo serán ejecutados tres pues, de acuerdo con la ley y la costumbre en honor de la fiesta de Pascua, a uno de ellos, elegido por el Pequeño Sanedrín y confirmado por el poder romano, el magnánimo César emperador le devuelve su despreciable existencia. Pilato gritó y en ese instante advirtió cómo en lugar del rumor de las voces se imponía un gran silencio. Ni un suspiro llegó a sus oídos e incluso le pareció que, por un instante, todo desaparecía a su alrededor. La odiada ciudad moría y sólo él se encontraba allí, el rostro hacia el cielo, quemado por los rayos del sol que caían verticalmente.

Pilato también guardó silencio y después comenzó a gritar:

—El nombre del que ahora, delante de ustedes, pondrán en libertad es... —hizo otra pausa, reteniendo el nombre, recordando si lo había dicho todo porque sabía que la muerta ciudad resucitaría al oír el nombre del afortunado y ningunas otras palabras serian escuchadas después.

"¿Todo?", se preguntó Pilato,"Todo. El nombre".

—Barrabas —gritó haciendo resonar con fuerza la letra r sobre la silenciosa ciudad.

Aquí le pareció que el sol, tintineando, estallaba sobre él y le cubría los oídos con niego. En ese fuego se desencadenaban aullidos, gritos, gemidos, risas, silbidos.

Pilato se volvió y caminó hacia atrás en dirección a las escaleras, sin mirar nada, sólo para no tropezar, los mosaicos coloreados que tenía bajo sus pies. Sabía que a sus espaldas, en el estrada, caían monedas de bronce y dadles y que, en la delirante multitud, la gente se empujaba y unos se encaramaban en los hombros de otros, para ver, con sus propios ojos, el milagro de cómo un hombre que se había visto en las manos de la muerte escapaba de ella. Ver cómo los legionarios le desataban las cuerdas y, sin querer, le provocaban un fuerte dolor en sus manos fracturadas durante los interrogatorios y cómo, gimiendo y haciendo gestos de dolor, se sonreía, no obstante, con sonrisa estúpida y loca.

Pilato sabía que ya, en esos instantes, los condenados, con las manos maniatadas, eran conducidos por la escolta, a través de accesos laterales, al camino que llevaba, fuera de la ciudad, al oeste, hacia el Monte Calvario.

Cuando el estrada quedó a sus espaldas, Pilato abrió los ojos, sabiendo que no corría peligro y ya no podría ver a los condenados. Al griterío de la multitud que comenzaba a calmarse se unieron los penetrantes gritos de los pregoneros que repetían, unos en griego, otros en arameo, lo dicho por Pilato desde el estrada. Además, a los oídos del Procurador llegaron los sonidos intermitentes del trate de caballos que se acercaban y el de una trompa que tocaba algo breve y alegre. Aquellos sonidos fueron respondidos, en los tejados de las casas de la calle que iba desde el mercado a la plaza del hipódromo, por los penetrantes silbidos de los chiquillos y los gritos de cuidado".

Un solitario soldado, parado en el espacio libre de la plaza, agitó con alarma su insignia y, entonces, el Procurador, el legado de la legión, el secretario y la escolta se detuvieron.

La caballería, a todo tratar, corría por un costado de la plaza, evitando al gentío y, a través de una callejuela bordeada por un muro de piedra, al lado del cual crecía la vid, tomó el camino más corto para dirigirse al Monte Calvario.

El comandante de la caballería, un sirio pequeño como un niño, oscuro como un mulata, voló al trote y al pasar junto a Pilato gritó algo con voz aguda y desenvainó la espada. Su caballo moro, furioso, empapado de sudor, dio un salto al lado y se encabritó. Enfundando la espada, el comandante golpeó al caballo en el pecho con el látigo, lo dominó y al galope siguió por la callejuela. Detrás de él, en filas de a tres, cabalgaron los jinetes envueltos en una nube de polvo y con las puntas de sus ligeras lanzas levantadas. Al cruzar junto al Procurador marcharon al galope, y, bajo los turbantes blancos, sus rostros sonrientes de brillantes dientes parecían aún más oscuros. Levantando polvo al cielo, la caballería pasó por la calleja y cruzó el último soldado, a la espalda una trompeta que el sol abrasaba. Protegiéndose del polvo con la mano y el disgusto en el rostro,

Pilato caminó en dirección a la puerta del jardín de palacio. Tras él iban el legado de la legión, el secretario y la escolta.

Eran alrededor de las diez de la mañana.

Capítulo 3

La séptima prueba

—Sí, eran cerca de las diez de la mañana, honorable Iván Nikoláievich —dijo el profesor.

El poeta se pasó la mano por la cara, como una persona que acaba de despertar y observó que ya había atardecido en los Estanques.

Por el oscurecido estanque cruzaba un bote ligero y se oía el chapoteo de los remos y la risita de una ciudadana que iba en él. La gente había ido sentándose en los bancos de la alameda, pero siempre lejos de nuestros interlocutores.

El cielo de Moscú parecía descolorido y, en lo alto, la luna llena, aún no dorada, sino blanca, era totalmente visible. Se respiraba mejor y bajo los tilos se escuchaban con más suavidad las voces nocturnas.

"¿Cómo no me di cuenta de que él pudo hacemos toda una historia", pensó Desamparado asombrado, "sí, ya es de noche. ¿Pero quizá no contó nada y yo, simplemente, me dormí y lo he soñado?"

Sin embargo, es necesario suponer que todo aquello había sido contado por el profesor. De otra manera, debiéramos admitir que Berlioz soñó lo mismo porque le dijo al extranjero, mirándole directamente a la cara:

—Su relato, profesor, es muy interesante, pero no coincide en nada con los relatos evangélicos.

—Por favor —respondió el profesor, sonriendo con condescendencia— cualquiera sabe, y usted también, que todo lo escrito en los Evangelios nunca ocurrió verdaderamente y si comenzáramos a referimos a ellos como fuente histórica...—otra vez sonrió el profesor y Berlioz se quedó estupefacto porque eso mismo le había dicho él a Desamparado mientras iban de la calle Bronnaya a los Estanques del Patriarca.

—Cierto —respondió—, pero me temo que nadie podrá confirmar que lo dicho por usted sucedió en realidad.

—Oh, no. Hay quien lo confirmará —contestó con mucha seguridad el profesor, que había comenzado a chapurrar el ruso, y de repente, con un gesto misterioso, le pidió a los amigos que se acercaran a él.

Ellos se inclinaron por ambos lados y él, ya sin ningún acento, pues el diablo sabría por qué, a veces lo tenía y a veces no, les dijo: —El asunto es —el profesor miró atemorizado a su alrededor y habló en susurros— que yo personalmente estuve en todo aquello. Estuve en el balcón junto a Pilato y en el jardín cuando conversó con Caifás y en el estrada, pero en secreto, de incógnito, por decirlo de alguna manera, así que les ruego que ni una palabra a nadie, es un gran secreto... Psch.

Se hizo el silencio y Berlioz palideció.

—¿Usted... cuánto tiempo lleva en Moscú? —preguntó con voz temblorosa.

—Acabo de llegar en este mismo instante —respondió desconcertado el profesor.

Sólo entonces los amigos le miraron a los ojos como es necesario y vieron que el izquierdo era verde, totalmente enloquecido, y el derecho negro, vacío y muerto.

"Caramba, eso lo aclara todo", pensó Berlioz, turbado, "llegó un alemán que ya estaba loco o que, aquí mismo, en los Estanques, se chifló. Qué clase de historia."

Sí, verdaderamente todo se explicaba, el extraño desayuno con el fallecido filósofo Kant, la tonta historia sobre el aceite de girasol de Annushka y el vaticinio de que una cabeza sería cortada y todo lo demás. El profesor era un loco.

Enseguida, Berlioz pensó en lo que era necesario hacer. Apoyándose en el respaldar del banco, y a espaldas del profesor, le hizo señas a Desamparado de que no lo contradijera en nada, pero el anonadado poeta no le entendió.

—Sí, sí, sí —dijo excitado— todo eso es posible. Muy posible, Poncio Pilato, el balcón y todo lo demás. ¿Y usted ha llegado solo o con su esposa?

—Solo, solo, yo siempre estoy solo —respondió con amargura el profesor.

—¿Y dónde tiene sus cosas, profesor? —preguntó Berlioz con tacto—. ¿Dónde se hospeda? ¿En el Metropol?(12)

—¿Yo? En ningún lado —respondió el loco alemán con tristeza y ferocidad y su ojo verde vagó por los Estanques del Patriarca. —¿Cómo? ¿Y dónde vivirá?

—En la casa de usted —respondió el órate y guiñó un ojo.

—Yo... yo, con mucho gusto —balbuceó Berlioz— pero, en verdad, usted no estará cómodo. En cambio en el Metropol hay unas habitaciones estupendas. Es un hotel de primera clase. —¿Y tampoco existe el diablo? —le preguntó de repente el enfermo a Iván Petróvich en tono jovial.

—El diablo...

—No lo contradigas —susurró, con los labios, Berlioz, a espaldas del profesor y gesticuló.

—No existe ningún diablo —Desamparado gritó lo que no era necesario, desconcertado ante tantas tonterías—. Qué insoportable. Y deje de hacerse el loco.

Entonces el loco se rió tan fuertemente que, desde los tilos, un cuervo voló sobre sus cabezas.

—Bueno, esto se pone interesante —dijo el profesor estremecido por la risa—, ¿qué sucede con ustedes, no existe nada de qué agarrarse, no hay nada? —de repente dejó de reír, de las carcajadas pasó al otro extremo, lo cual es comprensible en los enfermos mentales, e irritado gritó con hosquedad:

—¿Así es que no existe?

—Cálmese, cálmese, profesor, cálmese —balbuceó Berlioz, temiendo irritar al enfermo— siéntese aquí un momento con el camarada Desamparado. Voy un momento a la esquina para hablar por teléfono. Después le acompañaré a donde usted quiera. Como usted no conoce la ciudad...

Hay que reconocer que el plan de Berlioz era correcto. Se imponía correr al primer teléfono público e informarle al Buró de extranjeros acerca de que un cierto consultante llegado del extranjero se encontraba en los Estanques del Patriarca en un estado evidentemente anormal. Entonces era imprescindible tomar medidas o de lo contrario se produciría alguna desagradable tontería.

—¿Llamar? Bueno, llame —respondió con tristeza el enfermo y de repente preguntó con ardor—: le suplico que, al despedimos, crea, al menos, que el diablo existe. Nada más le pediré. Tenga en cuenta que hay una séptima prueba, la más convincente. Ahora ella le será demostrada a usted.

—Magnífico, magnífico —dijo Berlioz con falsa amabilidad y, guiñándole un ojo al poeta, a quien no le era nada simpático quedarse cuidando al loco alemán, se apresuró en llegar a la salida de los Estanques, en la esquina de la calle Bronnaya y el callejón Yermolaevskii.

En ese mismo instante, el profesor, al parecer, se puso bien y se avivo.

—Mijaíl Alexándrovich —le gritó a Berlioz.

Este se estremeció y se volvió, pero se calmó con el pensamiento de que su nombre y patronímico también los había conocido el profesor en alguna revista.

Poniendo las manos como bocina, el profesor volvió a gritar: —¿No desea usted que yo envíe ahora un telegrama a su do en Kiev?

Otra vez Berlioz se estremeció. ¿Dé dónde el loco sabía de la existencia de su tío de Kiev? Sobre aquello nada había sido escrito en ninguna revista. Oh, oh, ¿no tendría razón Desamparado? ¿Y si los documentos eran falsos? Oh, hasta qué punto era raro aquel sujeto... Telefonear, telefonear. Inmediatamente. Enseguida lo aclararán. Y sin escuchar nada más, Berlioz siguió corriendo.

En ese momento, justo en la salida a la caUe Bronnaya, de un banco se levantó y vino a su encuentro un ciudadano exactamente igual al que había aparecido antes, a la luz del sol y durante el calor abusador. Sólo que ahora no era transparente sino corriente y banal. En el incipiente crepúsculo, Berlioz pudo distinguir bien que tenía un bigotito como las plumas de una gallina, los ojos pequeñitos, irónicos, medio borrachos y un pantaloncito a cuadros, tan corto que se le veían sus sucias medias blancas.

Mijail Alexándrovich retrocedió, pero se calmó pensando que todo no era más que una absurda coincidencia y que, además, no tenía tiempo para reflexionar sobre aquello.

—¿Ciudadano, busca el torniquete del tranvía? —preguntó el tipo de los pantalones a cuadros con quebrada voz de tenor—. Por aquí, por favor, derecho y saldrá al lugar preciso. Por mi información no habrá nada para un cuartito de vodka... para un ex director de coro... mejorará —haciendo muecas el sujeto se quitó su gorrita de jockey.

Sin escuchar nada del pedigüeño y afectado ex chantre, Berlioz corrió hacia el torniquete y lo agarró con la mano. Dándole vuelta, se dispuso a cruzar por los rieles del tranvía. Entonces, vio una luz roja y blanca, que saltó sobre su cara, y la señal lumínica "Cuidado, tranvía".

En ese instante volaba el tranvía por la recién construida vía del callejón Yermolayeski a la calle Bronnaya. Giró y, acelerando la marcha repentinamente, siguió en línea recta mientras su interior se alumbraba.

Aunque estaba fuera de peligro, Berlioz, precavido, decidió regresar a la barrera, dio un paso atrás y puso la mano sobre el torniquete. En ese preciso instante, su mano resbaló y se soltó. Sin poder evitarlo, una pierna se le deslizó, como si estuviera en el hielo, por los guijarros de la pendiente que descendía hacia la línea del tranvía mientras que la otra lo echaba sobre ella.

Tratando de sujetarse de algo, Berlioz cayó boca arriba y su nuca golpeó con fuerza contra los guijarros. Tuvo tiempo de ver la luna en lo alto, sin saber si estaba a su derecha o la izquierda porque ya no podía discernir. Tuvo tiempo de volverse de costado con un movimiento enloquecido y, en una fracción de segundo, encoger las piernas contra el estómago y ver, viniendo hacia él con fuerza incontenible, el rostro, totalmente pálido por el espanto, de la conductora y su brazalete rojo.

Berlioz no gritó, pero de repente desesperadas voces de mujer llenaron toda la calle. La conductora haló los frenos eléctricos, el tranvía se detuvo de golpe, clavándose en la tierra y con estruendo saltaron los vidrios de las ventanillas.

Entonces, en el cerebro de Berlioz alguien gritó espantado:

"¿Cómo es posible?". Otra, y última vez brilló la luna, pero ya rota en pedazos. Luego fue la oscuridad.

El tranvía aplastó a Berlioz y lanzó, debajo de las rejas de la alameda del Patriarca, hacia los guijarros de la pendiente, un objeto oscuro que rodó hacia los adoquines de la calle Bronnaya.

Era la cabeza cortada de Berlioz.

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9786074571431
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