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PREÁMBULO A LA PRIMERA EDICIÓN

El primero de noviembre de este año de 1978 se conmemora el quinto centenario del establecimiento del Santo Oficio de la Inquisición sobre los reinos que componían entonces el entramado político de la Monarquía Española recién unificada. Se trataba de una nueva versión del viejo Tribunal de la Fe, hasta entonces en manos sólo del papa, por medio de sus delegados los inquisidores extraordinarios, en colaboración formal con los obispos, el cual había venido disuadiendo a partir del siglo XII a los habitantes de la Europa occidental de cualquier intento de adoptar posiciones teóricas o actitudes éticas que divergieran de la ortodoxia lenta y trabajosamente fijada hasta entonces a golpe de herejía y condena.

La Cristiandad fue forjándose en sus primeros siglos al amparo del poder imperial, y hasta quizá podría decirse, sobre todo, merced al apoyo que este prestó a la ortodoxia al definir al hereje con una categoría penal. Es el tiempo en que la doctrina, elaborada con elecciones precisas a partir del testimonio de Pablo y los evangelistas, hubo de afrontar el expresarse en los términos filosóficos vigentes mostrando una presencia nueva de lo divino en el mundo a través de una encarnación difícilmente comprensible a partir de aquellos, dando paso al debate cristológico. Quebrada la unidad política, siguieron luego los obispos, depositarios reales en cada ciudad de un poder en ruptura abrupta, ofreciendo la defensa de la ortodoxia a los nuevos reinos bárbaros, en trámite de conversión al cristianismo católico sus élites, como un imprescindible elemento de cohesión social. Los siglos altomedievales conocieron asimismo manifestaciones heréticas, aunque de escasa trascendencia popular casi siempre. Se trataba más bien de desviaciones dogmáticas que atañían casi en exclusiva a los técnicos del tema en disputas académicas, por más que, más allá de los principios teológicos fundamentales afirmados en los primeros concilios ecuménicos, el elenco de verdades componentes del dogma católico distase aún enormemente de la precisa fijación en sus más mínimos detalles de que fue objeto siglos después.

A partir del siglo XIII las herejías bajomedievales fueron distintas. Apuntaban en ellas inquietudes no exclusivamente religiosas, aunque fueran expresadas en términos de creencia o de moral. El mundo se desacralizaba y hasta lo religioso se mundanizaba en unos términos que obligaron a los poderes tradicionales a arbitrar drásticas soluciones, que procurasen hacer volver las aguas a los cauces de que se habían salido. Sin embargo, un mundo desaparecía para dejar sitio a otro, no del todo distinto, aunque sí virtualmente próspero en esperanzas de futuro cambio.

Tan pronto se había atisbado el renacer de un sentimiento individual, profundamente afincado sobre un mínimo de libertad de pensamiento, negada de antiguo, surgía una institución encargada de velar por que la integridad de la le o la moral tradicionales no sufriesen menoscabo. Lógico ha de resultar por tanto que allí donde la expresión religiosa era la piedra angular del orden político e institucional se afianzasen durante la Edad Moderna los mecanismos de control del pensamiento, con idéntico marchamo religioso al que adornaba la mayor parte de las manifestaciones del poder.

La Cristiandad, vieja expresión de Europa, quedó escindida en dos bloques aparentemente irreconciliables a partir de los comienzos del siglo XVI y todo ello precisamente en nombre de la libertad de pensamiento soñada por un grupo de intelectuales optimistas en quienes habían fraguado aquellas viejas intuiciones sentidas por los perseguidos de siglos anteriores. La prometedora tolerancia, que había de servir de garantía al mantenimiento de un remozado Imperio Cristiano, quedó rápidamente frustrada. El signo ideológico de los distintos estados que se consolidaron a raíz de su emancipación de fórmulas políticas, no por bellas o prometedoras menos anacrónicas, continuó siendo cristiano, dentro de las divergencias internas surgidas.

En nombre del cristianismo se fortaleció y afirmó la intolerancia, incluso entre aquellos que, sometidos a la gracia sola, mediante la sola fe, buscaban sólo en la Escritura, diciéndose defensores del libre examen o, en otros términos, de la libertad de conciencia ante Dios. Todavía deberían pasar muchos años antes de que el fundamento último del poder pudiera ser puesto en el aquende de este mundo, renunciando con ello a sostener la especulación sobre un allende trascendente, por no justificable empíricamente, sometido a todo tipo de controversias y discrepancias. Ganó terreno entonces la tolerancia en materia religiosa, aun cuando subsistieran algunos resabios atávicos de oposición a ella, en aquellos países que consiguieron formular la justificación del poder político en términos de exclusiva referencia a la naturaleza o a la condición humana, pero se mantuvieron, convenientemente remozados, aquellos mecanismos de defensa del poder constituido en el terreno de las ideas o las opiniones que siguieron precisándose para luchar contra la discrepancia.

Incomprensible puede parecer la expresión religiosa aplicada al funcionamiento de unos mecanismos de poder que hoy se mueven a impulsos de ideas o supuestos desacralizados del todo. Sin embargo, sus móviles últimos o su realidad profunda resultan prácticamente los mismos habiendo variado tan solo su cobertura justificativa.

Se ha dicho que el Estado goza en sí del monopolio de la violencia, como si el sistema de poder que garantiza el funcionamiento de las instituciones políticas la administrase parcamente en servicio o deservicio de la mayoría de los ciudadanos que lo integran. Nada tiene de extraño por eso, que los mismos instrumentos de control ideológico, de canalización o modificación de actitudes o afectos, o de represión de mentalidades o expectativas, hayan venido siendo utilizados por los gobernantes en cada momento de la historia política, aun cuando formalmente pensemos que son distintos. Únicamente han variado el lenguaje expresivo, el ropaje de ideas, el contexto axiológico; sin embargo, la voluntad de defensa y permanencia del orden político, social y económico establecidos es lo que ha venido subsistiendo, con distintas alternativas en cuanto a la difusión u ocultamiento de las instituciones u organismos encargados de cumplir tales funciones.

Defender o denostar la Inquisición, adoptando postura beligerante, es hoy una actitud anacrónica, siquiera por la distancia que nos separa de su actuación real. Lógico era que, en otros momentos, cuando el recuerdo era más próximo, y el enfrentamiento con aquel orden de cosas al que el Santo Oficio defendía, mucho más inmediato, se hiciera propaganda negativa de él, pocas veces historia veraz. Como instrumentos al servicio del nuevo orden se mostraban quienes asumían tales actitudes, valorando el presente en detrimento del pasado, intentando quizás hacer menos odiosa la ineludible existencia de un nuevo aparato de censura y represión ideológica, laico desde luego, aunque no menos eficaz. La distancia nos permite contemplar hoy con mayor desapasionamiento este poderoso servicio de inteligencia, precedente auténtico de los servicios propios de los Ministerios del Interior actuales.

Las atrocidades inquisitoriales corresponden a un contexto social y político de más primaria manifestación de la violencia en ambos terrenos de lo que hoy nos es habitual. Resulta fácil tachar de brutalidad ignominiosa al hecho de que en nombre de la religión cristiana un hombre pudiera ser juzgado, torturado, castigado y hasta ser quemado vivo en público por discrepar más o menos manifiestamente de la interpretación oficial de la misma. Sin embargo, el fenómeno se corresponde, de acuerdo con otra escala de valores, con la persecución vigente hoy en la mayoría de los Estados de todo auténtico disidente, que voluntariamente intente ponerse al margen del contexto de normas de comportamiento o contradiga los postulados ideológicos que inspiran el vivir de la mayoría de los ciudadanos. Hoy la herejía se acomoda a otro lenguaje expresivo, que ya no es teológico, y, no obstante, por diversos medios, se continúa intentando hacer volver al redil de lo universalmente aceptado a cuantos, prescindiendo de la común andadura, se convierten en potenciales enemigos de un orden dado que se asienta sobre la adhesión casi unánime de sus componentes.

Respecto a la Inquisición, parece que la actitud científica más acorde ha de ser la de suspender el juicio de valor, por pintorescas que puedan parecernos las motivaciones esgrimidas por sus apologetas. Ateniéndonos al más amplio análisis de los hechos al acercarnos a ella se ha de intentar evocar el cuadro de conjunto en que cada acontecimiento aislado ha tenido lugar.

Cada sociedad se mueve al compás de unos valores predominantes, que le han sido inspirados desde instancias de poder real perfectamente tangibles con toda claridad en otras facetas del existir y por ello no es de extrañar que la implantación de tales valores, en perfecto acuerdo con el resto de formulaciones de la vida social y económica deba ser garantizado, mediante un adecuado aparato de seguridad, cuyos resortes son movidos por individuos totalmente impregnados de aquellas ideas e intereses que parece adecuado defender en cada situación. Este parecer resulta la mayoría de las veces no ser sólo el de una minoría de poder que se impone por la violencia desnuda, ya que por ser esta una situación extrema, de suyo tiende al cambio más o menos rápido, sino que la lógica misma del sistema hace que por mucho tiempo el acuerdo sea todo lo unánime que requiere la continuidad del mismo, tolerándose en consecuencia por la mayoría, el que se vele por la pureza de las ideas que dan validez al edificio social y político.

Es frecuente, por otra parte, que las ideas y las instituciones se interrelacionen, gozando al mismo tiempo de suficiente vitalidad como para no corresponder de modo mecánico las unas a los dictados de las otras, o viceversa. Los acontecimientos sociales suelen desconcertarnos si la lógica de los modelos operativos con que enfrentamos la realidad histórica no es lo suficientemente flexible como para seguir admitiendo a pesar de todo, un ápice de libertad en el hombre.

Como comprobará rápidamente el lector, el objeto de este trabajo no consiste en ofrecer una nueva síntesis de la historia externa de la Inquisición Española. Varias hay ya que, aunque necesariamente limitadas por la oscuridad en que permanecen todavía muchos de los aspectos y esferas del comportamiento del Tribunal y sus jueces, resultan enormemente útiles al principiante o al curioso. Hemos querido tan sólo mostrar la actuación de los inquisidores a lo largo del tiempo con el propósito de hacer hincapié sobre todo en aquello que permaneció vigente por más tiempo mientras funcionó el Santo Oficio. El lector va a enfrentarse con una gran parte de los textos y documentos que resultaron continuamente familiares a los inquisidores y encontrará también muestras de cómo aquellos postulados normativos eran aplicados.

Nuestro objetivo ha sido dejar hablar a los documentos, para adentrarnos con ellos sin más en el mundo inquisitorial. Por eso las introducciones a los grupos de textos son escuetas y se ha procurado que el aparato de notas aclare algunos aspectos de más difícil inteligencia. Pretendemos que nuestro trabajo sea un instrumento de acercamiento directo, que facilite el trabajo de quienes pretendan ahondar en alguna de tantas facetas como permanecen inéditas en este mundo apasionante de la herejía y sus jueces. Esperamos que ha de poner a su alcance unas fuentes que no por ser de continua referencia resultan siempre fácilmente accesibles.

Los especialistas echarán en falta algunas cosas, considerarán superfluas otras de las que contiene este libro, les pido disculpas y modestamente les brindo aquello que de útil pueda hallarse en él, aceptando de entrada todas las críticas y sugerencias que quieran hacerme, dejando, eso sí, bien claro que mi trabajo ha sido mucho más el de un recopilador a la antigua usanza que el de un investigador brillante a la moderna.

A todas las personas que, con su aliento, su ayuda, sus sugerencias o su interés y hasta con santa indiferencia me han animado en los meses pasados vaya mi agradecimiento.

Cuenca, julio de 1978.

UMBRAL

Aquí estamos, Señor Espíritu Santo, dominados por la vanidad del pecado, pero congregados en tu nombre. Ven a nosotros, hazte presente, dígnate introducirte en nuestros corazones, enséñanos lo que hemos de hacer, por dónde hemos de caminar y muéstranos lo que debemos cumplir para que con tu auxilio logremos agradarte en todo. Sé nuestra salvación, quien inspire y realice nuestros juicios, Tú el único que tienes un nombre verdaderamente glorioso, junto con el Padre y el Hijo. No sufras que alteremos la justicia, tú que amas la equidad: no nos lleve la ignorancia a la perversión. No nos doblegue el favor ni nos corrompa la acepción de autoridad o de persona, únenos a ti de verdad, para que con el único don de tu gracia seamos uno contigo y en nada nos desviemos de la verdad, de forma que, reunidos en tu nombre, observemos la justicia con todos, moderándola la piedad, de modo que ahora no sea en nada contraria a ti nuestra sentencia y consigamos en el futuro el premio eterno de nuestras buenas obras. Amén.

«Con ésta se os envía una oración impresa, y consultado con el Señor Cardenal Inquisidor General, ha parecido que, todos los días, al principio de la Audiencia de la mañana y tarde, en la sala, por el Inquisidor más antiguo que en ella se hallare, en vuestra presencia y de los Oficiales, se lea, estando vosotros, señores, y ellos en pie y descubiertas las cabezas, y se ponga en una tabla donde esté bien tratada para este efecto y avisaréis del resçibo. Dios os guarde, en Madrid a 13 de abril de 1600». Cfr. ADC, Inquisición. lib. 221, fol. 166. (Original en latín, trad. nuestra).

1. EL REFRENDO APOSTÓLICO Y REGIO

Aunque distinta la época de cada una de las disposiciones legales que siguen y lógicamente bien diferentes las concretas circunstancias y problemas que les dieron origen, coinciden, sin embargo, todas en la voluntad, comúnmente expresada, de promover, junto con la defensa de la ortodoxia religiosa, la integridad de la única instancia, transcendente y por tanto universalmente válida, que servía de fundamento en cada uno de sus momentos al ejercicio del poder. Si la autoridad establecida se amparaba en la ortodoxia recibida de antiguo a través de la tradición o en la que iba siendo definida despacio por el magisterio eclesiástico como respuesta a cuantas situaciones sobrevenidas suscitaba la polémica doctrinal, lógico parece suponer que la discrepancia heterodoxa bien podría conllevar, más o menos implícita, una cierta carga de crítica al poder por parte de quienes la formulasen. O bien supondría justificar sencillamente el enfrentamiento con el orden en vigor cuestionando, desde la heterodoxia militante, real o elaborada al efecto por sus adversarios, la imprescindible adhesión social al sistema político.

La filosofía política medieval había sustentado su universalismo sobre la doctrina cristiana revelada, tal y como correspondía a una civilización tan profunda y prolongadamente marcada por aquella impronta religiosa. Bien clara había dejado la jerarquía de autoridades, preeminencias y funciones, en virtud de un preciso reparto de competencias y cometidos a desempeñar por cada individuo de cuantos componían la ciudad terrena, situada bajo la bóveda celeste en que mora Dios, pretendiendo reproducir a escala de tal dimensión el ideado esquema de organización jerárquica que se afirmaba existía en la ciudad celestial. Este universalismo político presuponía en sustancia la existencia de dos poderes paralelos, el espiritual y el temporal; tímidamente subordinado éste, ejercido por el emperador, al espiritual con que gobernaba el papa, por cuanto suponía de indefectible garantía al otro. La doctrina no recibió, como es lógico, la misma exposición formal en cada momento, pero aquel en que fue explicitada con mayor coherencia y claridad vino a coincidir con la época de más amplia capacidad de acción institucional lograda por la Iglesia desde la desaparición del Bajo Imperio.

Los pontífices romanos se afanaron por dar un contenido teórico nuevo a la vieja doctrina del Imperio Cristiano que, tras de su elaboración en el siglo IV y posterior enunciado jurídico1 había pasado por las vicisitudes externas propias de la precaria capacidad de acción gubernativa de amplio alcance que definieron a la Alta Edad Media. El restablecimiento de lazos culturales y económicos que fue haciéndose patente alrededor de los siglos XI y XII sobre el espacio de la vieja Romania les proporcionó la ocasión adecuada. Europa, aun siendo sólo una entelequia geográfica, se reanimaba en cada una de las pequeñas piezas que habían dibujado el espacio político medieval, encuadrado, en teoría al menos por ambos poderes universales. Mientras, el pontificado romano procuró seguir conservando su viejo papel arbitral, apoyándose para ello sobre los recursos jurídicos y administrativos, subsistentes aún tras la quiebra del espacio político romano que le proporcionaban un sistema de poder con que centralizar en mayor grado cada vez la administración eclesiástica. Se ponía así de manifiesto una clara voluntad de estrecha subordinación burocrática de cada diócesis a la sede de Pedro, merced a la implantación de un férreo sistema jerárquico en cuyo supremo vértice actuaba el Papa.

Estrechamente ligada a la doctrina que definía a la sociedad como una Respublica Christiana venía a enunciarse otra en apoyo de que, la potestas temporal, secundando la iniciativa de la auctoritas eclesial, debía velar por la defensa efectiva de la ortodoxia tal y como ya había quedado establecido por la legislación imperial romana. Se trataba de un apoyo recíproco, puesto que la grey cristiana, tutelada pastoralmente por la Iglesia, obedecía a sus monarcas en virtud de ciertos principios de justificación del poder temporal definidos por el magisterio de aquélla. Cabría a éstos resentirse en su solidez interna como consecuencia de cualquier discrepancia respecto del complejo entramado de dogmas que constituye la teología cristiana, dada la facilidad con que ciertas herejías de carácter aparentemente religioso en su estricta formulación discrepante, podrían derivar hacia críticas de alcance mucho menos trascendente, inclinadas a cuestionar el orden sociopolítico vigente, definido desde la creencia común. Sentadas estas bases, parecería evidente poder coaccionar y castigar de común acuerdo a los disidentes, en sus cuerpos y en sus bienes mediante una legislación, unos tribunales y una jurisprudencia establecidos a tal propósito. Definida con precisión la doctrina ortodoxa frente a los disidentes y promulgada la normativa con que combatirlos, el miedo reforzaría la escasa eficacia real de muchas persecuciones guiadas por ambas, culminadas, sin embargo, en un puñado de resonantes castigos de los inculpados, ejemplares por atroces. Así, cuando la atención disciplinar hacia el renovado desvío herético en la creencia y la práctica ejercida por los obispos se reveló ineficaz o insuficiente, frente a unos sectarios más o menos numerosos u organizados, con el emperador a la cabeza, atemorizadas, se apresuraron las autoridades temporales a disponer medidas propias de persecución y castigo riguroso, hechas suyas al cabo por los papas. Éstos, sumando fuerzas e iniciativas, pondrían en marcha así un instrumento extraordinario de pesquisa judicial, directamente dependiente de ellos en lo jurisdiccional, cuya eficacia penal dependería de la sanción punitiva aplicada por las autoridades temporales, en la medida que la disidencia religiosa encubriría siempre, a ojos de estas, una manifiesta rebeldía política.

Pese a que la teoría de los poderes universales se viera progresivamente deteriorada a medida que aquellos rasgos comunes de identidad política y cultural iban constituyendo de manera autónoma en los diferentes espacios políticos el embrión teórico de los estados modernos, y definitivamente se quebró cuando, tras de la Reforma luterana, desapareció incluso la posibilidad de apoyo de tal teoría sobre algo objetivo, hubo de pasar mucho tiempo, sin embargo, antes de que la defensa trascendente del poder dejase paso a otras justificaciones de más universal alcance y ajenas a una justificación confesional. Los distintos estados europeos siguieron utilizando el argumento religioso como clave política, la sociedad continuó siendo cristiana, aunque con distintos matices en cada país y, desde luego, diferentes perspectivas de evolución en cada uno de ellos. Por esta razón, durante mucho tiempo nadie pudo escapar impunemente a la doble condición que a cada persona correspondía de súbdito/ciudadano y de cristiano miembro de una Iglesia cuya confesión era la del príncipe, ya que ambos términos resultaban inseparables y equivalentes para muchos monarcas, incluso después de haber desaparecido la unidad del credo cristiano. Cada estado procuró garantizarse adecuadamente la defensa de su propio dogma religioso y tal fenómeno tuvo lugar tanto en aquellos países que se mantuvieron fieles a la catolicidad romana como en los que se apartaron de ella. Iglesia y Estado beligerantes de cara a sus enemigos, declarados o supuestos, rechazaron de común acuerdo durante la Modernidad cualquier género de tolerancia religiosa, estimándola muestra de inadmisible debilidad frente a ellos.

Aunque, por ineludible y elemental principio de análisis historiográfico, sea preciso preguntarse siempre acerca de la real aplicación de cualquier texto normativo, cabe estimar, de entrada al menos, que las disposiciones antiheréticas básicas de la legislación española desde el Medievo responden al deseo de nuestros monarcas de conservar íntegra, mediante la defensa de ortodoxia persiguiendo a los disidentes, la vertebración misma del orden social y político que presidían. Además de muchas otras, tomadas del derecho romano/común, así en las disposiciones promulgadas antes por diferentes monarcas catalanoaragoneses, como en las Partidas del castellano Alfonso el Sabio, algo más tardías, hallamos eco inmediato de distintas disposiciones imperiales y pontificias promulgadas contra los cátaros y valdenses. Sectas heterodoxas de amplia difusión ambas, cuyos principios doctrinales supusieron un verdadero ataque lanzado desde la base contra la estructura de poder de la jerarquía eclesiástica, en nombre de una búsqueda de perfección religiosa universal más auténtica y austera, utópicamente remitida a los orígenes del cristianismo, tal y como sería usual en adelante en los movimientos de contestación al poder eclesiástico. Y no es de extrañar que fueran los Reyes Católicos los autores de las disposiciones coercitivas más radicales en materia de herejía, siendo los artífices de la moderna unidad territorial de la Monarquía Española, tempranamente expresada en autoritarios términos confesionales.

Un dogma definido con mayor precisión por una Iglesia poderosa reclamaba un instrumento de seguridad que garantizase la uniformidad de la creencia en tal credo. Por eso, la vieja Inquisición medieval, convenientemente remozada y convertida en un organismo de gobierno a la altura de cuantos en aquel momento caracterizaban la implantación de la moderna monarquía burocrática, iba a servir a los Reyes Católicos de adecuado complemento a sus reformas e invenciones administrativas. La intolerancia, sustento en lo venidero del orden político europeo, se instalaba precoz en España como garantía de un Estado no menos tempranamente modernizado. La empresa de unificación política y pleno ejercicio de su soberanía a que aspiraron Fernando e Isabel les obligó a no regatear esfuerzos para lograr tal objetivo. El equilibrio de fuerzas políticas y sociales se había ido modificando y por ello se apresuraron estos monarcas a formular su iniciativa reclamando del papa que un tribunal de la fe, directamente organizado por ellos y actuando en la práctica casi al margen de la jerarquía episcopal, procediese contra los herejes y falsos cristianos de sus reinos. Y no buscaron tan sólo lograr la unidad de creencia entre sus súbditos, ni promovieron una política antijudaica presuntamente racista. Era sobre todo un asunto que miraba tanto a la salvaguarda del orden público, establecido ya el principio por el derecho común, como a la cohesión de un Estado que buscaba afianzarse sometiendo cuantas divergencias estuviesen al alcance de sus medios de acción. Si no había sido posible, mediante una catequesis y una pastoral harto negligentes, persuadir antes a los cristianos nuevos de judíos, de cara a los nuevos disidentes sobrevenidos: luteranos, mahometanos ocultos, cristianos viejos vacilantes o críticos ilustrados radicales por fin, resultaría después preciso y urgente imponer por el miedo la adhesión plena, pública y privada, a la confesión católica por la vía de la implacable sanción penal decidida por un tribunal eclesiástico y ejecutada por quienes ejercían la autoridad regia.

El Santo Oficio, una vez unificada su jurisdicción y extendida a todo el territorio peninsular bajo el directo control monárquico, se convirtió en un instrumento de poder de alcance jurisdiccional universal en virtud del indiscutible carácter religioso de que estaba dotado. Éste le permitiría desconocer cualesquiera privilegios, exenciones o libertades, de carácter personal o territorial, opuestas a la política autoritaria que los reyes pretendían llevar a cabo. Si el ataque a la ortodoxia hacía sospechoso al reo de tal delito de hallarse en desacuerdo con unos soberanos que gobernaban en nombre de Dios, era muy arriesgado para aquéllos dejar exclusivamente en manos de eclesiásticos, supeditados al papa, la iniciativa de la lucha contra el error teológico pertinaz. El tribunal, formalmente religioso en cuanto a sus componentes, normativa y materias de competencia propias, funcionaba sin discusión gracias al apoyo que le prestaba la Corona y, en muchas ocasiones, como instrumento, además, puesto al servicio de las precisas directrices emanadas de ella. Por eso no ha de extrañarnos que la Inquisición hubiese de luchar en sus comienzos en dos frentes: aquel que propiamente le correspondía persiguiendo a los disidentes y el de la oposición presentada por los señores jurisdiccionales y determinadas regiones de personalidad definida, ante lo que a todas luces mostraba ser un designio con que reforzar el creciente poder regio.

El Santo Oficio fue luego amoldándose en su actuación a las distintas coyunturas históricas por las que atravesó la Monarquía Católica, así en su devenir interno, como en la proyección política exterior. Fueron diversificándose así los objetivos heterodoxos y a los apóstatas judaizantes de la primera hora sucederían los cristianos viejos desinformados y vacilantes, cuando la ofensiva luterana obligó a depurar con rigor la creencia y el comportamiento de los católicos en toda Europa. Los mal asimilados descendientes de los musulmanes vencidos, sublevados y desterrados, fueron perseguidos por el Santo Oficio antes de ser definitivamente expulsados del ámbito de la Monarquía Hispana. Los clérigos indisciplinados, los supersticiosos, los hombres y mujeres de espiritualidad desautorizada o cómplice con desahogos menos santos, los espíritus críticos hacia los postulados teológicos opuestos a las novedades científicas o políticas durante el Setecientos, los liberales al fin, fueron objeto de persecución y castigo diversos, vistos cada uno en suma como la reiterada encarnación de la rebeldía y la soberbia puestas de manifiesto ante Dios por sus criaturas humanas desde el comienzo de los tiempos a instigación del ángel caído en un combate sin tregua por arrastrarlas con él a la hondura de su abismo.

1.1. DE LA SANTA FE CATÓLICA

De la Santa Trinidad e de la fe Católica.2

Comenzamiento de las leyes, también de las temporales como de las spirituales es esto: que todo Christiano crea firmemente, que es un solo verdadero Dios, que non ha comienço ni fin, ni ha en sí medida, ni mandamiento, e es poderoso sobre todas las cosas, e seso de ome non puede entender ni fablar dél cumplidamente, Padre e Fijo e Spíritu Santo, tres personas e una cosa simple, sin departimiento, que es Dios Padre, non fecho ni engendrado de otro. E el fijo, engendrado del Padre tan solamente. El Spíritu Santo saliente de ambos a dos: todos tres de una substancia e de una egualdad e de un poder durables en uno para siempre. E como quier que cada una destas tres personas es Dios, pero non son tres dioses mas un Dios. E otrosí, como quier que Dios es uno, no se quita por ende que las personas non sean tres. E este es comienço de todas las cosas spirituales e corporales, también de las que parescen, como de las que non parescen. E quanto en sí, todas las cosas fizo buenas, mas cayeron algunas en yerro, las unas por sí, ansí como el Diablo, e las otras por consejo de otro, ansí como el ome que pecó por consejo del Diablo. E esta Santa Trinidad que es Padre e Fijo e Spíritu Santo, e un Dios. Como quier que diese a los omes, por Moysén e por los Prophetas e por los otros Santos Padres, enseñamiento para bevir por ley, en cabo, envió su fijo en este mundo que recibió carne de la Virgen Santa María. E fue concebido de Spíritu Santo e nascido della ome verdadero e compuesto de alma razonable e de carne e verdadero Dios. E este es nuestro Señor Iesu Christo, que según la natura de la Deidad es durable para siempre. E según la humanidad, cuanto en ser ome, fue mortal. Este nos mostró manifiestamente la carrera derecha de salvación. E por salvar el linage de los omes, recibió muerte y pasión en la cruz. E descendió a los infiernos en alma, e resuscitó al tercero día, e subió a los cielos en cuerpo e en alma, e ha de venir en la fin del siglo a judgar los bivos e los muertos por dar a cada uno lo que meresció: a cuya venida han todos de resuscitar en cuerpos e en almas en aquellos mismos que antes havían, e recebir juyzio (según las obras que fizieron) del bien e del mal. E habrán los buenos gloria sin fin, e los malos pena para siempre.

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