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PRÓLOGO

Cuando hace cuarenta años se publicó en aquella colección de «Heterodoxos y marginados» de la hoy difunta Editora Nacional el libro entonces titulado Introducción a la Inquisición que ahora se publica de nuevo con nuevo título, nuevas piezas y notables cambios, la historia de la Inquisición apenas estaba empezando a conquistar el lugar eminente que iba a ocupar durante por lo menos dos decenios en el campo de la investigación histórica peninsular y no solo peninsular. En julio de 1976 la Universidad Internacional Menéndez Pelayo había organizado un curso sobre la Inquisición bajo la dirección del profesor José Antonio Escudero. Este curso representa, junto con el libro de Ricardo García Cárcel sobre el tribunal de Valencia publicado ese mismo año por la editorial Península, el primer síntoma del interés emergente por los tribunales de la fe que iba a adueñarse de los ámbitos académicos en aquella coyuntura favorable de la transición. Pero fue el famoso congreso de Cuenca de 1978 –año aniversario de la fundación de la Inquisición–, emblemático del entusiasmo y excelente nivel científico que iban a caracterizar en adelante el colectivo de investigadores dedicados al tema, el que marcó por así decir el punto de partida de una larga serie de investigaciones, manifestaciones científicas y publicaciones que cambiarían definitivamente la manera de enfocar un tema por entonces todavía tan sensible como el del Santo Oficio y llevarían muy lejos nuestro conocimiento de la tan recargada de mitos y controvertida institución. De hecho, el título del volumen de actas del congreso, aparecido en 1980, afirmaba sin ambigüedades esa exigencia de renovación: La Inquisición española. Nueva visión. Nuevos horizontes. No obstante la voluntad expresa por parte de los que entonces llevaban la voz cantante entre los miembros del nuevo colectivo de historiadores de implicar en la aventura, si no exclusivamente, por lo menos preferentemente a historiadores españoles,1 algunos investigadores extranjeros iban a acompañar con éxito la aventura. Ese mismo año 1978, en efecto, el danés Gustav Henningsen organizó a su vez en Skjoldnesholm, cerca de Copenhage, un «Simposium Interdisciplinar sobre la Inquisición Medieval y Moderna» cuyas actas saldrían a la luz en 1986 bajo el título The Inquisition in Early Modern Europe. Studies on Sources and Methods. Del mismo modo, en Francia, Bartolomé Bennassar publicaba al año siguiente con sus alumnos un libro (traducido al castellano en 1981) titulado L’Inquisition espagnole. XVe-XIXe siècle, lleno de sugerentes y novedosas perspectivas. Por fin recordaremos también el congreso organizado en octubre de 1981 por Armando Saitta que celebró sus sesiones en Roma y Nápoles.

Los años ochenta fueron el gran momento de los estudios inquisitoriales. En 1982, de nuevo en la Universidad Menéndez Pelayo, J.A. Escudero volvía al tema con un curso dedicado a «La Inquisición y la censura», y en septiembre se organizaba en Sigüenza y Alcalá de Henares otro congreso cuyo tema rector era la Inquisición y el poder civil. El año siguiente se celebró, esta vez en Nueva York y organizado por Ángel Alcalá, un gran congreso cuyas actas publicaría en 1984 la editorial Ariel de Barcelona con el título Inquisición española y mentalidad inquisitorial. El evento que mejor plasma el éxito de la historia inquisitorial y su, por así decir, espectacular despliegue mediático y mundano, es sin duda la gran exposición patrocinada por el Ministerio de Cultura de octubre a diciembre de 1982 en el Palacio de Velázquez del Retiro de Madrid –exposición que ampliaba la primera que se había organizado sobre el tema en Cuenca con motivo del congreso al que ya he aludido– y que venía reforzada por una serie de conferencias dadas en el Archivo Histórico Nacional. Dos institutos vieron la luz entonces, el Centro de Estudios Inquisitoriales, dirigido por Joaquín Pérez Villanueva, y el Instituto de Historia de la Inquisición creado por J.A. Escudero, que a partir de 1991 iba a publicar en la Editorial Complutense la Revista de la Inquisición.

A partir de esos años, los proyectos, los coloquios, las mesas redondas, los cursos, se han multiplicado a la par que las tesis universitarias y las publicaciones científicas cuya temática versa, directa o indirectamente, en la explotación de fondos inquisitoriales. Bastante expresiva de esta proliferación es la bibliografía de Van der Vekene –cuyos criterios amplísimos no vamos a discutir ahora– que ha pasado de reseñar 4.800 títulos en la edición de 1983 a poco más de 7.000 en la de 1992.2 De entre semejante mare magnum quisiera destacar la monumental Historia de la Inquisición en España y América, obra dirigida por J. Pérez Villanueva y B. Escandell Bonet (tres tomos publicados en 1984, 1993 y 2000) en la que colabora el equipo de jóvenes historiadores reunido por Pérez Villanueva y que representa un avance importante en relación con la más que centenaria y no menos monumental historia de H.C. Lea, todavía útil no obstante.

Miguel Jiménez Monteserín formó parte desde un principio de este joven equipo, colaborando eficazmente en sus diversas actividades, ya desde el congreso y la exposición de Cuenca. Su Introducción a la Inquisición es pues otra cosa que la justificada publicación de un trabajo de investigación considerable pero circunscrito a un empeño erudito personal y aislado y representa, creo, una de las primeras y más decisivas manifestaciones de lo que ha sido la gran empresa llevada a cabo por un colectivo de historiadores empeñados en abordar de frente, sin sectarismos y con espíritu de reconciliación, el conocimiento de una de las instituciones más criticadas del pasado nacional, institución erigida en su momento por los autores de la leyenda negra antiespañola en el símbolo macizo de la intransigencia y el dogmatismo de la monarquía católica de El Escorial.

En esta nueva edición, el autor ha agregado numerosos documentos importantes que completan útilmente la selección de la anterior publicación, con lo que el libro ha alcanzado una dimensión realmente considerable y constituye sin duda alguna la mayor recopilación de fuentes disponible sobre el tema en librerías. Citaré entre las nuevas incorporaciones o remodelaciones de contenidos el material relativo a la «Inquisición de Indias», los decretos de expulsión de judíos y moriscos, el capítulo sobre la censura de libros, el interesante trabajo sobre las instrucciones, el apartado sobre los edictos de fe, el edicto contra solicitantes, el edicto contra sodomitas con varios textos afines, el repertorio de cartas acordadas del cardenal Zapata y el sumario de cartas del Consejo, que consta de 730 entradas (estos dos últimos conjuntos son fundamentales tanto para situar en el tiempo las sucesivas campañas represivas de los tribunales como para adentrarse en su misma naturaleza). Otras fuentes ya presentes en la primera edición han recibido un tratamiento crítico, erudito y contextual mucho más extenso y profundizado. Desde este punto de vista, considero que la edición del Edicto de fe así como la del Orden de procesar que se guarda en el Santo Oficio, del notario del tribunal de Cuenca Pablo García, constituyen dos ejemplos de realizaciones ejemplares y definitivas de fuentes históricas.

Ahora bien, ¿qué interés puede presentar, preguntará más de uno, la publicación de semejante cantidad de fuentes a estas alturas de la investigación inquisitorial? ¿No se sabe ya todo lo que se puede saber del Santo Oficio? No, no se sabe todo y yo veo por lo menos dos razones para poner nuevamente a disposición de los investigadores esta recopilación de fuentes.

La primera estriba en una paradoja. El auge considerable que han conocido los estudios inquisitoriales a partir de los años 1980 y que en realidad, a pesar de un declive perceptible desde principios del actual siglo, no se ha desmentido todavía, ignora en gran medida lo más fundamental, que es la propia institución. Las fuentes inquisitoriales más solicitadas lo han sido para fijar la tipología, la volumetría y la cronología de la actividad de los tribunales, para estudiar principalmente las minorías étnicas y religiosas –judeoconversos y moriscos–, para penetrar en las realidades complejas de ciertas disidencias como las de los alumbrados, los «protestantes» o los masones. También se ha recurrido a ellas en busca de datos sobre tal o cual familia, tal escritor o tal personaje político. En suma, los fondos del Santo Oficio han servido para estudiar muchas cosas que en realidad le eran ajenas. Los investigadores han utilizado profusamente información sacada de unas fuentes determinadas –las relaciones de causas, los procesos y la correspondencia sobre todo– sin sentir la necesidad de conocer la naturaleza del emisor, su configuración, su personal, sus recursos, su desarrollo, su dinámica, su lugar dentro del juego de poderes de la monarquía polisinodial y su papel específico en el dispositivo político e ideológico de la monarquía católica, sus estrategias de comunicación, sus prioridades y su estilo. Estudios sobre uno u otro de los aspectos que acabamos de enumerar existen, incluso en gran número, pero cuando no son superficiales o demasiado sintéticos, son parciales y limitados en el espacio o en el tiempo o en ambos dominios. Las escasas monografías de tribunales concretos que se han publicado distan de aportar respuestas suficientes a propósito de estos temas y las fuentes por consultar –y más todavía, entender e interpretar correctamente– son todavía legión.

La segunda razón es consecuencia de la anterior. La publicación del libro de Miguel Jiménez Monteserín me parece importante en la actualidad porque tanto los textos que figuran en él como las notas que los acompañan permiten alimentar eficazmente la reflexión sobre lo que algunos han llamado el «fenómeno inquisitorial», enfocándolo a partir de lo que desde mi punto de vista merece hoy en día mayor consideración, a saber, la problemática política –estratégica– cuyos contornos será útil que exponga a grandes rasgos a continuación, siguiendo y adaptando las reflexiones de varios especialistas.

Frente a aquellos que quieren ver en la Inquisición un simple avatar o una variación –entre otras muchas que se han dado a lo largo del tiempo– de los dispositivos de propaganda de los gobernantes, a la vez que un instrumento de educación –cristianización, precisan algunos– del pueblo, punto de vista que banaliza el Santo Oficio al hacer de él algo así como una realización particular de un constituyente recurrente de nuestra civilización occidental, frente a esta lectura, pues, se trata de profundizar y prolongar la definición que dio Bennassar de la Inquisición como una institución política al servicio del Estado moderno, pero sin detenerse demasiado en la «pedagogía del miedo» o en la política de uniformización exigida por el Estado. Pienso, y no soy el único, que la Inquisición es efectivamente un instrumento político creado por los Reyes Católicos con el fin de confiarle una misión fundamental en el momento de llevar a cabo una política autoritaria y centralista que le permita someter a los nobles –lograr que cesen la violencia y los bandos nobiliarios–, controlar las ciudades y contar con la colaboración sin sombras de la Iglesia. En este empeño, la idea central –yo diría la intuición genial– de Fernando el Católico fue la de utilizar la religión para enmascarar unas intenciones o estrategias que se pueden cualificar de preabsolutistas.

Se trata entonces de enfocar los tribunales de la fe, ya no desde un punto de vista canónico sino político o más bien político-religioso. La Inquisición justifica su derecho a perseguir penalmente e incluso eliminar físicamente a los disidentes alegando la necesidad de preservar la pureza de la fe, pureza que se corresponde con la de la raza a partir del momento en que se identifica a los nuevos convertidos con los herejes. Esta superioridad racial –y por tanto religiosa– arraiga en un relato nacional de contornos claramente definidos: la historia de la Reconquista, expansión territorial a la vez que impulso espiritual, exaltación de la fe. Los herejes judeoconversos o moriscos son los enemigos de España y el Santo Oficio es ese baluarte de la fe que permite evitar el contagio destructor a partir del momento que se evidencia su rechazo de cualquier forma de asimilación. La argumentación elaborada por los defensores de este punto de vista reposa sobre tres pilares: la seguridad, el control ideológico –y social– y la cuestión de la identidad.

La seguridad.

Conocida es la teoría de Hobbes: la legitimidad del príncipe estriba en un contrato mediante el cual los poderes se transfieren al soberano porque éste garantiza el fin de la guerra de todos contra todos, porque hace que cese el miedo. En el llamado Estado de seguridad, ese esquema se invierte: el Estado funda su legitimidad y su función esencial sobre el miedo y por consiguiente debe mantenerlo. El recurso a la seguridad consiste entonces principalmente ya no en prevenir las catástrofes sino en dejarlas advenir con el fin de poder luego gobernarlas y orientarlas en la dirección más provechosa políticamente hablando. Así, la Inquisición genera el peligro herético de los nuevos convertidos para hacer reinar el miedo e intentar instaurar una nueva relación con los súbditos basada en un control generalizado y sin límites. Ello implica la progresiva despolitización de los ciudadanos que pasan a ser sujetos pacientes y acríticos.

Las fórmulas como «que con esta gente (los herejes judeoconversos) nadie está seguro» o «con gente tan infiel y revoltosa no se puede estar seguro» y otras semejantes, empleadas corrientemente por los inquisidores y hasta por el propio emperador Carlos V, hablan claramente de la instrumentalización de la herejía, cuyos estragos la Inquisición ponía de manifiesto cada día. Pero queda por determinar según qué mecanismos de persuasión y de difusión, a partir de qué estrategias conjuntas de las élites de poder, se logró acreditar en el tiempo la traición de los herejes, su doblez, su peligrosidad y su carácter eminentemente subversivo por naturaleza, para lograr que la evidencia de la disidencia religiosa –dada a ver, no real– generara ese sentimiento de inseguridad políticamente provechoso.

El control ideológico y social.

Este aspecto fundamental de la razón de ser –y sobre todo de durar– de la Inquisición queda ampliamente documentado en el libro de Miguel Jiménez Monteserín. En tanto que parte del dispositivo de cristianización de la población, y luego uno de los instrumentos del disciplinamiento post-tridentino, la Inquisición buscó a través de la imposición del hermetismo ideológico una forma estable de inmovilismo social. Los instrumentos de su pastoral intrusiva, si se me permite la expresión, son conocidos y no vamos a insistir en ellos. Se trata del despliegue de una plantilla de funcionarios o adictos –comisarios y familiares–, de la difusión de una verdadera ética de la delación, de la práctica de las visitas del distrito y, claro está, de los famosos autos de fe cuyo significado el propio Miguel Jiménez Monteserín ha analizado en un fundamental capítulo del tomo II de la Historia de la Inquisición en España y América citada más arriba.

La cuestión de la identidad.

A partir de la difusión del prejuicio anticonverso de la «limpieza de sangre», que no es invención de la Inquisición pero que la actividad represiva de los tribunales de la fe iba a incrementar durablemente repercutiendo la memoria de la infamia recaída en las familias condenadas, la temática racial e identitaria, como diríamos hoy, se difundió por doquier hasta constituir, como ha escrito un historiador, una verdadera «obsesión por el blanqueamiento» característica de las mentalidades de la España del Siglo de Oro. De esta omnipresente etnicidad en la reflexión hispana acerca de la identidad o el ser nacional, la Inquisición se nutre para hacer existir una clara línea de demarcación entre un «ellos» y un «nosotros». Utiliza el carácter fuertemente comunitario propio de cualquier religión para designar al Otro –judío, musulmán– como un rival destructor que alega también la defensa de un Dios único, pero falso. Se trata de escenificar un choque entre varios universalismos rivales e incompatibles. Para entender este aspecto esencial, hay que tomar en serio la fuerza de lo religioso en las sociedades antiguas. La Inquisición apunta a suscitar una «efervescencia fundamentalista» vehículo de un mensaje político: los españoles como pueblo elegido. La Inquisición sería entonces la expresión de una fuerza política y espiritual considerable. Los efectos que se esperan de ello son decisivos: la refundación de la sociedad en la verdadera fe y la expansión legitimada por esa certidumbre (mesianismo y conquista espiritual de América).

Con la Inquisición, la fuerza política propia de lo religioso obra en servicio del soberano, que espera sacar de ello un beneficio político superior identificando su acción con la lucha contra los enemigos de la fe, cuya actuación explica que las cosas no vayan tan bien como se podría esperar. Los enemigos son de dos suertes, los exteriores y lejanos (el Turco, Lutero…) y los que están cerca, los que conviven con nosotros, los interiores, insidiosos, que comparten nuestras alegrías y nuestras penas, que desempeñan las mismas tareas, viven en nuestras ciudades y caminan por nuestro suelo, que están perfectamente individualizados, que son seres concretos, pero que bajo la máscara de cristiano fomentan la perdición de España. La Inquisición ha decretado el estado de guerra contra ese enemigo solapado, oculto, carácter que en ese combate mortal justifica cualquier tipo de acción represiva. Los enemigos han de ser exterminados, las fuerzas del bien, vigilantes e implacables, han de llevar sin tregua una guerra sangrienta contra las fuerzas del mal. La lectura del Anatema que coronaba la promulgación del edicto de fe es expresiva de ese maniqueísmo que constituía uno de los resortes fundamentales de la comunicación inquisitorial.

No dudo de que esta nueva suma documental que nos ofrece ahora Miguel Jiménez Monteserín constituirá un poderoso incentivo para nuevos jóvenes historiadores deseosos de profundizar en esta problemática política que acabo de esbozar groseramente. Aquí hallarán materia para una amplia reflexión y si quieren más, los archivos esperan.

Rafael Carrasco

NOTAS

1 Joaquín Pérez Villanueva, el coordinador del congreso, deja clara esta perspectiva en la presentación del volumen: «La fecha que ahora se cumple, de los quinientos años de su fundación por los Reyes Católicos, obliga a los historiadores españoles a subrayarla de manera adecuada, a tono con el clima intelectual de nuestra hora, y de acuerdo con los nuevos enfoques metodológicos y actitudes mentales que tema tan esencial nos suscita».

2 Emil van der Vekene, Bibliotheca Bibliographica Historiae Sanctae Inquisitionis. Bibliographisches Verzeichnis des gedruckten Schrifttums zur Geschichte und Literatur der Inquisition. Vol. 1 - 3. Vaduz, Topos-Verlag, 1982-1992.

PREÁMBULO

Este libro se gestó y editó hace ya cuarenta años, en una época de amplias incertidumbres y esperanzas, cuando la Inquisición española dejaba de ser un tema ideológico controvertido para animar la fecunda tarea de un buen número de historiadores jóvenes. En los archivos les aguardaban, casi del todo inéditos, innumerables papeles y no eran muchas las guías que ayudaban a moverse entre ellos. Como principiante comencé yo también a frecuentar los excepcionales fondos inquisitoriales del Archivo Diocesano de Cuenca. Allí, a la vez que aprendía en ellos, pensé en la utilidad de dar a conocer, reunidos, los documentos básicos del quehacer inquisitorial a lo largo del tiempo. Un instrumento de trabajo al que acudir en la <investigación y un material documental desde el que acercarse de primera mano a una institución tan controvertida. No cabe duda de que era aquella la obra de un aprendiz que hoy ve con nostalgia sus muchos defectos y carencias. Formaba parte de un grupo de universitarios, guiados por los profesores Joaquín Pérez Villanueva, Miguel Avilés y Bartolomé Escandell, que hicieron posible la celebración en 1978 del «congreso de Cuenca», cuyas actas aparecieron en 1980 con el título: La Inquisición Española. Nueva visión. Nuevos horizontes, la publicación de los tres tomos de la Historia de la Inquisición Española (1984-2002) y no consiguieron, por desgracia, que cuajase el proyecto de un ambicioso Centro de Estudios Inquisitoriales.

La desaparición de Editora Nacional impidió haber revisado el libro hace años. Hubo después un intento de reedición en la Universidad de Córdoba, fallido por mi parte, y ahora, gracias a la generosa amistad de los doctores José María y Enrique Cruselles, de la Universidad de Valencia, que muestran un encomiable y renovado interés hacia la historia del Santo Oficio y me han brindado la oportunidad de sumarme a su proyecto de investigación, se publica esta nueva edición corregida y aumentada, que ha contado además con la generosa ayuda financiera del equipo LLACS, centro de investigación perteneciente a la Universidad Paul Valery de Montpellier, dirigido por la profesora Anita González-Reymond.

Es muchísimo lo que han avanzado desde entonces los estudios acerca del Santo Oficio, gracias a lo cual, también ha mejorado en gran medida mi propio conocimiento del tema. Sin embargo y precisamente por ello, dado que, junto a muchísimas monografías, diversas en tamaño y calidad, tampoco faltan ahora las síntesis, como entonces, he renunciado a realizar ahora aquí ningún género de recapitulación bibliográfica. El libro y su propósito siguen siendo los mismos de antaño: ayudar a comprender la institución. Además de mejorar las transcripciones documentales y traducir varios textos, tan sólo he procurado en esta nueva edición aclarar algunas palabras o conceptos buscando las referencias implícitas o explícitas, de carácter teológico o jurídico, que se ofrecen, en un intento de acercar al interesado en el tema estos documentos ampliando, con las de otros, el eco de su voz propia.

No ha tenido mucha fortuna crítica este libro. Publicado en una editorial ligada aún al aparato institucional del Estado franquista, ya en sus estertores, tan sólo la prensa y radio todavía oficiales hicieron alguna reseña de él. Cierto es también que el profesor José María Díez Borque le dedicó una inesperada recensión encomiástica en el diario El País (13.XII.1981) mientras las revistas especializadas lo ignoraron. Con todo, evocando la ignaciana santa indiferencia a que hice alusión entonces, me cabe la satisfacción de pensar que, aun sin elogios ni críticas, mi trabajo de principiante haya podido sido útil, como me consta a partir de las citas de que ha sido objeto en muy numerosos trabajos de investigación, y confío en que, con las mejoras introducidas, lo siga siendo, después de superarse el remanso en que el tema inquisitorial se halla al presente.

La fuente principal de donde proceden la mayoría de los documentos transcritos ha seguido siendo el citado Archivo Diocesano de Cuenca y a sus responsables de ayer y a los actuales doy aquí las gracias por la ayuda prestada. Si bien el esquema inicial del libro se ha mantenido, me ha parecido útil incorporarle como aportación nueva sendas series de regestos documentales, realizados, a partir sobre todo de cartas acordadas dirigidas desde la Suprema al tribunal inquisitorial de Cuenca, por los propios oficiales de este. La intención es que puedan servir de guía, en la medida que la legislación inquisitorial permanece aún casi del todo inédita. Las introducciones a cada sección se han mantenido en lo sustancial.

La redacción, la relectura y la revisión de este libro llevan cada una la impronta de un momento de mi vida: el de la ilusión esperanzada ante un futuro inédito, la tribulación de un momento doloroso y la serenidad de quien, soslayada ya la ambición, mira atrás y no halla de qué envanecerse, bastante sí de qué arrepentirse y mucho que agradecer a la amistad y al amor. Quede este en la gozosa intimidad cotidiana, mientras rindo tributo a la antigua y fraterna amistad del profesor Rafael Carrasco que ha querido introducir ahora estas páginas remozadas.

Valdemoro de la Sierra, mayo de 2020

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9788491347293
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