Читать книгу: «Hijo de Malinche», страница 4

Шрифт:

—¿No ves? Ambos periodistas —le comentó el señor con un deje de triunfo en la voz.

Tras la exposición de los datos referentes al estudio de Palacios, la maestra de ceremonias indicó que tocaba homenajear a una periodista que se jubilaba: Eva Fallarás.

Cortés aplaudió con ganas. Fallarás había sido su mentora, y siempre le decía, bromeando que, si ella hubiera sido más joven, lo hubiera intentado «cazar».

Admiró su melena pelirroja y apreció, aun en la lejanía, el brillo inteligente de sus ojos azules. Pese a su edad todavía mantenía un gran atractivo; y, además, nunca había tenido pelos en la lengua. La periodista comenzó agradeciendo el reconocimiento que le dispensaban y recordando las palabras que había pronunciado, hacía más de un siglo, John Swinton, entonces preeminente periodista de Nueva York.

—Era el invitado de honor de un banquete celebrado por los líderes de su profesión —refirió Fallarás—. Alguien a quien no conocían ni la prensa del momento ni el propio periodista homenajeado, que propuso un brindis «por la prensa independiente». Permitidme citar de forma literal la respuesta de John Swinton, que no tiene desperdicio —comentó la veterana periodista—: «No existe lo que se llama “prensa independiente”, a menos que se trate de un periódico de una pequeña villa rural. Vosotros lo sabéis y yo lo sé. No hay ni uno solo entre vosotros que ose expresar por escrito su más sincera opinión, pero si lo hiciera, sabéis perfectamente que vuestro escrito no sería publicado nunca. Me pagan ciento cincuenta dólares semanales para que no publique mi honrada opinión en el periódico en el cual he trabajado tantos años. Muchos, entre vosotros, reciben salarios parecidos por un trabajo similar, y si uno cualquiera de vosotros estuviera lo suficientemente chiflado para escribir su honrada opinión, se encontraría en medio de la calle buscando un empleo cualquiera, exceptuando el de periodista.

El trabajo de periodista en New York consiste en destruir la verdad, mentir claramente, pervertir, envilecer, arrojarse a los pies de Mammón, vender su propia raza y su patria para asegurarse el pan cotidiano. Vosotros lo sabéis, y yo lo sé; así pues... ¿A qué viene esa locura de brindar a la salud de una “prensa independiente”? Somos las herramientas y los lacayos de unos hombres extraordinariamente ricos que permanecen entre bastidores. Somos marionetas, somos sus títeres; ellos tiran de los hilos y nosotros bailamos al son que ellos quieren. Nuestros talentos, nuestras posibilidades y nuestras vidas son propiedad de otros hombres. Somos prostitutas intelectuales».

Otro murmullo se extendió a través del salón donde se celebraba la gala. La homenajeada concedió unos segundos a la audiencia y prosiguió.

—Con esta frase: “Somos prostitutas intelectuales», acabó el afamado periodista su discurso —remarcó Fallarás—. Qué os parece, ¿estáis de acuerdo?

La sala del auditorio se convirtió en un hervidero de comentarios de todo tipo. Unos se mostraban indignados; otros, como Cortés, le daban la razón, aplaudiendo en pie de forma enérgica. El señor trajeado reía con ganas.

—Frente a estas amenazas —prosiguió Eva Fallarás—, el oficio pervive y lucha por ser el testigo y el muro contra el que han de estrellarse siempre todas las tiranías. El futuro de la prensa está asegurado porque es uno de los cimientos fundamentales de un sistema democrático. Y si no hay periodismo libre, no hay democracia. Independientemente de los cambios que se han producido en la profesión debido a las nuevas tecnologías, los principios continúan siendo idénticos. En cualquier caso, la situación sigue siendo grave, dramática, pero deja lugar para la esperanza, como esas fantásticas iniciativas de periodistas emprendedores que se niegan a quedarse parados, como la que vamos a conocer y reconocer a continuación. Y, además, seguimos siendo nuestros mayores críticos. Continuamos defendiendo los valores clásicos del periodismo y las cualidades indispensables para todo periodista: disponer de instrumentos intelectuales para comprender la realidad, capacidad de expresión y máxima honestidad. Muchas gracias y buenas noches.

La ovación del auditorio fue enorme y estruendosa. Algunos comenzaron a levantarse, como el propio señor trajeado que tanto había incordiado a Cortés. Este, para no ser menos, hizo lo mismo, y se quedó de piedra cuando vio que el desconocido respondón se encaminaba hacia el pódium para subirse a él y darle un fuerte abrazo a Eva ante la confusa mirada de Cortés. Los anillos del tipo resplandecían como soles.

—No me lo puedo creer —gimió él—. ¿Qué hace Fallarás con ese individuo?

—Cortés se echó las manos a la cabeza—. Poderoso caballero, es don Dinero…

—La pasta manda, ojazos —rio Lidia.

La maestra de ceremonias anunció que, a continuación, se iba a reconocer a uno de los casi trescientos nuevos proyectos periodísticos que tenían contabilizados desde principios de 2008.

—No vamos a entrar en si es bueno o no que un periodista se convierta en editor —aclaró la presentadora—. Ambos representan dos figuras totalmente distintas y diferenciadas hasta ahora, aunque cada vez estén más cerca, lo que encarna algunos peligros de los que nosotros deberíamos huir. Pero el camino tomado por los periodistas supone el único que en estos momentos parece transitable. Damos la bienvenida al financiero Pedro Campo, cofundador y mecenas de Actualidad Digital y uno de los empresarios que más está haciendo por el periodismo.

—¡Lo que me faltaba por oír! ¡Eso es pasarse al lado más oscuro de la profesión!

—exclamó Cortés casi a gritos, al mismo tiempo que abandonaba su asiento—. Yo nunca seré periodista empresario, eso es ser más falso que Judas —remató aireando los brazos, para luego salir del auditorio ante la mirada sorprendida de Lidia, que se apresuró a seguir sus pasos.

Algunos asistentes se quedaron mirándole con desagrado.

Mientras caminaba hacia el exterior, pensó en su padre y en su sangre sindicalista. De alguna manera sentía que le estaba fallando con su trabajo actual, en el que adulaba a empresarios y directivos tan pedantes. Cuando se aproximaba a la salida, un azafato le regaló un ejemplar del libro La buena suerte, de Alex Rovira. También a su amiga Lidia, que ya le había alcanzado.

—¡Encima con recochineo! —refunfuñó Cortés, que arrojó el ejemplar en la primera papelera que encontró mientras su amiga le agarraba del brazo.

—Vamos a relajarnos, anda. Cortés dudó.

—Mejor será no hacerlo, he de volver a casa.

—Venga, nos tomamos algo y nos divertimos un rato, ojazos, venga… ¡no seas aburrido!

—No sé, Lidia —Cortés titubeó unos instantes. Estaba preocupado, todavía no le había dicho a Laura nada acerca de México—. Bueno, pero algo rápido.

—¡Huy! ¿No me dejarás a medias? —repuso Lidia—. ¿No te atreverás?

—¿Cómo? —La erección de Cortés volvió a su punto álgido mientras Lidia reía a carcajadas y arrojaba también el ejemplar de La buena suerte a la papelera.

CAPÍTULO 4

La curiosidad mató al gato

«Dígame usted si ha hecho algo travieso alguna vez; una aventura es más divertida si huele a peligro...».

Propuesta indecente (Romeo Santos)

16 de octubre, Plaça Reial, Barcelona

La vio regresar del baño del pub contorneando su cuerpo como una modelo. Por su manera de moverse, Lidia le recordaba a las chicas de la Pasarela Gaudí, uno de los principales referentes de la moda en España, y un evento que le había tocado varias veces cubrir como periodista económico. Cortés vinculó anorexia, moda y economía en un reportaje que tuvo bastante repercusión, pero le acarreó algunos problemas también, cuando varios diseñadores le acusaron de exagerar la realidad. Lidia exhibía más curvas y mucho más pecho que las hermosas —aunque escuálidas— modelos del famoso desfile. Aun así, para él había sido un soplo de aire fresco informar sobre la actividad de la pasarela y dejar por unos días los reportajes empresariales y entrevistas a directivos engreídos.

«¿Por qué no puedo dejar de pensar en el trabajo, aunque sea por un rato?», se lamentó. Volvió a mirar a Lidia.

A él siempre le habían gustado más las mujeres de armas tomar, las que podía abrazar fuerte recibiendo lo mismo por la otra parte, perderse entre unos pechos generosos y agarrar un lindo y gran trasero tipo cubano. Lidia era, sin duda, su prototipo.

Cortés trató de disimular todo lo que pudo su excitación, pero estaba seguro que ella la había notado, y más cuando le puso la mano encima del pantalón. Lidia le estuvo provocando, o al menos a él se lo pareció, en el taxi de camino a la Plaça Reial. Ella había insistido en que entraran en el pub Butterfly. «Vaya con las mariposas, me persiguen», pensó Cortés.

Las luces de neón azul hacían resaltar la boca de Lidia, que bailaba frente a él de forma sensual. Eran canciones latinas, las que hasta ese momento siempre tanto había detestado Cortés. Primero por la poca simpatía que sentía por los latinos problemáticos de su juventud y después porque su hija había tenido recientes problemas en el colegio por culpa, en parte, de esas canciones, especialmente cuando una compañera le provocó para que bailara la canción Sin pijama y Marina se tomó al pie de la letra la canción, quedándose desnuda delante de algunos compañeros, lo que provocó burlas y risas. Pero en aquel momento Cortés no tenía eso presente y suspiraba, tanto por la letra como por su ritmo sugerente y atrevido. Pese a todo, se negó una y otra vez a acompañarla.

—¡No sé bailar, lo hago peor que un pato! —se quejó. En parte era cierto. Tampoco quería pegarse a ella y que notara su erección.

—¡¡Venga, ojazos! —gritó Lidia—. ¡Anímate!

Empezaba a sonar Propuesta Indecente, de Romeo Santos. Cortés tenía los dos pies apoyados en un taburete alto. Su brazo derecho reposaba en la barra del bar, mientras en la otra sostenía un Martini. Ella se pegó a él, obligándole a separar los pies, y entonó los primeros compases de la canción cambiando parte de la letra:

«Qué bien te ves; te adelanto, no me importa quién sea ella; dígame usted si ha hecho algo travieso alguna vez. Una aventura es más divertida si huele a peligro...». Cortés no sabía qué hacer. Nunca le había sido infiel a su mujer y no porque no hubiera tenido oportunidades. Se sentía desinhibido.

Lidia, con su mirada de gata traviesa, se le acercó aún más y empezó a cantarle al oído de manera lasciva.

«Si te invito a una copa; y me acerco a tu boca. Si te robo un besito; a ver, ¿te enojas conmigo?; ¿qué dirías si esta noche; te seduzco en mi coche? Que se empañen los vidrios. Y la regla es que goces».

Los ojos de Lidia se le clavaron como espadas, mientras ella seguía tarareando la sensual canción apuntando a su bragueta. Cuando sintió su mano acariciarle el paquete por encima del pantalón, Cortés saltó del taburete como una liebre.

—Lo siento mucho, de veras que lo siento —atinó a decir antes de dejar la copa en la barra del bar y salir en estampida, empujando, sin querer, a varias personas. No se detuvo siquiera cuando un par de chicos jóvenes comenzaron a dedicarle exabruptos. Mientras se alejaba en el taxi, que tuvo la suerte de conseguir nada más salir del local, observó que Lidia lo buscaba girando la cabeza en todas direcciones.

«He hecho lo correcto, he hecho lo correcto», se repetía Cortés una y otra vez como si fuera un mantra.

Ya en casa, aún alegre por el alcohol, se desnudó en un santiamén y se echó en la cama junto a Laura. Su mujer se despertó y masculló algo indescifrable, pero un instante después volvió a darse la vuelta y flexionó las piernas, tal y como solía dormir.

Aunque buena parte de sus pechos habían perdido turgencia al dar de mamar a su hija, Laura mantenía un buen par de nalgas. Cortés tenía unas ganas enormes de hacer el amor, le dolían los testículos de la excitación acumulada durante toda la noche. Se acurrucó detrás de ella adoptando la posición de la «cucharita» y abrazó sus pechos, como tantas veces habían dormido cuando eran novios y durante sus primeros tiempos de casados. Ella siempre le decía que le encantaba esa postura, que la hacía sentirse muy segura y que le excitaba muchísimo. Laura solía facilitarle el trabajo subiendo las caderas a la altura de su pene, para que él solo tuviera que empujar y clavársela hasta el fondo de una vez, tal y como a ella le gustaba: brusco y directo. Cortés se pegó a su cuerpo y Laura levantó la cabeza de repente.

—¿Qué haces?

—¿Tú qué crees? —Cortés, lejos de apartarse, la acarició y le besó el cuello.

—Tengo sueño, déjame dormir.

Cortés no dijo nada. Se separó al instante, como si Lidia ardiera, y se levantó de la cama como un resorte. Tiró del pijama, que tenía bajo la almohada, cogió el móvil y salió del cuarto. Luego se tumbó en el sofá y comenzó a masturbarse. Pensó en Lidia, en su silueta y en las palabras que le había dicho mientras bailaba: «Si levanto tu pantalón, ¿me darías derecho a medir tu sensatez?». No tardó ni dos minutos en llegar al orgasmo. Se la sacudió con fuerza, casi con rabia. Después de correrse se sintió mejor, aunque estuvo un rato inquieto, moviéndose de un lado a otro. Puso la televisión y en seguida la apagó, no tenía ganas ni de escucharla. Odiaba dormir en el sofá.

Cuando se estaba planteando regresar a la habitación, sonó un móvil. No reconoció el timbre, pero miró el suyo y tenía un mensaje de Lidia de hacía media hora, justo del momento en el que había escapado con el taxi.

«Lo cortés no quita lo valiente, no olvides que solo se vive una vez», rezaba y le enlazaba la popular canción de Azúcar Moreno, que Cortés comenzó a escuchar:

«Si no quieres aguantar. Y te quieres liberar. Una frase te diré solo se vive una vez. Si no quieres discutir y te quieres divertir. Escúchame bien. Solo se vive una vez»

Otra señal acústica sonó de inmediato y le hizo parar la canción, pero no provenía de su teléfono. Miró la hora, era casi la una de la madrugada. Si no era el suyo, tenía que ser el de su mujer, pero ¿quién podía Whatsappear a esa hora?, se preguntó. Cortés se puso a buscar el móvil. Notó un bulto entre el sofá, el aparato estaba encajado en la tapicería; lo tomó. El dispositivo le ofrecía la posibilidad de visualizar en vista previa los mensajes de texto en la pantalla de bloqueo.

P.García_12:44 ¿Cómo estás, guapa? Yo extrañándote mucho. P.García_12:44 Sigo en Lima, pero regreso el jueves.

P.García_12:45 ¿Nos vemos a la hora y lugar de siempre?

Cortés se quedó en shock. No se esperaba aquello. Una cosa era que tuvieran problemas conyugales y otra muy distinta eso. Él no era católico practicante, no veía el flirteo o la infidelidad como un pecado, pero le habían educado de una manera que entendía la lealtad como un valor moral que ayudaba a cualquier persona a cumplir sus promesas y compromisos asumidos. Para el periodista, ser fiel era la capacidad de no engañar ni traicionar a los demás, y se sentía orgulloso de no haberlo sido nunca ni con su mujer ni con ninguna de sus anteriores novias.

Pero ahora, ¿le estaba siendo infiel su mujer? Quizá por eso ella había decidido añadir contraseña a su móvil hacía pocos meses, y él hizo lo propio cuando se enteró, sin ni siquiera preguntarle el motivo, solo para incordiar y hacerse el importante.

Leyó de nuevo los tres mensajes. No quería creer que Laura le estuviera siendo infiel, pero todo apuntaba a que sí, que le estaba engañando con otro. Repasó los mensajes una tercera vez y hasta una cuarta, y la sospecha se convirtió en certeza con la rapidez de un silbido.

«¡Seré imbécil!», se dijo, indignado mientras pensaba en Lidia y lo que le había dicho: solo se vive una vez.

***

A la mañana siguiente Cortés se levantó del sofá como tantos otros días, con el ánimo del color de una persiana oxidada. No quiso decirle nada a Laura acerca del mensaje, deseaba empezar bien la jornada. Vio que ella estaba a lo suyo, así que se dio una ducha, acompañó a Marina al colegio y salió con su bici a todo trapo hacia la oficina.

Nuria lo recibió con cara seria.

—El fucking boss te espera —susurró. Luego abrió mucho la boca y juntó los dientes como si fuera una perra de presa a punto de morderle.

—No pongas esa cara, que yo soy de gatos —murmuró Cortés. Ella lo apremió con un gesto.

—Venga, venga.

Cuando entró en el despacho, Gutiérrez estaba contemplándose a sí mismo en una de las fotos que exhibía sobre la mesa.

—¿Cómo va eso? Me imagino que la gala de anoche iría sobre ruedas. Despidos, paro e idealistas protestando. La crisis del sector desde hace mucho es evidente. —Gutiérrez clavó los ojos en él.

—Sí, no podía ser de otra manera.

—Pues tú —le señaló— eres un privilegiado. Mañana vendrás conmigo a ver a nuestro cliente, el del trabajito de México.

—Sí, don José.

—Perfecto. Por cierto, prepara el traje y la corbata, es un hombre importante, está financiando muchos proyectos interesantes tanto aquí como en América, un cliente de cinco cifras, no sé si me explico.

—Me preocupa eso de que tengo que hacer de… ¿detective? —Cortés lo dijo en voz queda, como si le diera miedo.

—Solo puedo avanzar que el asunto está relacionado con espionaje industrial y competencia desleal. Yo te acompañaré a la reunión. Limítate a escuchar, asiente con la cabeza y actúa en consecuencia.

Cortés resopló. Era mejor decir «No» desde el principio, antes de que fuera tarde. Aquello no le iba a llevar a nada bueno. Laura querría matarle. Y serían dos semanas sin ver a Marina. No iría a México de ninguna de las maneras, dijera lo que dijese aquel capullo.

—¿Y bien? —Don José Gutiérrez se arrellanó en el sillón—. ¿Algo que objetar?

—Nada, don José.

Salió del despacho sudando. Se sentó en su escritorio. Debía empezar a recopilar datos sobre México, conocer la realidad del país. Y tenía que ser ya. No quería que el cliente le pillara desinformado. Abrió el navegador y empezó a buscar referencias sobre el funcionamiento de sus empresas, producto interno bruto, índices de desempleo, etcétera.

CAPÍTULO 5

Coge el toro por los cuernos

«Hay la teoría que demuestra que la vida es una apuesta; que ganamos al nacer; que de nada sirve acojonarse cuando todo es un desastre y la suerte te abandona».

Tú Mandas (Jarabe de Palo)

1 de diciembre, avión hacia México

Ya de nuevo acomodado en el asiento del avión, vio que Elena García se había quedado dormida, así que cogió una de las revistas que la aerolínea ponía a disposición de los pasajeros. Leyó un artículo que venía encabezado por la frase: «Coge el toro por los cuernos», una locución que su padre usaba mucho. El texto aclaraba que era una expresión de carácter popular que significaba que una persona se enfrentaba a algo con mucho valor, asumiendo todas las consecuencias que eso podía conllevar. La frase cobraba un sentido especial mientras él estaba allí sentado, alejándose de casa, y su amado mar Mediterráneo empezaba a convertirse en una neblina espesa debajo de sus pies.

—El artículo está bien, yo también lo he leído —le comentó Elena, que se despertó de repente y estiró los brazos.

—Sí, lo fácil es dar consejos, pero no tanto aplicarlos —respondió Cortés de manera tajante.

—Por ahí se empieza, ¿no crees?

—Quizá sí —concedió lacónico.

Elena García se interesó otra vez por su estado. Cortés le dijo que se encontraba mejor. «Ya que tengo que estar tantas horas en el avión, quizá no es mala idea charlar con ella, así me puede dar algunos consejos», pensó. Cortés le explicó por encima, sin entrar en detalles, el viaje laboral a México. Omitió su misión secreta.

—No me apetece nada —le confesó a Elena—. Además, no creo que pueda llegar a congeniar con nadie en México, y menos con mi apellido. Al parecer no les somos simpáticos.

—¿A los mexicanos? ¡Qué va, eso no es verdad! Les caemos genial —exclamó Elena muy convencida.

Cortés le mostró una carpeta que llevaba consigo. Había recopilado alrededor de ciento cincuenta páginas de ping-pong entre españoles y latinos. Las quería leer con calma en el avión y una vez allí en México tener respuestas para todo, como le había aconsejado el financiero Pedro Campo. Le pasó los folios a Elena y ella comenzó a ojearlos.

—¡Vaya! Fíjate en esto —dijo ella, para luego leer en voz alta el mensaje de un internauta—: «Están llegando muchos españoles a México, legales e ilegales, porque en su país no tienen ni para comer. ¿No te parece suficiente haber saqueado un continente, ser responsables de la muerte de más de cincuenta millones de indígenas en Sudamérica, haberse llevado todas las riquezas posibles y, lo más inaceptable, haber destruido cientos de culturas y lenguas? ¿A qué venís aquí, pendejo?».

—¡Uf! —exclamó Cortés negando con la cabeza—. Qué exagerados son los mexicanos, todavía protestando por el oro que nos llevamos.

—No deja de tener algo de razón —defendió Elena al internauta—. Ahora muchos españoles, debido a la crisis, han tenido que emigrar. Fíjate lo que contesta un compatriota al mensaje anterior. —Leyó la respuesta que alguien había colgado—: «Te recuerdo, enana marrón, que gracias a la conquista sabes leer y escribir, además de comer con las manos. Cierra esa boca mulata que tienes y da gracias a Dios por llevar apellidos españoles». —La chica arrugó la cara—. Este individuo que llama «enanos marrones» a los demás debe ser el típico español nacionalista, esos que siguen parloteando sobre la Conquista y demás.

Cortés protestó.

—Bueno, la Conquista fue un proceso que encumbró a nuestro país y la convirtió en un imperio, en la primera potencia del mundo moderno.

—Hombre, eso no da pie a que algunos españoles se sientan superiores a los demás hispanohablantes —terció Elena—. Tampoco está bien, pienso, el odio que algunos latinos profesan contra los españoles. Mira lo que dice aquí—. Elena leyó otra intervención de un internauta que aparecía impresa en los folios que le había dejado Cortés—: «Lo que México debe hacer es no dejar entrar a españoles, así como ellos no nos dejan entrar. Como dice el dicho: “Ojo por ojo y diente por diente”. Malditos españoles invasores, ladrones de mierda. ¿Por qué fuimos colonia española si son unos racistas?».

—No sé cómo los mexicanos hablan de racismo si en su propia casa suceden cosas peores, ¡y a la vista de todo el mundo! Basta con ver la televisión para darse cuenta. En la mayoría de las producciones los actores son caucásicos. Primero que hagan arreglos en casa, y lo mismo con la inseguridad. El país da miedo con tanta violencia.

Elena soltó una carcajada.

—Se ve que eres un pinche gachupín —dijo, y volvió a reír—. No te enfades, ¿vale?

—¡Pero si no me enfado! —exclamó Cortés un poco molesto.

—Mira, aunque no te lo creas, México es mejor visto que España en algunos ámbitos —se quejó Elena—. Vivo allí y debo reconocer que el país tiene problemas, pero es el segundo socio más importante de Estados Unidos. En cambio, Españistán, y que conste que lo llamó así de broma, es un país que hoy día es visto en USA como refugio de africanos, árabes, turcos, etc.

—Perdona, pero yo he leído que en México hay más de sesenta mil desaparecidos y una violencia sin control —repuso Cortés—. Razona con la cabeza y no te dejes llevar por el corazón. —Después cogió los folios y leyó un mensaje que le llamó la atención; lo había escrito un internauta que hablaba acerca de la violencia en México—: «Vigile cuando vaya por la calle, no sea que a usted también la “desaparezcan” o tenga que pagar más de lo que tiene para salvar su pellejo. Se supone que en su capital hay más de mil taxis dedicados al secuestro exprés y muchos más en otras ciudades. Vigile y mejor vaya a la iglesia a rezar con asiduidad». ¿Qué me dices respecto a eso, Elena?

—Bueno, es cierto que hay problemas de inseguridad en algunas zonas —reconoció ella.

Cortés siguió leyendo en voz alta:

—«Seguro que tú eres un español hijo de mil leches, malditos pordioseros muertos de hambre. Se los está cargando el pito y no saben qué hacer. Ustedes siempre serán la mugre de Europa, nunca fueron más y nunca lo serán. ¡Muéranse de hambre, malnacidos racistas! Españoles maricas, se creen superiores y son más mestizos que nosotros, los latinos». —Cortés resopló—. ¡Este tío nos llama «mugre de Europa» y «maricas»!

—Sigue leyendo. —le pidió Elena—. Lee la respuesta que le da el español.

—Vale —accedió el periodista, que se puso a leer en voz alta—: «¡Ja, ja, ja, ja!

Sudaca enana y marrón ¿cuál es tu apellido? ¿Martínez? ¿Rodríguez? ¡Si vivís igual que hace cinco siglos! Es lamentable ver tiroteos, navajazos y todas esas cosas a plena luz del día en vuestras calles, cómo se soborna a la policía que aún va a caballo, los narcos y sus venganzas. Estáis deseando ver en la telenoticias negativas sobre España para levantaros un poco la moral y alimentar esa mentalidad de perdedores que tenéis, no me jodas».

—¡Uf! Madre mía, la gente no sabe lo que dice —dijo Elena—. Es una pena que haya personas con un pensamiento tan pobre, sin el más mínimo sentido de humanidad. —Ella volvió a pedirle los papeles al periodista, siguió leyendo durante unos instantes y luego cerró la carpeta de golpe—. Mira, te puedo asegurar que a mí nunca me han cuidado tanto como en México —concluyó.

—A qué te refieres. —quiso saber Cortés.

—Pues a que la gente es muy amable, agradable y cercana. Muy educados, quizá demasiado, con independencia del origen social y formación que tengan. No suelen elevar nunca el tono de voz y son tremendamente respetuosos. —Hizo una larga pausa que a Cortés se le antojó eterna. Justo cuando iba a responder, Elena remató—: No como algunos españoles, por desgracia.

—¿Qué quieres decir? —dijo él apretando los dientes.

—Pues que me he encontrado a españoles que vienen tratando a los mexicanos como si fueran idiotas, y eso es muestra inequívoca de que ellos también lo son. Yo he pasado vergüenza ajena en algunas ocasiones, por aquello de sentirme «paisana», como se dice allí, de según qué españoles.

—Como ocurre en todos sitios —intercedió molesto Cortés, que se sintió, en parte, aludido, aunque no se lo confesó—. Y tú, ¿a qué vas a México?

Elena le explicó que se había emparejado con un mexicano que conoció en Valencia cuando él era estudiante de doctorado y que estaba muy enamorada. Cortés intuyó que el botón abierto en su escote había sido un accidente fortuito.

—Iba a ser difícil para mí encontrar trabajo en España debido a la crisis, así que decidí hacer las maletas —le reveló Elena—. Fue un veinte de octubre. Y nada, emigré a México. Terminé mi tesis de doctorado sobre los efectos del peyote en las sociedades indígenas.

—¿Peyote?

—¿No has oído hablar del peyote? ¡Vaya periodista! —le bromeó—. Es una de las drogas más famosas en todo el planeta. Es un cactus mexicano, los indígenas lo utilizaban como medicina y en sus rituales, pero ahora hay personas que lo usan para drogarse e incluso para hacer daño a otras personas, para provocarles alucinaciones por su elevado contenido en alcaloides psicoactivos.

—¿Alcaloides? ¿Me hablas en chino?

—Qué tonto —le replicó Elena entre risas—. El caso es que tuve la gran suerte que en un centro público ofertaban una plaza de investigador que coincidía exactamente con mi perfil académico. Me presenté y me la concedieron.

—Me alegro por ti —contestó Cortés—. ¿Estás contenta? ¿Te va bien?

—Pues sí, soy una especie de profesora funcionaria en la Universidad Nacional Autónoma de México, la UNAM. Aunque existen algunas deficiencias, si comparamos la situación en la que se encuentra la ciencia en España hoy día, las condiciones para la investigación son bastante buenas.

—Pero no te resultaría fácil un cambio de vida tan radical, ¿no?

Elena, después de permanecer pensativa unos momentos, negó con la cabeza.

—Mis primeros meses fueron bastante duros, echaba de menos a la familia, los amigos, la comida, nuestro modo de vida. Un día me di cuenta de que si seguía comparando todo con España nunca iba a lograr adaptarme; y así fue. Empecé a apreciar las cosas que México y su gente te ofrecen, que son muchísimas. Hay que reconocer que venimos a su país, nos dan trabajo y debemos adaptarnos a ellos, no ellos a nosotros. Como te digo, es un país acogedor y su gente encantadora; es obvio que te encuentras de todo, como en botica, el tráfico es horrible, por ejemplo. Los taxistas y los choferes de las «combis» son mis enemigos en la ciudad. Pero, poco a poco, aprendes a lidiar con esas cosas.

—¿Combis? —inquirió Cortés.

—O camiones, son nuestros autobuses, aunque nada que ver —apuntó la joven sonriendo.

—Sí, recuerdo haberlo visto en la película mexicana Nosotros los nobles, donde dos se peleaban como bestias por adelantarse con los autobuses… —rio Cortés.

—Muy buena —asintió Elena—. Por allí por México también gustó mucho esa peli.

—¿Algún consejo más?

—Bueno, ya sabrás lo del «coger» —le advirtió la chica proyectando hacia él una sonrisa maliciosa—. Evítalo a toda costa excepto que quieras que te lo hagan. Sobre todo, no comas en la calle. Nuestro sistema inmunológico no es tan resistente como el de los mexicanos, y me ha tocado alguna que otra gastroenteritis... así que es mejor no tentar la suerte...

Continuaron conversando como si se conocieran de toda la vida, de manera muy distendida. También mientras les servían la comida a bordo. Después del almuerzo, ella se puso a leer La buena suerte. Cortés no podía creerlo. Era el título que le habían regalado semanas atrás, cuando salió de la gala de periodismo junto a su amiga Lidia.

—No me jodas, ¿eso lees? —le espetó sorprendido.

—¿Lo conoces? Es mi favorito. Me inspira muchísimo, es extraordinariamente positivo. Lo he leído no sé cuántas veces —comentó Elena.

913,93 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
562 стр. 4 иллюстрации
ISBN:
9788412271065
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают