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—¿Ética? ¿Qué ética? Si los medios están podridos, solo quieren ganar dinero a toda costa… —insistió Cortés, que en ese mismo instante se miró el brazo malherido y notó cómo un par de gotas de sangre se abrían paso a través de la tela de su camisa, con ganas de saludar a la nueva moqueta.

Gutiérrez también vio la sangre, lo que provocó que se encendiera aún más. Cortés intentó explicarle lo que le había pasado con la bicicleta, pero su jefe le volvió a interrumpir de malos modos diciéndole que era «un guarro con las manos sucias» y que «fuera a limpiarse».

—Ni se te ocurra derramar una gota de sangre en el hermoso logo de nuestra gran empresa —enfatizó—. Staff Económica es mi vida, ¡y la tuya también!

Cortés salió del despacho despavorido y con la mirada perdida Nuria le dijo algo, pero él solo quería meterse en el baño.

Se lavó lo mejor que pudo. Aún le quedaba grasa de la bici en las manos, cogió el botiquín con la intención de limpiar la herida. Cuando acabó se miró al espejo. No reconocía la cara que veía reflejada y recordó la canción de Estopa Pastillas de Freno con la que había homenajeado en su boda a su padre, trabajador en la fábrica de SEAT:

«Me despierta el encargao; que hoy viene acelerao; se ha levantao con el pie izquierdo; porque se le ha olvidao tomarse las pastillas de freno, a toda pastilla».

—¡Cortés!

Otra vez el alarido. Salió apresurado del lavabo. Apenas se dio cuenta mientras la recepcionista le arreglaba el cuello de la camisa y le apretaba fuerte la mano. Al entrar de nuevo en el despacho de su jefe, tan solo notaba el martilleo con el que su propio corazón le castigaba la cabeza. Si hubiera podido, lo habría acallado de un golpe. A su corazón, claro está.

—No creo que pueda ir, don José —masculló en un último intento de parecer tranquilo y seguro de sí mismo. Durante un instante fijó su vista en el ventanal y sintió que la luz, que entraba a raudales, iba y venía al mismo tiempo que los latidos que resonaban en sus sienes. A su espalda sonó un teléfono y Cortés, para no desmayarse, se agarró a las tres notas disonantes como si fueran un salvavidas.

—Silencio, no diga tonterías. El viaje ya es un hecho. Solo serán dos semanas…

—¿Solo? ¡Eso es mucho! No puedo ir. —Reunió fuerzas, las necesitaba para oponerse a su jefe.

—No le estoy preguntando, es una orden. —Gutiérrez trasteó con carpetas y papeles y Cortés se dio cuenta de que aquellos ojos porcinos evitaban mirarle—. Ya sabe cómo están las cosas por aquí con la crisis. O conseguimos generar más ingresos o tendré que despedir a más periodistas. —De repente clavó su mirada en él—. ¿Quiere ser el siguiente?

—¿Tonterías? —Cortés repitió el calificativo que le había endilgado Gutiérrez a sus protestas, mientras trataba de dominarse—. Joder, ¡no merezco que me diga esto! Con lo que he hecho por la empresa. He venido a trabajar incluso estando de baja.

—Ni una palabrota en mi presencia, Cortés. No se hable más.

—Pero, con mi apellido, allí me matan seguro.

—Pues se lo cambia. —decretó. Cortés fue a replicar—. ¡Silencio! No siga, no me haga perder más el tiempo. —José Gutiérrez colocó las manos como si estuviera leyendo de algún libro sagrado y miró hacia el techo como si éste fuera a desplomarse sobre él—: Necesito que lleve a cabo este trabajo con la máxima premura y discreción. Ya le dará más información la señorita Nuria. Ahora póngase al día con los temas pendientes. Infórmese bien sobre México, que el tiempo vuela, ¿estamos? Cortés apretó muy fuerte los puños debajo de la mesa. En ese instante, sí se planteó muy en serio emplearlos para darle un fuerte mamporro a su jefe. La escena, que tan solo tomó forma en su cerebro, estaba coronada por un triunfante portazo. Respiró muy hondo.

—Lo que usted diga —murmuró Cortés.

—Así me gusta. Por cierto, un par de cositas más. —Gutiérrez se tomó varios segundos mientras movía su Montblanc, pasándola de un dedo a otro con cierta soltura; se trataba de una estilográfica que le habían regalado a Cortés y que su jefe se apropió—. Eso que le he explicado del reportaje es lo que hará en México «oficialmente» —recalcó la última palabra como si la masticara—; luego tendrá otro trabajillo extra algo más... «detectivesco». —Gutiérrez volvió a enfatizar y escrutó a Cortés con la mirada.

—¿Detectivesco? —inquirió él.

—Eso he dicho. —El jefe sonrió con malicia—. No le puedo comentar más por el momento. Cada cosa a su tiempo, en breve el propio cliente le explicará en persona de qué se trata. Ahora... a trabajar. Ah, y quiero que vaya esta tarde a la Gala Anual de los Premios de Prensa.

—Uf, pero tengo que ponerme al día con todo esto.

—¡Claro! —se trata de eso mismo—. De ponerse al día de lo que se cuece. Irás en representación de nuestra empresa, por lo que pase antes por su casa para vestirse como Dios manda. Andando que es gerundio, Nuria ha impreso tu invitación.

—Gutiérrez metió la cara en sus papeles.

Poco después cerraba la puerta del despacho y salía de la oficina como si le persiguiera el mismo diablo. Después de pasear un buen rato por los alrededores con la cabeza gacha, le entraron ganas de tomar un café y pensar en todo aquello.

CAPÍTULO 3

La mala vida

«Cuéntame un cuento y veras que contento;me voy a la cama y tengo lindos sueños».

Cuéntame un cuento (Celtas Cortos)

16 de octubre, Eixample, Barcelona

Cortés se acercó hasta una cafetería cercana a su oficina. Necesitaba reflexionar. Varias personas desayunaban solas con la compañía de sus portátiles. Trabajar desde un bar o cualquier establecimiento público era una moda que había crecido en Barcelona con el paso de los años y el cosmopolitismo de la ciudad. A él le gustaba hacerlo, el murmullo de la gente y el sonido de tazas y cubiertos le ayudaba a concentrarse.

Pidió un café con leche y una ensaimada de cabello de ángel; su cuerpo le pedía dulce para revertir el amargor que le había producido aquel primer día en la oficina.

«¿Primer día? —pensó—. ¡Si solo he estado una hora!». De repente alguien le llamó.

—¡¡Cortéees!!

Cortés se quedó tenso. La «e» alargada que acompañaba los gritos de su jefe se había metido en sus oídos como un martillo percutor taladrándole el cerebro. Gutiérrez siempre le llamaba por su apellido, y también su mujer cuando estaba enfadada con él, lo que sucedía muy a menudo en los últimos tiempos.

—¡Eh! ¡Cortés!

Escuchar de nuevo su apellido le hizo adoptar la pose de una estatua griega. Con el gemelo tenso y el cuerpo agarrotado, se obligó a sí mismo a girar la cabeza. Esta vez no era la voz de su jefe, sino la de un hombre trajeado y apuesto que se acercó a él con paso célere.

—Joder, tío, te llevo un rato saludando desde la ventana, pero tú ni caso, ¿cómo estás? —dijo el tipo sin esperar respuesta. Luego le propinó un empujón cariñoso que casi le tiró de la silla.

Cortés se quedó anonadado, como si le hubieran noqueado en un combate de boxeo.

—Joder, Martín, ¡soy Toni! —el joven se dirigía a él otra vez—. Tu compi del instituto. ¿No me recuerdas, tanto he cambiado?

Cortés volvió a la realidad.

—¡Ostras, Toni! Disculpa, es que estaba distraído —alegó—. Qué bueno saber de ti, ¿cómo andas? —Cortés recordó que había pensado en su viejo amigo al ver a la chica del tatuaje de la mariposa azul, cuando pedaleaba camino a la oficina—.

¡Qué casualidad! Precisamente hoy me he acordado de ti, la diosa Fortuna me adora. —Cortés soltó una risa amarga.

Como pasaba a menudo con los viejos compañeros de estudios, la amistad entre ambos había acabado después del día de la graduación. Cada uno tiró por su camino y durante los últimos veinte años no se habían vuelto a frecuentar.

—Pues ya me ves —respondió haciendo una especie de ridículo pase de modelo con el traje—... triunfando más que la Coca-Cola. Ya sabes que en el instituto ya destacaba por encima de ti.

Cortés puso los ojos en blanco. Se llevaba muy bien con Toni en el instituto, pero aquel día no era el mejor para celebrar un reencuentro. Compartían el mismo grupo de amigos y les encantaba filosofar con frases de canciones, pero, a la vez, ambos emprendían cada acción con un espíritu muy competitivo, lo que les hizo chocar alguna vez. Siempre querían sacar las mejores notas, destacar y, sobre todo, demostrar su temprana hombría.

Tal fue así que hasta por un acto de valentía irracional propia de los jóvenes, Toni recibió una cornada en las fiestas del pueblo del padre de Cortés. Recién cumplidos ambos los dieciocho años, participaron en los llamados «espantes» de Fuentesaúco, donde una barrera de hombres intentaba aguantar de forma estoica antes una manada de toros que, abrumados por la muchedumbre, emprendían la espantada ante la fuerza de la gran masa. En aquella ocasión, uno de los animales no se amedrentó y su amigo recibió la cornada de un astado en el muslo derecho. Aquello solía ir seguido de una jaculatoria propia de un auténtico casanova: «Soy el torero de Chayanne y pongo el alma en el ruedo, no importa lo que se venga, para que sepas que te quiero. Como un buen torero, me juego la vida por ti», rememoró Cortés la letra que tantas veces le había cantado a su amigo.

«¿Qué os creíais, que los cuernos eran de chocolate?», les regañó el padre de Cortés al irlos a recoger a la estación de tren de Sants.

Éste sonrió al recordar la escena, pero ahora no tenía ganas de escuchar lo bien que le había ido en la vida a su camarada de antaño.

—Me alegro mucho por ti, Toni. Aunque lo cierto es que justo ahora me volvía a la oficina, que ya me reclaman —soltó, tratando de sonar convincente y haciendo ademán de levantarse de la silla.

—¿Qué dices? ¡Claro que no, ahora mismo nos tomamos una cerveza como en los viejos tiempos! Por cierto, ¡estás más gordo!

—¿A las diez de la mañana? —repuso Cortés, pese a que lo que hubiera querido decir era «vete a tomar por culo».

—Mira quién habla, el que se recuperaba de la resaca a base de birras… —replicó Toni—. ¡Camarero, un par de cañas!

A Cortés no le quedó otra que escuchar a su viejo amigo. Como suponía, éste comenzó a contarle con pelos y señales la epopeya que había protagonizado hasta llegar a convertirse en jefe comercial de un banco, y de lo bien que le iba a pesar de la crisis, donde había veces que tenía incluso que emitir órdenes de desahucio a «pobres desgraciados» que no podían continuar pagando la hipoteca.

—Ellos se lo han buscado. —Una sonrisa de suficiencia y aquel veredicto impenitente coronaron su triunfal odisea.

Cortés apretó el puño, tomó un trago de su café para disolver la bilis que se había disparado desde su estómago y se limitó a colocar sus pupilas en el infinito. Toni, ajeno a todo lo que no fuera él mismo, seguía haciendo gala de sus magníficas condiciones laborales.

—¡No tengo horario! —le refregó por la cara—. ¿Te imaginas? Entro y salgo de la oficina cuando me place, tengo a mi jefe en el bote y hago lo que me sale de las pelotas... Soy un hombre, joder, como la canción que siempre tatareábamos en los bares de Loquillo, ¿recuerdas? «Apoyados en la barra de un bar, bebiendo para olvidar. Sin cesar de hablar de las mujeres que dejemos de amar. Somos duros de pelar. Defendemos nuestra integridad, podríamos convertir tus sueños en realidad».

El periodista recordaba perfectamente la canción, pero sentía que ya no le representada en nada. «Vamos, un hombre como yo ahora...», pensó apesadumbrado mientras trataba de contenerse.

Toni abordó sin complejos su vida sentimental.

—Por supuesto sigo estando soltero. Me lo han propuesto muchas veces, ya sabes..., casarme y toda esa mierda... ¡casarme yo! —Emitió una sonora carcajada que provocó que varias personas se volvieran para mirarle—. Prefiero disfrutar de mis follamigas... ya sabes, de mi puto harén, como nuestro maestro Sabina o Maluma y su Mala Mía. Me besé a tu novia, mala mía. Me pasé de tragos, mala mía. Siempre he sido así, mi querido Martín, tú lo sabías. Así es mi vida, es solo mía. Tú no la vivas. Si te molesta, pues mala mía. —Soltó una nueva sarta de risotadas mientras cantaba y Cortés miraba de un lado a otro—. No tengo ninguna intención de sentar cabeza, como se suele decir —sentenció Toni haciéndole un guiño. Y tú, qué, ¿qué me cantas? Venga replícame, como en los viejos tiempos…

—Que no voy a cantar, pesado, eso ya es agua pasada. Estoy bien… soy hombre de una sola mujer y estoy felizmente casado. Además, tengo una hija increíble.

—Sí, sí, y yo me lo creo. Todavía recuerdo cómo ligabas en el instituto, incluso sin querer…

—Bueno, eso eran otros tiempos. Ahora solo me ligo a empresarios y directivos a los que trato de convencer para entrevistarles y hacerles un buen reportaje —replicó con toda la intención del mundo para ver si podía desviar los derroteros de la conversación. No quería, para nada, contarle los problemas con su mujer.

Cortés relató, a su vez, una fabulosa vida laboral: de cómo se hizo periodista por vocación; de cómo había ido ascendiendo en diversos trabajos hasta ser redactor jefe de un importante y prestigioso grupo periodístico. Lo dijo con modestia, casi sonriendo, con humildad y tratando de que pareciera que no le daba importancia. Habló también de la relevancia de su profesión y de los premios que había ganado… Lo curioso del caso —pensó— es que nada de lo que decía era mentira, aunque ni mucho menos era toda la verdad. No la actual.

Cortés, como muchos otros estudiantes de periodismo de aquel entonces, compaginó sus noches de juerga con prácticas mal pagadas en periodiquillos locales, agencias de pacotilla, boletines de noticias y espacios televisivos que le hacían correr de un lado a otro sin que nadie le enseñara nada, donde todo el mundo le miraba por encima del hombro sin percatarse de lo mal pagado que estaba todo aquel esfuerzo que se veía obligado a hacer, para periódicos de barrio que se regalaban en las panaderías. Hasta que logró hacer las prácticas obligatorias de la universidad en uno de los principales diarios del país: El Mundo. Su primera tarea fue, ni más ni menos, redactar las esquelas de los fallecidos de ese día, pero decidió omitir a Toni el particular. En cambio, se recreó contándole otras historias más interesantes, como cuando logró ocupar buena parte de la portada del prestigioso medio de comunicación, algo al alcance de muy pocos, y aún menos de un becario. Cortés fue el primero en conseguirlo en la delegación catalana, algo que despertó admiración y envidias a partes iguales.

Todo joven periodista necesita consagrarse en su profesión para hacerse un nombre, y la ratificación de Cortés llegó de la mano de una partida de skinheads, los temibles «cabezas rapadas». Una noche de viernes, a la salida de una discoteca, dos chicos de estética neonazi apuñalaron a un magrebí en Can Anglada, un barrio de Terrasa, ciudad periférica bastante grande ubicada en la provincia de Barcelona. Esa noticia no hubiera ocupado más que una breve mención entre las páginas del rotativo de no haber sido que, al día siguiente, los enfurecidos vecinos convocaron una gran manifestación para protestar por el aumento de la violencia en sus calles y para pedir más seguridad.

«Que te acompañe a la “mani” el de l’Hospitalet, que, seguro que ése las ha visto ya en su barrio de todos colores», escuchó cómo le decía el director del medio a su redactor jefe de sociedad refiriéndose a él.

Lejos de quejarse, aunque estaba preparándose para irse de la redacción, pues había quedado con sus amigos para salir de marcha aquella noche, se mostró encantado por el cambio de planes y acompañó a su jefe de sección al lugar de los hechos. La manifestación acabó con los mossos lanzando pelotas de goma.

—Mi jefe de sección, un ampurdanés de aspecto ejecutivo estaba pálido —le dijo Cortés a Toni, que escuchaba con los ojos abiertos como platos—. El cabronazo no paraba de tirarse pedos mientras corríamos como galgos, cuesta arriba, para que no nos pegaran los mossos o los vecinos, que odiaban a los periodistas —le contó riéndose a carcajada limpia—. Por suerte, la cosa no fue a mayores, pero el amigo cogió la baja y yo tuve que seguir la noticia los días posteriores.

Lo cierto es que aparte de seguir con aquello de las protestas vecinales, tuve que conseguir buenas crónicas de sucesos u olfatear cualquier anomalía social que mereciera cuatro líneas para dotar de contenidos al medio. Al final logré una gran exclusiva y después de patearme muchísimas tiendas y cafeterías del barrio, y gastarme hasta la última peseta que llevaba, conseguí entrevistar al primo de uno de los rapados a los que habían arrestado por agresión y sus declaraciones salieron en portada a nivel nacional con el titular que yo no habría elegido al ser sensacionalista, pero lo hizo el de Madrid: «A la caza del moro» —Cortés se envalentonó al ver que su amigo le miraba impresionado, y comenzó a referirle otras historias, como la que le hizo llegar a su medio actual gracias a la entrevista que le hizo a un director de cine porno. El redactor jefe que le había precedido en la empresa periodística leyó la entrevista por casualidad y quiso conocerle, ofreciéndole después un trabajo como freelance que luego se convirtió en fijo. Al cabo de tres años logró ser redactor jefe, al marcharse su antecesor en el cargo a otra organización.

—Tú tienes madera, campeón, aprovéchala... ¡no te quedes en esta cloaca con el hijoputa de Gutiérrez! —le aconsejó, antes de marcharse, el redactor jefe.

Cortés le contó cómo se despertaba por las noches, excitado, al encontrar medio dormido el titular que encabezaría la siguiente crónica, o cómo investigaba para hacer atractivo un reportaje aprovechando sus trayectos en el metro, cuando iba a buscar a su novia y repasaba todas las cuestiones pendientes recorriendo hasta el final la línea del suburbano en una y otra dirección. Incluso el fin de semana se iba sin decir nada para adelantar trabajo.

Cortés y Toni brindaron con la segunda cerveza por lo bien que les había ido, y no como a otros compañeros de su instituto, un centro de enseñanza ubicado en una zona bastante conflictiva de l’Hospitalet de Llobregat. Algunos como Isaac — rememoraron— habían acabado en la cárcel, y solo unos cuantos lograron llegar a la universidad.

Una llamada interrumpió la conversación, era del jefe de Toni.

—Tío, me he alegrado un montón de verte, a ver si algún día jugamos un partido de tenis, como en los buenos tiempos. —Con aire preocupado, rebuscó en uno de los bolsillos interiores de su traje y le dio una tarjeta.

Cortés le imitó y también le dio la suya, que Toni cogió mientras salía disparado.

—Ya veo cómo está tu jefe —le soltó Cortés como despedida—, ¡a tus pies! Pensó que Toni no le había oído, pues su amigo salió despavorido de la cafetería. No obstante, al momento, se sintió un gusano miserable porque, en realidad, su vida laboral había sido un completo desastre, sobre todo en los últimos años. Era cierto todo lo que había contado, se hizo periodista por vocación y en sus primeros tiempos vivía la profesión de manera muy intensa; pero, con el paso del tiempo, había ido perdiendo por el camino toda la ilusión al conocer mejor los entresijos de la profesión; un mundo en el cual, muchas veces, se relegaba la información a un segundo plano por intereses comerciales, políticos o de otro tipo.

Cortés interrumpió sus pensamientos al caer en la cuenta de que tenía que regresar al trabajo, pero antes hizo algo a lo que nunca se había atrevido durante sus horas laborables. Levantó la mano y se dirigió a uno de los camareros que iba y venía sorteando mesas y sillas.

—¿Me trae otra cerveza, por favor?

Bebió tranquilo y volvió a elucubrar sobre la conversación que había mantenido poco antes con su jefe, y todo aquello de que tendría que ir a México en breve. Quería volver a casa temprano y crear un ambiente propicio para informar a su mujer de todo el asunto, pero se acordó de que debía acudir a la entrega de unos reconocidos premios periodísticos e informar a Gutiérrez del devenir de la ceremonia.

«Laura montará en cólera», aseveró.

Lo peor de todo fue darse cuenta de que ya no le importaba.

***

Hacía tiempo que Cortés no asistía a aquella emblemática gala anual, la cita por antonomasia de los periodistas, donde además del evento en sí, en el que se presentaba un estudio sobre el sector y se reconocía a los profesionales más destacados del año, solían contarse sus hazañas y miserias, se animaban unos a otros a base de cava, vino y todo tipo de alcohol y bailoteos. También se criticaban bastante. El acontecimiento sorprendió a Cortés la primera vez que fue. Le gustó. Estar con los pesos pesados del gremio, conocer algunos cotilleos y escuchar sus consejos le resultó muy gratificante. Y, aún más, recibir el premio «Joven Promesa» durante su primer año de ejercicio con su actual empresa periodística, un acontecimiento que hinchó sus aspiraciones como las velas de una carabela navegando a todo trapo.

Al entrar en el gran salón del Caixa Forum recordó con nostalgia el día de la concesión del galardón. Además de aportarle cierto prestigio en el sector, recibió una importante compensación económica que utilizó para regalar un viaje a su mujer. Aquello sucedió poco después de casarse, y un deje de nostalgia le provocó un nudo en la garganta.

«Anda, que volvería a gastarme el dinero en ella otra vez... ¡ni en broma, desagradecida!», pensó al registrarse.

Le dolía todo aquello. Laura le había dado a Marina, pero su relación estaba tan deteriorada que durante unos instantes abrigó la idea de que quizás, irse a México, era mejor que seguir allí.

—¡Cortés!

Los presentes se giraron al oír el grito y un coro de cuchicheos se extendió por el salón. Una mujer, enfundada en un vestido que no parecía ir más allá de la piel humana, se acercó hasta Cortés y le propinó un abrazo y un sonoro beso en la mejilla. Durante unos segundos, su cuerpo quedó fundido con las exuberantes curvas de la joven, cuya belleza podría haber derretido la capa de ozono.

—¡Cuánto tiempo, ojazos!

—Hola... —musitó Cortés un poco avergonzado. Recordó que Lidia siempre le llamaba «ojazos»—. Sí, demasiado, ¿cómo estás, Lidia?

—Pues ya me ves —afirmó ella moviendo sus caderas y brazos como si estuviera bailando la conga.

—Tan loquita y presumida como siempre —añadió Cortés esbozando una amplia sonrisa.

—Y tú igual de soso, ¡y encima con más barriga! —replicó Lidia.

—¿Más barriga? No empieces, que no estoy para bromas.

—Pero si es verdad —Lidia acercó la mano hasta su vientre y le hizo una caricia—. Uhm… parece una almohada.

Cortés creyó comprender cómo se sentía una embarazada durante los últimos meses de gestación. También notó que una erección incipiente empezaba a hacer presión sobre sus pantalones, por lo que encogió la tripa y trató de pensar en ella como lo que era, una antigua compañera de trabajo, y no lo que podría haber sido.

—El sueño es el alivio de las miserias para los que los que sufren despiertos —refunfuñó Cortés.

—¿Ya estás con tus citas antiguas? —repuso Lidia.

—Lo cortés no quita lo valiente.

Se habían llevado muy bien, hasta el punto en que sintió una fuerte atracción por ella antes de conocer a su mujer, pero nunca ocurrió nada entre ambos. Él era demasiado tímido y ella tampoco dio ningún paso adelante. Hacía por lo menos tres años que no se veían. Lidia seguía igual de radiante, y al darse cuenta de que toda la platea masculina estaba pendiente de ella, inspiró hondo e hinchó aquellos generosos pechos, que amenazaron con asomarse aún más de su escote. Cortés se obligó a mirar hacia otro lado y contempló su cabello rubio, que mantenía intacto aquel precioso rizo natural, y una sonrisa de fábula que a Cortés le recordó, al instante, la escena de la película American Beauty, en la que una joven encandilaba con su baile al típico padre de familia, víctima de un trabajo que odiaba y un matrimonio en punto muerto.

—Mis citas son lo único que me queda. Bueno, y mi hija, mi mejor creación.

—Con lo positivo que eras siempre... —dijo Lidia con cierta extrañeza—. A ver, ojazos, cuéntame qué te pasa, que estás muy gruñón.

Justo en ese momento, la maestra de ceremonias de la gala pidió que ocuparan sus asientos.

—Salvado por la campana —rio Cortés.

—Pero tú y yo tenemos algo pendiente y eso no puede ser. —le dijo Lidia susurrándole al oído.

Cortés le respondió con un silencio mientras sentía cómo su erección se volvía aún más molesta dentro del pantalón.

Al final se colocaron en una zona intermedia del patio de butacas, mientras los asistentes iban ocupando sus asientos. Un hombre ataviado con un traje de Armani se sentó justo delante de ellos, no sin antes dejar que sus ojos se regodearan en el escote de Lidia, de un lado a otro y más allá. Era un individuo rechoncho de mediana edad, con manos delicadas, de esas que parecía que nunca habían tenido que trabajar duro. Usaba gafas, tenía el rostro afeitado y llevaba el pelo corto, que presentaba un color gris y deslucido. Exhibía en varios dedos unos anillos dorados enormes.

—Mira, un Gil y Gil a la catalana… está a poco de echarse encima de nosotros —susurró Cortés a su amiga, que se echó a reír y se tapó el pecho con una toquilla.

El tipo se dio cuenta que ambos se estaban riendo de su actitud, les lanzó una mirada inquieta e hizo entrechocar los dedos, que emitieron un ruido sordo: «plac, plac, plac».

El acto comenzó con la presentación, por parte de Javier Palacios —un reconocido académico—, de las conclusiones de un estudio sobre la profesión periodística.

—Para ello, en primer lugar, solicitamos información acerca de sus niveles salariales a los más de mil quinientos encuestados, cambios en las condiciones de contratación y empleo en los últimos años, así como el grado de satisfacción al respecto —aclaró de entrada el investigador.

Cortés recordaba perfectamente la encuesta. No pensaba responderla por su desánimo y pesimismo laboral, pero después de reflexionar un poco sobre las cuestiones que planteaba se sintió en la obligación moral de hacerlo. Al fin y al cabo, se hizo periodista por vocación, y si eso conseguía ayudar a mejorar algo el oficio. El académico constató que, en términos generales, los datos recogidos y su comparación con los de los informes anteriores mostraban un aumento de la precariedad en las condiciones de trabajo de periodistas y comunicadores, quienes, por su parte, volvían a señalar este problema como la principal dificultad profesional. Más del sesenta por ciento de los encuestados opinaba así.

En seguida se extendió un murmullo por la sala. Muchos asistían con la cabeza y otros manifestaban en voz alta que estaban de acuerdo con ese análisis.

—Quizá el dato más preocupante es que más de veinticinco mil trabajadores se han ido al paro este último año —prosiguió.

Cortés sintió un escalofrío al escuchar la palabra «paro». Recordó la amenaza que había proferido su jefe cuando le dijo que no tenía opción y que debía ir a México si quería conservar su empleo. Habían discutido otras veces, pero nunca le había coaccionado con el despido.

—Putos empresarios de la prensa. No son ni siquiera periodistas, por su culpa estamos así —le dijo a Lidia en voz baja.

Ella asintió con la cabeza.

—Sin ellos, ni tú ni la mayoría tendríais trabajo —le replicó el tipo de delante, que se giró y volvió a lanzar a Lidia una mirada pegajosa.

—¿Perdón? —Cortés notó una corriente de ira subiendo desde su estómago—. Aquí nadie le ha dado vela en este entierro. Y sí, es por culpa de todos ellos, sin duda, una banda de egoístas y avariciosos que solo piensan en ganar más dinero a costa de los trabajadores.

—Eso no es verdad —respondió el señor, justo en el momento en que la maestra de ceremonias rogaba silencio.

El académico continuó analizando los resultados del estudio en un tono cada vez más pesimista. La crisis económica se había cebado con el sector periodístico español causando, entre otros males, el debilitamiento de la independencia de los medios y de los periodistas, sometidos cada día más a la creciente presión de los poderes fácticos, ávidos de convertir la información en propaganda, las críticas en elogios y la información en desinformación.

—La precariedad laboral, el subempleo en los salarios, no bajos, sino ínfimos, atentan directamente contra la libertad de los periodistas de una manera gravísima —resaltó—. Sin libertad de criterio, se atenta contra el derecho del ciudadano a recibir información libre, y otro dato importante es que ya son autónomos más del veinticinco por ciento de los profesionales.

—Eso es... tan falsos como son muchos empresarios —le dijo Cortés en voz queda a su amiga, pero tratando de que el señor trajeado le escuchara.

—No se puede generalizar, hay de todo en todos los sitios —volvió a intervenir el tipo, que hizo entrechocar los anillos otra vez: «plac, plac, plac».

—¡Mentira! —soltó en voz alta Cortés mirando fijamente al tipo trajeado y retándole a responder—. Todos son iguales. Los directores de Comunicación son los peores. Se debería crear un «observatorio de las presiones» para profundizar sobre este tema.

—Pues en la mayoría de los casos son periodistas como tú —volvió a protestar el señor trajeado.

—Pero ¿qué dices? Nunca. Ellos solo son propagandistas y unos manipuladores natos.

—¡Qué ignorante! —repuso el sujeto.

—¿Ignorante? —Cortés sintió que su cavidad bucal se llenaba de bilis—.

—Eso dímelo a la cara, pero fuera de aquí.

«Silencio, por favor», se oyó desde el megáfono.

Lidia agarró del brazo a Cortés, visiblemente enojado. En ese momento, Palacios comentó que los periodistas que trabajaban en medios de comunicación periodísticos y los que se dedicaban a la Comunicación pura y dura se distribuían en unos porcentajes cada vez más similares.

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