Читать книгу: «Hijo de Malinche», страница 6

Шрифт:

CAPÍTULO 7

Cita en el Raval

«Qué escalofrío se pudo sentir; cuando entró un tipo

bajito, pero eso si bacilón; que poseía todo lo que el bar quería».

Partiendo la pana (Estopa)

18 de octubre, Poblenou, Barcelona

Aquella noche volvió a soñar con los perros, con el cubículo oscuro y tenebroso en el que yacía desprotegido y solo. Se incorporó de la cama gritando, sudando a chorros. Su mujer le soltó una retahíla de improperios.

—Perdona, Laura, ha sido una pesadilla.

—¡Tú y tus pesadillas! —farfulló ella con los ojos cerrados—. Ve a ver a un puto psiquiatra. O a dormir al sofá, así no me molestas.

Cortés no dijo nada. Miró el reloj, no eran ni las cuatro de la madrugada. Se levantó, fue al baño a mojarse la cara y después anduvo con cuidado hasta el salón. Por el camino entreabrió la puerta de la habitación de su hija y comprobó que dormía.

Ya en la sala de estar, Cortés contempló en silencio la estantería donde reposaban los libros de su infancia y adolescencia, aquel tiempo mejor, cuando todos los días eran buenos. Pasó el dedo por la colección de Los Cinco, de Enid Blyton, Alfred Hitchcock y los Tres Investigadores. de Robert Arthur. e incluso las andanzas de la rebelde Puck, de Lisbeth Werner, que le robaba de pequeño a escondidas a su hermana. Más arriba descansaban varias docenas de libros que había leído después, su inseparable Quijote y algunos ejemplares sobre la historia de España y sus conquistadores y cronistas. De joven le apasionaba el tema y solía subrayar las citas que le gustaban. Más de un profesor le había acusado de sacrilegio por esta práctica, pero él la defendía a capa y a espada. No consiguió acordarse de cuándo había sido la última vez en que pudo sentarse tranquilo a leer por placer y no por trabajo.

Pensó en el detective por unos instantes. Como Toni, siempre había ido a la suya y se mantenía soltero y medio entero, como solía decirle entre risas. Tenía justo un mensaje de su amigo de la noche anterior en el que le decía que se alegraba mucho de volver a verlo y le adjuntaba un video de Youtube y unas frases de la canción Sin pijama que justo le traía a Cortés malos recuerdos por el incidente de su hija en el colegio: «Hoy hay toque de queda. Seré tuya hasta la mañana. La pasamos romantic. Sin piloto automatic. Siempre he sido una dama pero soy una perra en la cama. Así que dale pom pom».

Cortés frunció el ceño y tomó el libro de Cervantes y lo abrió por una página al azar. La cita que tenía subrayada no podía ser más acertada para describir al Mafias: «Aun entre los demonios hay algunos que lo son más que otros, y entre muchos hombres malos suele hallarse uno bueno».

Después cogió el libro Historia de la conquista de México escrito por William H. Prescott. En el prefacio destacaba el siguiente párrafo: «Entre las heroicas proezas ejecutadas por los españoles en el siglo dieciséis, ninguna es más sorprendente que la conquista de México». No recordaba haberlo subrayado, como tampoco en páginas posteriores el texto en el que explicaba el sacrificio de «un hombre hermoso, dotado de eterna juventud, para representar a la deidad». Llevaba una vida fácil y llena de lujos, incluida la compañía en la cama de cuatro bellas muchachas, hasta más o menos un mes antes de su sacrificio. Una de las barcazas reales le llevaba al otro lado del lago hasta un templo que se elevaba en la orilla. En la cima le recibían seis sacerdotes, le llevaban hasta la piedra de sacrificio, un enorme bloque de jaspe con la superficie un poco convexa. Aquí se estiraba al prisionero. Cinco sacerdotes atenazaban su cabeza y sus miembros, mientras que el sexto vestido con un manto escarlata abría diestramente el pecho de la desdichada víctima con una hoja afilada e insertando su mano en la herida arrancaba el corazón palpitante. Después lo lanzaba a los pies de la deidad a la que estaba dedicado el templo. Los sacerdotes exponían la trágica historia de este prisionero como ejemplo del destino humano que, brillante en su inicio, tan a menudo acaba en dolor y desastre.

«Queda por contar la parte más repugnante de la historia, la forma en que se deshacían del cuerpo del cautivo sacrificado. Se le enviaba al guerrero que lo había capturado en batalla y, después de aderezarlo, él mismo lo servía en un festín junto a sus amigos. Esta no era una burda comida de hambrientos caníbales, sino un banquete repleto de deliciosas bebidas y delicadas viandas, preparadas con arte y a las que asistían los dos sexos, que se comportaban con todo el decoro de una vida civilizada. ¡Seguro que nunca el refinamiento y el barbarismo estuvieron tan cerca el uno del otro!».

Cortés sintió un fuerte escalofrío por todo su cuerpo.

***

A las siete, todavía en el sofá, Cortés seguía dando muchas vueltas a lo de México.

—Jodida hipoteca y maldito José Gutiérrez —murmuró.

Comprobó el teléfono para ver si su amigo el Mafias le había contestado.

«Aquí Mafias. Cómo te va. Vente al Raval y nos vemos», era la escueta respuesta de su amigo el detective.

«Te veo a las ocho de la tarde en el Antro del Puig», le envió Cortés.

«Dabuten, socio, y hala Madrid».

—Será merengón. No pasa nada, todos tenemos defectos —rio Cortés.

Después rebuscó fuerzas en su interior y se acercó hasta Laura, que trasteaba en la cocina preparando el almuerzo de la Marina.

—Quiero que sepas que en el trabajo me van a enviar en pocos días a México un par de semanas.

—¿Cómo dices? Tú estás mal de la cabeza, Martín.

—Ya estamos otra vez. ¡No puedo decirte una puta cosa sin que nos pongamos a discutir!

—El otro día pusiste en peligro a tu hija, y ahora que ella está mal sales huyendo y me dejas aquí sola —le espetó Laura.

—¿Otra vez con eso? Por lo menos podías preguntarme cómo me afecta a mí el hecho de irme, ¿no? No quiero ir, pero me temo que no me queda de otra. Gutiérrez ha amenazado con despedirme, ¿qué quieres que haga? Te importa una mierda, ya veo. Y lo del otro día ¿qué querías, que me quedara quieto como un pasmarote cuando le han hecho daño a nuestra hija?

—Sí, claro, tan valiente para eso y tan cobarde para otras cosas. ¿Por qué no te enfrentas a tu jefe y le dices que no vas? Te comportas como un pusilánime en cuanto Gutiérrez abre la boca.

—Mira quién habla, como si tú fueras muy valiente en tu trabajo…

—Pensándolo bien, casi que es mejor que te vayas a México, así por lo menos podré descansar de ti unos cuantos días.

—¡Que te den! —escupió Cortés. En ese momento pensó en decirle algo de los mensajes del chico pero decidió callar e ir a México—. Me voy de aquí a pocas semanas. Ya está todo dicho. —Cortés agarró la mochila de Marina—. Yo llevo a la niña al colegio, para que su majestad no tenga que molestarse.

—Si te vas lo nuestro se agravará, que lo sepas —le advirtió Laura.

—¿En serio, aún se puede agravar más?

Camino del colegio de su hija, notó que Marina estaba muy callada. Andaba como ensimismada, con la mirada fija en un punto indeterminado de la acera. A Cortés le pareció extraño. Al cruzar la calle pasaron junto a una tienda que vendía bollería, helados y dulces.

—¿Sabes qué, monita? ¿Quieres que te compre ahora mismo un helado? Marina abrió como platos sus ojos azules.

—¿A las ocho de la mañana? Si se entera mamá… —La niña hizo un gesto con la mano para darle a entender que Laura no perdonaría la afrenta.

—¿Tú lo quieres? —Marina asintió y Cortés se giró hacia la dependienta y le pidió un helado de chocolate.

La señora arrugó la cara, cogió el cucurucho y le plantó encima una bola bien gorda. Marina le echó mano sin miramientos.

—¿Qué tal en el cole? —Con el pañuelo limpió a su pequeña algunos restos de helado de su boca.

—Bien.

Eso no era habitual en Marina, que solía hablar por los codos.

—¿Por qué solo bien, amor?

—Bueno... —titubeó—. No pasa nada, todo bien, papá.

—A mí nunca me mientas, ¿eh? Que te quito el helado del estómago. —Le hizo cosquillas en la barriga—. ¿Qué te pasa, monita?

—Que Sonia no para de molestarme —le soltó a bocajarro.

—¿Qué te ha hecho esta vez?

—Ayer me caí de la escalera, y me volvió a llamar «gorda» delante de todos. Cuando me vio rodar, empezó a gritar que había provocado un terremoto, y los amigos se rieron de mí.

Algo similar le había ocurrido hacía unos meses, durante el curso anterior, y Cortés acudió al colegio como una fiera y denunció el caso de bullying. El director le dijo que eso «eran cosas de pequeños», pero ante su insistencia le prometió que estarían atentos para que el asunto no fuera a más.

—Vaya, no sabía nada, amor. Te tiene envidia porque eres mucho más guapa y mejor persona, y todos tus compañeros quieren jugar contigo. No te preocupes, mi vida. Hablaré con el director. Pero, mientras tanto, tú tienes que ser valiente y enfrentarte a ella.

—¿Cómo?

Cortés meditó un poco la respuesta. Sabía que se enzarzaría en una nueva bronca si su mujer le escuchaba decir aquello.

—¿Me prometes guardar un secreto? —le susurró al oído mientras miraba a todos lados, como asegurándose de que nadie los podía escuchar.

Marina asintió.

—A mí, de pequeño, un niño me molestaba siempre porque yo llevaba gafas. Me llamaba «cuatro ojos». Se lo dije al yayo y me recomendó lo mismo, que me defendiera, y el día que lo volvió a hacer le di un puñetazo en la barriga. Nunca más me molestó. —Cortés hizo una breve pausa—. Tú eres más grande y fuerte que Sonia, encima esa niña es poca cosa. Cuando la vuelvas a ver, te tienes que acercar a ella con firmeza y decirle, mirándole a los ojos como yo estoy haciendo ahora, que no te vuelva a molestar nunca más o se las verá contigo.

—¿Y si no me hace caso?

—Le tiras del pelo y luego le das un empujón con todas tus fuerzas. Verás como no lo vuelve a hacer. Pero no le digas esto a la mamá, será nuestro secreto, ¿de acuerdo? Tienes que ser fuerte y revelarte ante las injusticias.

A continuación, buscó en Youtube la canción Valiente de una cantante argentina que habían escuchado juntos otras veces y se la puso. En seguida la comenzaron a tatarear y a bailar: «Tienes el valor y vas a volar. Vas a sentir, vas a encontrar, vas a vivir para demostrar que eres tan valiente. Y todo lo que quieras lo podrás alcanzar».

—Papá, t’estimo, eres el mejor y más valiente.

A Cortés se le mojaron los ojos cuando vio a Marina fundirse entre la masa de niños que accedían al centro escolar.

***

18 de octubre, Raval, Barcelona

Se le pasó la mañana volando en el trabajo. Ya en la tarde, mientras esperaba en aquel garito destartalado, punto de reunión para borrachines, prostitutas y trasnochados, al que llamaban el Antro del Puig, Cortés recordó cómo había conocido al Mafias. Fue a través de un trabajo de investigación, algo que le gustaba más que la redacción en sí.

Cortés entrevistó a media docena de detectives sobre la relación de su profesión con las empresas y le explicaron todo tipo de estratagemas que solían emplear los investigados, e incluso llegó a acompañar a uno de ellos, Lisandro Coronel alias «el Mafias», con quien entabló amistad durante una de sus misiones, en la que siguieron a un importante directivo de empresa que, al parecer, dilapidaba parte del dinero de la entidad en putas y lo pasaba como gastos de representación. Llegaron incluso a ir a un local de striptease.

Recordó que el Mafias le felicitó por su acierto y le pidió que le invitara a «probar el género» en uno de aquellos locales que visitaron.

—Para eso te he ayudado, chavalín, que es de bueno ser agradecido…

—Yo te agradezco que me hayas enseñado algunos trucos de la profesión —le dijo Cortés ofreciéndole la mano.

—Pues vaya con el periodista —se quejó el Mafias—. Culé tenías que ser y más rojo que la pata de una perdiz, ¡fijo!

—¿Cómo dices?

—Me refería a que me invitaras a una velada romántica con una de estas féminas que se desnudan tan graciosamente.

—¡Eso no va a ocurrir! —le aseguró Cortés.

—Al menos me invitarás a un par de cervezas —insistió el detective.

Aquella noche, mientas bebían, Cortés y el Mafias hablaron del caso largo y tendido. A ambos les pareció interesante lo que habían descubierto en tan poco tiempo en el caso del putero, pero a Cortés no quiso seguir indagando y destruir la vida de una persona por mucho que robara a su empresa.

Cortés lo vio llegar mientras observaba la calle a través de la ventana del establecimiento. Se alegró de ver su figura, flaca como una espiga, y aquellos ojos febriles que denotaban a una legua el gusto del detective por el sol y sombra y el vino barato de las tabernas del Raval barcelonés.

—¿Cuántas copas llevas ya, Mafias? —le saludó Cortés.

—Las que sean, chavalín. Por cierto, recomiéndame algún otro bar por aquí.

—¿Un bar? —inquirió Cortés volviendo los ojos del revés.

—¡Eh! ¿Ya me quieres poner los cuernos? —rio Puig, el dueño del garito.

—Los collons te voy a poner —repuso el Mafias—. Bueno, socio, a ver qué tenemos. Y mientras me cuentas invítame a una copa que necesito echarle combustible al buche.

Cortés le explicó por encima el encargo de México. Que tendría que hacer una serie de entrevistas pero que en realidad se trataba de una tapadera para desenmascarar a un topo que vendía secretos comerciales del banco a la competencia.

—Interesante… —musito el Mafias—. ¿Sabes, chaval? Pienso que te vendrían bien unos cacharritos que tengo.

El detective le contó que había conseguido unos estupendos dispositivos a los que llamaban «USB-ESPÍA» que debían ser colocados en los ordenadores personales de los empleados, para así descargar la información que contuvieran. Era obvio que debía ser Cortés el que colocara los artefactos en las computadoras de la empresa y en los ordenadores de los ejecutivos, para lo cual debía ganarse la confianza de algunos de ellos. Se le encogieron los testículos como cacahuetes solo de pensar que le descubrieran insertando aquel artefacto en el ordenador de una persona que, al fin y al cabo, no era más que un trabajador.

—Uf, no sé si me atreveré.

—¡Ja! Piensa en el dinero que te van a pagar, socio, y en la propina que me vas a dar a mí. El caso es que debes trabar amistad con las personas que creas que pueden ser sospechosas y enchufarles uno de estos pirulos. —El Mafias se sacó del bolsillo lo que parecía ser un pendrive normal y corriente—. Esto lo debes llevar siempre encima, nunca se sabe cuándo puede surgir una oportunidad de poner las banderillas, y ¿quién sabe? Lo mismo cortas oreja y rabo de una tacada.

—No me gustan los toros —rio Cortés.

—Es lo que hay —le dijo el Mafias—, así que apechuga, chavalín, que diez mil del ala son muchos euros, no me jodas.

—Eh, tranquilo, que a ti te tocarían mil pavos como mucho.

Lo cierto era que a Cortés el tema del reportaje no le preocupaba, era lo que solía hacer en su trabajo, pero no tenía ni idea acerca de cómo afrontar lo segundo, el tema del espionaje.

—Sé tú mismo —le aconsejó el Mafias.

—Mi jefe me ha dicho lo mismo. ¡Como si eso me fuera a servir de ayuda!

Cortés pensó que, al menos, tenía algo por dónde empezar con el asunto del topo. También le pidió al Mafias que procurara tener con él una comunicación fluida durante las dos semanas que estuviera en México.

CAPÍTULO 8

La buena suerte

«Voy a estar más alerta, más tiempo conmigo; que cada

vez soy más consciente que la vida sin darnos cuenta se consume en un suspiro».

Siendo uno mismo (Manuel Carrasco)

1 de diciembre, Ciudad de México

Las últimas semanas antes de viajar le habían pasado a toda velocidad. Cortés se había dedicado a resolver asuntos que tenía pendientes en la oficina, un reportaje sobre el fascinante mundo de la externalización de nóminas y otro acerca de la influencia perversa de las nuevas tecnologías en las pymes. Además, aprovechó para releer los libros que tenía en casa sobre México y la Conquista española, procuró pasar todo el tiempo que pudo con Marina y visitar a sus padres con cierta frecuencia. Un día notó que su padre le miraba con preocupación.

—Martín, ¿quizá es que no duermes bien? —le preguntó mientras tomaban un refrigerio en la cocina.

—Esta noche he vuelto a tener la pesadilla de los perros —le confesó Cortés en voz baja.

—Ah, ¿sí? Pobre, hacía mucho tiempo que no te pasaba, ¿verdad? —se interesó su padre. Tenía una copa de vino cogida por el tallo de cristal, y la hacía girar lentamente sobre sí misma, concentrado.

—Sí, pero últimamente me ocurre con frecuencia, no sé si es por esto de que me marcho a México y estoy inquieto. Esta vez me encontraba en el campo. Era de noche y me quedaba paralizado por completo, los perros hacían conmigo lo que querían —le comentó mientras se servía de la misma botella que había envasado su padre, un vino ecológico al cien por cien, tal y como solía jactarse. Pero hoy ninguno estaba para bromas.

Su padre hizo una mueca, levantó la vista y le dio la razón. La copa dejó de girar entre sus manos.

—Uf, no me lo recuerdes, y menos a tu madre, le diste un susto de muerte. Y eso que tus abuelos no nos quisieron decir nada del ataque de los chuchos ni de que te quedaras catatónico varios días. Creo recordar que nos lo contaron casi una semana después.

—Eso nunca lo he entendido, ¿cómo fueron capaces de ocultaros algo así?

—Cortés frunció el ceño mientras se recostaba en la silla y se llevaba la copa a los labios—. Madre mía, me hacéis eso a mí con Marina y la lio parda.

—Eran otros tiempos, Martín —Su padre hizo una larga pausa, parecía calibrar sus respuestas—. No era santo de mi devoción, ya sabes lo que le hizo a tu tatarabuelo su antecesor, pero el cura era muy querido y respetado en el pueblo y él les pidió que, para no alarmarnos, no nos dijeran nada hasta que recobraras el conocimiento.

—Recuerdo que me despertaba chillando en la madrugada. Me quedaba en shock cuando se me aparecían los perros en sueños y ellos me mordían y mataban.

—Pobre. Bueno… no le hagas caso, ya sabes que, si te pasa de nuevo en la vida real, hay que agarrar a los toros por los cuernos y a los perros por la cola…

—Y a las mujeres, ¿por dónde se las coge? Porque a la mía ya no la aguanto. Su padre reprimió una carcajada.

—Respecto a eso no te puedo dar consejos.

Cortés pensó en contarle que había descubierto unos mensajes de texto en el móvil de Laura semanas atrás. Al final decidió no hacerlo. Prefería guardarse aquello para él, aunque pensaba utilizarlo llegado el momento. De repente oyó a su madre hurgar en la cerradura. Segundos después, tenía a Marina en los brazos, colgada de su cuello, besándole y jadeando como si acabara de correr los cien metros lisos.

—No sé qué pasará cuando vuelva de México. Me gustaría pediros que me preparéis la habitación por si acaso —dijo Cortés, cuando la pequeña se marchó al baño.

—Cuenta con ello —asintió su padre—. De todas formas, pienso que saldrás adelante, siempre has sido un chico valiente.

Días después se encontraba en el aeropuerto, despidiéndose de sus padres, de Marina y de Laura.

***

Despertó en la habitación del hotel con el libro La buena suerte aferrado a su pecho como si fuera un tesoro. Había soñado con que ya no era Cortés, sino Sid, el caballero con capa blanca. Y a su lado estaba Toni, que era Nott, el caballero con capa negra. Habían aceptado el reto de encontrar el trébol mágico de cuatro hojas, que estaba en algún lugar del bosque encantado. «Esa planta dotará a su dueño de una suerte ilimitada», había dicho Merlín. Se desafiaron al estilo de los viejos tiempos, como cuando en la vieja pista de cemento se pusieron a dar vueltas al patio del instituto como locos para ver quién aguantaba más, bajo la intensa lluvia, ante los aplausos de algunos de sus amigos. La recompensa era un beso de la chica más popular del centro, que había lanzado el desafío solo como una hermosa joven podía hacerlo. Al final ganó Cortés, pero acabó tan agotado y con tanto dolor de pies que apenas disfrutó del beso.

En aquel momento apenas recordaba cómo había llegado a la cama. Miró a un lado y otro de la habitación. Justo frente a él vio un escritorio sobre el que reposaba una tele de plasma. La cama, enorme, era muy cómoda, y notó que había descansado bien.

«¡Ostras! ¡Estoy en México!», cayó por fin en cuenta. Miró el móvil. Las 20:30 horas.

«Ni siquiera he avisado que he llegado bien. ¡Qué desastre!», se dijo, a la vez que marcaba el número de casa.

Nadie le cogía el teléfono. Llamó al móvil de Laura.

—¿Diga? —le respondió una voz como de alcohólica reincidente.

—Hola, soy yo, era para avisar que he llegado bien. Pásame a la mona, please.

—¿Qué dices? —Laura hizo una pausa larga—. Son las tres y media de la madrugada, idiota. —A continuación, le colgó.

Cortés se quedó con el móvil en la mano, como atontado. No había pensado en la diferencia horaria. Recordó las últimas palabras que le dirigió Elena García, su compañera de travesía aérea, cuando estaban despidiéndose en el aeropuerto de México.

—Sinceramente, no sé si algún día volveré a España, es triste, pero es la verdad. Eso sí, ni un solo día dejo de echar de menos mi gente y mi tierra.

También le había regalado el libro. Lo miró de nuevo y descubrió una dedicatoria en la primera página: «Como dice al final, el cuento de La Buena Suerte nunca llega a tus manos por casualidad. Te deseo, Martín Cortés, toda la buena suerte del mundo, cuenta conmigo para lo que necesites. Elena García». Aquellas líneas estaban acompañadas por su número de móvil. Cortés se encontraba como mareado.

«¿Será la pastilla que me dio el fucking boss?», se preguntó.

Se levantó de la cama y se dispuso a sacar sus cosas de las maletas. De inmediato, echó en falta lo que más necesitaba, su principal herramienta de trabajo, el aparato que más cuidaba.

—¡Mi portátil! —gritó.

Hizo memoria. Recordaba perfectamente haber entrado en el coche con él.

«Esto ya lo llevo yo», le había dicho al taxista. Pero apenas recordaba nada más. Se había dormido en el taxi y alguien debía haber llevado el equipaje a su habitación.

—Maldito taxista, seguro que me lo ha robado. ¡Putos mexicanos!

Pasó la siguiente media hora intentando localizar el portátil sin éxito. Primero bajó a la recepción del hotel, donde descubrió el significado de «ahorita», una de las palabras acerca de las cuales Elena García le había prevenido. Cortés explicó al conserje la situación; le hizo ver que necesitaba el portátil para trabajar, que sin él estaba perdido. El empleado le respondió de manera tranquila que no se preocupara, que «ahorita» le ayudaba él mismo marcando a la compañía de taxis. Justo en ese momento, se formó junto a él una fila de dos docenas de asiáticos preparados para ingresar en el hotel. Diez minutos después, el empleado todavía no había efectuado la llamada. Cortés se lo recordó tratando de parecer lo más educado posible y el conserje le volvió a responder con el «ahorita». Veinte minutos más tarde, aquel individuo y un ayudante que parecía no hacer nada más que asentir con la cabeza seguían con el check-in de los asiáticos.

—Me cagüen la puta con el «ahorita» y la madre que lo parió —estalló Cortés haciendo aspavientos con los brazos—. Haced ahora la maldita llamada al aeropuerto o aviso a la policía.

Escandalizado y pidiendo calma con extrema educación, el conserje llamó en seguida al aeropuerto y a la compañía de taxis, aunque sin éxito. Le dijeron que harían lo posible por localizar al conductor, pero que muchos no estaban «ni siquiera registrados, al ser “amigos del amigo” del propietario de la placa».

—No me jodas…

—Con permiso. —El ayudante del conserje le sujetaba la puerta del ascensor, que chirriaba por doquier.

—Ni permiso ni pollas en vinagre. ¡Vaya mierda de país! —gritó Cortés fuera de sí, antes de desaparecer por el ascensor frente a la mirada atónita del ayudante. Cortés volvió a buscar por toda la habitación una y otra vez como si su ordenador pudiera aparecer por arte de magia. No era la primera vez que le pasaban esas cosas, había perdido la cuenta de las ocasiones en las que había extraviado el móvil, pero nunca fuera de España. Decidió repasar por enésima vez el itinerario que seguiría durante su primera jornada en México. «Menos mal que llevo la libreta en el bolsillo de mi chaqueta», suspiró.

Al día siguiente, viernes, tendría que ir a las oficinas del cliente a realizar las primeras entrevistas para el reportaje. Se encontraría con los mandamases y la idea era comenzar a hacer sus pesquisas acerca de quién podría ser el topo en la empresa.

El sábado tenía que acudir a un lugar cuyo nombre no recordaba, una especie de santuario de la mariposa monarca; a la misma asistirían también empleados, clientes y proveedores del banco para participar en aquello del voluntariado corporativo. Que le hicieran trabajar durante el fin de semana ya era el colmo de los colmos. Luego, descanso el domingo, que aprovecharía para turistear por la ciudad. El departamento de protocolo de la universidad de México había puesto a su disposición a una estudiante que le iba a enseñar, en un día, los «encantos» de la capital. Había entrecomillado en su libreta la palabra «encantos» sin saber a qué hacía referencia el término. Luego, ocuparía de lunes a jueves realizando más entrevistas a todo tipo de colaboradores del banco, entre los cuales habría de elegir a aquellos a los que iba a enchufar el puñetero utensilio del que tantas maravillas hablaba el Mafias, el USB-Espía. Luego debía trasladarse en autobús hasta Chilpancingo para estar allí el sábado a primera hora e impartir las clases del máster.

—¡Malditos explotadores! —gritó como si alguien le pudiera escuchar.

Su viaje acababa en Acapulco. Dos días allí «para que veas como te cuido. Podrás tomar el sol en diciembre, todo un lujo», le había dicho con sorna su jefe, y realizar las últimas entrevistas antes de regresar a Barcelona.

De Acapulco sí había oído hablar. Recordaba que sus padres estuvieron a punto de viajar allí una vez en los ochenta. Era un destino de moda de muchas estrellas de Hollywood, y más gracias a una serie que veían los cuatro juntos: Vacaciones en el mar. Pero de Chilpancingo no le sonaba ni el nombre. Decidió investigar un poco más sobre la localidad donde daría las clases; para ello se tuvo que valer del móvil.

«A ver si entreteniéndome con esto logro olvidarme del mal trago del portátil», pensó. Como solía hacer, primero acudió a la Wikipedia. Allí descubrió que en náhuatl, la lengua azteca, Chilpancingo de los Bravo significaba «pequeño avispero». Lo que me faltaba, se quejó una vez más Cortés. No guardaba un buen recuerdo de ninguna avispa.

Averiguó que se trataba de la capital del estado de Guerrero, y que aquella ciudad había tenido mucha importancia en la Guerra de Independencia contra los españoles, pues era la localidad donde José María Morelos presentó el documento bautizado como Sentimientos de la nación. Decidió investigar y descubrió que el tal Morelos había sido un sacerdote y militar insurgente y uno de los artífices de la guerra.

«Eso voy a hacer yo, independizarme, pero de mi mujer», pensó Cortés con una sonrisa torcida.

Luego decidió buscar noticias actuales, por lo que tecleó «Noticias Chilpancingo» y accedió al periódico El Sur, de Guerrero. Lo primero que leyó le dejó impresionado. Una fotografía de un cadáver en plena calle, con un cordón policial rodeándolo y con muchísima gente observando. Se sintió sobrecogido al ver la imagen que acompañaba un largo texto y un encabezado siniestro: «Este jueves se informó de cinco asesinados presuntamente por la delincuencia organizada en Guerrero. En Chilpancingo acribillan a un joven frente a la Secretaría de Finanzas; en Iguala matan a un hombre y le dejan un narco mensaje, y en Teloloapan aparece en un camino el cuerpo de un hombre decapitado».

Ya había leído en El País algunas de esas atrocidades, pero sentir que en pocos días estaría en el lugar de los hechos le estremeció.

Otra información de la misma cabecera aún le produjo más zozobra. Decía que en los once meses del año en curso habían sido «ejecutadas» en el estado de Guerrero 2111 personas, en crímenes en los que, presuntamente, estuvo involucrada la delincuencia organizada. Los recontaban como si fueran goles de Messi, por el tipo de asesinato: la mayoría de las víctimas murieron por disparos de armas de fuego; entre ellas, había casos de violencia extrema con desmembrados, calcinados, embolsados, decapitados, asfixiados y hallados en fosas clandestinas; en algunos casos, los ejecutores habían dejado mensajes.

Aquello era un juego de niños en comparación con esto».

También se explayaban con las ocupaciones de las víctimas: diez taxistas, un chófer de tráiler, un panadero, un guardia, un exguardia de seguridad privada, cinco trabajadores repartidores de volantes, tres albañiles, un médico, un herrero, un vendedor de discos, un vendedor de carne, un comerciante, dos mecánicos, un estudiante de veterinaria de la Autónoma de Guerrero, un ganadero, un «lavador» de autos, un aspirante a alcaldía, un pescador, dos periodistas.

—¡¡Periodistas!! —exclamó.

«Madre mía, aquí no dejan títere con cabeza, y nunca mejor dicho», pensó Cortés, tan preocupado por lo que estaba leyendo, en especial el asunto de los periodistas, que se había olvidado por un momento del portátil. Aun así, el maldito ordenador volvió a irrumpir en su mente.

Buscó declaraciones institucionales sobre el tema de los asesinatos, extorsiones y secuestros, lo que no le resultó tan sencillo. Encontró la de la directora de Amnistía Internacional para América Latina, que calificaba como «grave contexto de tolerancia y de impunidad» la situación en la que tenían lugar aquellas desapariciones forzadas. «Los signos alarmantes de corrupción y terribles violaciones de los derechos humanos permanecen a la vista de todos, y aquellos servidores públicos que negligentemente los ignoran son cómplices. En Chilpancingo se vive un clima de terror», concluía la responsable de la ONG.

913,93 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
562 стр. 4 иллюстрации
ISBN:
9788412271065
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают