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La diversidad de imaginarios que se producen desde el cine, permea en la sociedad de diversas maneras: directamente a través de las audiencias cinematográficas (es decir, los espectadores habituales), e indirectamente por medio de la información que acerca de la industria cinematográfica se difunde en los medios de comunicación de masas. Los pormenores de la producción de películas se abordan cotidianamente en estas plataformas, junto con las vicisitudes y acontecimientos que tienen a los actores, actrices, directores, productores y otros actores de la industria como sus principales protagonistas. Normalmente, el público recibe una cantidad prolífica de noticias, comentarios y críticas que abordan, además de información convencional, chismes, sucesos escandalosos, indiscreciones o secretos, que la maquinaria mediática resalta con efusividad.

Este mundo que se construye alrededor del cine redondea el imaginario construido en la interacción de las audiencias con las películas mismas, en la fruición cinematográfica, y lo expande hacia el resto de la sociedad, por medio de lo que podría denominarse la “conversación social”.

Un caso particular es el impacto que genera la filmación de una película en una localidad determinada, que procura la atención de sus habitantes sobre los acontecimientos y vicisitudes del rodaje y conmociona su vida cotidiana. Por eso, como veremos para el caso de Puerto Vallarta, una película puede tener un impacto social excepcional aun si no ha sido vista por la totalidad, o la mayoría al menos, de los miembros de una comunidad. Las audiencias directas y los medios de comunicación diseminan los imaginarios en la interacción social, y ella retroalimenta los contenidos de las producciones cinematográficas ampliando su impacto e influencia.

Por otra parte, esos imaginarios se difunden bien sea conservando sus rasgos intrínsecos en el proceso de difusión y diseminación en la colectividad, o bien sumando los rasgos (o sesgos) que se adicionan en el proceso de interpretación en un contexto dado, del que reciben agregados, modificaciones y adaptaciones según la circunstancia social e histórica prevalecientes. El imaginario se ve reprocesado, incorporando elementos idiosincrásicos, valorativos, apreciativos, morales o ideológicos, como también por el ciclo de vida o los cambios generacionales.

Los mensajes implícitos en toda obra cinematográfica, por otra parte, modifican las mentalidades sociales, especialmente cuando está ocurriendo ya un proceso de crisis, disposición al cambio o bien modificación en curso de algunas dimensiones de ellas (es decir, si existe ya una movilización psicológica en ciernes como sostenía el sociólogo argentino Gino Germani (1963). Y lo hacen si ese es el potencial de los mensajes, construido en la confluencia del discurso fílmico y el contexto de su recepción. Hay muchos contenidos que refuerzan las creencias existentes o promueven un regreso a tradiciones olvidadas o perdidas.

Hiernaux ha precisado el término imaginario de la siguiente manera: “en la formación del imaginario se ubica nuestra percepción transformada en representaciones a través de la imaginación, proceso por el cual la representación sufre una transformación simbólica. El imaginario es justamente la capacidad que tenemos, de llevar esta transformación a buen término”. En este sentido, la importancia del imaginario así entendido es que opera fundamentalmente como “guía de acción”; es decir, el imaginario orienta la acción social, y en esto radica su especial “fuerza creativa” (Hiernaux, 2007: 20).

De ahí también la capacidad del cine para, justamente, incidir en los cursos de la interacción social y orientar su trayectoria. Valga la pena un ejemplo de la influencia transformadora en los imaginarios sociales que pueden tener el cine y las películas. Se trata del documental rumano Chuck Norris contra el comunismo (2014), obra dirigida por Ilinca Calugereanu, que consigna el surgimiento de una red ilegal de traducción, reproducción y distribución (en la segunda mitad de la década de los 80) de películas occidentales videograbadas en formato VHS, principalmente cine de Hollywood, y cuya exhibición estaba prohibida en Rumania. Lo sobresaliente es que, si bien la rudimentaria elaboración de copias de películas en formato VHS degradaba la calidad de la imagen, y además de que la voz de una sola mujer traducía los diálogos de todos los personajes en cada cinta, el entusiasmo y la experiencia excepcional vivida por los espectadores rumanos no se veía menguado. De hecho, la traductora, Irina Nistor, se volvió una leyenda en su país, pues su voz omniabarcante llegó a los oídos de millones de rumanos.

Se trató de un fenómeno extendido que originó un amplio público clandestino en este país, audiencias que utilizaron al cine como una ventana por la cual asomarse para ver, juzgar y valorar una realidad distinta a la suya: un sistema de costumbres, actitudes y valores que, vehiculadas por la fascinación del cinematógrafo, terminaron ejerciendo un influjo poderoso en el proceso de deslegitimación del orden socialista (el régimen opresor de Ceaucescu) y que además alimentaron la disposición a “rebelarse” y “derrocarlo” (como finalmente ocurrió en 1989). Un lúcido testimonio recogido en el documental resume el asunto con pocas palabras: “Durante la Revolución de 1989 todos salieron a la calle porque sabían que podían tener una vida mejor. ¿Cómo lo supieron? A través de las películas”.

Y es que como anota Rojas Mix, “Sabemos muchas cosas simplemente por haberlas visto. En la civilización de la imagen el recuerdo de los acontecimientos aparece cada vez más ligado al panorama visual” (2006: 30).

Ahora bien, el “sentido de realidad” propio del cine da lugar a experiencias vividas, pero no implica ya sea aceptación, o bien rechazo automáticos de los contenidos de una narración: es, de hecho, independiente de esto. El mismo ocurre dentro de un contrato espectador-producción, en el que el primero juzga la veracidad de lo que ve al tiempo que suspende su evaluación moral de acontecimientos cuestionables. Un espectador acude a ver un filme que va contra todas sus convicciones personales, por ejemplo, gracias a ese contrato implícito. Pero aún así, se trata de una experiencia viva y actual que activa los sentidos, pero también la conciencia moral, los conocimientos, emociones, valores, hábitos y estilos de vida de las audiencias. Es precisamente esa incorporación amplia de dimensiones lo que la hace que se experimente como vivencias reales, y la evaluación que el individuo hace de una película supone el ejercicio de su facultad de juicio mediante un proceso que involucra elementos morales y cognitivos, pero, sobre todo, estéticos.

Cualquier influjo del cine sobre la sociedad presupone, pues, un paso complejo por filtros culturales de distinta índole, pero es seguro, de cualquier manera, que el cine tiene la influencia, variable en amplitud y profundidad, que se le atribuye desde muchos puntos de vista. En fin, el cine es una forma de entretenimiento, entre otros, y busca divertir, en el sentido amplio del término. La “evasión de la realidad” puede ocurrir, pero lo peculiar es que aún entonces, o precisamente por ello, produce experiencias reales y puede impactar en la realidad de las personas y las colectividades.


Capítulo II.

Ciudades, películas y cine

Cine e imaginarios urbanos

Las formas de la sensibilidad que son características de las sociedades modernas no se explican sin las trasformaciones originadas en y promovidas por el surgimiento y evolución de las ciudades como centros y ejes de la moderna configuración del espacio geográfico y social. Los imaginarios modernos son por ello imaginarios urbanos esencialmente, es decir, configuraciones de la mentalidad social construidas en la compleja red de vicisitudes de la vida urbana, y a partir de las experiencias vitales que ocurren en este contexto.

En la actualidad, la población urbana suma cerca del 55% de la población mundial, y en las regiones desarrolladas (y algunas en desarrollo) se aproxima al 80% o más. Pero aún cuando estas proporciones eran menores, en los albores del cine, es decir, del siglo XX, las ciudades eran ya los “lugares centrales” de prácticamente toda configuración espacial en proceso de modernización. La producción simbólica o imaginaria del espacio pasó a ser estructurada por el crecimiento de las ciudades y su predominio histórico y geográfico.

Lo que importa anotar, de cualquier manera, es que la cultura, y en general la visión del mundo de la población mundial es fundamentalmente la que predomina en las ciudades: la población que habita en las áreas rurales está cada vez más influenciada y permeada por la cultura y los estilos de vida de las concentraciones urbanas. Son pocos los casos y reducidos los segmentos de la sociedad en los que la mentalidad propia de lo rural predomina hasta cierto grado sobre la citadina, como ocurría en los albores de la urbanización (algo que se veía claramente en la época dorada del cine mexicano o en el éxito del género del wéstern). A lo sumo, se dan mixturas ocasionales donde se mezcla lo rural con lo urbano, combinando de distintas maneras, en diversas configuraciones, los elementos provenientes de estos ámbitos.

El sensorium urbano, esto es la forma de la sensibilidad moderna que nace con las ciudades, se entreteje en el entramado de las relaciones, entre la realidad material y objetiva de las aglomeraciones urbanas (casas, edificios, calles, avenidas, parques, vehículos de transporte, equipamiento eléctrico e hidráulico, alumbrado público, señalizaciones, monumentos, etc.), por una parte; y su realidad imaginaria y simbólica (estilos arquitectónicos, nomenclatura urbana, lugares con significación histórica, religiosa o cultural, señalización, la ciudad misma representada como un objeto con personalidad propia), por la otra. Todo ello es experimentado por sus habitantes en los contornos de una nueva manera de concebir el tiempo y el espacio, el movimiento y su duración.

David Harvey, el conocido geógrafo inglés, afirmaba que “no es posible entender una ciudad sino como una construcción de capas de realidad y fantasía que se superponen y complementan; en la ciudad el hecho y la imaginación deben fusionarse inevitablemente”. (Citado en Franco Salgado, 2017: 45). Precisando que los hechos de por sí adquieren significación gracias a una conexión imaginada (es decir, mediada por el lenguaje y el habla, la memoria y la reflexión) que tiene lugar en la psicología de las personas y se construye en la interacción de unas con otras.

El cine, por su parte, es un fenómeno cultural también esencialmente urbano. El cinematógrafo vio su alumbramiento en las ciudades, pero más que nada es concebido como la expresión artística típica de los modos y procesos que configuran los imaginarios citadinos, o de los imaginarios sociales que se originan en las representaciones urbanas. Por esta razón, y siguiendo de nuevo a Harvey, se afirma que si “el desarrollo de las comunicaciones y el transporte conduce a una compresión del espacio-tiempo en las dinámicas urbanas”, que son por su naturaleza espacios fragmentados, “por su propia ontología, el cine es la forma de arte que mejor representa estas circunstancias. Existe una especie de paralelismo en la forma como el transporte y las comunicaciones conectan las distintas partes del espacio geográfico de las ciudades, con la manera en que el montaje en el cine articula fotogramas y escenas filmadas separadamente, para conseguir una cohesión narrativa y espacial”, que resulta coherente e inteligible. (Franco Salgado, op. cit.: 45).

En general, hay coincidencias en el sentido de que el cine es la expresión cultural que mejor embona con la experiencia de la vida en una ciudad moderna: que está embebida en la lógica contenida en una amplia variedad de sus rasgos definitorios. Me refiero aquí a la discontinuidad con la que se experimenta el mundo, además del imprescindible fenómeno de la urbanización, la creciente división del trabajo, los procesos de secularización, la emergencia de la ra­cionalidad científica e instrumental, la pérdida de autoridad de la tradición como guía de la existencia y cimiento de la personalidad, la discontinuidad de la existencia por efecto de la movilidad espacial y social, como también en razón del carácter contingente de las experiencias vitales, debido a la fragmentación del espacio vivido y las correspondientes asincronías en los flujos temporales.

Este es el caso también de un pensador tan influyente como Walter Benjamin, quien, por ejemplo, afirmaba que “el cine corresponde a una serie de cambios profundos en el aparato perceptivo, cambios que son experimentados a escala individual por el hombre que se desplaza por las calles y entre el tráfico de la gran ciudad” (2003). “Desde hace más de un siglo, escribe Stephen Barber, la afinidad entre el cine y el espacio urbano ha dado lugar a una fuerza determinante que subyace en los modos de visualización y mediación de la historia y del cuerpo humano” (Barber, 2006).

Krakauer, a su vez, sostenía que la ciudad, “y especialmente la calle, es un ejemplo esencial del espacio cinematográfico, en sintonía con la experiencia de lo contingente, lo fluido y la indeterminación ligadas a la modernidad” (Robertson, s/f). Por eso, finalmente, también alguien ha llegado a afirmar que la “vida en el pueblo es narrativa… en una ciudad, las impresiones visuales se suceden unas a otras, se superponen y entrecruzan: son cinematográficas.” (Pound, 1921).

En razón pues de que el cine —como expresión artística, industria cultural y espectáculo de masas—, fue una creación de y en las ciudades, y puesto que en ellas se ha desarrollado y ha desplegado su influjo más distintivo, la urbanización progresiva ha sido lógicamente el fenómeno concomitante al entronamiento del cine como espectáculo y medio de comunicación de masas.

No en balde, la capacidad que ha tenido el cine para influir en los imaginarios, alternativos o no, sociales o incluso políticos (como en el ejemplo de Rumania), como también para moldear la imagen que proyectan las ciudades entre propios y extraños (es decir, entre quienes habitan una ciudad y entre quienes viven en otras ciudades o en el ámbito rural).

Pero también la diversidad de estilos de vida, el pluralismo cultural, el dinamismo de la vida urbana, la posibilidad de experiencias diversas, y un público más abierto, son indispensables para la variedad de géneros, como también para la gran cantidad de historias, tramas, argumentos y enfoques que se ensayan en la producción cinematográfica. La ciudad le ofrece a la industria la base cultural y la mentalidad propicia para diversificar la oferta y ampliar los mercados del cine.

En fin, digamos que en “la civilización de la imagen” (Rojas Mix, 2006), el cine es el medio privilegiado en el proceso de emergencia y estructuración de los imaginarios urbanos, es decir, de las representaciones que los individuos se hacen de la ciudad, representaciones visuales preponderantemente. Son, por supuesto, constructos sociales, tejidos alrededor de vectores de sentido y significaciones culturales que se vehiculan por medio de la imagen cinética del espacio citadino. Por lo demás, el imaginario urbano cumple una función social de primer orden, pues opera como “carta de navegación”, que orienta y da sentido al desplazamiento de los individuos por la geografía de la ciudad, y le confiere significación a las experiencias vividas en sus flujos espacio-temporales (Lindon, 2007: 10).

La ciudad: morada natural de la industria fílmica

Alguien ha señalado que por el tipo de interrelación entre la ciudad y el cine, “el ascenso del cinematógrafo siguió las huellas de la urbanización y la industrialización, y su producción y exhibición tempranas fueron completamente urbanas. Más que nada, la ciudad ha demostrado ser tanto un tema como un escenario de gran riqueza y diversidad” (Robertson: s/f).

Sólo que esta observación no repara lo suficiente en el primer aspecto del vínculo, y que ha sido tan importante como el que se enfatiza. Quisiera recordar que en el origen del cinematógrafo sobresale un afán de innovación tecnológica casi exclusivamente. Encontrar la forma de reproducir el movimiento real en imágenes fotográficas, como un fin en sí mismo, consumió los esfuerzos de los pioneros del cine. Todo mundo sabe que consultados al respecto, los hermanos Lumière creían que su invento, con todo lo relevante que era, no tenía otra utilidad que la de permitir el avance tecnológico en el campo de reproducción de imágenes. La fortuna quiso que un mago, George Méliés, discrepara de los ilustres hermanos y adivinara el enorme potencial artístico de su invento, o que Charles Pathé y Léon Gaumont adquirieran la patente del invento de los Lumière, y luego de perfeccionarlo sustentaran en ello las primeras dos grandes productoras de películas en el mundo.

Con esto quiero señalar lo evidente: además de tema y escenario de las películas, la ciudad es la localización de la industria que las produce, las filma y las distribuye. Para rodar una película se requiere antes la existencia del equipo de filmación en sí mismo, pero también de una compleja estructura que incluye escenarios construidos, sofisticados equipos de iluminación, transporte, maquinaria ad hoc, personal capacitado en una gran cantidad de tareas especializadas y, por supuesto, salas de exhibición.

El cine, como empresa económica, creó desde sus orígenes y con una velocidad inusitada, una industria tan compleja como próspera. Y como no podía ser de otra manera, la localización de esta industria fueron al inicio las grandes ciudades, y sólo ocasionalmente le tocó esa suerte a poblados más pequeños, de los países más desarrollados. Localización que se democratizaría pasado el primer tercio del siglo XX, al llegar a ciudades de los principales países en vías de desarrollo (cuadro 1).

Con el cine surgen simultáneamente las grandes casas productoras y los grandes estudios, animados por el enorme potencial de este nuevo medio de comunicación y entretenimiento, que maravillaría a su creciente público por más de un siglo hasta la actualidad, al ofrecerle una experiencia que continúa insuperable en muchos sentidos. Como ya lo mencioné, los pioneros de la industria cinematográfica en forma fueron Gaumont (1895) y Pathé (1896) dos casas productoras fundadas en Francia, cuna además del cinematógrafo, a las que acompañaría pocos años después (1905) la empresa italiana Itala Film. Las tres empresas fueron en su tiempo las más grandes del mundo y, señaladamente, Gaumont y Pathé se extendieron rápidamente hacia otros países europeos y hacia los Estados Unidos.

Entre 1910 y 1928 vieron la luz otras 12 casas productoras y estudios cinematográficos, todas ellas en cuatro países. Se fundan estudios en Checoslovaquia (Praga, 1), Rusia (Mosfilm, en Moscú, 1), Inglaterra (Borhamwood, 1), Alemania (Múnich, Postdam y Berlín, 3) y seis grandes estudios en los Estados Unidos (California).

Estas últimas seis casas asentadas en Los Ángeles incluyen: Universal, Paramount, Walt Disney, RKO, Warner Brothers y Metro Goldwyn Mayer. Originalmente nacida en Nueva York, la industria norteamericana del cine se trasladó a la costa oeste, a causa de la famosa guerra de las patentes, convirtiendo muy pronto a la ciudad de Los Ángeles en la meca del cine en el mundo, pues pasaría progresivamente a dominar el mercado cinematográfico internacional.

Si se toma el conjunto de las empresas creadas en la era del cine silente, se observarán 15 estudios que dan origen y forma a una industria apenas en ciernes, pero ya floreciente y próspera.

El tránsito al cine sonoro no detuvo la llegada de nuevas empresas en más países, de modo que en las dos décadas siguientes, las 30 y 40, se crean 11 estudios cinematográficos adicionales, para sumar 25 estudios existentes para estas fechas. En esta segunda ola, además de Los Ángeles (con la 20th Century Fox, principalmente), sobresalen Londres (Shepperton Studios y Pinewood Studios), Roma, Italia, con Cinecittá y México con los Estudios Churubusco.


Cuadro 1. Principales estudios cinematográficos en las primordiales ciudades de la industria fílmica
PaísCiudadEstudiosAño
FranciaParísGaumont1895
Pathé1896
Estados UnidosLos ÁngelesUniversal Studios1912
RKO1928
20th Century Fox1935
Hollywood, Ca.Paramounth Studios1912
Burbank, Ca.Walt Disney Studios1923
Warner Brothers Studios1923
Culver City, Ca.Metro Goldwin Mayer Studios1924
Tucson, Az.Tucson Studios1939
ItaliaRomaItala Film1905
Cinecittá1937
De Paolis Studios1954
Elios Film Studios1963
AlemaniaMúnichBavaria Studios1919
PotsdamStudio Babelsberg1912
BerlínEstudios UFA1920
InglaterraIver HeathPinewood Studios1934
SheppertonShepperton Studios1932
LondresEaling Studios1931
HertofordshireLeavesden Studios1994
BorehamwoodElstree Film Studios1925
RusiaMoscúMosfilm1920
República de IrlandaBrayArdmore Studios1958
Irlanda del NorteBelfastTitanic Studios2000
EspañaMadridEstudios CEA1932
Sevilla Films1941
Estudios Bronston1943
BarcelonaOrphea Film1932
Estudios Balcázar-Esplugas City1951
AlicanteCiudad de la Luz Studios2005
MéxicoMéxico, D. F.Estudios Churubusco1945
Rosarito, B. C.Baja Studios1996
ChinaHengdianHengdian World Studios1995
IndiaBombayFilm City1977
RumaniaBufteMediaPro Studios1950
BucarestCastel Film Studios1992
República ChecaPragaBarrandov Studios1921
HungríaBudapestKorda Studios2007
BulgariaSofíaNu Boyana Film Studios1962
MarruecosOuarzazateKansaman Studios-
CLA Studios2004
Atlas Corporation Studios1983
AustraliaSídneyFox Studios1998

Fuente: https://listas.20minutos.es/lista/el-cine-y-los-grandes-estudios-de-rodaje-388116/.

Durante los veinte años posteriores, los cincuenta y los sesenta, el ritmo de ascenso en el número de estudios ya no se sostiene, cayó a solamente seis estudios abiertos en este lapso de tiempo, y todavía menos en los setenta y ochenta, cuando solamente se añaden dos nuevas casas productoras y estudios. No obstante, resalta en este último periodo la creación de Film City en Bombay (cuando Bollywood alcanza su máximo esplendor).

En los noventas y la década del 2000 se da un ligero repunte en comparación con las cuatro décadas precedentes, y se crean ocho nuevos estudios cinematográficos, sobresaliendo en este caso los Hengdian World Studios en China, Leavesden Studios en Inglaterra y los Baja Studios, en Rosarito B. C., México.

La lista de estudios importantes consignada en el cuadro 1 no es pequeña, y podría ser más larga si se añadieran estudios menores existentes en otros países y ciudades que tienen una producción significativa de películas. En todo caso, la lista de países que sobresalen con mucho por su presencia en la producción de películas y, por lo tanto, en la industria cinematográfica internacional, no es tan amplia. Son 18 naciones, pero no todas, además, con el mismo peso e influencia en la industria. Evidentemente, Los Ángeles es la principal capital del cine en el mundo, seguida de Bombay, y a mucha distancia por Londres, Roma, Hengdian, Múnich y Madrid.

En la gran mayoría de los casos, el desplazamiento de los grandes estudios cinematográficos se da en ciudades con una larga historia, famosas y apreciadas por distintas razones (paisaje urbano, patrimonio arquitectónico y monumental, herencia cultural, o, en general, personalidad e imagen urbana). A ello se agrega al patrimonio físico y simbólico que acompaña el establecimiento de esos estudios. Ciudades como Los Ángeles, París, Berlín, Roma, Bombay o Moscú sobresalen en este sentido.

La ciudad como espacio fílmico

Las ciudades son el lugar sede de la industria fílmica, pero además de “proporcionar el trasfondo” de las películas (Sorlin, 2001: 21), han sido siempre escenarios privilegiados para filmarlas. Así que la ciudad ha venido jugando un rol crecientemente importante y de mayor envergadura, además de albergar la industria del cine, porque ella proporciona los escenarios adecuados, fuera de estudios, para la gran mayoría de los géneros cinematográficos. Si bien en principio, además de referirse aquí a los elementos del paisaje urbano que suelen filmarse, también se incluyen los escenarios no urbanos que se construyen ex profeso en los estudios de filmación; lo destacable, por supuesto, son los escenarios de la ciudad que se seleccionan y se filman. En este contexto, los escenarios naturales, urbanos o no, han sido relevantes en la filmación fuera de estudio, especialmente si hablamos de géneros como el wéstern o el cine de aventuras. Progresivamente, el cine se ha ido saliendo del set construido en estudios, para recurrir a escenarios reales, no simulados, tanto urbanos como rurales.

Pero volviendo al primer asunto, es claro que la cantidad de ciudades que albergan estudios y productoras de películas, es mucho menor que las ciudades susceptibles de convertirse en escenarios fílmicos, y también, desde luego, mucho menor que el número de ciudades con locaciones que han sido efectivamente filmadas. Prácticamente toda capital o ciudad importante, en algún sentido, ha ofrecido lugares convenientes para escenificar episodios de películas y contribuir con imágenes ad hoc a la narrativa visual que luego se proyecta en la pantalla (la “grande” y la “pequeña”, si se añade la TV). Conforme se diversifican los géneros cinematográficos y se multiplican las historias y narrativas fílmicas, así se han ido abriendo las posibilidades de cada vez más ciudades para contribuir con elementos de su paisaje a la concreción espacial de la diégesis cinematográfica, en sus distintos géneros y tramas, enriqueciendo con ello al cine en general.

En este sentido, se puede hablar, a grandes rasgos, de Ciudades de la Industria cinematográfica (como las anotadas en el cuadro precedente), de Ciudades Escenario de películas (sin industria), y de ciudades que conjugan ambos aspectos. De las enlistadas, quizás Hengdiang, Ouzazarte, Iver Heath, Culver City, Tucson o Rosarito B.C. podrían nombrarse como ejemplos de ciudades con estudios, pero sin o con poca experiencia como escenarios fílmicos. Ciudades cinematográficas sin estudios internacionales o industria, pero que han servido reiteradamente de escenarios importantes, la más obvia es Nueva York, pero también se pueden agregar muchísimas más ciudades y metrópolis importantes, como Buenos Aires, Río de Janeiro, Acapulco, Dublín, Montreal, Casablanca, Lisboa, Puerto Vallarta, San Francisco, Nueva Orleans, Sevilla, Dubrovnic, San Petersburgo, Brujas, Saigón, Venecia, Tokio, Pekín, Sídney, Viena, Florencia, Estambul, Ciudad del Cabo, Tánger, El Cairo o Jerusalén, por mencionar algunos ejemplos de entre una lista enorme. Por último, los ejemplos más emblemáticos de ciudades que combinan ambos aspectos serían París, Berlín, Los Ángeles, Moscú, Roma o Londres y, en mucha menor medida, Madrid, Belfast o México.

El registro de la generalidad de los ejemplos de ciudades y películas filmadas en ellas que se pueden mencionar, arrojaría una lista enorme y, hasta cierto punto, innecesaria. Más útil sería quizá referirse a casos emblemáticos de películas que han trascendido por su importancia en la historia del cine y, por supuesto, a las ciudades donde fueron rodadas, gracias a lo cual han visto proyectada su imagen sociourbana y adquirido o acrecentado su fama internacional. Volveré sobre este punto en el próximo apartado.

Las películas han proyectado por más de un siglo una enorme diversidad de lugares y objetos urbanos, principalmente los que tienen algún significado o atractivo especial, en principio para la trama de una narrativa filmada, pero también para darle atractivos adicionales a las películas que se producen, y ampliar su mercado entre las audiencias, y, por añadidura, quizá también para difundir los atractivos de un potencial destino turístico.

Alguien ha escrito que “en un sentido significativo, el cinema es un ‘arte de la ciudad’. Desde los hermanos Lumière, el cine ha representado distintos espacios, estilos de vida y condiciones humanas de la ciudad. Formalmente, el cine ha tenido una llamativa y distintiva habilidad para capturar y expresar la complejidad espacial, la diversidad y el dinamismo social de las ciudades por medio de la mise-en-scène, la iluminación, la fotografía o la edición” (s/a: “Constructing the city in cinema”).

Se trata de una dinámica cultural que ha transformado a las ciudades en personajes de propio derecho en las producciones cinematográficas, pero que también retroalimenta la dinámica urbana junto con la imagen que de las ciudades se hacen los espectadores y las audiencias. De alguna manera, por ejemplo, “gracias al cine las ciudades mismas se han vuelto espectáculos; también ellas son rediseñadas constantemente de acuerdo con los deseos de la gente influenciada por imágenes cinematográficas. En la actualidad, los centros comerciales, los parques de diversión, los museos, jardines, decorado de las calles, etc., vuelven espectacular a la ciudad, y todo ello se construye, en gran medida, a partir de imágenes cinematográficas”. (“Constructing the city in cinema”: 81).

Por eso cuando otro autor se pregunta “¿dónde está el cine?”, la respuesta que encuentra más lógica es: “está ahí fuera a tu alrededor, el cine está en toda la ciudad: esa continua y maravillosa representación de películas y escenarios” (Baudrillard, 1988: 56, citado en Clark, 1997).

Por su calidad de escenarios recurrentes, las ciudades filmadas terminan añadiendo una cualidad distintiva a su imagen y “personalidad”. Gracias a las imágenes registradas en el celuloide y difundidas en las pantallas, las ciudades enriquecen enormemente la percepción que tienen de ellas sus habitantes y quienes las visitan. Y la redondean porque se trata de una vivencia actual, donde el espectador suele también proyectar en la ciudad misma las experiencias acumuladas en la fruición cinematográfica (es decir, viendo películas), a lo largo de su propia historia como espectador.

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9786075712734
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