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En las noticias, la reportera dio más información acerca del caso del difunto senador. Dijo que, a pesar de que hubo alguien con un testimonio contundente —el padre de JT—, la Policía no tenía la información necesaria para descubrir y detener al asesino. Mostraron la repetición de la aparición de un político diciendo que aquel asesinato no iba a quedar impune, que iban a encontrar al asesino y que lo iban a enviar a la prisión de Widerstand para que viviera ahí el resto de su vida. El hombre también recalcó la buena seguridad de la cárcel nortina y contó que en la historia del país solo habían escapado dos personas de aquel lugar, y que en ambos casos pasó muy poco tiempo antes de que la Policía se hiciera cargo. Aseguró que con las nuevas medidas tomadas por la prisión, el asesino del senador lamentará de por vida haber hecho semejante crimen, porque huir de aquel lugar era imposible.

Cuando el secretario de William Urrutia apareció por la puerta que está detrás del escritorio, Marty estaba más tranquilo, comparando a cuando se enteró de la muerte del senador, pues la seguridad en las palabras salidas de la boca del político hizo que confiara en él.

—¿Marty Curtalef? —preguntó el anciano con mucha amabilidad, mientras se acomodaba sus grandes lentes.

Marty asintió con la cabeza.

El señor le hizo una seña para que lo acompañara. Cruzó la puerta y luego lo siguió por un pasillo hasta detenerse frente a un letrero que decía: «Jefe comunal de la SPC: William Urrutia». El secretario abrió la puerta, lo hizo pasar, cerró y se marchó.

William Urrutia estaba sentado detrás de un escritorio. A ambos lados de él, había un centinela. Los dos eran grandes y musculosos, al igual que los hombres del almacén. Perturbado quedó cuando, al observar al hombre de la derecha, reconoció de inmediato sujeto que lo mantuvo agarrado del cuello en el momento en que Paco le recitaba el dichoso código. No pudo evitar que en sus ojos se marcaran grandes llamaradas de fuego. Para él, aquel sujeto no actuó en el almacén, al contrario, parecía muy a gusto asfixiándolo.

William Urrutia lo miró con una maliciosa sonrisa, y como si le estuviera leyendo la mente, dijo:

—Sí, Marty, él estuvo en el almacén. Como te mencioné arriba, mandé a algunos de mis guardias para mantener el orden. No lo mires así. Él solo seguía instrucciones. En ningún momento te iban a hacer daño a ti ni a nadie.

¿Qué estupidez estaba hablando William Urrutia? Incluso el tonto de Alessandro se dio cuenta de las verdaderas intenciones de esos sujetos. Por muy buenos actores que fueran, nadie podía aparentar tan bien la sed de sangre que ellos poseían. Aunque, ahora que lo pensaba mejor, el jefe comunal de la SPC tenía igual, si no más, responsabilidad por todas las cosas que sucedieron desde el momento en que él entró al almacén que cualquier otro involucrado en el tema. Así que, el odio que tenía destinado al centinela, lo proyectó también en William Urrutia por ser el responsable de todo, inclusive de la frase sin sentido que hizo alterar a sus padres.

—¿Qué es «el águila salió del cascarón»? —preguntó al acordarse de la frase.

El jefe comunal de la SPC demostró confusión.

—¿Y eso?

—Es un código que leí por ahí, creo que en un libro —mintió—. Pensé que usted por ser parte de una sección importante de la Policía podría conocerlo y explicármelo.

—Me gustaría tener tiempo para responder a todas tus dudas, como te prometí hace un rato, pero como desconozco la respuesta de esta, es irrelevante por el momento y, como te has dado cuenta, nuestro tiempo es escaso, te agradecería que solo preguntaras acerca de lo que estamos hablando.

Marty asintió lentamente. El jefe comunal de la SPC no sabía qué hacían sus empleados, de eso sí estaba seguro. Notó lo honestas que fueron las palabras de William Urrutia cuando aseguró que desconocía la respuesta. Sin embargo, fue «el águila salió del cascarón» lo que hizo que su madre se alterara y que su padre condujera más rápido de lo habitual. Aunque algo le hacía pensar que, si el hombre que tenía enfrente, teniendo el cargo que tenía, desconocía el significado de aquella frase, podía ser porque, a lo mejor, solo era una frase y no un código secreto, como a él le gustaría que fuera. Pero entonces, ¿por qué su madre se alteró al escucharla?

—Pasemos a lo importante —continuó William Urrutia, frotándose las manos—. ¿Conoces al senador Máximo Jara?

—Mi mamá trabajaba para él, así que sí. También he oído acerca de lo que le sucedió, si es eso lo que quiere saber. ¿Por qué la pregunta?

—El senador era una persona importante e influyente, y por ende tenía muchas cosas que ocultar.

—¿Y qué? ¿Quiere que yo entre a su casa, busque lo que ocultó y se lo traiga? ¿O quiere que descubra quién lo asesinó? —preguntó con ironía, pero al mismo tiempo con esperanza.

El jefe comunal de la SPC conocía sus capacidades, pero aun así nunca le pediría a un menor de edad con ansias de ser detective resolver un caso de asesinato. Jamás expondría a un joven a ver lo que él ha tenido que presenciar varias veces y con desgana.

—Te pareces mucho a Gabriel —aseguró nuevamente—. Me miras de la misma forma que él lo hacía cuando la posibilidad de descubrir algo se le presentaba.

—¿Entonces? —preguntó tajante. Ya le estaba incomodando ser comparado con una persona que tenía el apellido de su tocayo.

—Nada de eso. Ya tenemos más que claro quién es el asesino. Su nombre es Germi Barbo. Y hace unas horas está siendo interrogado por mis mejores agentes. Además, ya confesó el crimen.

—Pero acabo de ver en las noticias y ahí….

—No debes creer todo lo que escuchas —lo atajó William Urrutia—. El asesinato de Máximo Jara será lo más comentado durante harto tiempo. Aquí nuestro problema es otro.

—¿Tiene que ver el hombre del que hablaban en el ascensor?

—No —dijo cortante, levantándose de su asiento—. Y ya te dije: el tema del usurpador de identidades no nos compete a nosotros.

William Urrutia se acercó a la puerta que estaba junto a su escritorio y con un gesto le solicitó que lo acompañara adentro. Marty asintió y obedeció. La nueva habitación era tres veces más grande que la anterior, tenía demasiados cajones de metal y un montón de archivos apilados en diferentes lugares.

—¿Y esto qué es?

—Aquí almaceno toda la información confidencial de la SPC. Debes sentirte orgulloso de poder estar aquí. Muy pocos han podido ingresar y demasiados atesorarían estar en tu lugar.

Al principio se sintió emocionado, tanto, que deseaba revisar cada archivo que ahí se encontraba, pero, después, a los diez minutos de estar en la habitación, más que sentirse afortunado, estaba aburrido. William Urrutia hablaba acerca cosas poco relevantes para cualquiera. No se detuvo en nada interesante respecto al asesinato del senador Máximo Jara, sino que empezó a hablar de un tal Michael Stephenson, un millonario. El señor Stephenson era hijo de un extranjero que llegó al país unos sesenta años atrás y que se convirtió en el mayor productor de cereales del mundo entero. John Stephenson era un hombre tan caritativo que al morir dejó gran parte de sus riquezas a los países más pobres del globo terráqueo. A pesar de no heredar mucho dinero de su padre, Michael Stephenson se quedó con las empresas e hizo que estas mejoraran exponencialmente. Aunque Marty conocía ya conocía esta historia, William Urrutia no omitió ningún detalle, e incluyó todo lo referente a los dos matrimonios, a la muerte de la primera esposa del señor Stephenson y lo tanto que esto repercutió en la vida del millonario y en su forma de actuar. Para Marty, esos fueron los diez minutos más aburridos de su vida. Por suerte, después de esto, el jefe comunal de la SPC dio información más sabrosa. Comentó que una fuente confiable le mencionó a la jefa nacional de la SPC, o sea, su jefa, que había visto a Germi Barbo entregarle algo a Michael Stephenson a unas cuantas cuadras de la casa del senador pocos minutos después de haber sido cometido el asesinato. Luego de que la SPC registrara la casa, descubrieron que la caja fuerte del senador estaba vacía.

¿La fuente confiable de la que hablaba William Urrutia era el padre de JT? No. Había otro testigo. Y ni siquiera necesitaba pensarlo, porque era obvio. Según JT, su padre vio a alguien sospechoso salir de la casa del senador aquella noche, y lo primero que hizo fue llamar a la Policía. Y como todos saben, los policías no se demoran nada en llegar a la escena del crimen. Por eso, aunque el padre de JT fuera tonto —cosa que no era, porque ahora tenía uno de los cargos jurídicos más importantes que se pudiera soñar— yendo en automóvil tras el asesino, no habría tenido tiempo para volver a la casa del senador antes de que la Policía llegara al lugar. La fuente confiable era otra persona.

—Entonces, ¿usted cree que Germi Barbo asesinó al senador para robarle lo que guardaba en la caja fuerte? —William Urrutia asintió—. ¿La casa del senador no estaba protegida por Mouxi? La capital es la ciudad menos segura del país. Alguien en su posición, mínimo debería optar por la mejor seguridad posible.

—La propiedad de Máximo Jara está protegida con la última actualización de Mouxi —precisó.

—¡¿Qué?! —chilló—. ¿Alguien ha burlado la seguridad de Mouxi? —No lo podía creer—. ¡Eso es imposible!

—No lo es. Ha sucedido.

—Y ¿ahora qué pasará con Mouxi? —La cabeza de Marty estaba a punto de explotar—. ¿Dirán que no es segura?

—No, nada de eso. Este suceso no quita que la seguridad de Mouxi sea la mejor del mundo entero. Es un hecho particular. Y por eso estamos interrogando al sujeto para comprender cómo hackeó el sistema e impedir que vuelva a suceder.

—Pero esto está mal. Todos creen, yo creía que estábamos a salvo…

—No, lo realmente malo es que Michael Stephenson se haya quedado con aquello que tanto el senador protegió —intervino—. No sabemos qué podría llegar a hacer con eso. Por lo que nuestra misión, tu misión, Marty, es descubrir dónde lo esconde y traerlo de vuelta.

—Y ¿por qué no manda a un policía a su casa y lo obliga a entregárselo? —preguntó, convencido de que la idea era una buena opción.

William Urrutia se rio antes de decirle a Marty que Michael Stephenson tras la muerte de su primera mujer comenzó a formar parte de aquel grupo de personas que trabajan de forma ilegal, siendo él el mayor productor de drogas a nivel nacional. Tanto se metió en el tema, que viajó al extranjero a perfeccionar sus producciones, hacerlas menos dañinas y más adictivas. Por conclusión, gentilmente no le entregaría ese objeto a la Policía. Es más, el menor contacto posible con la Policía era mejor para él.

—Si saben todo eso, ¿por qué no lo detienen?

—Porque desconocemos la ubicación de su laboratorio. Si lo hubiéramos enviado a prisión, habría hecho desaparecer toda la producción, como lo hizo cuando descubrimos donde se encontraba anteriormente. Y ahora, si lo llamamos a declarar, haría lo mismo con lo robado de la casa del senador. Según nuestra fuente, Michael Stephenson tiene varios contactos peligrosos (uno, por ejemplo, es Germi Barbo) y un grupo de empleados que le brindan una seguridad sorprendente y que lo ayudarían a encubrir cualquier cosa.

—Entonces, ¿cómo quiere recuperarlo? Usted dice que preguntando directamente es pésima idea, y entrar suena imposible.

—Nada es imposible —dijo esbozando una perturbadora sonrisa.

—¿Quiere entrar sabiendo que Michael Stephenson tiene contactos tan peligrosos como el asesino del senador?

—No, yo no entraré. Lo harás tú —dijo, apuntándolo.

Si la mirada de William Urrutia no hubiera sido tan honesta, se hubiera reído a carcajadas. Sonaba igual que la persona detrás del parlante del vehículo sin chofer al esperar que él le llevara al sujeto del almacén.

—No. No lo haré. No sacrificaré mi vida en una misión suicida, porque así es como suena esto.

—Y ¿qué es lo que has hecho yendo al almacén? —preguntó, inclinándose hacia atrás, dominando la situación.

—Eso fue distinto. Era la vida de mi hermano la que estaba en peligro. Ahora solo hablamos de un tonto objeto. Además, con la aventura del almacén aprendí que no soy invencible como pensaba. El tipo de afuera me lo enseñó. Y si él y el resto, que eran simples actores, me trataron como si fuera de papel, imagínese cómo terminaría al enfrentarme con verdaderos maleantes.

William Urrutia se acercó a un mueble que estaba al otro lado de la habitación y tomó uno de los tantos periódicos que había ahí encima, le echó una mirada y se lo guardó bajo el brazo.

—No es que tengas elección en esta conversación. Eres la única persona que puede entrar y salir sano y salvo de la casa de Michael Stephenson. Porque, aunque no lo sepas, eres muy especial, Marty Curtalef.

—¿Por qué lo dice? —preguntó, dejando de lado el hecho de que acababan de decirle que no tenía elección sobre de su futuro.

—Porque a diferencia de cualquier otro, Michael Stephenson te necesita.

Y antes de que Marty preguntara a qué se refería, William Urrutia continuó con la historia del narcotraficante, que al parecer había quedado inconclusa. Contó que Panamá fue el país al que había ido Michael Stephenson dieciséis años atrás, acompañado por el químico con el que trabajaba, para perfeccionar sus productos. Aseguró que para los agentes de la SPC no les fue complejo mantener vigilados todos sus movimientos, por lo que supieron de inmediato que tuvo un hijo en aquel lugar. A Marty le sorprendió que el hijo de Michael Stephenson hubiera nacido dieciséis años atrás, tres años después de que Michael Stephenson se casara con su segunda mujer. El tema del casamiento era una tradición extranjera, por eso no le sorprendió que el hijo de John Stephenson, un extranjero, decidiera unirse de tal forma con otra persona. Pero ¿engañar a su mujer? Eso dejó asombrado a Marty. Si alguien se enteraba de aquello, su reputación decrecería exponencialmente. Aunque, si lo pensaba bien, no mucho podía bajar el prestigio de un narcotraficante, pues prestigio ya no le quedaba nada.

Y como Michael Stephenson era millonario, movió gran cantidad de dinero con tal de traer a su hijo al país después de la muerte de la madre de este, que ocurrió unas semanas atrás. El narcotraficante se puso en contacto con los orfanatos nacionales, buscando un chico parecido a su hijo, todo para hacerle creer a su mujer que era un hombre de buen corazón que adoptaba a un huérfano y no un esposo infiel.

—Tu misión, Marty —concluyó William Urrutia—, es permanecer en esa casa como el hijo adoptivo de Michael Stephenson, encontrar lo que se robaron de la casa del senador y traerlo de vuelta.

No necesitaba ser un genio en deducción para entender los mensajes subliminales que habían detrás de las frases que decía el jefe comunal de la SPC. No podía creerlo. Parecía un chiste. No podía ser que…

—¿Me está diciendo que me parezco al hijo de Michael Stephenson?

—Sí, pero el color de su pelo es totalmente diferente. El de él es negro y el tuyo castaño claro —respondió como si fuera una gran diferencia.

—¡Guau, eso me hace sentir mucho mejor! —añadió con ironía, alzando una ceja—. ¡La única diferencia que tengo con el hijo de un narcotraficante es el color de pelo! Por eso me lo cortaron, ¿no?

William Urrutia asintió.

—Menos diferencias, más posibilidades de que Michael Stephenson te quiera cuando te vea. Aunque no deberías preocuparte por eso, porque es realmente sorprendente el parecido que tienen.

Cada nuevo comentario que salía de la boca de William Urrutia hacía que Marty se fastidiara aún más. Desde siempre tuvo más que claro que cada persona era única y especial, y ahora, aparte de que ser confundido con su tocayo, salían con que tenía un clon.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere que busque? —dijo para cambiar de tema.

William Urrutia suspiró.

—No sé mucho, pero según la fuente de la que te hablé, es un objeto plateado y pequeño. Ninguno de nuestros expertos puede decir con certeza qué es. Sé que no es de mucha ayuda, pero es lo único que tenemos hasta el momento. Cuando sepamos más, te lo haremos saber. ¿Alguna otra consulta?

—Sí. Según lo que usted me dijo al principio, la SPC vela por la seguridad de la ciudadanía. ¿Qué de peligroso tiene un pequeño objeto plateado para hacerle creer que son necesarios los servicios de la SPC?

William Urrutia se tomó su tiempo para responder, porque antes de hacerlo le regaló otra sonrisa malvada a Marty.

—Solo Gabriel Reit hubiera hecho esa pregunta. —Esbozó la frase y volvió a poner su serio semblante—. «Debes cuidarlo con tu vida, Michael. Este pequeño objeto puede parecer insignificante, pero confía en mí, me han dicho que puede cambiar el curso de la historia a nuestro favor», le dijo Germi Barbo a Michael Stephenson esa noche. Y si un asesino le dice eso a un narcotraficante es para preocuparse.

¿Cambiar el curso de la historia? ¿Cómo un pequeño objeto plateado podía cambiar el curso de la historia? ¿De qué estaban hablando? ¿Una bomba nuclear? ¿Un virus letal? Aunque con la aventura del almacén se dio cuenta de que no era tan hábil como creía, no le importaba si en el intento de infiltrarse en casa de Michael Stephenson sacrificaba su vida, pues no podía dejar que el mundo sucumbiera a sus pies, no sabiendo que era el único que podía evitarlo. Y más si ese siempre había sido su sueño.

—Me apunto —agregó chasqueando los dedos.

—Aunque no es que tuvieras elección, me alegra que hayas decidido participar. Eso era lo que esperaba escuchar del chico que hemos estudiado por varias semanas. Ahora que estás al tanto de lo que debes hacer, quiero que no olvides que debes trabajar lo más rápido posible. La llegada del hijo de Michael Stephenson está programada para dos semanas y no podemos atrasarla más. Así que necesitas encontrar el objeto robado antes de esa fecha. ¿Entendido? —Marty asintió—. Bien. Entonces, si está todo claro, será mejor que volvamos.

Regresaron a la oficina, y para su desgracia los centinelas seguían en el mismo sitio. William Urrutia se sentó y posó sobre su escritorio el periódico que llevaba bajo el brazo. Le hizo un gesto a Marty para que lo leyera, y este de inmediato presintió que algo malo estaba por suceder. Con sus trémulos dedos acercó el periódico a sus ojos, deseando que no fuera lo que creía que era.

En la primera página salía como titular:

«Terrible accidente provoca la muerte de cuatro integrantes de una familia»

Hay momentos en la vida donde una persona puede ver superficialmente el entorno como el resto, pero son los otros, a quienes su mundo no se les ha perturbado, quienes se dan cuenta, por la mirada de esta persona, cómo cada segundo que transcurre tras enterarse de una horrible noticia y antes de llorar —si es que llega a hacerlo—, la persona se introduce más y más en lo más profundo de su ser. Sus músculos faciales se aflojan cuando empieza a comprender lo sucedido, y de a poco va sumergiéndose en el mundo de las penas y las desdichas. Fue eso lo que vio William Urrutia en los ojos de Marty cuando este comenzó a leer el periódico. Y no erraba, el mundo de Marty se derrumbó en ese mismo instante. No había pensado realmente en su familia ni en lo que sucedió la noche anterior, pero ahora, bajando los hombros y mirando sin observar a William Urrutia, sintió su pérdida.

Mientras que el periódico se deslizaba entre sus trémulos dedos, pensaba en la mentira que le dijo el hombre que tenía enfrente. Le había asegurado que a su familia no le había sucedido nada, pero eso no era cierto. Los cuatro estaban muertos. El automóvil que aparecía en la fotografía del periódico era el suyo. Chocado e incinerado, pero por la patente podía asegurar que era el suyo. Sin embargo, ¿por qué William Urrutia le mostraría el periódico si quería que él creyera en su mentira? Porque si deseaba que él fuera a la casa del narcotraficante, arriesgando su vida en el intento, habría sido más conveniente omitir la muerte de su familia, y así aumentar su ilusión de verlos después, aunque esto nunca fuera a suceder.

Lo más perturbador de la situación era que él no se acordaba de nada. El vehículo chocó contra la baranda y luego Marty se despertó en la comisaría. Cuánto deseó haber estado consciente en ese momento para haber podido ayudar a su familia.

—¿Cómo puede ser tan sinvergüenza? —preguntó con rabia, incómodo por sentir que le faltaba el respeto a alguien con poder—. ¿Por qué me dijo que los protegería si están muertos? ¡Están muertos! Si usted…

—Al parecer no entendiste nada —lo atajó William Urrutia con desgana, al tanto que movía la cabeza de un lado a otro. Marty lo miró confuso, esperando respuestas—. Los Curtalef Nicolini están sanos y salvos. En el periódico solo sale la información que Michael Stephenson desea leer. Si se llega a enterar de que tus padres están vivos, irá tras ellos y los matará antes de que nosotros podamos intervenir. Por eso, y por lo que él necesita y lo que al mundo concierne, tú estás completamente huérfano.

Era mucho que procesar. Marty se dio un tiempo antes de contestar. Debía mermar su enojo, o no podría pensar ni actuar con claridad. En menos de dos minutos pudo decir algo que para el resto estaba más que claro.

—¿Entonces mi familia está bien?

—Como ya te he dicho, sí. Cambiando de tema… Cuando estés en la casa de Michael Stephenson, no debes olvidar que si le cuentas algo acerca de nuestro plan a alguien, o si hablas de la SPC, ten más que claro que esta noticia se hará realidad. —Volvió a alzar el periódico que yacía en el escritorio para ponerlo frente a los ojos de Marty, quien solo se quedó mirándolo. Seguía procesando la información.

Un hombre alto y no tan musculoso como los centinelas, entró abruptamente en la habitación, se acercó ágilmente al oído de William Urrutia y le musitó algo que Marty solo escuchó como una «S» constante. Tras un par de minutos de susurrarle al oído al jefe comunal de la SPC, se marchó.

—Marty, ¡síguelo! le ordenó William Urrutia—. Él te llevará donde debes ir.

Marty vaciló unos segundos. Pero, al final, se paró y siguió al hombre fuera de la habitación. Caminó en silencio detrás del sujeto hasta que este le hizo una seña para que entrara a una habitación. Marty ingresó primero y de inmediato se percató de lo pequeña que era. No superaba los dos metros cuadrados. Tenía dos puertas, una caja fuerte y un teclado electrónico, al cual el sujeto se acercó de inmediato.

—0311. Recuérdalo, es la combinación de números preferida de William Urrutia. Te será de utilidad en algún momento —dijo el hombre antes de que una luz verde iluminara el teclado electrónico y la puerta junto a él se abriera—, aunque puede que no pronto.

Marty hizo caso. Se concentró en los cuatro números para no borrarlos jamás de su mente. Para cuando volvió a mirar al hombre, este había abierto la caja fuerte y se guardó algo en el bolsillo. Le regaló una sonrisa burlona y encogió los hombros antes de atravesar la puerta que estaba junto a ellos. Le había dicho lo del número solo para despistarlo.

Marty lo siguió, sintiéndose un perdedor por caer tan fácilmente. Sin embargo, el sentimiento no duró mucho, puesto que, al encenderse las luces, una gran dicha lo envolvió. Inserto en la inmensa habitación, no podía más que sonreír como un tonto. Una gran cantidad de automóviles modernos y de lujo se encontraban esparcidos por todo el piso. Las mejores marcas nacionales e internacionales estaban ahí, a solo unos metros de él. No había nada más que Marty amara que los autos.

El sujeto se volvió con una sonrisa burlona para preguntarle en qué automóvil quería viajar. Anonadado y esperanzado, le dijo de inmediato «en un Falaré» —marca de automóviles más prestigiosa del país—. El hombre descolgó una llave del centenar que estaban colgadas en la pared más próxima y apretó un botón para que el último modelo de Falaré que salió al mercado encendiera sus luces.

Marty no podía creer que se sentaría en uno de los cincuenta ejemplares del último modelo de la empresa de automóviles más cara, prestigiosa y que entregaba la mejor calidad de productos a sus clientes.

El sujeto se subió y le hizo una seña para que él hiciera lo mismo, sin saber que estaba haciendo a Marty el joven más feliz del mundo.

Luego de encender el motor, el auto avanzó despacio entremedio del centenar de vehículos que estaban estacionados, todos de distintas marcas y modelos. Las luces se apagaban a medida que avanzaban, al tanto que otras se encendían más adelante. A los pocos minutos, el Falaré frenó a escasos centímetros de una pared de acero. El hombre apretó un botón para hacer que el muro se deslizara lentamente hacia un costado. Esperaron a que el espacio que dejaba la estructura de acero les permitiera salir para así avanzar. Cuando el Falaré cruzó por completo el espacio disponible, Marty se volteó para ver el muro volver a su posición. Al cerrarse por completo, no pudo diferenciar qué era cerro y qué era muro, puesto que este último estaba asombrosamente camuflado.

—¡Impresionante!

El Falaré avanzó a pocos centímetros de un río por un par de minutos y subió a la calle cuando tuvo oportunidad de hacerlo. Marty, anonadado, miraba los inmensos edificios que lo rodeaban. Se sentía como una diminuta hormiga estando entre semejantes rascacielos. Obviamente, eso no era Calipso. En su ciudad natal no había más que un par de pequeños edificios, pues la mayoría de las viviendas eran casas urbanas con jardines y piscinas.

—¿Dónde estamos?

—En la capital —respondió el sujeto, como si fuera obvio—. No hay más ciudades en el país con tantos edificios.

—O sea, ¿estamos cerca del parque New Century? —Marty desde que tenía memoria anhelaba conocer aquel parque, pero como nunca había salido de Calipso, a excepción de la tarde anterior, que fue a Velpaso, no había tenido la oportunidad de hacerlo.

El tipo asintió y lo miró como si su euforia le diera vergüenza ajena. Mientras que Marty pensaba en lo odioso que era el sujeto, se detuvo por primera vez a estudiarlo con calma. No debía de tener más de veinticinco años. Su cabello castaño oscuro era más largo a lo que él lo tenía antes de que se lo cortaran, y lo llevaba peinado hacia atrás. Su barba era corta, afeitada y delineada. Era de estructura media, alto y tenía los brazos marcados. Lo primero que pensó Marty era que se pasaba horas y horas en el gimnasio, posiblemente para impresionar mujeres. No obstante, lo que más le llamó la atención era que llevaba gafas de sol oscuras, a pesar de que el día no lo ameritaba.

De la nada, el hombre puso una mano sobre su boca para no reírse a carcajadas. Era raro. Muy raro. Y a Marty no le caía bien.

—¿Qué sucede? —preguntó, entrejuntando las cejas.

—Nada. Solo que no necesito esto —dijo con tono altivo, y se sacó el audífono-auricular del oído y lo lanzó por la ventana. Marty vio cómo el artefacto cayó en las cristalinas aguas del río y se perdió en sus profundidades—. Sé qué debo hacer.

Marty ahorro comentarios. El sujeto era engreído y, además, insoportable. Él sabía lo que tenía que hacer, por lo que no iba a estar siguiendo órdenes de sus superiores, como hacían los otros centinelas de William Urrutia.

«¡Claro, él debe de ser el mejor!», pensó con ironía.

Guardó silencio para no tener que oír más al altanero chofer. Por suerte, cuando llegara donde Michael Stephenson, no tendría que verlo nunca más.

El automóvil dobló en una esquina, aceleró más y pasó entremedio de dos camionetas. Una maniobra muy arriesgada que le puso de punta todos los pelos, más aún cuando con una frenada brusca, se detuvo a unos centímetros de otro vehículo estacionado.

—¿Qué sucede? —preguntó el altanero, esbozando una sonrisa burlona al verlo aterrorizado—. Ese es el orfanato. —Apuntó al edificio que estaba junto a ellos—. Pregunta por Lebe Romení.

Marty con los ojos desorbitados, se volteó hacia el sujeto.

—Pero, ¿no debía ir donde Michael Stephenson?

—No lo sé. A mí me ordenaron que te trajera al orfanato. A lo mejor, Stephenson está dentro. O, probablemente, todo lo que te dijeron en la oficina fue una gran mentira y eres huérfano —concluyó con suspenso. Luego esbozó una sonrisa, como si fuera broma.

Hubo un silencio espantoso mientras que Marty se bajaba del vehículo. Cuando cerró la puerta, el hombre puso el pie en el acelerador y el automóvil avanzó hasta desaparecer de su campo visual.

Marty respiró hondo y entró al orfanato.

Capítulo 7

Lebe Romení

La capital permanecía tan nublada como Calipso lo estuvo en la última semana. Por sus calles, la gente iba a toda prisa, como siempre. Fuera del orfanato, todo avanzaba con normalidad, con los altos y bajos que el mundo estaba acostumbrado a vivir, pero adentro, nuestro joven protagonista seguía avanzando sin tener la posibilidad de regresar, pues el camino que había tomado no tenía vuelta atrás. Hacía un calor espantoso, tanto que Marty comenzó a sudar. Aunque no sabía si era por la mala ventilación, o era que él estaba muy nervioso. Cruzó la sala para acercarse a la recepcionista y preguntarle por Lebe Romení. Después de que la mujer hablara unos segundos por teléfono con la señora Romení, le dijo que esperara en una silla junto al mesón, que la señora iba a bajar de inmediato. Marty le hizo caso y se sentó. No pasaron ni dos minutos cuando una mujer de baja estatura, que le llegaba hasta el pecho y que no quitaba la sonrisa de su redonda cabeza, se detuvo frente a él y le pidió que lo acompañara.

—Te demoraste, Marty —comentó la mujer. Sus pasos eran cortos, pero veloces—. Hace treinta minutos que llegó don Michael. Le dijimos que estabas en el baño, así que ¡vamos, apresúrate!

«¿Don Michael? ¿Ella sabrá que “don Michael” es el narcotraficante que está involucrado en el asesinato del senador? ¡Claro que no, si ella es solo una empleada del orfanato!».

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9788411141864
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