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Читать книгу: «Marty Reit», страница 5

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Abrió los ojos. Una sensación incómoda lo invadió. Ya no estaba mareado. Sin embargo, tenía miedo y se sentía en peligro.

—¿Qué pasó? —preguntó al ver que estaba recostado en uno de los sillones de la sala de estar. La luz de la lámpara apuntaba en dirección a su rostro y todos estaban a su alrededor. Su madre, sentada en el sillón contiguo, se veía muy preocupada; Alessandro, apoyado en el marco de la puerta con los brazos cruzados, parecía nervioso; Sofia, sentada en la mecedora, sonrió al verlo despertar; JT, que apretaba los dientes, le advertía que algo malo estaba por suceder.

—¿Dónde fuiste hoy? —preguntó su madre, con una seriedad que intimidaba.

Marty miró a JT y a Alessandro, esperando que lo socorrieran, pero ambos, alzando los hombros, lo dejaron solo contra su madre. Dio un suspiro y le contó la verdad. Lo prefirió así. De cualquier forma, intuía que ella ya sabía todo. Le contó sobre su huida por la ventana, del vehículo sin chofer, de los hombres armados en el almacén y que creía haber sido drogado. Eso sí, prefirió evitar hablar sobre el reloj, pues tenía la certeza de que con eso el reto iba a multiplicarse por diez. No supo por qué, pero también dejó de lado el asunto de la muchacha del metro. Posiblemente porque consideraba que aquel tema había quedado inconcluso. Y lo peor de todo era que estaba seguro de que nunca más la vería en la vida para poder concluir aquel enigma. No era una historia para contar si él no podía entenderla ni explicarla con claridad, por eso la omitió. Y el tema de su tocayo… ni siquiera se le pasó por la mente cuando relató lo que había sucedido.

—¿Qué te dijo el hombre del almacén? —preguntó su madre cuando él terminó de hablar.

«¿Eso es lo que de verdad le interesa saber? ¿No será mejor que le pregunte a Alex por qué se convirtió en el mensajero de un mafioso? Pero no, “¿qué te dijo el hombre del almacén?”. ¡Qué importa eso!».

Marty meneó la cabeza de un lado al otro, sin decir nada. No había pensado en la pregunta en sí, sino, más bien, en la rabia que le producía que le hiciera esa y no otra. Aquello no le gustó a su madre, por lo que volvió a preguntar, encolerizada.

—¡Mamá! —respondió él, igual de molesto—, por culpa de Alex me drogaron, y no sé con qué. Mejor pregúntale a él qué hacía ahí.

—¿Qué te dijo? —insistió la madre, alterada—. Cualquier cosa, inclusive algo que no entendiste.

¿De verdad no le interesaba saber en qué estaba metido su hijo mayor? ¡La madre del año!

Al fin y al cabo, como era inevitable que su insistente madre se enfocara en cosas irrelevantes y no en lo que su hermano hacía, tarde o temprano debía responder aquella pregunta.

—¿Algo que no entendí? —Trató de hacer memoria, refregándose la cabeza—. Ahora que recuerdo, encontré muy extraño el hecho de que el sujeto se me acercara para murmurarme al oído: «El águila salió del cascarón».

No supo por qué el rostro de su madre se desfiguró. Aquella frase no tenía sentido para él, pero debía de tener la importancia suficiente para que Isabella Nicolini se alterara más de lo normal, aunque pasaron varios segundos antes de que dijera alguna palabra.

—Marty, Alex, vayan a buscar un bolso, llénenlo de ropa y bajen.

—¿Por qué? ¿Qué sucede? —preguntaron al unísono.

—¡Suban! —gritó. Y con un tono más ameno se dirigió a JT—. José Tomás, será mejor que te vayas a tu casa.

Marty subió corriendo la escalera. Su madre en ese estado intimidaba. Y si no lo había asesinado por salir de casa sin avisarle y arriesgar su vida en el intento, lo haría por desobedecer. Guardó en su mochila lo primero que vio y bajó. Sofia, que siempre se demoraba en decidir qué cosas llevar a un viaje, para cuando Marty llegó al zaguán de la casa, ya tenía apiladas sus cosas en la entrada.

«Hay algo que me están ocultando».

—¡Apúrate, Marty! —le gritó su madre, mientras que tomaba el bolso de Sofia y salía al patio—. Sal, que debo activar Mouxi antes de irnos.

No llevaban más de un minuto esperando en la entrada, cuando su padre llegó y se estacionó frente a ellos. A orden de su madre, todos se subieron al vehículo y emprendieron rumbo hacia algún lugar que Marty desconocía.

El viento golpeaba las ventanas con intensidad. El fuerte pitido que provocaba sobrepasaba el volumen de la radio. Las copas de los árboles bailaban de manera incansable, como sí quisieran huir de su posición. Por primera vez en el día, el clima estaba tan malo como futuro de la familia Curtalef Nicolini.

Los cinco integrantes de la familia escuchaban silenciosamente la radio que la madre había sintonizado minutos atrás.

—Queridos radio-oyentes —dijo una mujer en la transmisión de noticias—, traemos información de último momento. Las autoridades nos han permitido contarles más sobre el asesinato que reportamos esta tarde. Según los datos obtenidos por las pruebas dactilares y dentales, el hombre asesinado fue nuestro honorable y respetado senador Máximo Jara. Según… —La transmisión fue interrumpida porque Andio Curtalef apagó la radio de inmediato.

—Sabía que algo pasaba —dijo su madre, más que destruida por la noticia. Acababa de enterarse—. Las cosas van de mal en peor.

—Lo solucionaremos, Isabella —dijo Andio, apoyando una mano sobre su pierna.

—¿Qué cosa solucionarán? —preguntó Marty—. ¿Qué sucede?

No recibió respuesta.

Marty miró hacia afuera para ver cómo sobrepasaban a todos los automóviles que iban delante de ellos. El velocímetro marcaba sobre los ciento sesenta kilómetros por hora. Aquello era muy peligroso. Su padre, que era partidario de no hacer cosas arriesgadas y estúpidas, estaba sobrepasando, en exceso, su promedio de cien kilómetros por hora en carretera. Marty quería saber qué tenía de importante la frase que le dijo el hombre del almacén para que escaparan como si fueran prófugos de la ley.

—Mamá, ¿qué sucede? —volvió a preguntar.

No iba a parar de insistir hasta que le contaran la verdad. Esto no era como el asunto del reloj. Esto era diferente; alteraba la normalidad de su familia.

—Nada, hijo —dijo Isabella Nicolini y se volteó para mirar a Marty directamente a los ojos—. Nada que no podamos arreglar.

—¿A qué te refieres? ¿Por qué no nos cuentas qué sucede y dejas la intriga de lado? Podríamos ser de ayuda.

—¡Mamá —chilló Sofia entre sollozos—, tengo miedo!

—No hay por qué tenerlo, linda. —Isabella Nicolini estiró una mano hacia atrás para ponerla sobre la de su hija—. Siempre estaré contigo, con todos. —Les regaló una sonrisa cálida a los tres—. Los amo mucho.

Marty conocía esa frase a la perfección. Salió unas cuantas veces en Detective Fantasma, y siempre significaba lo mismo: una despedida.

—¿Por qué esto suena como una despedida, mamá? ¿Qué está sucediendo? ¿De qué escapamos? —Comenzó a alterarse.

Hubo otro silencio. Cada vez que avanzaban, había menos vehículos en la carretera, como si algo hiciera que desaparecieran. Una luz en el cielo los cegó a todos. Andio Curtalef perdió el control del volante. La brillante y perturbadora luz empezó a adelantarlos. Era un helicóptero. El padre de Marty puso un pie en el freno, pero el automóvil ya no le hacía caso. Las ruedas traseras bailaban a su gusto, provocando que el vehículo girara como loco. Partió colocando la cola delante y continuó pasándose a la otra vía. Si hubiera habido otros vehículos en ese momento, aquel sería un gigantesco choque en cadena.

El volumen de sus gritos sobrepasó el ruido de afuera. Dieron unas cinco vueltas antes de golpear contra la baranda de la calle opuesta. Marty, al igual que su familia, tenía bastante miedo para preocuparse que del helicóptero estuvieran bajando personas. Es más, ni siquiera las vio por la velocidad a la que giraban.

El vehículo escuchó sus suplicas y frenó de golpe luego de chocar contra la baranda, quedando con la parte trasera en el camino y el resto colgando. Lo último que Marty vio fue la luz del helicóptero que se reflejaba en el espejo retrovisor e impactaba contra sus ojos. Los cerró.

La suerte que Marty Curtalef tuvo horas atrás se acabó por completo.

Capítulo 5

William Urrutia

Despertó agarrotado y adolorido, con el mentón apoyado en el pecho e incómodamente sentado en una silla metálica. Levantó la cabeza y crujió el cuello. Intentó levantarse para salir de donde fuera que se encontraba, pero sus músculos no se lo permitieron. Su cuerpo le dolía tanto, que necesitaba descansar. Observó una máquina con un botón que titilaba sobre un escritorio de vidrio lleno de papeles, mientras rememoraba la última imagen que aparecía en sus recuerdos: la luz reflejada en el espejo retrovisor. Habían chocado con la baranda, y luego ¿qué? ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Dónde se encontraba? Tan cansado se sentía, que su concentración se perdió en el ventanal que cubría toda una pared de la habitación. La tenue luz que ingresaba por el ventanal le demostraba a Marty que debía ser muy temprano en la mañana o que las nubes habían vuelto a cubrir el cielo de Calipso. ¿Cuánto tiempo había transcurrido?

Giró la cabeza para reconocer el lugar. Aparte del escritorio, había muebles con bastantes libros y hojas. Eso no era un hospital, lo tenía más que claro. Debía de ser una oficina. Sin embargo, ¿qué hacía él en una oficina? El automóvil no se había precipitado fuera del camino, pero, a pesar de eso, debía ir sí o sí a un hospital a constatar lesiones. Con solo verse los moretones que tenía en las manos, podía asegurar que su cuerpo estaba repleto de ellos. Dieron muchas vueltas e impactaron contra la baranda. A lo mejor también tenía una que otra fractura en alguna parte. Una cosa era que el sujeto del almacén hubiera desaparecido sin haberle hecho nada, y otra muy distinta era que saliera ileso de un accidente automovilístico. No debería estar ahí, donde fuera que se encontraba.

¿Y si tenía razón? ¿Y si el hombre del almacén los había dejado libres para después vengarse? Debía levantarse y buscar a su familia. Debía salir de ahí cuanto antes para asegurarse de que todos estaban bien y que ni la persona detrás de la voz del parlante del vehículo sin chofer ni el hombre del almacén y los suyos pudieran atentar contra la vida de sus seres queridos. Marty había quebrado el vidrio del vehículo sin chofer antes de que le dieran las instrucciones para concretar la «misión» que tenían preparada para él, y había irrumpido en el almacén antes de que asesinaran a su hermano. Cualquiera de los dos y/o sus empleados podía desear desquitarse con su familia por lo que él les hizo. Incluso, en ese mismo instante podía estar en la oficina de alguno de ellos.

—¡No tan rápido! —dijo un hombre detrás de él, al tanto que Marty ponía todo su peso sobre sus pies.

Los ojos de Marty se cruzaron con los del hombre, e inmediatamente volvió a sentarse. Más que el dolor mismo que sintió en todos los músculos al levantarse, fue la apariencia autoritaria del recién llegado la que hizo que se volviera a acomodar en su asiento. El hombre iba de terno y zapatos negros. Era moreno, y tanto su pelo como sus ojos eran tan oscuros como la noche. El estar afeitado le hacía verse más joven de lo que las arrugas junto a sus ojos querían demostrar. No era el sujeto del almacén y no se asemejaba a nadie de aquel lugar. Era un hombre de estatura y estructura media que, por su leve barriga, se deducía que no solía hacer tanto ejercicio como los mafiosos. No obstante, a pesar de no intimidar físicamente, su dura mirada y su apariencia de hombre respetable, demostraban que odiaba que no le hicieran caso.

—Tenemos bastantes cosas de que hablar antes que pienses en retirarte —agregó el hombre, apoyando su trasero en el borde del escritorio, juntando las manos y sonriendo. A primera impresión no parecía ser el tipo de persona que sonreía sin más—. Partamos con el hecho de que un doctor te revisó hace unas horas, cuando llegaste, y declaró que no tenías más que rasguños y moretones. Por eso no debes preocuparte, Marty…

—¿Cómo sabe mi nombre? —interrumpió, sin prestarle atención a ninguna otra cosa que salió de la boca del recién llegado. Si el día anterior mucha gente no lo hubiera sabido, le habría traído sin cuidado, porque creería que registraron sus documentos y listo. Pero con lo último que sucedió en su vida, con gente confundiéndolo con su tocayo, no estaba seguro de nada; no sabía si intentaban tratar con él o con Marty Reit.

—Ya llegaremos a eso. Deja presentarme primero. —Mientras que esperaba a que Marty asintiera para continuar se sacó el blazer y lo dejó sobre el escritorio—. Soy William Urrutia, conocido por mis subalternos como el jefe comunal de la SPC.

—El qué de ¿qué? —preguntó juntando el entrecejo. Nunca había escuchado aquella sigla en su vida.

—El jefe comunal de la SPC. Sección de Protección Ciudadana. —William Urrutia se irguió, enorgulleciéndose de sus palabras—. Siempre hay personas que velan por la destrucción de la ciudadanía y de la vida en sí, como los ladrones más especializados, homicidas, asesinos en serie, violadores, entre otros. Le decimos a eso «el mal». —Parecía publicidad—. La gente vive con miedo en todo momento, aunque muchas veces no piensen en ello. ¿Por qué crees que cuando alguien sale de su casa cierra la puerta con llave? Por miedo, miedo a que le roben, miedo a perder lo que tanto le costó obtener.

Fue en ese momento cuando lo supo. No entendía cómo, pero estaba seguro de que ya no se encontraba en Calipso. En su ciudad natal la gente no solía olvidar cerrar la puerta de su casa con llave. No las cerraban y punto. Normalmente no acostumbraban a entrar a casas de otros para robarles, ni nada por el estilo. Esas cosas solo solían suceder en la capital o en alguna otra ciudad sobrepoblada de extranjeros.

«En Calipso no acostumbramos a cerrar las puertas con llave, a no ser de que el viaje sea por varios días. Mi madre lo ha hecho… Me ha pedido que saliera para ella asegurar nuestra casa con Mouxi. ¿Cómo podía saber que no volveríamos en mucho tiempo? ¡Eso significa que sí estábamos huyendo! Pero ¿por la frase sin sentido que dijo el idiota del almacén?».

—¿Para eso no está la Policía? —preguntó, tratando de no demostrar sus verdaderas preocupaciones.

—Sí, tienes razón. El asunto es que la SPC es una sección de la Policía que se concentra específicamente en la protección de los civiles. Podríamos decir que estamos sobre los policías convencionales, porque, con los pocos agentes que tenemos, no realizamos el común trabajo de rutina. No nos detenemos en sacar partes ni a dirigir el tránsito. No nos concentramos en accidentes ni en ladrones.

—Entonces ¿qué hacen?

—Nos aseguramos de que quienes perturben la tranquilidad del país estén donde deban estar. Cuando su actuar daña a muchos, ocupamos todos los recursos que tenemos a nuestra disposición para detenerlos. O sea, asesinos en serie, narcotraficantes, violadores…

Marty comprendió la diferencia.

—Y ¿por qué me habla de esta no conocida sección de la Policía?

—Como te dije, esta es mi introducción. Sé que tienes bastantes dudas, y es de esperarse, siendo que despertaste en el sexto piso de esta comisaría. Quiero respondértelas todas, pero ahora que sabes a quién tienes enfrente y dónde estás, partiré contestando tu primera consulta. En el curso de la conversación llegaremos a las otras, no te impacientes.

Marty, admirado por la forma que utilizó el sujeto para evitar que él lo llenara de preguntas, lo observó —sin concentrarse en ello— cómo se arremangaba los brazos de la camisa. Había muchas cosas que aún no entendía y de las que anhelaba enterarse con premura, y como, según William Urrutia acababa de decirle, todas iban a ser respondidas, solo le quedaba esperar en su lugar a que llegara el momento indicado para cada una de ellas.

—Sé que eres Marty, porque la SPC lleva varias semanas estudiándote.

—¿Por qué? ¿Soy un peligro para la ciudadanía?

—¿Tú, un peligro para ciudadanía? —contestó, divertido, levantando una carpeta de su escritorio y leyendo el contenido en silencio—. Tu mayor delito en la vida ha sido molestar a algunos policías cuando querían resolver tranquilos sus casos de hurto. Y si fuera poco, hacerlos ver como idiotas a aquellos que estudiaron bastante tiempo para creerse peritos en el tema.

Marty sonrió. Rememorar esos momentos le daba mucha gracia. Tenía trece años cuando, vez que se enteraba de robos ocurridos en la capital, les enviaba correos a los policías para comentarles sus brillantes deducciones.

—¿Eso sale ahí? —preguntó, apuntado la carpeta que William Urrutia había cerrado y dejado nuevamente sobre el escritorio.

—No. —El jefe comunal de la SPC presionó la carpeta con la palma de su mano—. Aquí sale información de la cual hablaremos en unos minutos. La tuya ya me la sé de memoria. Al cabo que mis agentes iban obteniéndola, me la iban mencionando.

Marty frunció el ceño. ¿Cómo nunca percibió que lo seguían, lo observaban y lo estudiaban?

—Antes de seguir con las respuestas a tus preguntas, quiero contarte la historia de un amigo mío. Apreciaría que todas las dudas que tengas en el camino las dejes para cuando termine.

Marty asintió.

William Urrutia partió contando que desde su infancia tuvo un gran amigo, un tal Gabriel Reit. —Algo en este nombre hizo que Marty prestara más atención a esta historia que a cualquier otra narración que leyó o escuchó en su vida (posiblemente porque aquel personaje tenía el mismo apellido que su tocayo), aunque no tanta como la que le daría a un nuevo tomo de Detective Fantasma—. Dijo que ambos habían entrado a estudiar en la academia de policías de la capital al cumplir la mayoría de edad, pero que antes de comenzar el segundo semestre, Gabriel Reit se retiró, puesto que sus padres se mudaron al extranjero y él tuvo que irse a vivir con un tío a otra ciudad. William Urrutia no lo vio hasta meses después, cuando su amigo fue a visitarlo a la capital y le contó que había aprobado el semestre con honores en una academia del norte.

—Era un excelente policía, el mejor en las persecuciones, y un muy buen hombre, por lo que estoy muy orgulloso de decir que fui su amigo. Gabriel era inigualable en todo lo que hacía. Era el mejor —cerró la idea, observando un punto sobre el hombro de Marty.

Tras pocos minutos de empezar, el jefe comunal de la SPC dijo algo realmente interesante, haciendo que Marty, que comenzaba a aburrirse, volviera a sentirse atraído por la historia. Gabriel Reit había robado algo. Aunque aquellas palabras no fueron las que dijo William Urrutia, eso fue lo que a Marty se le quedó en la cabeza. Lo mejor de todo, para Marty, fue que Gabriel Reit murió sin decirle a nadie dónde lo ocultó. Un día después de que la vida del excelente policía se volviera un infierno, se vio involucrado en una persecución a las afueras del palacio más antiguo del país —ubicado en Babernë—, donde tristemente falleció tras colisionar el vehículo en el que iba contra el muro del palacio.

—Un momento —interrumpió Marty, sin darle importancia a la petición que el jefe comunal de la SPC le solicitó al principio—. ¿Me está diciendo que su amigo, quien era el mejor en las persecuciones, murió de esa manera, chocando su vehículo contra el muro del palacio? —William Urrutia, melancólico, asintió—. No lo entiendo. Su historia no concuerda. Como iba relatándola, llegué a considerar a su amigo como el protagonista de una novela. Una muerte así, para una persona como usted cuenta que él era, suena imposible.

—Sí. Eso es lo mismo que se ha dicho en Widerstand desde entonces. Pero para los que vieron su cuerpo destrozado, no les cabe duda de que realmente sucedió.

Aunque la idea de ver un cadáver en pedazos —es más, uno entero era más que suficiente— le ponía los pelos de punta, esta vez ni siquiera se detuvo en ese detalle, porque sus pensamientos se enfocaron en una cosa totalmente distinta.

—¿Ha dicho Widerstand? —preguntó, sin poder evitar que la imagen de muchacha que sabía de Alessandro apareciera frente a sus ojos. Ella era de ese lugar.

—Lo que sucede —explicó el jefe comunal de la SPC, sin entender por qué realmente Marty hacía aquella pregunta— es que Gabriel Reit era conocido y admirado mayormente en Widerstand, ciudad donde vivía. En Babernë solo fue la persecución.

La imagen de la muchacha seguía latente en su retina. El que viviera en la misma ciudad donde el amigo de William Urrutia era conocido, ¿significaba algo o era meramente una coincidencia? No sabía por qué la vida de muchacha y la supuesta relación que ella tenía en aquel gigantesco embrollo llenaba más su cabeza que el mismo hecho de no comprender, desde el día anterior, lo que estaba sucediendo.

—Ah, entiendo. Pero, en fin, ¿qué tiene que ver la historia de su amigo con que ustedes me llevaran semanas estudiando?

—Nada. Es que te vi y me acordé de él. Tienen un leve parecido, en especial en la mirada. Al igual que él, parece como si quisieras entender por qué cada cosa está donde está.

—¿Qué me está tratando de decir?

—Nada. Solo que, si no hubiera sido su mejor amigo de toda la vida, pensaría que son familiares. Pero es imposible. Gabriel murió antes de pensar en tener hijos, y no tenía hermanos como para suponer que eres su sobrino.

«¿Me contó toda la historia de la vida de su amigo solo para decirme que me parezco a él? ¡Pensé que era para algo más importante!».

—Igual desconocidos se pueden parecer —acotó—. Ahora que sé que tengo alguna similitud con su difunto amigo, ¿me podría decir dónde está mi familia?

William Urrutia esbozó una amarga sonrisa.

—Detengámonos aquí —dijo, y lentamente se levantó.

—¿Les ha sucedido algo?

—No, nada. —Movió una mano, aparentando que era poca cosa—. Solo es que, como nosotros, la SPC, somos tan influyentes socialmente, y en este momento estamos insertos en un caso de nuestra envergadura, en el que necesitamos tu ayuda —William Urrutia comenzó a sonar como la mujer del parlante del vehículo sin chofer—, he pensado mantener a tu familia bajo custodia, mientras que tú nos echas una mano con el caso.

—¿Esto tiene algo que ver con el cabecilla de la organización? ¿Ese es su caso? —preguntó para confirmar sospechas.

—¿Qué cabecilla? ¿De qué organización? —preguntó incrédulo.

—El idiota del almacén.

—¿El idiota del almacén? —Ahora sonrió—. Creo que hablas de Paco. Y no, Paco no es su nombre real, es un alias que utiliza —se adelantó y aclaró la pregunta que Marty ni siquiera pensó—. Él y el resto de los que estaban en el almacén son actores o agentes de la SPC, no cabecillas de alguna organización.

—¿Actores? ¿De qué está hablando? Ellos parecían más matones, asesinos, que cualquier otra cosa.

—Esa era la idea. —El jefe comunal de la SPC estiró los brazos, ampliando su volumen—. Son actores e hicieron bien su trabajo.

Si lo pensaba bien, el que Paco y los otros fueran simples actores, explicaba mucho. Como por ejemplo el porqué de dejarlos ir, así como así, como también el que poseyeran PLC43, que, a diferencia de lo que JT pensó, era porque trabajaban para la Policía.

—¿Qué trabajo?

—Probar que eres apto para la misión que te vamos a encomendar.

—¿Y eso es…?

—¡Ven, sígueme! Hablaremos de eso en las oficinas de la SPC.

William Urrutia con una mano le indicó que se levantara. Marty le hizo caso de inmediato. No obstante, nuevamente al erguirse sintió punzadas en todo su cuerpo. Menos que antes, pero dolor es dolor.

—¿Dónde estamos ahora? Pensé que en la comisaría.

—Y así es. Solo, como te dije, la SPC es una sección secreta de la Policía. Nadie puede saber de nosotros y de nuestros casos. Este en particular es tan importante y confidencial que por seguridad la información no puede salir de las oficinas de la SPC.

—Y ¿por qué desperté acá y no allá?

—Por lo que sucedió en la carretera. Como policía, tuve que seguir el procedimiento estándar contigo. No es que como jefe comunal de la SPC pueda ahorrarme trabajo. Aunque sería cómodo tener esos privilegios, no existen.

William Urrutia cerró la puerta luego de que Marty saliera. Segundos después le hizo un gesto para que se detuviera porque lo estaban llamando por teléfono. El joven suspiró y se apoyó en la pared, pues aún estaba demasiado adolorido como para mantenerse en pie sin ayuda.

—Sí. ¿Dígame? Estoy en eso —respondió con desgana, como si le aburriera ser controlado—. ¿Tan pronto…? No se preocupe, ya le hicimos los exámenes. Está bien… Sí, sí. Para allá vamos. No se preocupe, estará todo listo. —Terminó de hablar y cortó la llamada. Guardó el teléfono en su bolsillo y se dirigió a Marty—. Debíamos prepararte para mañana a mediodía, pero todo se ha adelantado. ¡Así que vamos, debemos apurarnos!

Mientras esperaban el ascensor, a Marty le dieron unas inconmensurables ganas de orinar.

—¡Tengo que ir al baño! —informó, apretando los dientes.

—Puedes ir abajo —respondió William Urrutia, haciendo una pausa para introducirse dentro del ascensor que había abierto sus puertas—. Entra. Estamos contra el tiempo.

Aceptó aguantarse unos minutos y lo siguió hasta dentro del ascensor.

El jefe comunal de la SPC oprimió el botón que decía «red de seguridad», y Marty entendió que el misticismo de las oficinas de la SPC era real, y le fascinaba la idea de ser uno de los pocos que conocería ese lugar.

—¡Oh, antes de que se me olvide! —William Urrutia se metió la mano en el bolsillo y sacó un teléfono de él—. El tuyo quedó hecho añicos por el impacto. Por eso, toma este. Es de la SPC, y está protegido con toda la seguridad existente. Nadie podrá descifrar los mensajes, ni de voz ni de texto, enviados o recibidos por este equipo. Tienes varios contactos, aunque todos son basura. Si alguien quiere contactarse contigo, podrá hacerlo. Sin embargo, espero que no les respondas. Y si necesitas comunicarte con alguien, puedes hacerlo conmigo, y solo debes marcar a WU, y estarás llamando directamente al teléfono que tengo en mi bolsillo. Pero hazlo solo si es urgente.

Marty asintió. Los números comenzaron a descender. Para cuando llegaron al primer piso, las puertas se abrieron y William Urrutia y Marty se miraron confusos. Él no esperaba bajarse en el primer piso, sino en uno que no recibiera tantas visitas. Quería sentirse importante al ir a un lugar donde la mayoría no podía ingresar, como si fuera un agente secreto. Pero si iban a detenerse en el primer piso, William Urrutia pudo haber apretado el número uno, en vez de un botón que tuviera una frase tan rebuscada.

El jefe comunal de la SPC dirigió la vista hacia afuera, sin moverse. Marty le imitó.

Una mujer vestida de policía y un hombre con terno y cara de espanto subieron al ascensor.

— Señor —saludó la mujer con un asentimiento de cabeza.

—¿A qué piso vas, Kang? —preguntó William Urrutia, galante, mientras cubría con su cuerpo el tablero de botones para que ninguno de los recién llegados pudiera ver el que él había apretado, que tenía un color más rojizo que los otros.

—Al octavo, señor, si no le es mucha molestia.

—¡Para nada! —respondió y apretó el botón solicitado.

La policía le regaló una agradable sonrisa a Marty, achinando sus ojos por completo.

—¿Vas a…? —preguntó William Urrutia, cortando el silencio.

—Sí —interrumpió la mujer, sin necesidad de oír la pregunta—. El señor nos va a ayudar con el caso del usurpador de identidades —precisó la mujer.

—¡Genial! —exclamó emocionado William Urrutia—. Por fin desentrañaremos el misterio. Cuando termine lo que estoy haciendo, subiré con ustedes.

No pasó mucho tiempo para que el ascensor subiera, dejara a Kang y al hombre en el octavo piso y volviera a descender.

—¿Cómo es posible que volviéramos a subir, siendo que el botón «red de seguridad» se apretó primero? —preguntó Marty, mientras que William Urrutia mantenía presionado otro botón, uno que servía para que las puertas del ascensor no se abrieran hasta que ellos llegaran a su destino.

—Está programado para eventualidades como esta. Las oficinas de la SPC están debajo del departamento de Policía.

—Ya veo. —Ladeó la cabeza y habló como lo haría un niño pequeño a punto de pedirle algo con mucho interés a sus padres—: ¿Puedo hacerle otra pregunta?

—¿Tiene que ver con ese hombre?

Marty asintió.

Las puertas del ascensor se abrieron y ambos descendieron.

—¿Quién es el usurpador de identidades?

—El usurpador de identidades no es alguien de quien debamos preocuparnos ahora. Nosotros tenemos cosas más importantes de que hablar. Pero antes… ¿no querías ir al baño?

Por la intriga que le provocó el caso del usurpador de identidades, se había olvidado por completo de eso, pero ahora que William Urrutia se lo recordaba, las ganas regresaron. Antes de que su vejiga explotase, William Urrutia le indicó la puerta a la cual debía dirigirse.

Momentos previos a salir corriendo al baño, Marty divisó una sonrisa burlona en el rostro del jefe comunal de la SPC.

Capítulo 6

SPC

Se frotó la cabeza, incómodo y extrañado por lo corto que se veía su cabello reflejado en el espejo, y salió del baño. Observó el lugar en el que se encontraba: unos cuantos sillones aterciopelados color damasco, un televisor, una pequeña mesita con variadas revistas y un escritorio de madera ubicado delante de una de las dos puertas, era todo lo que había dentro la diminuta habitación. Como no sabía qué hacer ni hacia dónde dirigirse, pensando que a William le había salido algún imprevisto de último momento, se sentó en el sillón del medio, esperándolo, y observó la televisión para ver qué estaban dando. Por primera vez en la vida, las noticias lo absorbieron tanto que no supo dónde se encontraba ni por qué estaba ahí, hasta varios minutos después, cuando un hombre salió de la puerta de atrás del escritorio para indicarle que debía seguirlo.

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470 стр. 1 иллюстрация
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9788411141864
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