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Es forzoso reconocer que toda comprensión está íntimamente penetrada por lo conceptual y rechazar cualquier teoría que se niegue a aceptar la unidad de palabra y cosa.

Pues bien, la situación es aún más complicada. Lo que se plantea es si el concepto de lenguaje, del que parten la moderna ciencia y filosofía del lenguaje, hace en realidad justicia al estado de la cuestión. En los últimos tiempos se ha alegado con razón desde el flanco lingüístico que el concepto moderno del lenguaje presupone una conciencia del lenguaje que es a su vez un resultado histórico y que no puede aplicarse para el comienzo del proceso histórico, en particular para lo que era el lenguaje entre los griegos. El camino iría desde la completa inconsciencia lingüística propia del clasicismo griego hasta la devaluación instrumentalista del lenguaje en la edad moderna (1999: 484).

En ese sentido, resulta verdaderamente ingenua, por no decir irrisoria, la crítica que propone Greimas de las hermenéuticas de Durand y Lacan, poniendo en evidencia su profunda incomprensión de los problemas que plantea la interpretación de los símbolos:

La misma inversión de la problemática del lenguaje se halla agravada en las especulaciones relativas a la naturaleza simbólica de la poesía, del sueño y de lo inconsciente: esta especie de asombro ante la ambigüedad de los símbolos, la hipóstasis de esta ambigüedad considerada como concepto explicativo y la afirmación del carácter “inefable” del lenguaje poético, de la riqueza inagotable del simbolismo mítico llevan a personas tan sagaces como J. Lacan o G. Durand a introducir en la descripción de la significación juicios de valor y a establecer distinciones entre palabra verdadera y la palabra social, entre un semantismo auténtico y una semiología vulgar […] todo lo que es del campo del lenguaje es lingüístico, es decir, posee una estructura lingüística idéntica o comparable y se manifiesta gracias al establecimiento de conexiones lingüísticas determinables y, en gran medida, determinadas. Llegaríamos tal vez a “desmitificar” a costa de esto ese mito anagógico moderno según el cual hay en el lenguaje zonas de misterio y zonas de claridad. Es posible –es ésta una cuestión filosófica y no ya lingüística– que el fenómeno como tal sea misterioso, pero no hay misterios en el lenguaje [sic] (Greimas, 1987 [1966]: 87-88 [cursivas en el original]).

En primer lugar, Greimas demuestra la pobreza de su concepto de símbolo, su incomprensión de la poesía y su ignorancia respecto de los fenómenos del sueño y de lo inconsciente. En segundo lugar, cree que no hay misterios en el lenguaje porque lo reduce a sus estructuras formales analizables, pero el lenguaje es mucho más que eso. Se hace, así, evidente, la razón por la cual Durand demuestra que Greimas reduce el símbolo a signo (Durand, 1971 [1964] y 1993 [1979]). Y, si aun el signo lingüístico común (arbitrario, carente de toda motivación, totalmente adecuado y que remite a un significado que puede estar presente o ser verificado empíricamente) es, por definición, polisémico, es decir, interpretable; por su parte, el símbolo, que es concreto, motivado e inadecuado y cuyo significado está referido a abstracciones imposibles de presentar de manera empírica: es inagotable en sus posibles sentidos y siempre interpretable desde nuevas perspectivas, por tanto, sólo parcialmente cognoscible; ninguna de sus interpretaciones lo puede agotar.

Greimas será quien, partiendo de una concepción reductiva e instrumental del lenguaje, concebirá una ciencia del lenguaje “profiláctica”, “neutral”, ahistórica. Una ciencia, en apariencia, libre de todo prejuicio.5 En realidad, su ciencia es puro cientificismo, objetivismo, reduccionismo, es decir: una filosofía del lenguaje reductiva, propia de su tiempo, inmersa en un horizonte de pen­samiento positivista y cartesiano. Su manera de pensar puede ser rastreada perfectamente dentro de la historia de las ideas: coincide, exactamente, con el racionalismo cartesiano del siglo xvii “que en el plano lingüístico persigue el ideal de una ‘lengua de cálculo’ formal, según el proyecto de una mathesis universalis”, sustentado en “la idea de una objetividad del lenguaje” (Ferraris, 2002: 43-44). A Greimas le viene como anillo al dedo la crítica que Gadamer lleva a cabo del racionalismo iluminista: “Esta ‘ciencia libre de prejuicios’ ¿no está compartiendo, mucho más de lo que ella misma cree, aquella recepción y reflexión ingenua en la que viven las tradiciones y en la que está presente el pasado?” (1999: 350). Como sabemos, la ciencia, en tanto conocimiento humano situado en un horizonte histórico de pensamiento, nunca puede ser neutra. Siempre está inmersa en una tradición. De ahí que Heidegger señale que la investigación “debe asumir un punto de partida crítico: toda investigación se mueve en un nivel de interpretación de la vida dado con anterioridad y en unos modos de hablar sobre el mundo dados también con anterioridad” (2014b: 77).

La hermenéutica filosófica ha demostrado que, inevitablemente, a la hora de interpretar un discurso o cualquier fenómeno social o natural, todo intér­prete proyecta sus categorías de pensamiento sobre lo interpretado, así, no existe ni puede existir un punto de vista “objetivo, neutral y desinteresado”. Heidegger ataca este prejuicio como el más pernicioso para la investigación, junto con el del encuadramiento sujeto-objeto, destaca que la pretensión de un observador exento de perspectiva “eleva la falta de crítica a principio, haciéndola figurar explícitamente entre las consignas de la en apariencia suprema idea de cienti­ficidad y objetividad, contribuyendo así a extender una ceguera radical […] La configuración de la perspectiva es lo primero en el ser” (2000a:106-107). El ser humano es siempre un ser situado en un mundo de vida específico y orientado por un tipo de pensamiento particular que es propio de su horizonte cultural, construido social e históricamente.

La universalidad del problema hermenéutico en la obra de Gadamer

Al prologar la segunda edición de Verdad y método, Gadamer nos dice que “la universalidad del problema hermenéutico va con sus preguntas por detrás de todas las formas de interés por la historia, ya que se ocupa de lo que en cada caso subyace a la ‘pregunta histórica’” (1999: 14). En tanto seres históricos, constantemente nos estamos planteando preguntas que queremos resolver, que necesitamos resolver en el curso de nuestras vidas, vidas que se dan en el tiempo, que se dan en situaciones históricas específicas. ¿No es eso algo universal? “La verdadera experiencia es así experiencia de la propia historicidad” (Gadamer, 1999: 434). Así, “Toda actualización en comprensión puede entenderse como una posibilidad histórica de lo comprendido” (Gadamer, 1999: 451-452).

Acerca de las probables acepciones que, en cada caso, Gadamer le ha otorgado a su manera de entender la universalidad del problema hermenéutico, Grondin propone las siguientes:

De hecho, Gadamer habla de la “universalidad del carácter lingüístico del entender”, de una “hermenéutica universal” que concierne a la comprensión humana general del mundo y también de la extensión de la hermenéutica a una “pregunta universal”. A menudo encontramos títulos generales como la “universalidad del problema hermenéutico” que encabeza el tratado de 1966 o la universalidad de la “dimensión hermenéutica”. No se puede afirmar que las amplias controversias en torno a esta universalidad hayan esclarecido la cuestión. Además, como se sabe, Gadamer da poca importancia a la minuciosa clarificación conceptual, que en cierto modo serían tributarias de la lógica proposicional que trocea el lenguaje en unidades firmes de sentido (2002: 175).

Desde mi punto de vista, las varias acepciones utilizadas por Gadamer no se contraponen entre sí, por el contrario, dan cuenta de la complejidad y profundidad de la universalidad del problema hermenéutico.

Hasta ahora he tratado de mostrar que cotidianamente estamos enfrentados al problema de la interpretación, en cada experiencia vivida, pero, especialmente, en lo que se refiere al lenguaje hablado y escrito, así como a lo que concierne a otras formas de comunicación como la imagen y los movimientos y gestos corporales. Esta afirmación nos proporciona la pauta que nos permite comprender lo que puede entenderse por universalidad del problema hermenéutico. En la manera de plantear la relación entre comprensión e interpretación, Gadamer aclara aspectos sustantivos de esta cuestión:

La interpretación no es un acto complementario y posterior al de la comprensión, sino que comprender es siempre interpretar, y en consecuencia la interpretación es la forma explícita de la comprensión. En relación con esto está también el que el lenguaje y los conceptos de la interpretación fueran reconocidos como un momento estructural interno de la comprensión, con lo que el problema del lenguaje en su conjunto pasa de su posición más bien marginal al centro mismo de la filosofía […] en la comprensión siempre tiene lugar algo así como la aplicación de un texto que se quiere comprender a la situación actual del intérprete (1999: 378-379).

Todavía podemos ir más allá, adelantando que la hermenéutica es la con­dición de existencia del ser humano: no podemos existir sino a condición de interpretar las vivencias que tenemos en este mundo. Sin embargo, por ahora, dejaremos pendiente esta cuestión, la cual se abordará en detalle en el siguiente capítulo. Por lo pronto, conviene referir la respuesta que Gadamer ofrece a algunos de sus críticos al prologar la segunda edición de Verdad y método, lo cual nos permitirá aproximarnos de manera más precisa a lo que él entiende por universalidad del problema hermenéutico:

[…] la comprensión no es nunca un comportamiento subjetivo respecto a un “objeto” dado, sino que pertenece a la historia efectual, esto es, al ser de lo que se comprende. Por eso no puedo darme por convencido cuando se me objeta que la reproducción de una obra de arte musical es interpretación en un sentido distinto del de la realización de la comprensión, por ejemplo, en la lectura de un poema o en la contem­plación de un cuadro. Pues toda reproducción es en principio interpre­tación, y como tal quiere ser correcta. En este sentido es también “comprensión” (1999: 13-14).

El autor no podía ser más claro al respecto: toda partitura musical, toda literatura, toda obra pictórica… toda experiencia humana pone en juego, de inmediato, el proceso de la interpretación; la necesidad de la comprensión nos enfrenta al problema hermenéutico. “La estrecha relación que aparece entre preguntar y comprender es la que da a la experiencia hermenéutica su verdadera dimensión” (Gadamer, 1999: 453). La comprensión es siempre un proceso activo: “la comprensión no es nunca un comportamiento sólo reproductivo, sino que es a su vez siempre productivo” (1999: 366). Por lo cual, “Comprender es entonces un caso especial de la aplicación de algo general a una situación concreta y determinada” (1999: 383).

Gadamer se vale de un ejemplo muy claro para mostrar que aun cuando ocurre un cambio en el estatuto histórico de una imagen sagrada, que trans­forma su significado y el modo de comprenderla en una época posterior, tal proceso no anula la universalidad del problema hermenéutico:

Habría que admitir que por ejemplo una imagen divina antigua, que tenía su lugar en un templo no en calidad de obra de arte, para un disfrute de la reflexión estética, y que actualmente se presenta en un museo moderno, contiene el mundo de la experiencia religiosa de la que procede tal como ahora se nos ofrece, y esto tiene como importante consecuencia que su mundo pertenezca también al nuestro. El universo hermenéutico abarca a ambos.

La universalidad del aspecto hermenéutico tampoco se deja restringir o recortar arbitrariamente en otros contextos (1999: 13).

De acuerdo con Jean Grondin, en el contexto de Verdad y método, “la universalidad del problema hermenéutico significa para la filosofía, que no puede ser limitado al problema lateral de una metodología de las ciencias del espíritu” (2002: 176). Por lo cual concluye que la mayor universalidad del problema hermenéutico radica en su dimensión ontológica. Será esta cuestión la que desarrollaremos en el siguiente capítulo.

1 Omar Álvarez Salas y Enrique Hülsz Piccone proponen otra traducción: “67 El soberano,/a quien pertenece el oráculo de Delfos,/ni dice ni oculta,/sino que da pistas”. [F 93] (Álvarez y Hülsz, eds., 2015: 28).

2 He corregido la redacción de la frase, pues me parece que la traducción al castellano que aparece en el libro es literal y, a pesar de que en alemán se dice: das Universum als eine Summe von Materialien (materiales), en castellano es más preciso usar la palabra “materias”: (Angelegenheiten).

3 He introducido entre corchetes la palabra “avezado”, pues me parece que es la correcta y la que aparece en el original: “avisado” es incorrecta y se trata de un error editorial.

4 Ernst Cassirer también lleva a cabo una crítica implacable del sistema de pensamiento comteano. Entre otras cosas constata que “El sistema de Comte, que comienza desterrando todo lo mítico al periodo primitivo y precientífico, culmina en una superestructura mítico-religiosa” (2013a: 13-14).

5 Sobre la cuestión del papel de los prejuicios en la interpretación, véase Gadamer (1999).

capítulo ii
La obra temprana de Heidegger como precursora de la hermenéutica filosófica y de la fenomenología hermenéutica

La comprensión de la fenomenología radica únicamente en tomarla como posibilidad.

martin heidegger

Introducción

En la Ontología (hermenéutica de la facticidad), esencial para el desarrollo de la hermenéutica filosófica, se sientan las bases a partir de las cuales será posible pensar la hermenéutica como condición propia de nuestro ser en el mundo. Heidegger construye, aquí, los cimientos sobre los cuales se desarrollarán los posteriores trabajos filosóficos de Hans-Georg Gadamer y Paul Ricoeur, para referir a dos de los autores más importantes en este campo del pensamiento. La reflexión, que constituye un parteaguas en la filosofía moderna, corres­ponde a las lecciones impartidas por él durante el verano de 1923 en la Uni­versidad de Friburgo. Será durante estos años (1922-1927) cuando el filósofo aborde de la manera más explícita, sistemática y extensa el problema de la hermenéutica, pues a la Ontología (hermenéutica de la facticidad) debemos agregar su trabajo del año anterior, titulado Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles. Indicación de la situación hermenéutica [Informe Natorp] (Heidegger 2014b). Más aún, en su conferencia El concepto de tiempo de 1924, así como en las lecciones impartidas en Marburgo durante el verano de 1927, tituladas Los problemas fundamentales de la fenomenología, y en Ser y tiempo encontramos, aunque no siempre de manera explícita, orientaciones hermenéuticas bien definidas.

De acuerdo con su editora, Käte Bröker-Oltsmanns, el curso de 1923 llevaría, originalmente, el título de “Lógica”, entendida por Heidegger como “introducción ‘sistemática’ a la interpretación de textos filosóficos” (2000a: 145). Luego, el título se transformó en el de “Ontología”. A partir de la primera sesión, Heidegger lo presentó como “Hermenéutica de la facticidad”, de tal forma en el pizarrón quedó escrito el título definitivo: Ontología (hermenéutica de la facticidad) (Bröker-Oltsmanns, 2000a: 46).

Preguntar acerca del ser

Al principio de la Introducción, Heidegger se dedica a definir lo que se va a entender por Ontología: “‘Ontología’ significa doctrina del ser. Si en el término se aprecia solamente la insinuación indeterminada de que en lo que sigue de algún modo se va a indagar temáticamente el ser, se va a hablar del ser, entonces habrá servido la palabra del título para lo que se pretende” (2000a: 17). Enseguida, Heidegger afirma que el título de “Ontología” sería para él inaceptable si se considera a ésta una disciplina académica, perteneciente a la ocupación neoescolástica o a la escolástica fenomenológica. De tal forma, su modo de abordar el asunto, que consiste sólo en el preguntar acerca del ser, sin pretensión alguna de definirlo categorialmente, en términos académicos, establece claramente una ruptura y una línea de demarcación que lo separa de la filosofía académica moderna. Es precisamente esta perspectiva la que le permitirá plantear el problema en toda su radicalidad.

Para él, “ontología” y “ontológico” (entrecomillados) sólo sirven de indicación: “Mientan un preguntar y determinar dirigido al ser en cuanto tal; qué ser y de qué modo, eso queda totalmente indeterminado” (Heidegger, 2000a: 18). Esta aclaración resulta fundamental, puesto que le permitirá desmarcarse de las ontologías académicas, derivadas de la filosofía clásica griega, por él definida como “ontología tradicional”, la cual, aunque “pretenda dedicarse a las determinaciones generales del ser, tiene, sin embargo, a la vista un sector concreto del ser” (Heidegger, 2000a: 18); por lo cual ya no pregunta por el ser, como tal. En su forma moderna, como “ontología” tematizada-categorial, se convierte en una “ontología” de objetos particulares, “una teoría del objeto, de carácter formal”, en consecuencia, vendrá a coincidir con la ontología antigua, es decir, con la metafísica, concluirá Heidegger. La pregunta por el ser se oscurece, es dejada de lado, olvidada y sustituida por la que se dedica a pensar los entes particulares, entendidos como objetos de la reflexión filosófica de un sujeto y de un campo particular del conocimiento. Saltan a la vista, para el autor, las insuficiencias de la ontología tradicional:

Desde un principio su tema es el ser-objeto, la objetividad de determinados objetos, y objeto para un pensar teórico indiferente, o el ser-objeto material para determinadas ciencias que se ocupan con él, de la naturaleza o de la cultura; y el mundo, pero no considerado desde el existir y las posibilidades del existir, sino siempre a través de las diversas regiones de los objetos; o también el añadido de otros rasgos no teóricos […] Lo que de ello resulta es que la ontología se cierra el acceso al ente que es decisivo para la problemática filosófica: el existir desde el cual y para el cual “es” la filosofía (Heidegger, 2000a: 20 [cursivas y entrecomillado en el original]).

En Ser y tiempo, Heidegger hace referencia directa a las orientaciones filosóficas modernas que situaron a la filosofía en el olvido de la pregunta por el ser y la desviaron del camino que nos conduciría de nuevo a poder reformularla.

En el curso de esta historia, ciertos dominios particulares del ser –tales como el ego cogito de Descartes, el sujeto, el yo, la razón, el espíritu, la persona– caen bajo la mirada filosófica y en lo sucesivo orientan primariamente la problemática filosófica; sin embargo, de acuerdo con la general omisión de la pregunta por el ser, ninguno de estos dominios será interrogado en lo que respecta a su ser y a la estructura de su ser. En cambio, se extiende a este ente, con las correspondientes formalizaciones y limitaciones puramente negativas, el repertorio categorial de la ontología tradicional, o bien se apela a la dialéctica con vistas a una interpre­tación ontológica de la sustancialidad del sujeto (2014a: 43).

Esas supuestas “ontologías” son, en realidad, epistemologías, eluden el problema central de la filosofía: el existir, sustento de todo pensar. No se refieren en realidad al ser, sino a campos específicos del conocimiento que oponen y separan a quien conoce de lo que conoce, oposición implícita en las categorías sujeto-objeto; ignoran que quien conoce, lo hace por el solo hecho de su existir propio.6 Degradan la problemática del ser al tematizarla, al volverla un mero “objeto”, sometido al imperio de sus categorías. Adquirir la cualidad de “objeto” supone que los entes, es decir, los seres y las cosas, se conviertan en algo externo a nosotros, opuesto a nosotros como un algo otro, fijo, pasivo, sometido a la acción de nuestro conocer categorial.

Lo primero que hay que evitar es el esquema de que hay sujetos y objetos, conciencia y ser; de que el ser es objeto del conocimiento; que el ser verdadero es el ser de la naturaleza; que la conciencia es el “yo pienso”, esto es, yoica, la yoidad, el centro de los actos, la persona; que los yoes (personas) tienen frente a sí lo ente, objetos, cosas de la naturaleza, cosas de valor, bienes. En fin, que la relación entre sujeto y objeto es lo que ha de determinar y que de ello se ha de ocupar la teoría del conocimiento (Heidegger, 2000a: 105).

Por el contrario, Heidegger afirma: “yo mismo soy aquello con lo que trato, aquello de lo que me ocupo” (2011: 39). Más aún: “Lo que uno hace, aquello en lo que uno se demora, ese mundo ‘es’ uno mismo” (2000a: 121). Es por eso que indica, como veíamos, que esa supuesta “ontología”, por él criticada, “se cierra el acceso al ente que es decisivo para la problemática filosófica: el existir desde el cual y para el cual ‘es’ la filosofía”. El ser del ente, el ser de todo lo que es, está siendo, aquí y ahora. El ser del ente no requiere de fundamentación alguna, simplemente es, está aquí, por sí mismo. Así, la posibilidad de comprensión del ser del ente ocurre en el existir mismo, es el existir mismo. No es casual que Heidegger comience su exposición definiendo lo que entiende por facticidad:

Facticidad es el nombre que le damos al carácter de ser de “nuestro” existir “propio”. Más exactamente, la expresión significa: ese existir en cada ocasión […] en tanto que en su carácter de ser existe o está “aquí” por lo que toca a su ser. “Estar aquí por lo que toca a su ser” no significa, en ningún caso de modo primario ser objeto de la intuición y de la determinación o de la mera posesión de conocimientos, sino que quiere decir que el existir está aquí para sí mismo en el cómo de su ser más propio. (2000a: 25 [cursivas y entrecomillado en el original]).

Heidegger asienta al ser del ente que somos en nuestro propio existir, tal como se da en cada momento: “Y fáctico, por consiguiente, se llama a algo que ‘es’ articulándose por sí mismo sobre un carácter de ser, el cual es de ese modo. Si se toma el ‘vivir’ por un modo de ‘ser’, entonces ‘vivir fáctico’ quiere decir: nuestro propio existir o estar-aquí en cuanto ‘aquí’ en cualquier expresión abierta, por lo que toca al ser, de su carácter de ser” (2000a: 26 [cursivas en el original]). “Designamos con el término existencia a este ser que por sí mismo resulta accesible a la vida fáctica” (Heidegger, 2014b: 43). La facticidad se entiende como un estar-en-el-mundo: “El concepto de facticidad implica: el estar-en-el-mundo de un ente ‘intramundano’, en forma tal que este ente se pueda comprender como ligado en su ‘destino’ al ser del ente que comparece para él dentro de su propio mundo” (2014a: 77). Hacia el final de la Ontología podemos leer la siguiente afirmación: “Este ser mismo es lo que le ocurre al mundo, de modo y manera que el ser es en el mundo, éste en cuanto existir en el mundo, en cuanto aquello de que nos cuidamos, a que atendemos […] Este ser el existir del mundo de que nos cuidamos es un modo de ser del vivir fáctico” (2000: 111).

Así, se asesta un golpe mortal al solipsismo y al dualismo de Descartes, los cuales se expresaban en el enunciado: “pienso, luego existo” (ego cogito, ergo sum, sive existo) (1993: 45).7 Perspectiva que hace depender al ser de la subjetividad del pensarse a sí mismo racionalmente como ajeno al existir en el mundo. Sin importar lo que pueda pensar o dejar de pensar el sujeto cartesiano, estamos aquí, en el mundo, hemos sido arrojados en él, traídos a la existencia, al nacer. Nuestro ser se da existiendo en el mundo.

Heidegger arranca de raíz la errónea manera de plantear la cuestión, característica de Descartes. Precisamente, lo que desarrollará Heidegger en la segunda parte del tercer capítulo de Ser y tiempo será: “la destrucción fenomenoló­gica del cogito sum” (2014a: 111).8 Entre las principales conclusiones a las que llega Heidegger a través del análisis crítico de la filosofía cartesiana, podemos citar la siguiente: “Descartes no sólo ofrece posiblemente una determinación errada del mundo, sino que su interpretación y los fundamentos de ella conducían a pasar por alto tanto el fenómeno del mundo como el ser del ente intramundano inmediatamente a la mano” (2014a: 116). La crítica va más allá, mostrando que para Descartes:

La única y auténtica vía de acceso a este ente es el conocimiento, la intellectio, especialmente en el sentido del conocimiento físico-matemático. El conocimiento matemático es considerado como aquel modo de aprehensión del ente que puede estar en todo momento cierto de poseer en forma segura el ser del ente apre­hendido en él […] Lo que es tal lo conocen las matemáticas. Lo accesible en el ente por medio de ellas, constituye su ser. Y así, a partir de una determinada idea de ser, veladamente implicada en el concepto de sustancialidad, y de la idea de un conocimiento que conoce lo que es así, se le dictamina, por así decir, al “mundo” su ser. Descartes no se deja dar el modo de ser del ente intramundano por éste mismo […] Descartes realiza de esta manera explícitamente la transposición filosófica que permite que la ontología tradicional influya sobre la física matemática moderna y sobre sus fundamentos trascendentales […] El predominio incuestionado de la ontología tradicional ha decidido de antemano cuál sea el auténtico modo de aprehen­sión de lo propiamente ente (2014a: 117 cursivas en el original).

Heidegger concluye, sobre el pensamiento cartesiano, que “ni el partir, aparentemente obvio, desde las cosas del mundo, ni el orientarse por el conocimiento presuntamente más riguroso del ente, dan garantía de que se ha llegado al terreno en el que se pueden encontrar fenoménicamente las estructuras ontológicas inmediatas del mundo, del Dasein y del ente intramundano” (2014a: 121-122). Al respecto, Ricoeur dirá que “el famoso Cogito cartesiano, que se capta directamente en la prueba de la duda, es una verdad vana” (2003: 21, 215-223).

Pensadas así las cosas, se desmonta la perspectiva de la metafísica (μετὰφυσική) moderna, implicada en el cartesianismo; más aún, de la meta-physis, en general, en tanto se cuestiona a todo pensar que se piensa a sí mismo existiendo autónomamente, fuera de este mundo, fuera del existir fáctico, más allá de la physis, pues queda claro que no puede haber conocimiento fuera del existir en este mundo. El existir fáctico no es más que el vivir nuestras propias vidas en este mundo, estar abiertos a ese existir en este mundo cambiante, esto es, un existir en cada ocasión, un existir en el aquí y el ahora. Por eso Heidegger afirma: “El cómo del ser despeja y delimita, concretándolo, el ‘aquí’ posible en cada ocasión. Ser-transitivo: ¡ser el vivir fáctico! El ser mismo no será nunca objeto posible de un tener, puesto que lo que importa es él mismo, el ser” (2000a: 26).

Cuatro años más tarde, en el curso impartido en Marburgo resumirá, sintéticamente, el núcleo de lo desarrollado en Ser y tiempo:

El ser y la diferencia de éste con el ente sólo pueden fijarse si llegamos a la comprensión del ser como tal. Pero captar la comprensión del ser significa comprender previamente el ente a cuya constitución ontológica pertenece la comprensión del ser, comprender el Dasein. Poner de relieve la constitución fundamental del Dasein, o sea, su constitución de existencia, es la tarea analítica ontológica de la constitución de existencia del Dasein, que es una tarea preparatoria. A ésta la denominamos analítica existenciaria [existencial] del Dasein. Su finalidad es tratar de poner de manifiesto en qué se fundan las estructuras fundamentales del Dasein en su unidad y totalidad (Heidegger, 2000b: 277 [corchetes del traductor]).

En Ser y tiempo, se precisará esta cuestión:

En cuanto comportamientos del hombre, las ciencias tienen el modo de ser de este ente (el hombre). A este ente lo designamos con el término Dasein. La investigación científica no es el único ni el más inmediato de los posibles modos de ser de este ente. Por otra parte, el Dasein mismo se destaca frente a los demás entes […] El Dasein no es tan sólo un ente que se presente entre otros entes. Lo que lo caracteriza ónticamente es que a este ente le va en su ser este mismo ser. La constitución de ser del Dasein implica entonces que el Dasein tiene en su ser una relación de ser con su ser. Y esto significa, a su vez, que el Dasein se comprende en su ser de alguna manera y con algún grado de explicitud. Es propio de este ente el que con y por su ser éste se encuentre abierto para él mismo. La comprensión del ser es, ella misma, una determinación de ser del Dasein. La peculiaridad óntica del Dasein consiste en que el Dasein es ontológico (Heidegger, 2014a: 32-33 [cursivas en el original]).9

Más adelante concluye que al modo más propio de ser del Dasein “le es inherente tener una comprensión de este ser y moverse en todo momento en un estado interpretativo respecto de su ser” (Heidegger, 2014a: 36). En torno a este planteamiento radical de Heidegger, Gadamer comenta: “La facticidad del estar ahí, la existencia, que no es susceptible de fundamentación ni de deducción, es lo que debe erigirse en base ontológica del planteamiento fenomenológico, y no el puro ‘cogito’ como constitución esencial de una generalidad típica: una idea tan audaz como comprometida” (1999: 319). Queda claro que la existencia no requiere de fundamentación previa alguna, pues ya es, ha sido y está siendo, en tanto que modo de ser en el mundo del ente particular que es el Dasein. A la inversa, es a partir de nuestro ser en el mundo que podemos preguntarnos acerca del ser. Con el fin de lograr una mayor claridad en la exposición de este asunto, podemos acudir a lo que se afirma en Ser y tiempo, de modo que se presente de manera más explícita esta perspectiva:

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