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La semiología de Roland Barthes y la interpretación del mito

Aun la semiología francesa de Roland Barthes, inspirada en algunas de las ideas expuestas por el fundador de la lingüística estructural, Ferdinand de Saussure (1979 [1916]: 60), reconoce, a pesar de sus limitaciones, la pluralidad de dimensiones de significado de la cual son portadores los mitos. “En efecto, como estudio de un habla la mitología no es más que un fragmento de esa vasta ciencia de los signos que Saussure postuló hace unos cuarenta años bajo el nombre de semiología” (Barthes, 1980 [1957]: 201). Su manera de plantear el asunto me parece significativa porque, de entrada, el análisis semiológico reconoce, ya sea implícita o explícitamente, la existencia de un problema hermenéutico: el mito no es transparente, requiere de un proceso de interpretación que haga posible desplegar las distintas dimensiones de significado contenidas en su discurso. Esto se da, a pesar de su enfoque reductivo que limita el estudio semiológico del mito al concepto saussureano de signo, compuesto por un significante y un significado, articulados por “una correlación que los une: tenemos entonces el significante, el significado y el signo, que constituyen el total asociativo de los dos primeros términos” (Barthes, 1980: 203).

Tal como lo señala Ricoeur (1999), destacando sus insuficiencias, para el efecto de un supuesto rigor científico, la lingüística estructural deberá eliminar un aspecto fundamental de la definición de signo que, entre los estoicos aparecía como significante, significado y cosa referida, mientras que en san Agustín y en la escolástica aparecía como la relación entre signum y res. Al excluir la referencia a lo real extralingüístico, se elimina de la comunicación al mundo real, referido por los discursos, y al ser humano vivo que se comunica con sus congéneres. Saussure lo afirma con toda claridad en el Curso: “La actividad del sujeto hablante debe estudiarse en un conjunto de disciplinas que no tienen cabida en la lingüística más que por su relación con la lengua” (1979: 64). Sobre el Curso de Saussure, Ricoeur llega a la siguiente conclusión: “En la lengua, nadie habla” (1999: 44). Expulsados de la lingüística estructural –y de la semiología, que de ella se derivó–, el habla, el hablante, su interlocutor y el mundo que sus discursos refieren deberán ser estudiados por otras disciplinas como la hermenéutica, la pragmática, la antropología lingüística, la sociolingüística y la psicología de la comunicación, cuyo asunto a estudiar son los procesos vivos de la comunicación.

A pesar de limitarse al análisis de los textos, en sí mismos, dejando fuera de su análisis los factores extralingüísticos, en su estudio sobre las mitologías modernas Barthes muestra la existencia de una doble estructura significante en el mito, lo concibe como un sistema semiológico segundo (1980: 205-206). Tenemos, desde su punto de vista, dos planos diferentes de significado en el mito. El primero sería el del lenguaje objeto, que podemos identificar con el plano literal, correspondiente a la historia o suceso narrado: el acontecimiento en sí mismo. En este plano nos limitamos a la simple narración de la historia, nos ceñimos a los hechos relatados, por extraordinarios que estos puedan parecer. Pero en el mito, como en la imagen poética o pictórica, el plano literal es sólo una figura metafórica que sirve de medio para transmitir un sentido o conocimiento “oculto”, un segundo plano de significado, el que él llama “metalenguaje”. Es decir, el mito posee un sentido implícito diferente del sentido explícito presente en su literalidad. El segundo sentido (metalenguaje), que podemos entender como plano conceptual, por oposición al primero, revela su sentido profundo. Se aborda, así, al mito, ya sea en su forma de texto o de imagen, en tanto estructura significativa que pide ser interpretada.

La fenomenología hermenéutica de Paul Ricoeur

Por su parte, y desde su perspectiva hermenéutica, Ricoeur muestra la distinción de niveles significantes como el nudo semántico de toda hermenéutica. Ya sea en la exégesis de los textos sagrados, en la interpretación de los fenómenos inconscientes que lleva a cabo el psicoanálisis o en la imaginación poética, el elemento común es una cierta arquitectura del sentido que propone un “doble significado” o un “múltiple significado” (2003:17; 2014: 16-18). De tal suerte, Ricoeur definirá la interpretación como el trabajo del pensamiento que consiste en “descifrar el significado oculto en el significado aparente”, desenvolviendo sus niveles, implicados en el plano literal (Ricoeur, 2003:17). Si, a la manera de Ricoeur, se entiende el símbolo como una expresión polisémica y existencialmente caracterizada, la mera decodificación epistémica sería insuficiente, exigiéndose, así, una aproximación hermenéutica, es decir, ontológica; más aún, la hermenéutica encuentra su razón de ser en la interpretación de los símbolos:

Llamo símbolo a toda estructura de significación donde un sentido directo, primario y literal, designa por añadidura otro sentido, indirecto, secundario y figurado, que sólo puede ser aprendido a través del primero. Esta circunspección de las expresiones de doble sentido constituye propiamente el campo hermenéutico […] la interpretación es el trabajo del pensamiento que consiste en descifrar el sentido oculto en el sentido aparente, en desplegar los niveles de significación implicados en la significación literal […] Símbolo e interpretación se convierten en conceptos relativos. Hay interpretación allí donde hay sentido múltiple, y es en la interpre­tación donde la pluralidad de sentidos se pone de manifiesto (Ricoeur, 2003: 17 [cursivas en el original]).

En años posteriores (1976) Ricoeur matizó su posición al respecto, ampliando el ámbito de la hermenéutica para abarcar “el problema completo del discurso” (2006: 90).

Hace algunos años yo solía relacionar la tarea de la hermenéutica principalmente con el desciframiento de las diversas capas de sentido del lenguaje simbólico y metafórico. Sin embargo, en la actualidad pienso que el lenguaje simbólico y metafórico no es paradigmático para una teoría general de la hermenéutica. Esta teoría debe abarcar el problema completo del discurso, incluyendo la escritura y la composición literaria. Pero aun en este planteamiento se puede decir que la teoría de la metáfora y de las expresiones simbólicas permite que se prolongue decisivamente el campo de las expresiones significativas, al agregar la problemática del sentido múltiple al del sentido general (Ricoeur, 2006: 90).

Resulta pertinente incluir aquí la aclaración de Franz K. Mayr sobre las diferencias de enfoque de la hermenéutica con respecto a la semiótica y el estructuralismo:

En la tradición hermenéutica, el lenguaje no se entiende primariamente como sistema de signos objetivable y susceptible de formalización matemática, sino como lenguaje materno, vinculado al tiempo, a la situación y a la tradición, y dotado de la fuerza expresiva del lenguaje cotidiano, que encuentra su culminación en el lenguaje poético, como mensaje lingüísticamente mediado por una experiencia global del mundo, dialógica e histórica. Aquí el lenguaje se concibe partiendo del acto de habla contextual y social-histórico, desde su apertura a las variaciones de sentido, y se le concede prioridad a la “función expresiva” sobre la “función representativa” (Mayr, 1994: 322-323).

Las ciencias del espíritu como campo propio de la hermenéutica

A la hora de enfrentar el problema de la comprensión, implicada en todas las formas que reviste la comunicación humana, de sus múltiples expresiones en el discurso, en las imágenes, en los gestos y en las cosas fabricadas, nos encontramos en el campo de las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften) y en este terreno específico, que es el nuestro y el propio para plantear adecuadamente las preguntas acerca de la comprensión y de la interpretación, ocurre que, por ser nuestro terreno, como seres humanos que somos, estamos inmersos en él, estamos inmersos en la tradición, estamos inmersos en la propia historia que queremos comprender, de tal manera, el preguntar adquiere una forma particular. Gadamer ha desarrollado ya este asunto en todas sus consecuencias, mostrando que “en las ciencias del espíritu no puede hablarse de un ‘objeto idéntico’ de la investigación, del mismo modo que en las ciencias de la naturaleza” (1999: 353).

La investigación histórica está soportada por el movimiento histórico en que se encuentra la vida misma, y no puede ser comprendida teleológicamente desde el objeto al que se orienta la investigación. Incluso ni siquiera existe realmente tal objeto. Es esto lo que distingue a las ciencias del espíritu de las de la naturaleza. Mientras que el objeto de las ciencias naturales puede determinarse idealiter como aquello que sería conocido en un conocimiento completo de la naturaleza, carece de sentido hablar de un conocimiento completo de la historia. Y por eso no es adecuado en último extremo hablar de un objeto en sí hacia el que se orientase esta investigación (Gadamer, 1999: 353).

Al comienzo de su magna obra Verdad y método, Gadamer sostiene que “El fenómeno de la comprensión no sólo atraviesa todas las referencias humanas al mundo, sino que también tiene validez propia dentro de la ciencia, y se resiste a cualquier intento de transformarlo en un método científico” (1999: 23). Más adelante amplía su argumentación, afirmando que “las ciencias del espíritu vienen a confluir con formas de la experiencia que quedan fuera de la ciencia: con la experiencia de la filosofía, con la del arte y con la de la misma historia. Son formas de experiencia en las que se expresa una verdad que no puede ser verificada con los medios de que dispone la metodología científica” (1999: 24).

Hacia finales del siglo xix, en su Introducción a las ciencias del espíritu (1883) y en franca confrontación con el positivismo de su tiempo, Wilhelm Dilthey fue el primero en establecer, desde una perspectiva hermenéutica, entendida en su primer sentido moderno, la distinción entre las ciencias del espíritu y las ciencias naturales: “Las ciencias del espíritu no constituyen un todo con una estructura lógica que sería análoga a la articulación que nos ofrece el conocimiento natural; su conexión se ha desarrollado de otra manera y es menester considerar cómo ha crecido históricamente” (1978: 32). Justo al comienzo de su exposición, Dilthey se distancia críticamente del positivismo:

Estos hechos espirituales que se han desarrollado en el hombre históricamente y a los que el uso común del lenguaje conoce con el nombre de ciencias del hombre, de la historia, de la sociedad, constituyen la realidad que nosotros tratamos, no de dominar, sino de comprender previamente. El método empírico exige que la cuestión del valor de los diversos procedimientos de que el pensamiento se sirve para resolver sus tareas se decida histórico-críticamente dentro del cuerpo de esas mismas ciencias, y que se esclarezca mediante la consideración de ese gran proceso cuyo sujeto es la humanidad misma, la naturaleza del saber y el conocer en ese dominio. Semejante método se halla en oposición con otro que recientemente se practica con excesiva frecuencia por los llamados positivistas, y que consiste en deducir el concepto de ciencia de la determinación conceptual obtenida en el trabajo de las ciencias de la naturaleza, resolviendo luego con ese patrón qué actividades intelectuales merecen el nombre y rango de ciencia (1978: 13).

Más adelante expone con mayor precisión su punto de vista:

La fundación honda de la posición autónoma de las ciencias del espíritu frente a las ciencias de la naturaleza, posición que constituye el centro de la construcción de las ciencias del espíritu que ofrece esta obra, se lleva a cabo en ella paso a paso al verificarse el análisis de la vivencia total del mundo espiritual en su carácter incomparable con toda experiencia sensible acerca de la naturaleza. No hago más que aclarar un poco el problema al referirme al doble sentido en el cual se pueda afirmar la incompatibilidad de ambos grupos de hechos: y, a este tenor, el concepto de los límites del conocimiento natural cobra también un significado doble (1978: 17).

En su Historia de la hermenéutica, Maurizio Ferraris sintetiza de manera muy lograda la argumentación de Dilthey:

Dilthey tematiza aquí la distinción entre las ciencias del espíritu y las ciencias de la naturaleza, que se funda ya sobre la diferencia entre los objetos de estudio de los dos tipos de saber (las ciencias de la naturaleza se ocupan de fenómenos externos al hombre, mientras las ciencias del espíritu estudian un campo del cual el hombre forma parte) o sobre las diferentes modalidades cognoscitivas, por las cuales, mientras el saber de las ciencias naturales viene de la observación del mundo externo, el de las ciencias del espíritu es extraído de una vivencia (Erlebnis), en la cual el acto de conocer no es distinto del objeto conocido. Mientras en las Naturwissenschaften, la observación del fenómeno se separa de las propiedades específicas del fenómeno mismo, en las Geisteswissenschaften, el conocimiento vital de un sentimiento interno se identifica con (o mejor es) aquel sentimiento. Asimismo, mientras las primeras se avalan con explicaciones causales, las segundas utilizan categorías axiológicas o teleológicas diferentes, tales como significado, fin, valor (y mientras la explicación causal no modifica la sustancia del fenómeno, la comprensión de los significados asume y transforma el “objeto” estudiado) (Ferraris, 2002: 132; véase Dilthey, 1978: 13-120).

Faltaría, sin embargo, para matizar en profundidad la afirmación de Dilthey, desde un punto de vista hermenéutico, constatar que la perspectiva epistémica de las ciencias naturales no puede pensarse fuera del tiempo, fuera de la historia, fuera del horizonte de pensamiento propio de su época. Toda ciencia refleja el modo propio de pensar de una época, el cual, subrepticiamente, se infiltra en su discurso. Es de esta manera que Heidegger lo muestra: “La situación de una ciencia en cada momento responde al estatuto concreto de las cosas. El mostrarse de éstas puede que resulte ser un aspecto tan asentado por la tradición que ni siquiera sea posible reconocer lo que de impropio tiene, y se lo tenga por verdadero” (Heidegger, 2000 [1988]: 99; véase también Dilthey, 1978: 333-384). De ahí que proponga: “Hay que desmontar la tradición. Sólo de esa manera resultará posible un planteamiento original del asunto” (Heidegger, 2000: 99).

Sobre el modo de darse de la interpretación científica, Lluís Duch desarrolla un planteamiento que es afín a los de Dilthey, Heidegger y Gadamer y, a su vez, crítico respecto de los positivismos y racionalismos ingenuos; afirma que “La objetividad y la neutralidad absolutas no existen en las ciencias humanas (las Geisteswissenschaften de la terminología alemana) y muchos investigadores mantienen la opinión de que tampoco se encuentran al margen de la implicación del sujeto cognoscente en el objeto que se quiere conocer en las llamadas ‘ciencias duras’ (Naturwissenschaften)” (Duch, 2008a: 171).

Para completar la argumentación que permite distinguir a un tipo de ciencia de la otra, vuelvo a la reflexión de Gadamer sobre el asunto. Ahí, es claro que “el verdadero problema que plantean las ciencias del espíritu al pensamiento es que su esencia no queda correctamente aprehendida si se las mide según el patrón del conocimiento progresivo de leyes. La experiencia del mundo sociohistórico no se eleva a ciencia por el procedimiento inductivo de las ciencias naturales” (1999: 32). Concluye:

Su idea es más bien comprender el fenómeno mismo en su concreción histórica y única. Por mucho que opere en esto la experiencia general, el objetivo no es confirmar y ampliar las experiencias generales para alcanzar el conocimiento de una ley del tipo de cómo se desarrollan los hombres, los pueblos, los estados, sino comprender cómo es tal hombre, tal pueblo, tal estado, qué se ha hecho de él, o formulado muy generalmente, cómo ha podido ocurrir que sea así (Gadamer, 1999: 33).

En esta distinción entre las ciencias naturales y las del espíritu y, a su vez, de la especificación de lo que es propio de las últimas, desde la perspectiva de la antropología simbólica Clifford Geertz coincide con los planteamientos de Dilthey, Heidegger y Gadamer cuando, siguiendo a Weber, afirma que “el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido” y que “la cultura es esa urdimbre”, por lo cual “el análisis de la cultura ha de ser […] no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia inter­pretativa en busca de significaciones” (Geertz, 1997 [1973]: 20). Diez años más tarde, Geertz afir­mará que después de la obra de autores como Heidegger, Wittgenstein, Gadamer y Ricoeur, entre otros, resulta imposible volver al viejo paradigma de las ciencias sociales, fundado en el concepto de cientificidad de las ciencias naturales (2000 [1983]).

Nuestra exposición de este asunto puede completarse con una breve reflexión crítica sobre el positivismo y sus antecedentes cartesianos.

Heidegger y los fundamentos de la crítica del positivismo y el cartesianismo

Auguste Comte buscaba la construcción de una filosofía positiva, realista, según él: una filosofía sustentada en la ciencia, en cuya base estarían las matemáticas y en cuya cúspide, la sociología. Ya sostenía en su Curso que el carácter fundamental de la filosofía positiva radicaba en considerar a todos los fenómenos como sujetos a leyes naturales invariables y cuyo descubrimiento y reducción al menor número posible constituían su finalidad (Comte, 2004 [1842]: 30). “Ahora que el espíritu humano ha fundado la física celeste, la física terrestre mecánica o química, la física orgánica, vegetal o animal, le falta completar el sistema de las ciencias de la observación fundando la física social. Ésta es la más grande y apremiante necesidad de nuestra inteligencia” (2004: 37). La física social consuma el proyecto de la filosofía positiva: “la constitución de la física social, completando al fin el sistema de las ciencias naturales, hace posible, e incluso necesario, poder resumir los diversos conocimientos adquiridos, alcanzando ahora un estado fijo y homogéneo, para coordinarlos, mostrándolos como ramas diversas de un sistema único” (2004: 39).

Diremos, sin embargo, que el origen de una intención de cientificidad como la de Comte puede rastrearse aún más atrás. La hallamos en la manera de concebir la mathesis universalis por René Descartes, esbozada en sus Reglas para la dirección del espíritu (1971 [1701]), así como en su célebre Discurso del método (1993 [1637]), tal como queda enunciado con toda claridad en la segunda regla: “Debemos ocuparnos solamente de aquellos objetos que pueden ser conocidos por nuestro espíritu de un modo cierto e indubitable” (1971: 110). Para Descartes, este conocimiento radica, precisamente, en las matemáticas: “Por esta regla rechazamos los conocimientos probables y establecemos el principio de que sólo debemos aceptar los conocimientos ciertos y que no dejen lugar a la más pequeña duda […] Si nuestro cálculo es exacto, de todas las ciencias conocidas, sólo el estudio de la aritmética y la geometría, nos lleva a la observación de esta regla” (1971: 111).

En relación con tales proposiciones, Gilbert Durand afirmará: “lo que instaura Descartes es, en verdad, el ‘reino’ del algoritmo matemático” (1971 [1964]: 27). Si entendemos que el algoritmo es un conjunto preestablecido de ins­trucciones o reglas bien definidas, ordenadas y finitas que permite realizar una actividad mediante pasos sucesivos que no generan dudas a quien realice dicha activi­dad, comprenderemos con claridad lo que Durand nos quiere decir (Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, https://dle.rae.es/?id=1nmLTsh; véase también Ferrater Mora 2009: 105).

Heidegger desarrollará el asunto en sus múltiples consecuencias; de acuerdo con él, en las Reglas de Descartes nos topamos con “una fundamentación de lo matemático para que se convierta en una norma para el espíritu investigador”, más aún, en una norma para todo pensar (2009 [1962]: 131). Agrega que en dicho texto “se acuña el concepto moderno de ‘ciencia’” (Heidegger, 2009: 131). La conclusión a la que llega es contundente: “Ponemos un título a este carácter fundamental de la actitud cognoscitiva moderna si decimos que la nueva pretensión de saber es la pretensión de saber matemática” (2009: 96-97).

Precisamente esto es lo que leemos en la Regla IV, donde Descartes afirma:

Reflexionando sobre esto más atentamente descubro que debemos referir a las matemáticas todas las cosas en que se examina el orden o la medida, importando poco se trate de números, figuras, astros, sonidos o de cualquier otro objeto si se investiga esa medida u orden. Debe, pues, existir una ciencia general que explique todo lo que podemos conocer relativo al orden y a la medida sin aplicación a ninguna materia especial. La denominación de esta ciencia no consiste en un nombre extranjero, sino en el antiguo y usual de matemáticas universales [mathesis uni­versalis], porque contiene todos los elementos que han hecho llamar a las otras ciencias, partes de las matemáticas (1971: 119).

Para poner de manifiesto el problema implicado en este asunto, Heidegger nos remonta a la etimología griega de la palabra: “Lo matemático viene, según la acuñación de la palabra, del griego τά μαθήματα [ta matemata] significa aprender, μάθεσις [mathesis] la enseñanza, y ello, además, en un doble sentido: enseñanza como acudir a la enseñanza y aprender y, por otro lado, enseñanza como aquello que es enseñado” (2009: 98).

De tal suerte distingue las matemáticas de lo matemático y concluye que tomar conocimiento de las cosas es la esencia propia del aprender, de la μάθεσις [mathesis].

Nuestra expresión “lo matemático” tiene siempre este doble sentido; mienta en primer lugar, lo aprehensible en el modo caracterizado y sólo en él; y, en segundo lugar, el modo mismo de aprender y proceder. Lo matemático es aquello abierto en las cosas en lo que ya nos movemos siempre y a partir del cual tenemos experiencia de ellas en general como cosas y como tales cosas. Lo matemático es aquella posición fundamental ante las cosas en la que nosotros tomamos previamente las cosas en relación con cómo nos son, necesitan ser y deben ser ya dadas. Lo matemático es por eso el presupuesto fundamental de las cosas (Heidegger, 2009: 104).

Así, entendemos que la reducción de lo matemático a las matemáticas es un producto de la metafísica moderna que se inicia con Descartes y, a la vez, de una larga y continuada tergiversación de la noción griega antigua. Heidegger aclara que “su esencia no reside en el número como delimitación pura de la pura cantidad, sino a la inversa: sólo porque el número pertenece a tal esencia, pertenece también a lo aprehensible en el sentido de la µάθησις [mathesis]” (2009:104). Concluye: “Por lo dicho, esto no puede querer decir que la ciencia trabaje con la matemática, sino que, más bien, ha preguntado de un modo que tuvo como consecuencia que por primera vez entrara en juego la matemática en sentido restringido” (2009: 105 [cursivas en el original]).

En esta herencia cartesiana, podemos destacar el contraste entre dos puntos de vista, el de Comte y el de Heidegger. El primero lo entiende como la consolidación de un largo proceso que parte de Aristóteles y la Escuela de Alejandría, pasa por la introducción de las ciencias naturales por los árabes en la Europa occidental, durante la Edad Media, y continúa en la modernidad:

Sin embargo, por fijar un momento más preciso y evitar así las divagaciones, señalaré esta fecha, hace dos siglos, en que la acción combinada de los principios de Bacon, de las teorías de Descartes y de los descubrimientos de Galileo, hizo que el espíritu de la filosofía positiva comenzara a erigirse en el mundo en clara oposición al espíritu teológico y metafísico. A partir de ese momento, las concepciones positivas se separaron completamente de la alianza supersticiosa y escolástica que más o menos viciaba el auténtico carácter de todos los trabajos anteriores.

A partir de esa época gloriosa, el movimiento ascendente de la filosofía positiva y el descendente de la filosofía teológica y la metafísica han sido extremadamente relevantes (Comte, 2004: 34-35).4

El segundo punto de vista es el de Heidegger, quien, por su parte, mira el mismo proceso desde una perspectiva crítica:

Ahora bien, la ciencia moderna, a diferencia de las invenciones conceptuales meramente dialécticas de la ciencia medieval y la escolástica, debía fundarse en la experiencia. Y en vez de eso, coloca en primer plano un principio que refiere una cosa que no existe. Exige una representación fundamental de las cosas que contradice la representación común.

En esta pretensión se fundamenta lo matemático, es decir la imposición de una determinación de la cosa que no está generada desde ésta misma de modo acorde a la experiencia y que, igualmente, subyace a todas las determinaciones de las cosas, las posibilita y les abre un espacio. Una tal concepción fundamental de las cosas no es arbitraria ni de suyo obvia. Por eso se precisó de una larga disputa para convertirla en la dominante. Fue necesaria una transformación de la manera de acceder a las cosas, junto con la forja de un nuevo modo de pensamiento (2009: 116).

Heidegger concluye con toda claridad que, desde la perspectiva cartesiana, no es la experiencia la que da validez al conocimiento científico, sino una entidad totalmente abstracta, como los son las matemáticas, las cuales no tienen una referencia directa y práctica a los fenómenos que se investigan, sino solamente una relación mediada. Por ello Heidegger utiliza la frase “una cosa que no existe” para referirse a las abstracciones matemáticas. De tal suerte, “La ciencia moderna es experimental sobre el fundamento de la proyección matemática. El impulso experimental hacia las cosas es una consecuencia necesaria del propio sobrepasar matemático, que pasa por alto todos los hechos. Sin embargo, donde este sobrepasar en la proyección se clausura o se agota, los hechos son meramente constatados y surge el positivismo” (Heidegger, 2009: 120). Esto, además, da lugar a la hipóstasis de las matemáticas por lo verdadero: “En la proyección matemática se consuma la vinculación a los principios exigidos por ella misma. Según esta tendencia interna de la liberación para una nueva libertad, lo ma­temático impulsa desde sí a poner su propia esencia como fundamento de sí mismo y, con ello, de todo saber” (Heidegger, 2009: 117). De tal suerte, el modo reductivo de entender a las matemáticas se impone como paradigma de todo conocimiento “exacto y verdadero”.

Concluimos, así, que este reduccionismo matemático constituye, de suyo, el obstáculo fundamental que debe librar la comprensión profunda, en el ámbito de las ciencias del espíritu. Reduccionismo que, además, da pie a la degradación del modo de concebir el logos, entendido como pensamiento y discurso. Franz K. Mayr ha dado cuenta magistralmente de ello, mostrando de manera deta­llada y sistemática el proceso de degradación del concepto de lenguaje a lo largo de la historia de la filosofía y de las ciencias humanas, el cual culmina en el pobre concepto instrumental del lenguaje, propio de la semiótica, particularmente, la estructuralista, cuyos ejemplos paradigmáticos los encontramos en la obra de A. J. Greimas, así como en la de los estructuralistas Roman Jakobson y Claude Lévi-Strauss.

En ese sentido, resulta importante señalar que ya en la obra de Charles Sanders Peirce, la lógica es presentada, en su sentido general, con el nombre de semiótica, entendida esta última como la doctrina “cuasinecesaria, o formal” de los signos (Peirce, 1965). Por cuasinecesaria, Peirce entiende la observación de los signos por medio de la abstracción; la cual es, para él, un proceso muy parecido al razonamiento matemático llevado a cabo por una inteligencia científica (Peirce, 1965). Quedan así sentadas las bases para la formalización del lenguaje y el uso de la lógica matemática para el análisis del mismo. Ahí están las coincidencias, no importa que la orientación filosófica de Peirce fuera pragmática y la de Greimas, estructuralista.

¿De dónde viene ese concepto reductivo y degradado del lenguaje? De acuerdo con Mayr, mientras que con Heráclito el lenguaje humano “era concebido como adaptación mimética a la esencia de la cosa simbolizada, como presentación del mundo-logos”, con Platón –en contradicción con su propio genio poético– comienza a ser reducido a “un medio de expresión de un pensamiento independiente del lenguaje y su interpretación de la debilidad e insuficiencia del medio lingüístico de expresión” (1994: 319-320). “La teoría aristotélica del lenguaje, entendida como una reflexión última sobre la cultura decadente de la polis, ya había orientado la predicación humana (kat-egoría: acusación) hacia el intercambio de mercancías y la actuación judicial” (1994:139). En una larga y penosa sucesión, nuevos pasos en ese sentido conducen a “la concepción de las ideas como presentación de la cosa”; “la pérdida creciente de los símbolos lingüísticos a favor de los signos precisos y formales”; “la fijación ahistórica del lenguaje en formas estándar que, desde el siglo xvii, llevan a cabo las academias; y el lenguaje sígnico de las matemáticas” (1994: 341-342). Gadamer constata este proceso señalando que

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