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Justamente, el Curso concluye con la afirmación que cita Durand: “De las incursiones que acabamos de hacer por los dominios limítrofes de nuestra ciencia, se desprende una enseñanza enteramente negativa, pero también más interesante cuanto concuerda con la idea fundamental de este curso: la lingüística tiene por único y verdadero objeto la lengua considerada en sí misma y por sí misma” (Saussure, 1979: 364 [cursivas en el original]).

Para el efecto de un supuesto rigor científico, la lingüística estructural deberá, además, eliminar un aspecto fundamental de la definición de signo que, entre los estoicos aparecía como significante, significado y cosa referida, mientras que en san Agustín y en la escolástica aparecía como la relación entre signum y res.34 Al excluir la referencia a lo real extralingüístico, se elimina de la comunicación al ser humano vivo y a la intersubjetividad. Saussure lo afirma con toda claridad en el Curso: “La actividad del sujeto hablante debe estudiarse en un conjunto de disciplinas que no tienen cabida en la lingüística más que por su relación con la lengua” (1979: 64). Ricoeur criticará dicha afirmación del Curso: “En la lengua, nadie habla” (1999: 44). Expulsados de la lingüística estructural, así como de la semiología y de la semiótica estructurales –que a partir de ella se desarrollaron–, el habla, el hablante, su interlocutor y el mundo que sus discursos refieren deberán ser estudiados por otras disciplinas como la hermenéutica, la pragmática, la antropología lingüística, la sociolingüística y la psicología de la comunicación, cuyo asunto a estudiar son los procesos vivos de la comunicación.

En referencia a los diferentes enfoques interpretativos de la semiótica y la hermenéutica, afirma Ricoeur: “Para la semiótica, el único concepto operativo sigue siendo el de texto literario. La hermenéutica, en cambio, se preocupa de reconstruir toda la gama de operaciones por las que la experiencia práctica intercambia obras, autores y lectores” (2007: 114). Al final de toda esta reflexión, Ricoeur avizora un camino, al reformular el problema, entendiendo que el lenguaje no es un objeto, no es algo absoluto, es un fenómeno: una mediación entre el ser humano y el mundo, una mediación entre seres humanos y una mediación de cada ser humano consigo mismo. Idea que sintetiza en la frase: “la intención de decir algo sobre algo a alguien”; enunciado que, a la vez, supone la intención de alguien que se da significado a sí mismo. Como acabamos de mostrar, esta manera de plantear el asunto ya estaba presente en el Heidegger de El concepto de tiempo (2011). Siguiendo a Benveniste, Ricoeur ahonda en la cuestión, detallando la aproximación semántica de su hermenéutica, y propone una lingüística del discurso basada, no en los signos aislados, sino en los enunciados completos: “los actos de habla que tienen una dimensión igual o superior a la frase” (Ricoeur, 2007: 31 y 1999: 48-50).

Al subrayar la diferencia entre lengua y discurso, Ricoeur afirma que “la lengua como sistema es intemporal, pues su existencia es meramente virtual. Sólo el discurso como acto transitorio, evanescente, existe actualmente”. Concluye, así, que es propiamente en el discurso donde se da la triple mediación con el mundo, con el otro y con nosotros mismos (Ricoeur, 1999: 48).

El vacío dejado por la lingüística y la semiótica estructurales ha hecho necesaria la constitución de una hermenéutica que opere, a la vez, como una historia cultural que permita reconstruir los campos semánticos asociados a los discursos, como una etnografía, ocupada del estudio cultural de los procesos vivos, suscitados por la comunicación humana y como una semántica de la comunicación, ocupada de la relación del discurso con la realidad que evoca.

En su Autobiografía intelectual, Ricoeur describe detalladamente su confrontación con las diversas vertientes del estructuralismo. En primer lugar, señala que las obras de Saussure, Barthes, Greimas y Genette “tenían en común el hecho de ajustarse únicamente a las estructuras de los textos, con exclusión de la intención supuesta del autor” (1997: 40). Y, más aún, excluían a todo factor extralingüístico. Los límites del estructuralismo, en los cuales ahora incluye a Lévi-Strauss, “me parecían los mismos que los de la noción de signo, en tanto unidades diferenciales que operan dentro de un sistema cuyas relaciones serían todas inmanentes, como es típicamente el caso del sistema fonético de una lengua” (1997: 40).

Es decir, los análisis de todos estos autores se reducen al texto, en sí mismo, considerado como un sistema cerrado, totalmente autónomo respecto de sus campos semánticos y de sus contextos culturales, históricos y prácticos, de uso e interpretación. Sin el análisis cultural, histórico y práctico concreto, resulta imposible descifrar la connotación del discurso, pues ésta siempre depende de los códigos culturales específicos, de la historicidad del discurso y de sus usos prácticos particulares.

Ricoeur nos señala que fue su lectura de Benveniste la que lo llevó a criticar el punto de vista semiótico que consideraba al signo como unidad mínima y pasar de ahí a una semántica, para la cual “la primera unidad de sentido del lenguaje no fuera el signo léxico, sino la oración”, denominada por Benveniste como “instancia de discurso” (1997: 40-41). Por el contrario, “Saussure se había ahorrado fácilmente la explicación usando el título de habla, de la cual sólo veía el carácter de acontecimiento fugitivo, no la constitución compleja” (1997: 41). De tal modo, señala: “Se constituía una polaridad interesante entre semántica, en el sentido de Benveniste, y semiótica, en el sentido de Saussure. De esta polaridad de base veía derivar a las demás polaridades constitutivas de un conflicto de interpretaciones que afectan todo el imperio de las significaciones” (1997: 41).

Mediante este proceso crítico, que implicaba el paso de una semiótica del signo a una semántica del discurso, Ricoeur pudo restablecer la verdadera función comunicante del discurso, por medio de la cual el locutor, al hablar, pone frente a sí mismo, necesariamente, a su interlocutor. Paralelamente, “En cuanto a la distinción entre sentido y referencia, igualmente implicada por la definición de discurso, ésta abría el camino a un cuestionamiento de uno de los axiomas fundamentales del estructuralismo, a saber, la interdicción de recurrir a cualquier cosa de orden extra-lingüístico” (1997: 43).

Finalmente, el giro semántico permitía comprender lo que significaba referir al mundo por medio del discurso, cumpliendo, así, con el “objetivo ontológico del discurso” (1997: 43). Al respecto, Ricoeur concluye: “La dimensión intersubjetiva de la interlocución y la ambición referencial del lenguaje merecían la misma atención” (1997: 43).

En el caso del modelo analítico de Greimas, formulado para el análisis del relato, en general, y del mito, en particular, es necesario señalar que el empleo de su método ha derivado en una extrema formalización y matematización del discurso y en la creación sobreabundante de categorías analíticas, las cuales, lejos de contribuir a la comprensión de los textos o de las fuentes orales, tienen una dinámica propia, ajena al asunto que se interpreta. El discurso a estudiar pierde su valor frente a la inflación artificiosa del metalenguaje que pretende explicarlo. Se trata de una jerga lingüística tan especializada que sólo es comprensible para un reducido número de especialistas en lingüística y semiótica, resultando, con ello, que se vuelva muy difícil su aplicación en los casos de disciplinas como la antropología, la sociología o la historia.

Adolece de las mismas debilidades que el método de Lévi-Strauss (Amador, 2015: 154-212) pues, aunque pretende llevar a cabo una aproximación semántica, tenemos, en realidad, una aproximación meramente semiótica que se limita, exclusivamente, al análisis del texto, en sí mismo, concebido, éste, como un sistema cerrado y autosuficiente. Se trata, en ambos casos, de derivaciones metodológicas cartesianas y neopositivistas; ambos son métodos apriorísticos que se aplican rígidamente a todos los casos por igual y que encuentran su fundamentación última en las matemáticas (mathesis universalis).

La referencia del sistema de signos que estudia (texto mítico) a la realidad que esos signos evocan, jamás se realiza. No hay nunca una referencia al mundo de vida dentro del cual las narrativas míticas cobran su sentido real y práctico en la vida social. Siguiendo a Ricoeur, entiendo por semántica la relación de los signos con la realidad que evocan, con el mundo de vida que refieren. Como hemos podido ver, el análisis estructural es insuficiente, pues los resultados que arroja deben ser confrontados no sólo con el campo semántico propio que los dota de su sentido contextual (conjunto de la mitología), sino con su contexto práctico específico a partir de los materiales históricos, etnohistóricos y etnográficos. Situar a los mitos en su contexto implica definir sus dimensiones prácticas, implica situarlos en su mundo de vida. Más aún, implica recuperar para la antropología y para la historia al ser humano vivo, desterrado por los estructuralismos.

Esta perspectiva no es la que encontramos en el método de Greimas pues, a pesar de que al principio propone que “Lejos de excluir toda referencia al contexto, la descripción de los mitos se ve llevada a utilizar las informaciones extratextuales” (1982: 41), el análisis de Greimas nunca va más allá del texto, en sí mismo, jamás utiliza elementos extratextuales, como serían los documentos que permitirían contextualizar los relatos míticos que analiza, en términos de la historia cultural, de la etnohistoria o de la etnografía; se limita, exclusivamente, a lo presente en el texto.

De hecho, en ninguna parte de la exposición de su modelo se indica de qué modo deben ser utilizados los referidos elementos extratextuales, no obstante la copiosa elaboración categorial dedicada al análisis del texto, cerrado sobre sí mismo. Sus análisis siempre están situados fuera de la historia, fuera de la cultura concreta que produjo los textos, fuera de los procesos vivos de la interpretación y la comunicación. Lo que Gadamer llama “historicidad de la comprensión”, está totalmente ausente de su método; lo cual constituye una grave carencia, pues, como sabemos, el discurso es siempre portador de su historicidad. Se trata, también, de un análisis puramente técnico-lingüístico del texto, donde la filología, que integra el análisis textual con el histórico, brilla por su ausencia. Con meridiana claridad, Romo Feito indica: “Pero con el mismo rigor debe­ríamos no engañarnos acerca de que, ya al fijarnos en el criterio filológico, han comparecido en diversas ocasiones conceptos –género, estilo– que trascienden por definición la lectura literal y nos empujan a otra dimensión, que no puede ser otra que la de la comprensión histórica” (2007: 175).

De la misma manera, cuando Greimas propone un “diccionario” de los lexemas presentes en el mito (en el caso particular que estudia, usa el ejemplo del jaguar), tal definición se reduce a lo que aparece en el texto del mito y jamás se propone contrastar las definiciones que él infiere, a partir del texto, con la información etnográfica concreta, nunca se pregunta acerca de la noción de jaguar que podemos encontrar en los distintos campos semánticos y prácticos de la comunidad viva a la cual pertenecen los mitos que analiza. Su método está siempre encerrado en el texto, nunca va más allá de los límites saussurianos dentro de los cuales se hallan prisioneros, por voluntad propia, tanto él como Lévi-Strauss.

En ese sentido es válido lo señalado por Gilbert Durand: “se ha reducido a un modelo subjetivo único, y por ello hipostasiado en objetividad, lo que, en sí, tiene como función expresar una expresividad múltiple” (1993: 41). Un método tal, como el de Greimas que, ilusoriamente, pretende que es posible agotar el signi­ficado de los textos, gracias a un método “científico” es, en realidad, como lo ha indicado Durand, un ejemplo más de arbitrariedad interpretativa y re­duccionismo: degrada el símbolo a la categoría de signo (1971: 57-67 y 1993: 39-125). Detrás de su método se oculta la ingenua pretensión de objetividad del cientificismo positivista.

Debido a que los temas míticos son de tal variedad y complejidad, su reducción a un repertorio limitado de funciones lógicas binarias (sujeto-objeto, destinador-destinatario, adyuvante-oponente) resulta del todo arbitraria y artificiosa: su oposición binaria no obedece a la lógica propia de los mitos, supone una imposición artificial externa, proviene de la informática, la cual influyó de manera muy importante en el estructuralismo. Se trata de la lógica formal de la filosofía analítica moderna, totalmente ajena a los mitos y desconocida para el creador de los mitos. Lévi-Strauss no sabe distinguir la diferencia que existe entre las dos lógicas: “en el pensamiento mítico y en el científico opera la misma lógica” (1970: 210). Es obvio que la lógica formal no es superior a la mítica, y así lo afirma Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje; sin embargo, eso no justifica que aplique la lógica formal al análisis de los mitos que poseen otra distinta que es propia de cada cultura. Lo que hace el autor es proyectar el propio pensamiento racional moderno a casos en los cuales éste no ha existido.

Además, ese error resulta de una incomprensión radical: la estructura binaria forma parte del sistema de procesamiento de información de las computadoras, no tiene nada que ver con las producciones discursivas ni con la realidad social, las cuales no operan a partir de sistemas binarios. En todo caso, lo que subyace a su método es un dualismo extremo y dogmático que piensa que toda la realidad social e histórica está constituida por oposiciones duales. En el trasfondo, tenemos una versión moderna del antiguo pensamiento dualista.

Mito y símbolo operan en función de analogías (Beuchot, 2015) o, como propone Durand (1971; 1993), de homologías diferenciales, un modo totalmente distinto al de la lógica binaria de los sistemas informáticos digitales. “Reducido de esta manera el mito a un juego estructural –dirá Durand–, uno se da cuenta de que la combinatoria estructural, que en primera instancia parecía tan complicada, es muy simple, en definitiva, de una simplicidad casi algebraica […] se convierte en un ‘simple instrumento lógico’” (1971: 65).

Así, por ejemplo, las sociedades de oralidad primaria se caracterizan por una forma de pensar y ser activa, concreta, contextualizada y situada en el tiempo, donde la narratividad dota de sentido a seres, cosas y acciones, pensamiento radicalmente distinto del que es propio de las sociedades basadas en la escritura y en los procesos de abstracción que le son inherentes (Havelock, 1986; Ong, 2004). Cada tradición mítica posee su propia lógica de pensamiento, distinta de la lógica formal de la filosofía analítica.

Las categorías y oposiciones lógicas binarias empleadas por Greimas para interpretar el significado subyacente de los sistemas mitológicos son arbitrarias y reductivas, no son sino una proyección de sus propias preconcepciones sobre los textos analizados. Se trata, en repetidas ocasiones, de categorías fijas que se aplican a todos los casos, indistintamente, sin que la pertinencia de las mismas se justifique adecuadamente, sea razonable o, incluso, obedezca al sentido común, incurriendo, así, en lo que describe Heidegger cuando dice que se puede forzar al ente a entrar en conceptos en los que éste se resiste a entrar por su forma de ser.

Un análisis serio y sistemático de las narrativas mitológicas de cualquier grupo cultural pondrá en evidencia que su lógica interna va más allá de las meras oposiciones duales: mostrará que los pasajes míticos que se rigen a partir de oposiciones duales de personajes, situaciones o cosas son los menos y que tal lógica no se puede ni debe aplicar a todo el conjunto de una mitología. De ahí que la pretensión de reducir de manera indistinta toda mitología a oposiciones lógicas binarias es un proceder del todo arbitrario y artificioso: un a priori del método, no verificable de manera sistemática en el análisis concreto.

Más aún, “semejante método de reducción a las ‘evidencias’ analíticas se presenta como el método universal […] El símbolo –cuyo significante ya no tiene más que la diafanidad del signo– se esfuma poco a poco en la pura semiología, se evapora, podríamos decir, metódicamente en signo” (1971: 27). De tal forma, la “reducción del ser a un tejido de relaciones objetivas [ha] eliminado en el significante todo lo que era sentido figurado, toda reconducción hacia la profundidad vital del llamado ontológico” (1971:29).

Aun antes de la aparición del estructuralismo (1944), Ernst Cassirer ya había manifestado un punto de vista crítico, respecto de las interpretaciones racionalistas del mito. Comienza el capítulo dedicado al mito y a la religión en su Antropología filosófica afirmando que “Entre todos los fenómenos de la cultura los más refractarios a un análisis puramente lógico son el mito y la religión” (1997:113). Unas páginas más adelante podemos leer:

De todos modos, una teoría del mito se presenta, desde un principio, cargada de grandes dificultades. El mito, en su verdadero sentido y esencia, no es teórico; desafía nuestras categorías fundamentales del pensamiento. Su lógica, si tiene alguna, es inconmensurable con todas nuestras concepciones de la verdad empírica o científica; pero la filosofía no pudo admitir jamás semejante bifurcación. Estaba convencida de que las creaciones de la función mitopoyética debían de tener un “sentido” filosófico, inteligible […] No necesitamos examinar en detalle estas teorías; por mucho que difieran de contenido, nos revelan todas la misma actitud metódica. Pretenden hacernos comprender el mundo mítico por un proceso de reducción intelectual; pero ninguna de ellas puede lograr su fin sin constreñir y mutilar constantemente los hechos al efecto de convertir la teoría en un todo homogéneo (1997: 115-117).

Gadamer coincide con este punto de vista, cuando sostiene que “El mito se convierte en portador de una verdad propia, inalcanzable para la explicación racional del mundo” (1997: 15-16). La verdad que contiene el mito radica en un modo de conocer distinto del de la ciencia (1997: 21). El lenguaje, en el cual se formula cada mito, no es ahistórico, sino todo lo contrario, es, a la vez, un producto de su tiempo y un productor del modo de vivir la realidad de ese tiempo: “El lenguaje es, pues –dirá Gadamer–, un sistema vivo que en cualquier sociedad humana se sigue desarrollando, enriqueciéndose o también empobreciéndose, hacia lo abierto” (1997:121).

El propio Ricoeur, en su segundo volumen de Tiempo y narración, señala, críticamente, que el modelo de Greimas es acrónico: “Vemos ya en él el afán por construir un modelo rigurosamente acrónico y por cambiar los aspectos diacrónicos del relato, tal como lo narramos y recibimos, introduciendo reglas de transformaciones apropiadas” (2004: 445).

Agrega que “desde su fase primitiva deja ver las importantes dificultades del modelo acrónico en cuanto al tratamiento del tiempo narrativo” (2004: 445). Greimas se equivoca, profundamente, al subordinar, para los fines del análisis estructural de los relatos míticos, las estructuras narrativas diacrónicas a las oposiciones lógicas binarias, acrónicas, pues las narrativas míticas son esencialmente plurales, dinámicas, progresivamente complejas y su sustancia es el tiempo (Ricoeur, 1999 y 2007).

La vía larga

Para desarrollar su propuesta de una vía larga, Ricoeur partirá de “un eje de referencia para todo el campo hermenéutico” (2003: 16). Partirá, en primer lugar, de la referencia a diversas hermenéuticas (Dilthey, Nietzsche, Freud) para mostrar que en todas ellas podemos encontrar un nudo semántico, ya sea este “general o particular, fundamental o especial” (2003: 17). Asimismo, hemos referido la manera en la cual señala que en toda hermenéutica encontramos una “arquitectura del sentido, que podemos llamar ‘doble sentido’ o ‘sentido múltiple’, cuyo papel es, en cada caso, aunque de manera diferente, mostrar ocultando. Es, pues, en la semántica de lo mostrado y lo ocultado, en la semántica de las expresiones multívocas, donde advierto que este análisis del lenguaje se afianza” (2003: 17). En El conflicto de las interpretaciones Ricoeur explica el por qué toma a la semántica como punto de partida: “Toda comprensión óntica u ontológica se expresa ante todo y desde siempre, en el lenguaje. Por lo tanto, no es en vano buscar del lado de la semántica un eje de referencia para todo el conjunto del campo hermenéutico” (2003: 16). Nos recuerda, además, que desde hace mucho tiempo las tradiciones exegéticas nos habían mostrado que un texto tiene varios sentidos y que esos sentidos se imbrican el uno en el otro (2003: 16).

En el primer capítulo, al proponernos mostrar la universalidad del problema hermenéutico, citando a Heráclito, habíamos señalado la manera en la cual el doble carácter del lenguaje, al develar y ocultar, nos obliga a interpretar lo expresado para intentar ir de lo explícito a lo implícito, de lo mostrado a lo ocultado. Es este mismo problema el que plantea ahora Ricoeur para fundamentar la necesidad de una vía larga que nos permita comprender los múltiples sentidos presentes en el discurso.

El primer encuentro con estas expresiones multívocas se dio en sus estudios sobre la simbólica del mal y sobre el psicoanálisis freudiano. Llamó a ese tipo de expresiones “símbolos”, indicando que los entendía como una “estructura de significación donde un sentido directo, primario y literal, designa por añadidura otro sentido, indirecto, secundario y figurado, que sólo puede ser aprendido a través del primero” (Ricoeur, 2003: 17 [cursivas en el original]). En ese momento de su reflexión hermenéutica (1969) consideró que las expresiones de sentido múltiple constituyen propiamente el campo hermenéutico. Por lo cual definió a la interpretación como “el trabajo del pensamiento que consiste en descifrar el sentido oculto en el sentido aparente, en desplegar los niveles de significación implicados en la significación literal” (2003: 17). De tal suerte, símbolo e interpretación se convertían en conceptos interdependientes. “Hay interpretación allí donde hay sentido múltiple, y es en la interpretación donde la pluralidad de sentidos se pone de manifiesto” (2003: 17).

En años posteriores (1976) Ricoeur matizó su posición al respecto, ampliando el ámbito de la hermenéutica para abarcar “el problema completo del discurso” (2006: 90).

Hace algunos años yo solía relacionar la tarea de la hermenéutica principalmente con el desciframiento de las diversas capas de sentido del lenguaje simbólico y metafórico. Sin embargo, en la actualidad pienso que el lenguaje simbólico y metafórico no es paradigmático para una teoría general de la hermenéutica. Esta teoría debe abarcar el problema completo del discurso, incluyendo la escritura y la composición literaria. Pero aun en este planteamiento se puede decir que la teoría de la metáfora y de las expresiones simbólicas permite que se prolongue decisivamente el campo de las expresiones significativas, al agregar la problemática del sentido múltiple al del sentido general (2006: 90).

Vemos, de esta manera, con claridad, la pertinencia del emplazamiento hermenéutico para abordar el problema del discurso, en general. Sin embargo, en este primer capítulo de El conflicto de las interpretaciones, titulado “Existencia y hermenéutica” (2003: 9-27), Ricoeur se limitó a las diversas manifestaciones del símbolo que han dado lugar a distintas hermenéuticas, las cuales se abocan a lograr su comprensión. Para ello propondrá, en primer lugar, llevar a cabo una vasta “enumeración de las formas simbólicas tan amplia y completa como sea posible” (2003: 18). El recorrido lo llevó de los símbolos cósmicos que forman parte del corpus de las religiones, a los símbolos oníricos que estudia el psicoanálisis, pasando por los símbolos presentes en la poesía. Buscó el significado de los mismos en sus expresiones discursivas: “Es en el lenguaje donde el cosmos, el deseo y el imaginario acceden a su expresión; siempre es necesaria una palabra para retomar el mundo y que se convierta en una hierofanía.35 Del mismo modo, el sueño permanecerá [oculto]36 para todos, en tanto no sea llevado al plano del lenguaje por el relato” (2003: 18).

En segundo lugar, Ricoeur propondrá que la enumeración de las modalidades de la expresión simbólica “exige como complemento una criteriología37 cuya tarea consistiría en fijar la constitución semántica de formas emparentadas, tales como la metáfora, la alegoría y el símil” (2003: 18).38 Ricoeur tratará extensamente esas categorías en su obra La metáfora viva (2001 [1975]). Sobre esta cuestión vamos a encontrar, también, una clara oposición entre la aproximación semántica de la hermenéutica de Ricoeur y la aproximación semiótica del estructuralismo y de la retórica tradicional. Su estudio, “Sitúa provisionalmente la teoría de la metáfora-enunciado y la de la metáfora-palabra en una relación de oposición irreductible. La alternativa viene preparada por la distinción de Emile Benveniste, entre una semántica, en que la frase es portadora de la mínima significación completa, y una semiótica para la que la palabra es un signo dentro del código lexical” (Ricoeur, 2001: 10).

Continuando con su reflexión sobre la vía larga, Ricoeur planteará, en seguida, orientaciones hermenéuticas fundamentales que forman parte de su argumentación. En primer lugar, destaca que la criteriología que propone es inseparable de un estudio de los procedimientos de la interpretación. En par­ticular, sobre el símbolo, las divergencias existentes entre las distintas aproximaciones reflejan con claridad los horizontes de pensamiento de los autores y las diversas perspectivas que son propias de los diferentes campos de conocimiento, tal como puede observarse, claramente, entre la óptica desde la cual se interpreta el símbolo en los estudios religiosos o en el psicoanálisis. “Hice referencia a la fenomenología de la religión y al psicoanálisis; ambos se oponen de la manera más radical” (Ricoeur, 2003: 18). En su obra sobre Freud, señalaba al respecto: “Lo que el psicoanálisis capta en principio como distorsión de un sentido elemental adherido al deseo, la fenomenología de la religión lo capta en principio como manifestación de un fondo […] como la revelación de lo sagrado” (2014: 11).

Aquí queda planteado, con evidencia, el conflicto de las interpretaciones y sus consecuencias. Pues cada disciplina, “cada interpretación, por definición, reduce esta riqueza, esta multivocidad, y ‘traduce’ el símbolo de acuerdo con un [encasillamiento]39 de lectura que le es propio” (2003: 19). De tal suerte, Ricoeur pondrá en evidencia que “La tarea de esta criteriología es mostrar que la forma de la interpretación es correlativa a la estructura teórica del sistema hermenéutico considerado” (2003: 19). De cara a esta pluralidad de orientaciones teóricas, nos vemos obligados a abordarlas desde una perspectiva hermenéutica que nos permita comprender su horizonte de pensamiento, su lenguaje especializado y su “método” para desarrollar una reflexión crítica sobre el mismo.

El modo específico de llevar a cabo esta tarea deja ver la amplitud de lo que constituye una hermenéutica filosófica, simplemente en el nivel semántico. Para Ricoeur:

Esta comienza por una investigación extensiva de las formas simbólicas y por un análisis comprensivo de las estructuras simbólicas; prosigue con una confrontación de los estilos hermenéuticos y con una crítica de los sistemas de interpre­tación, refiriendo la diversidad de métodos hermenéuticos a la estructura de las teorías correspondientes. Con ello, se prepara para ejercer su tarea más importante: llevar a cabo un verdadero arbitraje entre las pretensiones totalitarias de cada una de las interpretaciones. Al mostrar de qué manera cada método expresa la forma de una teoría, justifica a cada una en los límites de su propia circunspección teórica. Tal es la función crítica de esta hermenéutica, considerada en su nivel simplemente semántico (2003: 19).40

En su obra Teoría de la interpretación, Ricoeur muestra que es posible discernir si una interpretación es no solamente probable, sino más probable que otra interpretación y que existen criterios de relativa superioridad para resolver los conflictos de interpretaciones (2006: 91). Resulta, así, fundamental para la hermenéutica filosófica, valorar críticamente las distintas hermenéuticas, de modo que se pueda profundizar en la comprensión de cada asunto que se investiga, para lo cual es necesario llevar a cabo una interpretación de las interpretaciones previas. Aquí es donde se articulan el análisis semántico y el reflexivo.

A continuación, el autor describe las ventajas de este modo de proceder, destacando que la aproximación semántica “mantiene a la hermenéutica en contacto con las metodologías efectivamente practicadas”, es decir, permite comprender su estructura argumental y sus criterios de verdad, sus modos específicos de abordar el asunto investigado (2003: 19). Además, afirmará que tal procedimiento asegura la implantación de la hermenéutica en la fenomenología, en el nivel de la significación (2003: 19). Concluye que “al trasladar así el debate al plano del lenguaje, tengo la impresión de encontrar las otras filosofías actualmente vivas en un terreno común” (2003: 20).

De acuerdo con su punto de vista, el análisis de “la estructura semántica de las expresiones de sentido doble y múltiple es la puerta estrecha que la hermenéutica filosófica debe atravesar si quiere evitar aislarse de las disciplinas que recurren al método de la interpretación: exégesis, historia, psicoanálisis” (2003: 20). No obstante, considera que esto no es suficiente para fundar una hermenéutica filosófica:

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