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capítulo iv
La vía corta y la vía larga en la hermenéutica:de Heidegger a Ricoeur
Fenomenología y hermenéutica

Asentado claramente el problema hermenéutico en la ontología del ser finito y entendiéndose a la hermenéutica como un modo de ser y no como un método de conocimiento, epistemológicamente estructurado, quedan fundadas las bases para establecer a la comprensión como el sustento de todo modo de conocer el mundo a partir de la experiencia vivida. Para Ricoeur, como para Heidegger, la hermenéutica no puede ser una técnica de especialistas, sino que “pone en juego el problema general de la comprensión” (Ricoeur, 2003: 10). Coincidentemente, para Gadamer: “Comprender textos no es sólo una instancia científica, sino que pertenece con toda evidencia a la experiencia del mundo. En su origen el problema hermenéutico no es en modo alguno un problema metódico” (1999: 23).

Al ver las cosas desde esta perspectiva se transfieren los problemas técnicos de la exégesis textual a los problemas más generales de la significación y el lenguaje, en la medida en la cual toda enunciación es a la vez expresión e interpretación, pues descifra la realidad y formula proposiciones acerca de ella (Ricoeur, 2003: 10). En consecuencia, lo que debemos destacar es que la historicidad está inscrita en el lenguaje mismo, se manifiesta por medio de él, de ahí que el análisis del lenguaje sea revelador de la historicidad contenida en éste. En ese sentido, el discurso crea al mundo, al enunciarlo.

De acuerdo con Ricoeur, existen dos maneras de fundar la hermenéutica en la fenomenología. La primera es la vía corta, seguida por Heidegger, y la segunda, la vía larga, siendo esta última la que él seguirá:

Llamo “vía corta” a esta ontología de la comprensión porque, al romper con los debates de método, se inscribe de entrada en el plano de una ontología del ser finito, y reconoce en él el comprender no ya como un modo de conocimiento, sino como un modo de ser. No se ingresa de poco a poco en esta ontología de la comprensión; no se accede a ella gradualmente, profundizando las exigencias metódicas de la exégesis, de la historia o del psicoanálisis: nos transportamos en ella por una súbita inversión de la problemática (2003: 11 [cursivas en el original]).

Para Heidegger, dirá Ricoeur, el problema hermenéutico radica en la comprensión del ente que comprende (Analítica del Dasein) y no en las condiciones metódicas para la comprensión de textos: “El problema hermenéutico se convierte así en una región de la Analítica de ese ser, el Dasein, que existe al comprender” (Ricoeur, 2003: 11). Cabe aclarar, sin embargo, que la Analítica del Dasein supone, tal como hemos visto, la comprensión de la historicidad de un ente que es, a su vez, histórico. Para Heidegger, “lo filosóficamente primario no es la teoría de la formación de los conceptos de la historia, ni la teoría del conocimiento histórico, o la teoría de la historia como saber histórico, o la teoría de la historia como objeto del saber histórico, sino la interpretación del ente propiamente histórico en función de su historicidad” (2014a: 31). Más aún, afirma que “La filosofía nunca averiguará qué es la historia mientras la desmiembre como un objeto analizado a través del método. El enigma de la historia reside en lo que significa ser histórico” (Heidegger, 2011: 58).

Ricoeur se propone seguir un camino más largo que el de Heidegger, sin dejar de “hacerle plena justicia a esta ontología de la comprensión” (2003: 12). No sólo se propone hacer plena justicia a la ontología de la comprensión de Heidegger, sino que su fenomenología hermenéutica se funda en la de él, por ello señala que la Analítica del Dasein de Heidegger “no es el otro término de una alternativa que nos obligaría a elegir entre una ontología de la comprensión y una epistemología de la interpretación” (2003: 12). Indica, más bien, que el camino que él seguirá ha sido allanado por las reflexiones lingüísticas y semánticas. “La vía larga que propongo también tiene por ambición dirigir la reflexión al plano de una ontología; pero lo hará gradualmente, siguiendo las exigencias sucesivas de la semántica y, luego, de la reflexión” (2003: 12). En su Autobiografía intelectual, Ricoeur señala que la hermenéutica ha aportado importantes correcciones a la fenomenología, por lo cual él recurrirá a una fenomenología hermenéutica:

[…] más allá de la crítica del idealismo husserliano, considero que la fenomeno­logía es el supuesto insuperable de la hermenéutica, en la medida en que para la primera toda cuestión sobre un ser cualquiera es una cuestión sobre el sentido de ese ser. Ahora bien, la elección por el sentido es también el supuesto más general de toda hermenéutica; también para ella, la experiencia en su amplitud tiene una [comunicabilidad]28 de principio (1997 [1995]: 59-60).

Dicha proposición concuerda cabalmente con lo expuesto por Heidegger en Ser y tiempo, respecto de la relación entre fenomenología y hermenéutica:

Considerada en su contenido, la fenomenología es la ciencia del ser del ente –ontología–. Al hacer la aclaración de las tareas de la ontología, surgió la necesidad de una ontología fundamental; ésta tiene como tema el ente óntico-ontológicamente privilegiado (el Dasein), y de esta suerte se ve enfrentada al problema cardinal, esto es, a la pregunta por el sentido del ser en cuanto tal [von Sein überhaupt]. De la investigación misma se desprenderá que el sentido de la descripción fenomenológica en cuanto método es el de la interpretación [Auslegung]. El λόγος [logos] de la fenomenología del Dasein tiene el carácter de έρμηνεύειν [hermēneuien],29 por el cual le son anunciados a la comprensión del ser que es propia del Dasein mismo el auténtico sentido del ser y las estructuras fundamentales de su propio ser. La fenomenología del Dasein es hermenéutica, en la significación originaria de la palabra, significación en la que designa el quehacer de la interpretación (Heidegger, 2014a: 57 [cursivas en el original, los corchetes son del traductor]).

Esta perspectiva nos resultará más clara si retomamos algunas de las reflexiones presentadas en el primer capítulo, acerca de la universalidad del problema hermenéutico. En la medida en la que la comprensión se da por mediación del lenguaje, dicha comprensión plantea un problema semántico: el problema del significado de lo que se piensa y de lo que se expresa, haciendo uso del lenguaje y de todos los códigos de comunicación de los que se vale el ser humano. Tal como hemos visto, el discurso no es transparente, requiere de la interpretación, pues, a la vez que revela, oculta. Todo discurso nos obliga a reflexionar sobre su significado. Todo discurso plantea un problema hermenéutico. El asunto a resolver radica en cómo podemos, partiendo de una ontología de la comprensión, alcanzar un modo de interpretar que pueda ser guiado por una semántica del discurso y por una reflexión crítica, las cuales nos permitirían desvanecer, hasta donde sea posible, la opacidad intrínseca de los discursos y alcanzar una comprensión más profunda de su significación concreta.

La hermenéutica y la cuestión del método

Ya hemos visto que la vía del método, en sus vertientes cartesiana y positivista, supone una perspectiva puramente epistemológica del conocimiento. En consecuencia, es la menos adecuada para arribar a una comprensión profunda de las cosas, pues plantea, de entrada, un punto de vista esencialmente erróneo. Se funda en una incomprensión radical, ignora que el conocer es un modo de ser del ente que está, antes que nada, situado en el mundo y cuya existencia está confrontada, en cada ocasión (actualidad, temporalidad, historicidad), con la necesidad de comprender su experiencia vital. Por el contrario, conditio sine qua non, el método resulta ser apriorístico, no puede ser de otra manera, ha sido fijado de antemano y se aplica, implacablemente, a cada problema de investigación que enfrenta.

En referencia al Discurso del método, Eduardo Bello afirma: “Las deter­minaciones y enunciados prefijados en el proyecto de investigación son los axiomas […] entendidos como principios o proposiciones fundamentales” (Bello, 1993: xxix [cursivas en el original]). De ahí que cobre sentido lo indicado por Heidegger: “La proyección matemática es, en tanto que axiomática, la aprehensión anticipada [Vorausgriff] de la esencia de las cosas” (2009: 122). Como podemos ver, el método cartesiano se sitúa, en función de su propia lógica, en un plano apriorístico, ahistórico y abstracto. No parte de la experiencia, sino que ha sido fijado anticipadamente, de manera definitiva, mediante procesos de abstracción que hacen caso omiso de la concreción de cada problema particular. Más aún, los casos particulares son sometidos a unos conceptos abstractos, fijados apriorísticamente, forzando al ente a entrar en unas categorías en las cuales el ente mismo se resiste a entrar, como si se tratase de una camisa de fuerza, tal como lo explica Heidegger:

La interpretación se funda siempre en una manera previa de ver [Vorsicht] que “recorta” lo dado en el haber previo hacia una determinada interpretabilidad. Lo comprendido que se tiene en el haber previo y que está puesto en la mira del modo previo de ver, se hace entendible por medio de la interpretación. La interpretación puede extraer del ente mismo que hay que interpretar los conceptos correspondientes, o bien puede forzar al ente a conceptos a los que él se resiste por su propio modo de ser. Sea como fuere, la interpretación se ha decidido siempre, definitiva o provisionalmente, por una determinada conceptualidad; ella se funda en una manera de entender previa [Vorgriff] (2014a: 169 [corchetes del traductor, cursivas en el original]).

En las Reglas, Descartes define al método de la siguiente manera:

Por método entiendo aquellas reglas ciertas y fáciles cuya rigurosa observación impide que se suponga verdadero lo falso, y hace que –sin consumirse en esfuerzos inútiles y aumentando gradualmente su ciencia– el espíritu llegue al verdadero conocimiento de todas las cosas accesibles a la inteligencia humana.

No suponer verdadero lo que es falso y llegar al conocimiento de todas las cosas. No hay que perder de vista estos fines del método (2012 [1701]: 116 [cursivas en el original]).

El dogma en el cual se funda el método cartesiano lo lleva a ignorar sus límites, su carácter histórico y provisional. Sus categorías no parten del análisis del ente que se estudia, no van a la cosa misma, por el contrario, son axiomas fijos, los cuales se imponen apriorísticamente a todo ente que se investiga. En ese sentido retomo la lúcida observación de Ricoeur: “la conciencia de la validez de un método nunca puede ser separada de la conciencia de sus límites” (2003: 34).

A su vez, Heidegger muestra un camino, totalmente opuesto al que sigue el cartesianismo, poniendo de manifiesto que el conocimiento parte de la experiencia:

Los conceptos y las proposiciones sobre conceptos y proposiciones deben salir de los objetos mismos; por ejemplo, las proposiciones o enunciados se presentan escritos o dichos, leídos u oídos, y los guían vivencias de pensamiento o de conocimiento, y a éstas, vivencias de significación. En un enunciado tenemos aquello acerca de lo cual se dice algo y lo que se dice, partición que no tiene qué coincidir con la del sujeto y objeto. En consecuencia, todo se basa en la aprehensión de tales vivencias, en la aprehensión de la conciencia de algo. Tal es la tarea primera de la fenomenología […] En consecuencia, fenomenología es ante todo un modo de investigar, en concreto: hablar de algo tal como ese algo se muestra y sólo en la medida que se muestra (2000a: 94-95).

El método cartesiano y los que de éste se derivan, parten de un dualismo, no asumido conscientemente, que separa y opone a quien conoce de lo que conoce; piensa al conocimiento a partir de la oposición de un supuesto “sujeto cognoscente” que enfrenta a un supuesto “objeto por conocer”. Al primero se le considera activo y al segundo pasivo. Se ignora que el comprender es un hacerse uno con lo que se comprende; es una experiencia vital, un modo de existir. “En la interpretación el comprender se apropia comprensoramente de lo comprendido por él. En la interpretación el comprender no se convierte en otra cosa, sino que llega a ser él mismo” (Heidegger, 2014a: 167).

Sobre esta cuestión, E. H. Carr muestra el error de principio que supone la arbitraria oposición “sujeto-objeto”:

Las teorías clásicas del conocimiento ya no encajan con la ciencia contemporánea, y menos que con cualquiera con la física. No es sorprendente que durante los últimos cincuenta años los filósofos hayan empezado a ponerlas en tela de juicio y a reconocer que el proceso cognitivo, lejos de separar claramente el sujeto del objeto, implica cierta interrelación e interdependencia entre ambos […] las ciencias sociales en su conjunto, por el hecho de implicar al hombre tanto en calidad de objeto como de sujeto, tanto como investigador como cosa investigada, son incompatibles con cualesquiera teorías del conocimiento que defiendan un divorcio rígido entre sujeto y objeto (1992: 98-99).

Resultan, al respecto, pertinentes las palabras de Gadamer, anteriormente citadas, quien propone que veamos la interpretación de los textos desde la perspectiva de la conversación. Eso nos permite ver la unidad e interdependencia que se dan, en el proceso de la interpretación, de y entre, el intérprete y lo interpretado. A pesar de que se trata de una conversación diferida en el tiempo y en el espacio y no de un diálogo cara a cara, Gadamer, siguiendo a Droysen, afirma que, si bien los textos son manifestaciones vitales fijadas duraderamente, deben ser entendidos, “lo que significa que una parte de la conversación hermenéutica, el texto, sólo puede llegar a hablar a través de la otra parte, del intérprete” (1999: 466). Sostiene que de la misma manera que en la conversación el asunto común es el que une entre sí a las partes; el intérprete participa del sentido del texto y lo hace hablar. Sin embargo, no debemos perder de vista el hecho ya destacado de que “en la resurrección del sentido del texto se encuentran ya siempre implicadas las ideas propias del intérprete” (1999: 467). Asimismo, el horizonte de éste “resulta de este modo siempre determinante” (1999: 467). “Ahora podemos reconocer en ello la forma de realización de la conversación, en la que un tema accede a su expresión no en calidad de cosa mía o de mi autor sino de la cosa común a ambos” (1999: 467).

En cambio, detrás del método cartesiano y de su oposición dualista sujeto-objeto, encontramos la metafísica antropocéntrica, que sitúa al hombre por encima de todos los seres, por encima de todo lo que existe y lo concibe dotado del poder de “dominar a la naturaleza”. Se piensa a sí mismo como “sujeto creador” y ve a todos los otros seres vivos y a todas las cosas, a todo ente, como “objeto” disponible para su hacer y su saber.

Esta metafísica antropocéntrica está en la base del modo de darse de la técnica moderna y del discurso que la sustenta, constituye su fundamento. La técnica moderna, en tanto producto planetario, se plantea la materialidad de toda la Tierra como “objeto” para su acción transformadora (lógica de dominio). La Tierra completa adquiere el carácter de “objeto”, de materia prima para la producción de bienes; es reducida a material disponible, susceptible de ser trabajado, convertido en producto, en fuente de energía, en mercancía. Todas las cosas adquieren la cualidad de lo que Heidegger (1994) llama “existencias”, es decir, deben estar disponibles para el uso humano.

La aparente inmediatez de todos los “recursos naturales” y de todas las cosas producidas, la aparente facilidad con la cual podemos acceder a ellas, la constante posibilidad de ser transformadas, poseídas e intercambiadas, está dada por la disposición completa del aparato de la técnica moderna, que crea un orden estructural nuevo, basado en la ciencia.

Así, resulta que la ciencia no es neutra, sino que está inmersa en y sustenta a un sistema global de estructuración del mundo; un sistema autónomo sobre el cual ya no tienen poder alguno las personas reales; un sistema que parece funcionar automática y autónomamente: ¡por sí mismo! Heidegger lo llama “estructura de emplazamiento”; supone una lógica de relaciones constantes y crecientemente complejas del ser humano con su hacer y su saber: “A aquella interpelación que provoca, que coliga al hombre a solicitar lo que sale de lo oculto como existencias, lo llamamos ahora la estructura de emplazamiento (Ge-stell)” (1994: 21). La estructura de emplazamiento es lo que provoca al hombre “a hacer salir de lo oculto lo real y efectivo en el modo de un solicitar en cuanto un solicitar de existencias. Estructura de emplazamiento significa el modo de salir lo oculto que prevalece en la técnica moderna, un modo que él mismo no es nada técnico” (1994: 22).

Más adelante concluye que “La esencia de la técnica moderna pone al hombre en camino de aquel hacer salir de lo oculto por medio del cual lo real y efectivo, de un modo más o menos perceptible, se convierte en todas partes en existencias […] Desde aquí se determina la esencia de toda historia acon­tecida […] La esencia de la técnica moderna descansa en la estructura de emplazamiento” (Heidegger, 1994: 26-27).

Hacer salir de lo oculto significa convertir a todo lo ente, es decir, a todos los seres vivos y a todas las cosas en algo conocido, algo familiar; significa conver­tirlos en algo “al alcance de la mano”. Proceder de tal modo implica pretender despojar de su misterio a todo lo que existe, traerlo al ámbito de lo manejable por el ser humano. Significa hacer creer que todo lo que existe puede ser conocido y dominado, analizado y transformado “para beneficio del hombre”. Significa creer que ya nada puede sustraerse al poder humano. Significa un desconocimiento radical de nuestros límites. De ahí que Heidegger afirme: “Al designar a las cosas como el ente ‘inmediatamente dado’ se marcha en una dirección ontológicamente equivocada” (2014a: 90). La apología del método me recuerda el relato de la Torre de Babel: la construcción de ambos se funda en la soberbia humana.

He ahí el trasfondo que está supuesto en el cientificismo, de manera implícita: la metafísica de dominio. Vistas así las cosas, se hace posible mostrar las implicaciones de todo lo que trajo consigo el modo de pensar, inherente al método cartesiano, a todo lo que éste supone. Es por eso que la certidumbre con la que habla Descartes de la infalibilidad del método me produce escalofríos, pero, luego, me hace reír, debido a su ingenuidad:

Las largas cadenas de razones muy simples y fáciles, que los geómetras acos­tum­bran a emplear para llegar a sus demostraciones más difíciles, me habían propor­cio­nado la ocasión de imaginar que todas las cosas en la esfera del conocimiento humano se encadenan de la misma manera; y que, con sólo abstenerse de admitir como verdadera alguna que no lo sea y guardando siempre el orden necesario para deducir unas de otras, no puede haber algunas tan alejadas de nuestro conocimiento a las que, finalmente, no podamos llegar ni tan ocultas que no podamos descubrir (1993 [1637]: 27).

El conocimiento humano se presenta como todopoderoso; prácticamente todo resulta accesible a él. Más adelante agrega: “Pues, en definitiva, el método que nos enseña a seguir el verdadero orden y a enumerar exactamente todas las circunstancias de lo que se busca, contiene todo lo que confiere certeza a las reglas de la aritmética” (1993: 29). Tendremos que entender que Descartes fue un hombre de su tiempo y, a la vez, un precursor, un hombre que tenía una fe ciega en la ciencia, particularmente en las matemáticas, las cuales creía, eran aplicables a cualquier asunto de la realidad (mathesis universalis). Más aún, el reduccionismo matemático cartesiano se concibe como verdad absoluta y universal.

Porque lo matemático se impone él mismo como principio de todo saber, debe poner en cuestión necesariamente el saber anterior, independientemente de si era sostenible o no.

Descartes no duda porque sea un escéptico, sino que, más bien, dudó porque puso lo matemático como fundamento absoluto y buscó para todo saber un sustento que le corresponda. Ya no basta sólo con encontrar una ley fundamental para el ámbito de la naturaleza, sino que se busca el primer y supremo principio del ser del ente en general. Este principio absolutamente matemático no puede tener nada ante sí, ni admitir lo que le venga dado (Heidegger, 2009: 134).

Cassirer presenta también, de manera crítica, las pretensiones de universalidad del racionalismo cartesiano, para el cual:

El universo es uno solo, por cuanto que es y sólo puede ser uno el conocimiento del universo, y una también la matemática universal. Y esta idea fundamental de la investigación moderna encuentra su título absoluto de legitimidad filosófica en el concepto cartesiano de mathesis universalis. El cosmos de la matemática universal, el cosmos del orden y la medida envuelve y agota ahora todo el conocimiento (1982: 16).

Sin embargo, “El sistema metafísico que sale definitivamente de manos de Descartes no se ajusta a la concepción originaria de un método único y universal del saber, por cuanto que el pensamiento, a medida que se desarrolla, tropieza en última instancia con determinadas diferencias radicales del ser, que tiene que aceptar y reconocer sencillamente como lo que son” (Cassirer, 1982: 16). Cassirer muestra con claridad el obstáculo más evidente del método cartesiano: la diversidad y complejidad de todo lo que existe. La imposibilidad e inviabilidad de reducir esa pluralidad a lo estrictamente matemático, a un método único.

Lo curioso es que esta aberración reduccionista del siglo xvii encuentra su continuidad en la filosofía analítica del siglo xx. Destacando de manera crítica esta cuestión, el historiador Edward Hallett Carr se refiere a una afirmación de Bertrand Russell, filósofo analítico que fue un continuador contemporáneo de la mathesis universalis: “Bertrand Russell, educado en el seno de esta tradición, había de rememorar más tarde el periodo en que esperaba que llegara el día en que hubiese ‘una matemática del comportamiento humano tan precisa como la matemática de la mecánica’” (1992 [1961]: 76). Me sorprende la afirmación tan absurda y desproporcionada de un filósofo que fue considerado como uno de los más importantes del siglo xx. El hecho de que más tarde matizara su punto de vista no lo exime de haber sido un continuador acrítico del pensamiento cartesiano.

He ahí el problema: la comprensión de la historia tiene un grado de complejidad tal que no puede reducirse a abstracciones matemáticas. Los factores que influyen en el proceso por el cual se dan los sucesos históricos son innume­rables y se articulan de múltiples maneras, las cuales no son previsibles. Lo económico, lo político, lo religioso, lo psicológico, los factores técnicos y científicos, las estructuras sociales, la influencia de las ideas, de las tradiciones, de las características concretas que asumen los rasgos culturales, la diversidad de las lenguas, nuestra propia historicidad como intérpretes de la historia, hacen de ella un campo de conocimiento tan amplio y complejo que no puede y no debe reducirse a la lógica de las ciencias naturales y, mucho menos, a meras abstracciones matemáticas. A lo sumo, las matemáticas son una disciplina auxiliar, de poca importancia para la comprensión de la historia. El dato estadístico carece por completo de sentido si no se lo contextualiza, si no se lo vincula con el cúmulo de factores que influyen en el suceder de los acontecimientos históricos. Tal como lo muestra Heidegger: “los supuestos ontológicos del conocimiento histórico trascienden fundamentalmente la idea del rigor de las ciencias más exactas. La matemática no es más rigurosa que la historia, sino sólo más estrecha en cuanto al ámbito de los fundamentos existenciales relevantes para ella” (2014a: 172).

En referencia a lo anterior podemos citar las sabias palabras de Gadamer:

La conciencia de la historia efectual es finita en un sentido tan radical que nuestro ser, tal como se ha configurado en el conjunto de nuestros destinos, desborda esencialmente su propio saber de sí mismo. Y ésta es una perspectiva fundamental, que no debe restringirse a una determinada situación histórica; aunque evidentemente es una perspectiva que está tropezando con la resistencia de la [concepción que la ciencia tiene de sí misma], cara a la moderna investigación científica y al ideal metodológico de la objetividad de aquella (1999: 17).30

Queda claro que la experiencia humana es tan vasta y compleja que resulta imposible dar cuenta de ella de manera sistemática y fidedigna. Justamente, sobre esta cuestión, en el primer volumen de Tiempo y narración, Ricoeur se apoya en lo asentado por Raymond Aron para dar cuenta de este problema que plantea, de entrada, la historia: “Para la presente investigación, el libro de Aron ofrece esta conclusión clara: el pasado, concebido como el conjunto de lo que realmente ha sucedido, está fuera del alcance del historiador” (2007: 173).

A su vez, Ricoeur critica los modelos reductivos de interpretación de la historia, particularmente aquellos que no comprenden el carácter narrativo que asume la reconstrucción histórica (historiografía) y la complejidad misma del acontecer histórico. Es decir, la historia es una re-construcción narrativa de los sucesos históricos, ordenados teleológicamente por el historiador. En sus conclusiones finales afirma: “Esto ocurre siempre que la teoría de la historia sigue siendo mal distinguida de la teoría de la acción y no otorga a las circunstancias, a las fuerzas anónimas y, sobre todo, a las consecuencias no queridas, el lugar que les es debido” (2007: 370). Concluye que esos factores otorgan a la construcción de la trama histórica una complejidad sin igual (2007: 370).

Edward Hallett Carr, plenamente consciente de que la historia es una narración construida por el historiador, en función de la tradición a la que pertenece y de sus propios criterios sobre lo que debe ser considerado como hechos históricos, muestra claramente que “Solía decirse que los hechos hablan por sí solos. Es falso, por supuesto. Los hechos sólo hablan cuando el historiador apela a ellos: él es quien decide a qué hechos se da paso, y en qué orden y contexto hacerlo” (1992: 15). A lo cual agrega: “El historiador es necesariamente selectivo. La creencia en un núcleo óseo de hechos históricos existentes objetivamente y con independencia de la interpretación del historiador es una falacia absurda, pero dificilísima de desarraigar” (1992: 16). Más aún, demuestra con claridad la manera en la cual estamos completamente inmersos en tradiciones, en lo que respecta a nuestro conocimiento de la historia pasada y presente. Carr se vale de los ejemplos de la historia de la Grecia antigua y de la Edad Media para dejarlo bien claro:

Nuestra imagen de Grecia en el siglo v antes de nuestra era es deficiente, y no sobre todo por haberse perdido tantos fragmentos de ella accidentalmente, sino por ser, en líneas generales, la imagen que plasmó un reducido grupo de personas de la ciudad de Atenas. Nosotros sabemos bastante bien qué opinión tenía de la Grecia del siglo v un ciudadano ateniense; pero ignoramos qué le parecía a un espartano, a un corintio o a un tebano, por no decir a un persa, a un esclavo o a otro residente en Atenas que no fuese ciudadano. Nuestra imagen ha sufrido una selección o una determinación previas antes de llegar a nosotros, no tanto por accidente como por personas consciente o inconscientemente imbuidas de una óptica suya peculiar, y que pensaron que los datos que apoyaban tal punto de vista merecían ser conser­vados (1992: 18).

Señala que otro tanto ha ocurrido con la historia de la Edad Media que ha llegado hasta nosotros: “estamos acostumbrados a pensar que la gente, en la Edad Media, era profundamente religiosa, me pregunto cómo lo sabemos y si es cierto” (1992: 18). Su duda proviene de una reflexión crítica, la cual nos hace ver que esa historia que conocemos fue elaborada por “generaciones de cronistas que por su profesión se ocupaban de la teoría y de la práctica de la religión y que por lo tanto la consideraban como algo de suprema importancia, y recogían cuanto a ella atañía y no gran cosa más” (1992: 18).

Sobre esta cuestión, concluye con una reflexión de orden hermenéutico sobre el saber histórico: “Ante todo, los hechos de la historia nunca nos llegan en estado ‘puro’, ya que ni existen ni pueden existir en una forma pura: siempre hay una refracción al pasar por la mente de quien los recoge. De ahí que, cuando llega a nuestras manos un libro de historia, nuestro primer interés debe ir al historiador que lo escribió, y no a los datos que contiene” (1992: 30).

Volviendo al asunto del método, afirmo que, contrariamente a lo que sus apologistas piensan, bien entendidas las cosas, la comprensión es el sustento primordial de toda interpretación de segundo orden, sea ésta teórica o científica, y se basa en la experiencia y no en abstracciones matemáticas. Heidegger lo pone de manifiesto de tal modo: la comprensión de sí mismo es la condición de posibilidad de todo preguntar científico (2000a: 34). Tal como lo señalamos en el segundo capítulo, la hermenéutica está: “temporalmente antes, por lo que toca al ser y fácticamente, que la puesta en obra de toda ciencia” (2000a: 34). En tanto que es la experiencia de la facticidad, sobre la cual se levanta todo preguntar-responder, la hermenéutica constituye el suelo previo de toda ciencia, la antecede. Así, la hermenéutica está antes y después del quehacer científico. Antes, porque la presupone, y después, porque, una vez que ha sido elaborado el dato científico, éste debe ser interpretado y puede ser interpretado de muy distintas maneras. De hecho, a lo largo de la historia de la ciencia podemos ver que los mismos datos científicos han sido interpretados de manera muy diversa por diferentes científicos.

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9786073041812
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