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Читать книгу: «Luis Emilio Recabarren», страница 4

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La división fundacional entre clases propietarias y clases despojadas no se había modificado sustantivamente con la independencia, pues “los pobres que antes estaban bajo el gobierno y las leyes españolas no recibieron ninguna mejoría en sus miserias, ni en sus libertades”. Insistiendo en un motivo al que posteriormente retornaría muchas veces, sobre todo en su muy conocida obra Ricos y pobres a través de un siglo de vida republicana, afirmaba que “el cambio de patria ningún beneficio a ellos les reportó”, razón por la cual “el pueblo ningún motivo tiene para celebrar el llamado 18 de septiembre”. Para este pueblo, concluía, la verdadera independencia seguía pendiente, y solo llegaría cuando una revolución “declare la propiedad y sus frutos en común para que todos por igual y según las necesidades y apetitos de cada cual disfrutemos de los bienes naturales que son universales”, por la vía violenta si el caso lo requería82.

El tenor de estos artículos, así como la referencia explícita en el último de ellos al anarquista francés Georges Étievant, ha llevado a Jaime Massardo a situar por esta época el momento culminante del acercamiento de Recabarren a la ideología libertaria, pese a sus bulladas polémicas del año anterior, en las cuales, fuerza es decirlo, se había cuidado de separar bien sus críticas al accionar concreto de los anarquistas chilenos de su admiración declarada al pensamiento que estos decían sustentar83. Juicio análogo podría pronunciarse a partir de su artículo celebratorio del 1º de mayo de 1905, en el que junto con saludar a “la aurora roja, hermosísima, del porvenir que inicia la libertad de los pueblos”, e invitar al “dios-pueblo” a inaugurar el reinado de la justicia, caracterizaba la efeméride conmemorada como un día “para el ajuste de cuentas que en bien exigirán los proletarios a los burgueses en una grandiosa, en una imponente huelga general universal revolucionaria”. Después de estos sucesos, auguraba, vendría “el primer día de la era libre, el primer día de la vida y del amor libres, día eterno en nuevo calendario para los hombres y las mujeres redimidas”84.

Tras estas efusiones de apariencia efectivamente filo-anarquista, la voz periodística de Recabarren entra en una etapa de relativo silencio, coincidente con la desaparición del órgano mancomunal El Trabajo, cuya redacción había motivado su traslado a Tocopilla. De dicho silencio solo vendría a sacarlo su campaña a la diputación por las circunscripciones de Tocopilla y Taltal, una acción plenamente congruente con su militancia demócrata, pero obviamente muy lejana de cualquier sensibilidad ácrata. Lanzado a la fama por sus combates y prisiones del año anterior, su candidatura –cuando aún no cumplía los treinta años– parece haber surgido de manera más o menos espontánea entre la Democracia antofagastina, según ya lo anunciaba en septiembre de 1905 el periódico “burgués” El Industrial85. Como era de esperarse, esta aventura electoral reafirmó en Recabarren su identidad demócrata, puesta nítidamente en primer plano por una serie de doce artículos publicados en El Proletario de Tocopilla donde daba cuenta de su excursión de propaganda por las pampas y puertos de esa provincia86.

Rodeado de antiguos correligionarios como Víctor Soto Román y empapado de confraternidad demócrata, Recabarren se dedicó a arengar asambleas partidistas y mancomunales para promover su postulación e inscribir nuevos militantes en los registros electorales. Especial emoción parece haberle causado su recepción en el salón social de la agrupación de Antofagasta, decorado con múltiples retratos de Francisco Bilbao y los socios fundadores del partido (entre ellos su frecuente adversario Malaquías Concha). “En hogar demócrata”, relataba a sus lectores tocopillanos, “fui objeto de atenciones tan delicadas cuyo perfume me embriagará en un constante recuerdo por muchos años”. Figuran también en estas crónicas palabras elogiosas para Pedro Reyes, presidente de la Democracia antofagastina y futuro militante del Partido Obrero Socialista, y para las dirigentas femeninas Carmela Jeria (“esa chiquilla, que aún no baja los vestidos, y que ya empuña, con un brazo de atleta, el hacha de la luz para derribar las montañas de sombras que entenebrecen la mente humana”), y la ya nombrada Juana Roldán de Alarcón (“intrépida luchadora que hoy desprecia las críticas grotescas y los prejuicios sociales”).

Una de las actividades en que le tocó participar fue un “meeting” organizado el 29 de octubre por la agrupación demócrata para repudiar la matanza ocurrida días antes en Santiago con motivo del “motín de la carne”, donde su discurso fue calificado por la prensa burguesa como un verdadero acto de proclamación87. Llama la atención que en sus propios escritos de esos días no figure ninguna alusión a esta segunda emblemática masacre obrera del siglo xx, en la que su partido había intentado ejercer un rol entre conductor y pacificador88. Tal vez no quiso enturbiar o comprometer su incipiente campaña electoral, la primera de mayor calibre en que le tocaba participar, con expresiones que podrían haber suscitado reacciones adversas en los círculos del poder, máxime cuando el juicio que se le seguía por los hechos de Tocopilla aún seguía pendiente. Sea como fuere, estando en Antofagasta también presidió la fundación de un periódico demócrata titulado La Vanguardia, cuya administración se le confió casi como un gesto predeterminado. Antes de concluir el año, y procurando obviamente hacer de este medio periodístico un instrumento central de su candidatura, Recabarren se embarcó hacia Valparaíso para adquirir los materiales necesarios para instalar la imprenta correspondiente. Poco antes de partir, y haciendo un balance de su gira por Antofagasta, aseguraba que “el entusiasmo entre la clase proletaria es inmenso. En los corrillos y en todas partes solo se habla de la actividad aplastadora que viene desplegando la democracia en Antofagasta”. “Es el despertar”, concluía con una figura verbal que le era característica, “de un pueblo que sacude su inercia para ocupar el puesto que le corresponde en las luchas del futuro”89.

Antes de dejar Antofagasta, Recabarren se trenzó en una nueva disputa doctrinaria con el anarquismo, representado esta vez por el joven secretario de la Mancomunal y redactor de su periódico El Marítimo Manuel Esteban Aguirre, calificado por el flamante candidato demócrata como “casi un niño, pero un bravo luchador”90. Como lo han señalado los estudios de Eduardo Devés, Sergio Grez y Javier Mercado, durante el año 1905 la Mancomunal de Antofagasta había experimentado un acercamiento hacia la doctrina libertaria, personificada en este caso por el nombrado Aguirre y por el propio Alejandro Escobar y Carvallo, quien se había trasladado durante el invierno de ese año a la nortina ciudad91. Hasta esa fecha, el anarquismo no había logrado echar raíces tan profundas en el norte salitrero como en las grandes urbes del centro, pero últimamente venía verificándose una migración sistemática de algunos de sus principales dirigentes hacia la región, seguramente por su innegable potencialidad proselitista92. Fue en ese ambiente que un Recabarren crecientemente volcado a su militancia demócrata debió lidiar una vez más con la oposición libertaria.

La polémica aludida tuvo su origen en los artículos publicados por Recabarren en El Proletario de Tocopilla bajo el nombre “Democracia y Socialismo”, en los que argumentaba conciliatoriamente a favor de la cercanía entre las ideas democráticas, socialistas y anarquistas. Manuel Esteban Aguirre, desde las columnas de El Marítimo, se ocupó en cambio de acentuar las diferencias, cavando un abismo político entre lo que denominaba socialismo “autoritario” o “parlamentarista”, en el cual situaba a Recabarren, y el socialismo revolucionario o anarquista con el que se identificaba. “El divorcio entre el socialismo evolutivo y el socialismo revolucionario ha sido tan profundo”, sostenía en una de las entregas, “que cualquiera persona que tenga el conocimiento más o menos completo del problema social que agita al mundo, comprenderá que esas dos porciones están divididas no por pequeñas diferencias, como dice El Proletario, sino que han llegado a convertirse en dos entidades completamente antagónicas”93.

Esta crispación discursiva no era sino un reflejo de las tensiones naturales entre una corriente anarquista que, como se dijo, iba en ascenso al interior de la Mancomunal, y un Recabarren prioritariamente focalizado en su campaña electoral, con todo lo que ello implicaba para quienes compartían la postura de Aguirre. De hecho, una vez verificada la votación, El Marítimo comentaría ácidamente respecto del ya electo diputado demócrata: “Poco esperamos de él, porque sabemos que en el mefito ambiente de la política las más sanas intenciones se corrompen”94. Esta misma circunstancia parece haber afectado la participación que le cupo a Recabarren en la gran huelga que se desató en Antofagasta entre fines de enero y comienzos de febrero de 1906, tercera gran instancia de agitación y represión social en la ya convulsionada historia obrera de comienzos del nuevo siglo. Los ribetes de “acción directa” que cobró este conflicto, propios de la conducción ácrata que lo caracterizó, no habrían resultado demasiado oportunos para quien había cifrado sus expectativas en unos comicios para los cuales faltaban escasas semanas, y cuyo desarrollo podía resultar seriamente comprometido ante cualquier perturbación de la normalidad. Así las cosas, y en contraste con su beligerancia de años anteriores, Recabarren adoptó una postura más bien cautelosa frente a este nuevo desborde de las pasiones y contradicciones sociales.

Tal como lo ha descrito Javier Mercado, en el estudio más pormenorizado realizado hasta la fecha, el movimiento suscitado por la demanda de media hora más para almorzar contó desde el comienzo con la conducción de una Mancomunal que pocos días antes había modificado sus estatutos en una dirección claramente ácrata, incluyendo la decisión de “no mezclarse absolutamente en política, por considerarla dañina para la unión y la armonía del elemento obrero”95. Declarada la huelga el 30 de enero, y propagada rápidamente hacia el conjunto de la ciudad, la obstinación de la empresa del Ferrocarril de Antofagasta a Bolivia, propiedad de capitales ingleses, impidió que se alcanzara un acuerdo al que el resto del empresariado local no se manifestó inicialmente adverso. Fueron así radicalizándose los ánimos en uno y otro bando, hasta desembocar en una manifestación en la plaza principal el día 6 de febrero, en que una concurrencia de entre tres y cuatro mil huelguistas fue dispersada por una balacera iniciada por unas “guardias blancas” conformadas por comerciantes de la ciudad, con un saldo que diversos testimonios hacen fluctuar, como suele ocurrir en estos casos, entre 10 y 148 muertos, con un número equivalentemente superior de heridos96. La ira desatada por esta matanza entre los sectores populares se tradujo durante los días posteriores en saqueos y destrucción de locales comerciales e instalaciones de la empresa del Ferrocarril, además del asesinato de uno de sus empleados de apellido Rogers, a quien se identificó, al parecer equivocadamente, como uno de los integrantes de la “guardia blanca”. A la postre, y tras la llegada de refuerzos militares y policiales, el movimiento se disolvió sin haber podido vencer la intransigencia de la compañía del Ferrocarril.

Recabarren, retornado pocas semanas antes de su viaje a Valparaíso, fue uno de los oradores del acto en la Plaza Colón, pero más allá de eso no parece haber intervenido decisivamente en los hechos que rodearon la huelga. Según el informe enviado por el gerente general de la compañía del Ferrocarril al Foreign Office inglés, los manifestantes reunidos en la plaza habían sido arengados “por violentos discursos hechos por agitadores, siendo el principal de ellos un tal Señor Recabarren, candidato demócrata a la Cámara de Diputados”97. Algo parecido consigna el periódico “oficialista” (balmacedista) El Industrial, según el cual Recabarren había pronunciado “una lata alocución, tratando de prestigiar su candidatura ante el pueblo”98. De ser este un testimonio fidedigno, fácil resulta imaginar el poco entusiasmo con que la conducción anarquista del movimiento habría recibido semejante discurso. Sin embargo, el periódico mancomunal, bajo control ácrata, reconoce que tras la matanza Recabarren había realizado gestiones ante la Intendencia para obtener la libertad de los dirigentes encarcelados, terminando él mismo, al parecer brevemente, en prisión99. Por su parte, el propio Recabarren editorializaba al día siguiente de la matanza en su periódico La Vanguardia en apoyo a la huelga, a la que catalogaba como “acto de unión y compañerismo” en pro “de la justicia que les asiste para exigir mejoras en el trabajo”, así como estigmatizaba la “mala intención, la poca humanidad, la carencia absoluta de espíritu moral entre esas gentes capitalistas”. Fustigaba también a la autoridad por haber permitido la formación de una guardia blanca de comerciantes armados “para que asesinen impunemente a un pueblo tranquilo e indefenso”, con lo que se confirmaba una vez más que “las autoridades y los capitalistas marchan en íntimo consorcio perjudicando directamente al obrero”100.

Tal vez por estos conceptos, o bien por las frases vertidas en la manifestación de la Plaza Colón, la Intendencia finalmente optó por clausurar La Vanguardia y encarcelar a su director, pese a que, según el diario radical santiaguino La Ley, anteriormente lo había “comisionado para calmar los ánimos”101. En todo caso, y esta vez sí en consonancia con esa presunta disposición inicial, la clausura y la prisión no duraron mucho, pues a los pocos días reaparecía el periódico recabarrenista con un artículo de su autoría titulado “¡Por falta de amor!”, en el que identificaba al Partido Demócrata como consagrado a la búsqueda de la justicia, la verdad y la paz, cristalizada en el deseo de que “venga un reinado de amor”. Por el contrario, las autoridades vigentes “no tienen amor en el corazón”, lo que se demostraba en su mantención de instituciones armadas, “destinadas a producir la muerte”. Y concluía: “¿Por qué se nos persigue, se nos niega el derecho de proclamar tan hermosos y tan puros ideales?”102.

Este llamado a la paz de los espíritus puede parecer algo extemporáneo cuando todavía no se disipaba la pólvora disparada en la Plaza Colón, y ciertamente no se condice con algunas de las expresiones más violentas que había vertido Recabarren en sus escritos de los años anteriores. Pero sí resultaba funcional a sus propósitos electorales, en los que como se dijo había focalizado prioritariamente sus ya famosas energías. En ese contexto, el estallido de la huelga y la radicalización que a ella imprimieron por partes iguales la conducción anarquista y la represión oficial, amenazaban con hacer abortar un proyecto que inspiraba expectativas más realistas en el corto o mediano plazo.

Dicha impresión se fortalece cuando se analiza la orientación eminentemente electoralista que Recabarren confirió a La Vanguardia desde su fundación a mediados de enero, y que la huelga de febrero solo vino brevemente a interrumpir. Escribía en efecto en su primera editorial que ese impreso “llegaba en las horas más importantes”, y explicaba: “Dentro de poco el pueblo debe concurrir a las urnas a elegir o reconocer la representación que tiene en el Congreso y municipios, y esta vez es menester que el pueblo pobre abra los ojos para ver la realidad de su situación y comprender cuáles son sus derechos en presencia de su miseria actual ocasionada casi directamente por la clase llamada dirigente”. El Partido Demócrata, continuaba, “compuesto del elemento proletario”, era el llamado a conducir ese proceso, y La Vanguardia se comprometía a “mantenerse en el terreno de la cordura para ejercer su misión como corresponde a este Partido que lucha por el bien popular”103.

El “terreno de la cordura” así enunciado incluía demandas tales como la elección popular de los jueces, el mejoramiento de los servicios públicos, la retención en la zona de al menos una parte de las rentas generadas por el salitre (una reivindicación con claras resonancias actuales), incluso un homenaje al primer aniversario de la Revolución rusa de 1905104. Pero no incluía, seguramente, un estallido social “descontrolado”, que pusiera en peligro la normal realización de los comicios. En una asamblea realizada el 18 de febrero –es decir, pocos días después de la matanza de la Plaza Colón– Recabarren y los dos candidatos demócratas a municipales declaraban que el progreso y engrandecimiento del Partido Demócrata era la única garantía para “el verdadero mejoramiento y bienestar de las clases proletarias y productoras del país”, y hacían “pública y solemne declaración que en las corporaciones en que vamos a ser representantes vuestros mantendremos en todo su brillo y esplendor el espíritu progresista de los modernos ideales que la clase explotada sustenta”. Sus acciones en dichos cuerpos, concluían, se atendrían estrictamente a “la voluntad de los de su clase”, en tanto que su palabra “vendrá a ser solo la palabra del soberano pueblo consciente”105. Un par de semanas después Recabarren era electo diputado por los distritos de Tocopilla y Taltal, uno de los seis candidatos demócratas que resultaron inicialmente vencedores a nivel nacional (de los cuales a la postre, por diversas maniobras en las “calificaciones” o revisión oficial de los votos que debía verificar el Congreso, solo quedarían tres106). Aunque las prácticas electorales de la época no favorecían precisamente la expresión espontánea de la voluntad popular, atravesadas como estaban por la compra de votos (el “cohecho”) y la intervención más o menos descarada y violenta en los locales de votación, por esta vez la apuesta había rendido los frutos deseados.

El triunfo electoral puso término a la primera de las tres grandes estadías nortinas de Recabarren, y significó su regreso al centro geográfico y deliberativo de la política nacional. No era la primera vez que llegaba a esa representación un candidato demócrata u obrero, pero sí lo era para las provincias salitreras, y para un dirigente cuya carrera solo había alcanzado visibilidad nacional desde ese lejano territorio. Tal vez por esa razón, la recepción que se le brindó a su llegada a Santiago, junto con su correligionario electo por Valparaíso, el mecánico Bonifacio Veas, fue excepcionalmente entusiasta. Se aglomeraron para ese efecto en la estación del ferrocarril al puerto (el actual Centro Cultural Estación Mapocho) “numerosas asociaciones obreras”, las que marcharon hasta la Plaza de Armas acompañando a sus diputados bajo los sones de La Marsellesa107. Ya instalado en la capital, Recabarren retomó rápidamente sus actividades habituales, entre ellas una conferencia dictada en conjunto con su compañero de militancia, el carpintero y periodista obrero Ricardo Guerrero, para los herreros y cerrajeros santiaguinos que a la sazón se hallaban en huelga108. Como era de suponerse, se contrajo igualmente a la fundación de un “diario obrero demócrata” para respaldar su labor parlamentaria y propender al “restablecimiento del equilibrio social”, y seguramente también para ganarse el sustento en una época en que los diputados no recibían dieta109. Fue este el famoso periódico La Reforma, primer medio informativo obrero de aparición propiamente diaria, que actuó por largo tiempo como uno de los principales portavoces de la opinión política popular.

La llegada de Recabarren también coincidió, sin embargo, con nuevas turbulencias al interior de su partido, desencadenadas por los desplazamientos y negociaciones que ya comenzaban a provocar las elecciones presidenciales que debían verificarse ese mismo año. Balmacedistas y conservadores habían levantado la candidatura del liberal Fernando Lazcano, en tanto que una poco usual alianza de radicales, nacionales y liberales (denominada “Unión Liberal”) proclamaba al nacional (“montt-varista”) Pedro Montt, quien eventualmente obtendría la victoria. En su propia convención presidencial, inaugurada el 4 de junio de 1906, el Partido Demócrata se debatió entre tres alternativas: apoyar a uno u otro de los dos candidatos “principales”, o levantar una candidatura propia. De acuerdo a una práctica bastante establecida, la dirigencia “reglamentaria”, encabezada por el caudillo Malaquías Concha, se inclinó por la opción lazcanista, a la que calificó de la “menos dañina” para los intereses obreros.

En la opinión del historiador “oficial” de ese partido, Héctor de Petris Giesen, su propia pequeñez y carencia de medios obligaban a la Democracia a pactar con las coaliciones dominantes para “conservar siquiera una mínima parte de la representación parlamentaria”, expresión de “cordura” y de “instinto de conservación” que supo encarnar consistentemente el liderazgo de Malaquías Concha110. “Las características del juego electoral de la época”, concuerda hasta cierto punto Sergio Grez, “empujaron a reglamentarios y doctrinarios a implementar las más variadas políticas de alianza [...], so pretexto de obtener y defender cupos de concejales y parlamentarios para las fuerzas de ‘la Democracia’”111. En esta ocasión, sin embargo, y pese a que su fracción “doctrinaria” no fue consistentemente adversa a ese tipo de componendas, los flamantes diputados obreros Recabarren y Veas no compartieron dicho diagnóstico. Así, al triunfar la postura lazcanista levantaron su propia convención demócrata para proclamar la candidatura autónoma de su correligionario Zenón Torrealba, de larga trayectoria asociativa (como se vio, había sido uno de los pilares del Congreso Social Obrero) y fuerte prestigio entre las filas del partido (tres años después se convertiría en diputado demócrata por Santiago). Se renovaba así el ya crónico cisma entre “reglamentarios” y “doctrinarios”, que de alguna manera presagiaba el surgimiento de un partido identificado explícitamente como socialista no muchos años después112.

Al mismo tiempo que se verificaba la nueva ruptura demócrata, la resistencia de Veas y Recabarren a prestar el juramento reglamentario para ocupar sus sillas parlamentarias provocó un incidente premonitorio de otros más serios por venir. En palabras de Bonifacio Veas, dicho juramento constituía “una cuestión de conciencia que la Cámara no puede imponer a cada uno de sus miembros. Nosotros no creímos necesario jurar en nombre de creencias o mitos que no aceptamos”. Haciendo por su parte una acalorada apología de la verdad como “máxima virtud que debe poseer y cultivar el ser humano”, Recabarren argumentaba que “respetuoso de las creencias ajenas, he presenciado el juramento que en conjunto prestaron los señores diputados; pero al mismo tiempo declaro que, en mi conciencia, no existe Dios, ni existen los Evangelios”. Y concluía, desafiante: “Yo he venido a este recinto en virtud de la voluntad popular y no tengo para qué invocar el nombre de una divinidad en la cual no creo, para que esa divinidad sea testigo de mis promesas”. Este despliegue de honestidad fue aprovechado por la bancada conservadora para impugnar la incorporación de los diputados obreros a la Cámara, puesto que a su entender no se había cumplido un requisito fundamental para validar dicho acto. Tras una larga discusión, la mayoría de la Cámara se dio por satisfecha con el juramento nominal y condicionado que terminaron prestando Recabarren y Veas, y aprobó su incorporación113.

Detrás de esta confrontación, sin embargo, había mucho más que una simple diferencia religiosa. Así quedó demostrado pocas semanas después en la propia Cámara de Diputados, cuando el radical Enrique Rocuant impugnó la elección de Recabarren por Tocopilla y Taltal, representando a su correligionario Daniel Espejo, derrotado en dichos comicios. La reclamación había sido entablada meses antes por el propio Espejo, alegando incorrecciones e irregularidades varias en las mesas receptoras de Sierra Gorda, Caracoles y Tocopilla. Ausente por enfermedad, Recabarren no pudo asumir su propia defensa (lo hizo un radical contrario a la impugnación), y cuando la materia se llevó finalmente a votación quedó excluido de la Cámara por una mayoría de 38 votos contra 1, más 19 abstenciones. Indignado, Bonifacio Veas abandonó la sala antes de la votación, protestando violentamente por “la conducta de los que desconocen los derechos de los representantes de las clases trabajadoras”. Incorporando de inmediato (aunque “presuntivamente”) a Daniel Espejo en el lugar arrebatado a Recabarren, la Cámara dispuso la repetición de la elección cuestionada para fines de agosto114.

Contrariamente a lo que pudiera pensarse desde una perspectiva actual, no fueron necesariamente las ideas “disolventes” de Recabarren las que motivaron esta doble tentativa, a la postre exitosa, de impedir su acceso a la Cámara de Diputados. Sin considerar que las mismas ideas eran sostenidas por Bonifacio Veas, quien sí pudo conservar su silla parlamentaria, la reacción de una parte importante de la prensa “burguesa” en defensa de Recabarren sugiere que también influyó en esta coyuntura la disputa presidencial que ya había fracturado al Partido Demócrata. Así, El Mercurio de Santiago –partidario de la candidatura Montt– censuraba en su edición del 22 de junio el acto de “ciego partidarismo político” en que una “mayoría ocasional” de la Cámara, movida por “odios sectarios”, había privado de su investidura a “uno de los pocos hombres en Chile que ha llegado hasta el Congreso exclusivamente en virtud del voto popular, por la simple, libre y espontánea voluntad del pueblo elector”. Podían condenarse “sus principios considerados como destructores del orden social”, podía incluso lamentarse que “tales principios se hayan abierto tanto camino en el pueblo como para impulsarlo a enviar al Congreso al representante más genuino de las ideas agitadoras”, pero no podía en función de esas prevenciones cometerse la injusticia de excluirlo de un cargo para el cual había sido legítimamente elegido. Por su parte, El Ferrocarril de Santiago, sin compartir “las ideas antirreligiosas del señor Recabarren”, ni el “credo filosófico de este ilustrado representante demócrata”, igualmente fustigaba a la “mayoría ocasional” (los mismos términos de El Mercurio) que había desconocido su investidura parlamentaria, refugiándose en “simples prescripciones reglamentarias para festinar el debate sobre las elecciones de Antofagasta”115.

Incluso el diario radical La Ley, uno de cuyos correligionarios había sido favorecido por la maniobra (promovida además por un diputado de igual militancia), calificaba la exclusión de Recabarren como algo que debía ser “sinceramente lamentado por el país”. “A su ingreso a la Cámara”, afirmaba en su editorial del 21 de junio, “el diputado demócrata había dado muestra de una presencia de espíritu, de una energía de carácter y a la vez de una facilidad de expresión que revelaban en él condiciones llamadas a hacerlo un miembro útil y distinguido del Congreso”. Como si eso fuera poco, el afectado representaba “tendencias nuevas” en el Partido Demócrata, que prometían llevar a “este joven partido por rumbos diversos de los que ha traído hasta ahora, acercándolo realmente a los intereses y aspiraciones populares”. Lamentablemente, a la postre habían primado consideraciones mezquinas de la “fracción lazcanista” que, empeñada en castigar al emergente líder demócrata por no plegarse a esa candidatura, había desconocido su legítimo triunfo electoral116.

La atribución de su exclusión de la Cámara al bando lazcanista fue corroborada por el propio Recabarren en una nota publicada en su diario La Reforma pocos días después de consumados los hechos. “Los lazcanistas”, decía allí, “despechados por mi negativa para acompañarlos en esta campaña, encabezados por Malaquías Concha, formaron el cambullón, valiéndose, además, de la irritación que se produjo en las filas conservadoras por el juramento”. Exoneraba en cambio explícitamente de toda culpa a la Unión Liberal, pese a la conducta de “tres radicales traidores” que no debía hacerse extensiva al conjunto de dicha alianza, respecto de la cual declaraba no tener motivo alguno de queja, “porque realmente me consta no puede ser responsable de este crimen”117. Al publicar su propia versión de este incidente varios años después, en su folleto “Mi juramento en la Cámara de Diputados”, Recabarren insistía en atribuirlo al “grupo lazcanista despechado porque no pudo obtener mi cooperación a la candidatura Lazcano”, aunque ahora se cuidaba de agregar a esas motivaciones “el odio a los ideales de mejoramiento de los obreros”.

No es fácil separar en esta compleja trama las aprehensiones que efectivamente suscitaban el discurso y la praxis de Recabarren de los intereses electoralistas más inmediatos. En el mismo editorial en que fustigaba su expulsión de la Cámara, El Mercurio de Santiago reconocía que “el diputado de Antofagasta ha sido durante los últimos años el caudillo de las agitaciones populares en el norte del país y se le ha culpado de promover disturbios, de encabezar desórdenes y motines”. Por su parte, un “Manifiesto Demócrata” publicado por la fracción de Malaquías Concha días después de la ruptura partidaria denunciaba “las teorías anárquicas sustentadas y hasta llevadas a la práctica por los Diputados señores Recabarren y Veas”, a quienes acusaba de sostener que “por los medios más violentos, tales como huelgas y asonadas callejeras, se despierta y aviva en el pueblo los sentimientos de independencia y libertad, no importando el sacrificio de cientos de vidas para alcanzar los fines”. Se atribuía incluso a Recabarren la afirmación de “preferir a un tirano, como Montt, para despertar la conciencia dormida del pueblo y llevarlo a derribar las Bastillas de los grandes señores de Chile”118. Enfrentado a esta última acusación, el aludido clarificaba que “lo que yo he dicho y sostengo es que la Presidencia del señor Montt significa la tiranía contra todos los abusos, contra los atentados al tesoro nacional, en una palabra, el señor Montt será tirano con los logreros y los ladrones”119.

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9789560013309
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