Читать книгу: «El ciclista», страница 3

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A la altura del restaurante Antonio Martín, la circulación comenzó a trabarse y cien metros más allá se había convertido en un verdadero atasco. Las manecillas del reloj acababan de rebasar las veintitrés y cuarenta y cinco. Una cierta inquietud, ajena a la excitación que siempre experimentaba en vísperas de un «nuevo caso», le oprimía la boca del estómago. Llevaba un retraso considerable. A Gaby no le gustaba nada que le hiciesen esperar. Estaría ya de bastante mal humor, meditó mientras estrujaba absurdamente el volante con sus largos dedos. Cuando, a punto de rebasar las doce, alcanzó el semáforo instalado a la altura del antiguo hospital 18 de Julio, comprendió la causa de la retención. Dos vallas amarillas impedían la circulación en dirección a Almería, y el tráfico estaba siendo desviado hacia la avenida de Pintor Sorolla por dos policías municipales apostados delante de ellas. Tampoco se podía circular a partir de allí por los otros dos carriles. Debían de haber hecho la misma operación en el semáforo de Bellavista, supuso Muriel. Y entonces supo que no era en la playa donde estaba el «problema».

Muriel arrimó su coche a las vallas, en lugar de girar; hizo descender la ventanilla izquierda mientras arreciaban las señas de los agentes para que no se detuviese y se identificó inmediatamente. Uno de ellos le abrió la segunda valla y le invitó a pasar. Había dejado prácticamente de llover, aunque seguían cayendo algunas gotas sueltas, casi microscópicas. Dos coches Z de la Policía estaban estacionados setenta u ochenta metros más adelante. Había varios vehículos más sin distintivo oficial, además de una ambulancia del Servicio de Emergencias, con los rotativos de color naranja girando en silencio. Y otras luces, luces blancas de focos, alumbrando el paseo. Mientras estacionaba el Smart, Muriel podía ver el fulgor de los focos y la gente, moviéndose de un lado a otro. Descendió del coche devorado por la curiosidad. Sentía cómo los últimos rescoldos de la lluvia en plena huida le humedecían los párpados y se le enredaban en las pestañas.

Al adentrarse en la acera del paseo, después de atravesar la corta franja de césped del borde, vio el bulto sobre el embaldosado, que brillaba con el agua recién caída. Resaltaba un color naranja chillón, propio de una prenda deportiva. Las cintas habían sido colocadas a una distancia de quince metros una de otra, rodeando los árboles que había al borde de la carretera. Al lado contrario, el del mar, seguían la línea del muro, de alrededor de un metro de altura, que separaba la acera de la playa. Formaban un rectángulo. Aproximadamente entremedias estaba el cuerpo de una mujer joven sobre un charco de sangre enorme, el más grande que Muriel había visto jamás. Al instante se le apareció en el pensamiento Cristina Lozano, la joven empleada de hogar muerta una tarde de mayo del año anterior, sorprendida por su asesino en una solitaria calle de la urbanización Vaguada Verde, mientras caminaba hacia la parada de autobús. También ella tenía una herida en el cuello; también había mucha sangre que, por la pendiente, había formado un riachuelo espeso. Pobre criatura, que nunca llegaría a cumplir los veintiséis, que nunca podría tener a su recién nacido en los brazos. Muriel, que había sido testigo de la muerte inesperada de una de sus jóvenes primas durante la celebración de una boda, a causa de un aneurisma de aorta, solía pensar primero en el robo de la maternidad perpetrado por la muerte, como había hecho su brazo ejecutor desconocido con aquella muchachita rubia y menuda. Desde que se había convertido en padre, Muriel asociaba automáticamente en su pensamiento cada muerte prematura con las oportunidades perdidas.

Muriel tomó aire en sus pulmones Miró con extrañeza cómo Goyo, uno de los agentes de Homicidios, fotografiaba a buen ritmo toda la escena del crimen. «¿Dónde están los de la científica?», farfulló en su cabeza, confundido por el cuadro. Aunque no era la primera vez que se habían visto obligados a prescindir de su ayuda y recoger ellos las pruebas, le extrañó sobremanera no verlos allí. Los agentes se esforzaban en impedir que los curiosos se aproximasen a las cintas. También debían mantener a raya a los periodistas de los diferentes medios, que iban agolpándose como un enjambre de moscas. Gritaban a menudo «dense la vuelta, por favor», y «atrás». Muriel atisbó con el rabillo del ojo derecho a unas cuantas personas que permanecían a espaldas de los agentes, fuera del área delimitada. Imaginó que serían posibles testigos de lo ocurrido. Desplomada entre el muro y el pavimento, había una mujer llorando. A menudo, gesticulaba algo con las manos y su llanto se hacía más desconsolado. Un sanitario trataba de calmarla.

—¡Fernando! ¡Fernando!

Muriel había escuchado la voz de Gaby, mientras se agachaba para sortear la cinta, pero no había vuelto la cabeza porque sus ojos no podían desviarse del cuello abierto en dos de aquella mujer vestida con ropa deportiva. Un enorme coágulo a medio formar descendía hasta el suelo, desde la herida. Muriel percibió, con la violencia de una bofetada, un olor a sangre y a vómito agrio, entremezclándose con el de la brisa marina.

—¿Dónde coño estabas?—Gabriel Ramos, inspector del Grupo de Homicidios de la Comisaría Provincial de Málaga, le cogió del brazo y le apartó a un lado. Los policías de uniforme que se ocupaban de mantener a raya a los curiosos, le habían saludado sucesivamente con la mirada.

—Perdona. Me dejé el teléfono en el coche —explicó Muriel, aturdido por la escena—. ¿Qué ha pasado?

—¡Quítate ese cigarro de la boca! ¿Qué quieres?, ¿contaminarme la escena? —Ramos amonestó a uno de los policías uniformados que acababa de invadir la zona—. Que ningún periodista se acerque a esa gente. Recuérdales que no pueden hablar con nadie hasta que terminemos. —Luego, dirigiéndose a Muriel, dijo—: No se sabe.

Muriel no entendió de entrada lo que significaba exactamente la respuesta de su jefe. Un par de segundos más tarde, mientras se ponía unos guantes de látex que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón, supo a qué se refería.

—Quieres decir que no hay testigos —dijo.

—Eso parece.

—¿Nadie ha visto nada? —Muriel parecía no creérselo del todo.

Ramos asintió con la cabeza. Había bastante perplejidad en sus ojos, los de un policía experto que era incapaz de explicarse que en un sitio tan concurrido se hubiese perpetrado un ataque tan brutal, sin captar la atención de nadie. Tampoco tenía noticias por el momento de que alguien hubiese visto huir al autor del crimen. Todo eso le resultaba inconcebible.

—Una pareja la encontró así hace cosa de hora y media. Por lo que cuentan, debía de estar ya muerta.

—¿Es que la tocaron? ¿Intentaron reanimarla?

El jefe de Homicidios se entretuvo un par de segundos en negar con la cabeza y pellizcarse la nariz.

—Al parecer —dijo casi ceremoniosamente, como para que constase en acta que ya había comenzado a esbozar su propia teoría—, el corazón ya no bombeaba porque no manaba sangre de la herida… Claro que una herida como esa te mata en diez o quince segundos. He hablado con ellos y aseguran que no vieron a nadie cerca, ni movimiento alguno que les pareciese sospechoso. En cualquier caso, Fernando, mañana tenemos que volver a interrogarlos con tranquilidad. Quizá saquemos algo más. Puede que se les haya pasado por alto algún detalle…

6

La punta de la nariz de Muriel estaba a punto de comenzar a gotear. Le ocurría durante gran parte del invierno. Como por instinto, se pasó el dorso de la mano por ella mientras miraba en todas direcciones. Alzó los ojos descubriendo que algunos de los focos adosados a la parte posterior de las farolas, que debían iluminar la playa y el paseo, permanecían semiocultos entre los penachos de las grandes palmeras. Había demasiadas zonas de sombras a aquella altura del paseo. Se fijó en el merendero que había a pocos metros del cadáver. El acceso, de unos diez metros de anchura, era posible gracias a que el muro se desvanecía.

—Algún automovilista tiene que haber visto algo.

—Esperemos. Si así ha sido, nos llamará.

—Me encargaré de que le den publicidad, no te preocupes.

Ramos asintió, con aire abstraído. Muriel se desenvolvía como pez en al agua entre el gremio periodístico.

—Me recuerda a Cristina Lozano —observó éste.

Ramos se encogió de hombros.

—Las heridas se parecen. Pero a Lozano la derribaron de un golpe…—recordó—. No parece que esta pobre desgraciada tenga ningún golpe… pero…, desde luego, eso tendrá que decirlo el forense.

Muriel se abstuvo de hacer ningún comentario. En lugar de ello, reflexionó brevemente. A Cristina Lozano, en efecto, le habían rebanado el cuello cuando ya estaba en el suelo, a merced de su asesino, después de que éste la golpeara en la cabeza con un objeto contundente. Tenía un corte profundo en la nuca, que llegó al paquete vascular izquierdo.

—¿Dónde están los demás?—preguntó Muriel, extrañado de no haber visto al resto de agentes del Grupo.

—De baja.

—¿Todos?—La mirada de Muriel se desviaba a intervalos hacia la muerta—. ¿Los tres?

Ramos dejó entrever una velada crítica en su sonrisa.

—Maribel, no —negó pausadamente con la cabeza—: se pidió permiso el viernes. Lauri está en la cama, con gripe. Y Lucía se ha vuelto a caer esquiando. ¿Te lo puedes creer, Fernandito?

Muriel se encogió de hombros, sonriendo al igual que su jefe.

—Tú mandas —dijo, esperando instrucciones.

—No lleva documentación. De momento no sabemos quién es, aunque uno de esos tíos de allí —señaló hacia los posibles testigos—, que viene a correr a diario al marítimo, dice conocerla de vista, y está seguro de que vive en La Malagueta… Aquí ya hemos recogido todo lo que había. Falta que venga el juez, y no estoy para jodiendas de última hora, Fernando. ¿Me entiendes? Antes de que llegue y se nos eche encima, quiero que la examines. A ver qué te parece. Cuatro ojos ven más que dos. Vamos a terminar con esto ya porque para mañana nos queda rastrear la playa.

Muriel asintió, consciente de que Ramos había estado esperándole tanto tiempo porque confiaba en él y porque sabía que trataría de responder a esa confianza absorbiendo lo mejor posible todos los elementos presentes en la escena, dándoles cabida en su cerebro. Inmediatamente, inclinándose sobre el cuerpo de la infortunada, que se había desplomado sobre su costado izquierdo, quedando toda la herida del cuello expuesta a la vista, comenzó a esculpir en el interior de su cabeza la aterradora fotografía. Los ojos entreabiertos parecían mirar a la mano derecha de la víctima, encogida, agarrotada y desnuda de abalorios. La tomó para examinarla, al igual que la mano izquierda, que sobresalía entre el chubasquero. En ésta llevaba un Junghans de acero con la esfera en fondo azul. Un buen reloj, aún de precio moderado. Entre el coágulo se podía ver una especie de cable blanco. Muriel tiró suavemente de él. El olor oxidado de la sangre le estalló en la cara al hacerlo. Resultó ser un segmento de cable de unos auriculares de botón, que habían sido cortados limpiamente. El auricular derecho, del que procedía el segmento, estaba enredado entre el pelo ensangrentado, oculto parcialmente. Muriel lo desprendió cuidadosamente y pidió una bolsa de pruebas a Gaby.

—El muy cabrón no tuvo que andar con sigilo —dijo al entregársela.

Ramos la cogió y se entretuvo en observarla unos segundos. Luego, mientras la balanceaba suavemente entre sus dedos, dijo:

—Supo aprovecharlo.

La muchacha no tendría más de treinta años, quizá estaría más próxima a los veinticinco. Muriel no pudo evitar examinar su rostro desde otro punto de vista menos profesional. Rápidamente decidió que debía de haber sido bastante guapa en vida.

—Nunca había visto una herida como ésta —dijo al incorporarse—, ni siquiera la que mató a Lozano era tan grande y profunda. ¿Qué crees que habrá sido? ¿Un hacha?

—Francamente, no lo sé. Pero no es un cuchillo —dijo Ramos—. ¿Tienes un bolígrafo?

Muriel rebuscó en el bolsillo interior de la cazadora, hallando inesperadamente un Parker de baquelita azul, bajo la cartera. Se sintió contento pues hacía días que no sabía de él, y, luego, súbitamente molesto por sucumbir a consideraciones tan prosaicas en medio de aquella tragedia.

Le entregó el bolígrafo a Ramos, algo abstraído por tales pensamientos. Acto seguido hizo un gesto y, pocos segundos después, los agentes uniformados cubrían el cadáver con una manta térmica plateada.

—Goyo ha recogido las colillas que había en toda esa franja de césped —. Ramos anotó algo en una agenda pequeña que llevaba en el bolsillo y luego señaló bajo las palmeras que había en el interior del perímetro marcado por las cintas—. No tiene heridas defensivas ni hay rastros de sangre en otras direcciones.

—Oye, Gabriel, ¿y la científica? ¿Es que no va a venir?

El inspector negó un par de veces, con un rictus de contrariedad en los labios.

—No me jodas.

—Hasta mañana, no. Parece que nos ha mirado un tuerto. Esta noche tendremos que arreglárnoslas solos. Están con otro fregado —añadió—. Hace dos horas que los avisaron los de la UDYCO para el registro de un chalet… Bueno, sigamos… ¿Ves esa sangre de ahí?—ahora miraba con fijeza a una mancha irregular en zigzag, como un reguero, a espaldas del cadáver. Las salpicaduras desbordaban en mucho la línea principal de la mancha. —Debió de asestarle el golpe donde comienza. Apenas pudo caminar un par de metros antes de caer. Y no se volvió hacia su asesino. Veremos cuando la examine el forense pero sólo parece tener la herida del cuello. Es difícil decirlo, Fernando, pero, si se trata de un loco, pudo cruzarse con ella y darse la vuelta al verla con los auriculares. Tal vez se colocó detrás unos metros hasta estar seguro de que nadie le veía. También es factible que la acechase desde ese lugar —señaló nuevamente a las palmeras—. Es lo que haría alguien racional. Está muy oscuro. Pero no me atrevería a decir si es diestro o zurdo, porque todo dependería del ángulo del golpe.

Muriel asintió. Ramos acostumbraba a reunir velozmente las piezas y hacer un resumen en la escena misma del crimen, lo que le había granjeado una mezcla de fama, admiración y envidia. Pronto ascendería a inspector jefe y todo el mundo daba por descontado que se convertiría en comisario. Nadie, excepto Ramos, prescindía de las fotos para un primer análisis. Pero en lugar de liderar los casos, lo curioso era que a partir de ese instante pasaba a una especie de segundo plano y se ocupaba más de captar las ideas e iniciativas ajenas que de dirigir propiamente la investigación. Era como si perdiese toda la energía en ese impulso inicial. Ni Muriel ni nadie del Grupo sabía explicarse esa actitud tan extraña.

—Tampoco es mal sitio ése. —Muriel indicó con la mirada el acceso al merendero, distante unos cinco metros.

Ramos le devolvió el bolígrafo

—¿No es mal sitio para qué?

—Pues para esperar el momento. O tal vez para esconderse.

—No sé que decirte. Yo no me metería ahí. Está demasiado bajo y no se domina bien el acerado del paseo… A menos que sea alguien de tu estatura —replicó con una sonrisa irónica.

Muriel no dijo nada, aunque pidió una linterna a uno de los agentes de uniforme y se adentró en el merendero vacío. El mostrador, hasta el techo, estaba sellado con planchas metálicas. Había algunas bolsas de chucherías desparramadas por el suelo de cemento, al igual que cáscaras de pipas. Latas de refrescos y un par de envases de vidrio de cerveza, de litro, que no tenían aspecto de haber sido consumidas recientemente. El resto también parecía en orden, incluida la zona trasera.

Las olas, blancas y suaves, rompían con pereza en la pendiente pronunciada de la arena. Goyo se les arrimó despacio; de paso iba guardando la cámara en su funda.

—¿Quién será Cortacuellos? —tatareó en voz baja.

—Déjate de chascarrillos, Goyito —siseó Ramos con su pronunciado acento vallisoletano—. Como se te ocurra darle la idea a un periodista, te corto los huevos.

A Goyo le afloró la sonrisa de conejo que le había hecho famoso en la comisaría. Sus compañeros, incluido Ramos, le conocían como El Anencéfalo, aunque sólo lo usaban cuando no podía oírles. Maribel se lo había puesto a los dos días de trabajar juntos. Decía que era un calco de un feto sin cerebro que vio una vez en un libro.

—Mañana recogeremos lo que haya —comentó Muriel al volver al paseo.

—Bueno.

—Ahí la tienes.

Ramos volvió la cabeza. Una visión que probablemente odiaba más que las tardes de domingo aliñadas con retransmisiones deportivas, había irrumpido en el rectángulo iluminado.

—Me cago en la puta —masculló por lo bajo.

Goyo se estiró discretamente el paquete, mientras abría una boca redonda y ligeramente lasciva.

Era real: Amor Caldas, la juez titular del juzgado de instrucción número 4 estaba allí, bajo los focos. Ciento nueve kilos apretujados en un chaquetón deportivo, reconcentrados en ciento cincuenta y ocho centímetros. La calva rubia de Bernardino, el forense más veterano de los juzgados de la capital, relucía a su lado con el brillo de las bolas de adorno de una escalera de caoba. La corte de su señoría se completaba con el secretario judicial, un joven de pelo prematuramente canoso, y dos agentes judiciales, de uno de los cuales, alto, delgado, pecas abundantes y pelo anaranjado y robusto, se rumoreaba que mantenía una relación sentimental con Caldas. Ramos fue hacia ellos, lamentándose en silencio de su pésima suerte.

—¿Qué nos cuenta usted? —preguntó su señoría a Ramos, después de que se intercambiasen unos saludos de cortesía.

Por toda contestación, Ramos se inclinó y tiró de la manta térmica. Caldas retrocedió intentando no desviar la mirada.

—¿Qué saben?

—Nada más que lo que ve usted.

—¿Y su identidad?

—No lleva encima ningún documento. Pero es de por aquí cerca, porque venía a hacer ejercicio al paseo marítimo. La ropa deportiva que lleva así lo indica… En fin, todo lo que teníamos que hacer ya lo hemos hecho, doña Amor.

Las emociones nunca serían la causa de las futuras arrugas de Caldas.

—No se vaya tan rápido, señor Ramos —dijo, totalmente sobrepuesta al impacto de la horrible visión—. Bernardino: le toca.

Ramos tensó las mandíbulas tratando de contenerse.

—Doña Amor… —intentó protestar.

—Señoría, si no le importa.

El forense se había abalanzado sobre la muerta. Con una mano hurgaba en la herida, y con la otra le examinaba los ojos y la boca. Se manejaba con la destreza e indiferencia de los que hacen transacciones con animales y comprueban su salud mirándoles la dentadura.

La juez dio, entretanto, diferentes instrucciones a los allí presentes. Ramos hizo lo imposible por no perder la paciencia. Tenía que aguantar el chaparrón como fuese. En su opinión, Amor Caldas incurría permanentemente en abuso de autoridad. Y no era sólo él quien lo pensaba; en general, era una opinión extendida dentro del Cuerpo.

Ramos se ponía enfermo cuando lo asignaban a los casos que caían en manos de Caldas.

—…Señoría, mañana tengo que madrugar y poner a trabajar temprano a todo mi equipo…

Caldas permanecía imperturbable.

—¿Qué me dice del arma? ¿La han encontrado?

—No, señoría. Mañana rastrearemos toda la playa. Y, si es necesario, haré que vengan los submarinistas… Le voy a pedir un favor…

—Dígame.

—Hágase usted cargo de que nadie de su juzgado… —Ramos miró desafiante un instante a los acompañantes de Caldas— hable con la prensa.

Su señoría enrojeció ligeramente de ira y soberbia.

—No me diga lo que tengo que hacer, señor Ramos. Aquí las órdenes las recibe usted, ¿entiende? Usted haga su trabajo y déjeme a mí…

Los acompañantes de la juez se apartaron discretamente. Caldas se percató de inmediato.

—Quédense aquí —ordenó.

Los agentes volvieron al lado de su señoría.

—Se lo he pedido como favor —recordó Ramos sin inmutarse.

—¿Está seguro de que mañana habrá terminado aquí?

—Sí… —Ramos dudó—. Si no viene un temporal… Con la mañana tendremos de sobra. A mediodía estará listo el rastreo —añadió, convencido de sus previsiones.

—El martes procederemos a la reconstrucción de los hechos —declaró Caldas—. Tendrá que tener dispuesta a su gente —dijo en tono amenazador.

Las mandíbulas de Ramos chirriaron levísimamente.

—¿El martes?... No habrá problemas.

—Más le vale. No quiero impedimentos de última hora.

—El martes podemos estar aquí a las ocho de la mañana si hace falta —propuso Ramos con aire gozosamente vengativo, sabedor del odio congénito de Caldas a los madrugones.

La juez se revolvió.

—Será cuando yo decida.

—Mándeme aviso de la hora —insistió Ramos, con sorna—. Me da lo mismo temprano que tarde. Pero dígamelo mañana.

—Le hago responsable de la vigilancia durante esta noche —le advirtió Caldas, visiblemente irritada por haberle salido el tiro por la culata.

—Por supuesto.

Bernardino, con los guantes empapados en sangre coagulada, miraba en silencio la conversación.

—El corte se ha llevado todo el paquete vascular del cuello —explicó a la concurrencia con un cerrado acento malagueño.

—Un hachazo —sugirió Muriel.

Ramos le censuró con una mirada relampagueante.

—La hoja es demasiado gruesa —dijo Bernardino, negando con la cabeza al mismo tiempo.

—¿Podemos irnos?

—Venga aquí —ordenó su señoría. Ramos obedeció al instante y se apartaron del resto.

Muriel los miraba con curiosidad mientras hablaban. Caldas alzó su rechoncho dedo índice un par de veces, apuntando al pecho de Ramos, como si le amonestase o le estuviese dando un ultimátum, aunque ninguno levantó la voz.

Ramos echaba fuego por los ojos al separarse de ella. Sus esfuerzos por contener una rabia que sólo podían despertar en él los advenedizos de la calaña de Caldas, eran tan ímprobos como evidentes.

—Vamos, Fernando —le cogió por el brazo, empujándole fuera del rectángulo.

El Anencéfalo les esperaba en el borde de la carretera para concretar el plan del día siguiente. Entonces oyeron gritar a Caldas, en tono autoritario:

—¡Recuérdelo usted! ¡Antes de mediodía!

Pero Ramos, que iba escupiendo sapos y culebras por lo bajo, no volvió la cabeza.

7

—¡Me cago en toda su raza puta!—atronó Ramos, en cuanto se supo a resguardo del oído de su señoría.

Pasaba de la una de la madrugada y ambos habían subido al Smart. Podían tomarse un pequeño respiro al fin, un respiro de horas. Ahora el cuerpo de la infortunada pertenecía a Caldas hasta que le diesen sepultura.

De pronto Ramos se veía asediado por una gran pereza; más que pereza, fatiga, aunque no la de su cansancio natural después de haber trabajado sin pausa durante dieciséis horas. Era una sensación distinta, como si hubiese envejecido de golpe veinticinco años, como si tuviese que enfrentarse solo a una montaña que no dejaba pasar la luz del sol. Sentía una especie de vértigo; ya le había ocurrido otras veces en situaciones parecidas a aquella («comenzar, comenzar», se decía; qué cuesta arriba se le hacía cada comienzo, era como volver a nacer, transitar por los temores irracionales de la infancia, experimentar otra vez sus fragilidades afrontándolas sin el vigor y la inocencia de una juventud que ya no volvería), sólo que ahora era peor, porque se sentía más aislado que nunca. Hacía tiempo que no disfrutaba con el trabajo, pero su única reacción había sido vigilar sus modales, sus gestos, disfrazarlos, con tal de ocultarlo a los demás. No debían saber que se había equivocado al elegir ser policía. Ramos no tenía claro cuál era su propósito al confundir a sus colaboradores, haciéndoles creer lo que no era, sólo que «tenía que hacerlo»…

Achicó los ojos, mirando sin ver las altas e indiferentes luces blancas de las farolas del paseo. Luego volvió a la realidad y suspiró con languidez: tenía que regresar a sus obligaciones, pensar en el día después, decidir por dónde empezarían. Su deber era hacerlo cuanto antes. Se sorprendió al darse cuenta de que, inconscientemente, se había dado a sí mismo el pistoletazo de salida, diseñando mentalmente un plan para la mañana: enviaría un equipo a la playa a las ocho en punto para intentar dar con el arma. Si el desalmado se había deshecho del cuchillo (o lo que fuese) allí, lo encontrarían y, con suerte, hallarían sus huellas en él. También, a lo largo de la mañana, volvería a hablar con los primeros en llegar: los dos jóvenes y la mujer. Puede que en el segundo interrogatorio aflorase algo que por el estado de shock inicial hubiese permanecido oculto. Acababa de cursar sus primeras órdenes: había ordenado a dos agentes que se quedaran vigilando el paseo y la playa en cuanto retirasen el cadáver.

Varios periodistas les habían abordado al traspasar las cintas, pero Ramos se los había quitado de encima con muy malos modales. Polonio, responsable de las páginas de sucesos de La Opinión de Málaga, estaba entre ellos. El malhumor de Ramos no hizo sino empeorar con el nuevo incidente. Eran amigos desde hacía años. Ahora, a sus inmediatas obligaciones, debería añadir una disculpa en privado.

Mientras caminaba en busca de su coche, Goyo procedió a limpiar el objetivo de la cámara y la metió dentro de la funda.

—Venga, te llevo —murmuró.

Ramos rechazó el ofrecimiento y dijo de llamar a un taxi. Era lo que hacía siempre para desplazarse dentro de la ciudad.

—Mañana tienes que darte un madrugón —repuso. Acto seguido hizo la consideración de que Goyo vivía en El Palo, en dirección contraria a la que él debía tomar.

Muriel dijo entonces que no le causaba ningún trastorno dejarle en su domicilio de la calle Alemania. Prácticamente le cogía de paso.

El compromiso era volver a verse a media mañana. Todo el equipo, todos sin excepción. Goyo llamaría al resto, pero antes tenía que llevar el carrete a revelado. Muriel giró media vuelta el contacto para que las escobillas desalojasen la fina capa de agua que cubría el parabrisas. Pero no arrancó el motor. También él estaba agotado. Comenzaba a dolerle la cabeza, y cuando podía dejar de elucubrar sobre lo ocurrido un par de horas antes en la curva de Bellavista, se le representaba su cama, mullida y caliente. Y con ella, la preocupación de no despertar a Carolina y Ale. Eran demasiadas preocupaciones a la vez, para que no se cebase en él la odiosa jaqueca que había heredado de su madre. El tráfico era casi inexistente ya, aunque los policías locales no se habían movido de donde estaban, y las vallas seguían colocadas.

—¿Qué te ha dicho?

Ramos se retorció en el asiento, rechinando los dientes.

—¡Será vaca, la bola de sebo! ¡Me cago en su coño! ¿Sabes lo que se le ocurrido ahora? ¿No te lo imaginas, verdad?—Ramos estaba fuera de sí— ¡Ahora quiere remover el expediente de la viuda de Capuchinos, el de marzo de dos mil cinco! ¡De hace más de dos años y medio!

—¿Para qué?

—Y yo qué coño sé. Pregúntale tú.

—Eso ha sido por meterle el dedo.

—Sí, en el coño… —De repente Ramos se puso como a considerar algo en lo que no había caído antes— ¿Como se las apañará ese chiri bailas para enchufársela?—murmuró, seriamente pensativo— Como no sea que Bernardino le separe mientras los muslos con un torno…

Muriel se encogió de hombros, sonriendo. Imaginaba la brillante calva de Bernardino entre los pantagruélicos muslos de Caldas.

—Tranquilo, hombre. ¿Te vas a complicar más la vida? Dáselo, y ya está —propuso Muriel.

Ramos lo atravesó con la mirada.

—No, Fernando, ya está no. La buena de Amor Caldas no se conforma con el informe oficial. El que ya le di, por cierto… El que ya tiene, por cierto. Ahora, la buena señora necesita, para mañana, ¡antes de mediodía!, ¿eh?—estiró el cuello— todas las putas pesquisas que hayamos practicado durante este tiempo. Bien recolectadas, ordenadas y transcritas —graznó con retintín.

—Pues no hay —dijo Muriel—. Dile que has buscado y no has encontrado nada nuevo.

Ramos no respondió. Se limitó a respirar con fuerza.

—Joder, Gabriel… ¿Y qué hacemos con esto, lo dejamos pendiente?

—Venga, arranca.

Muriel obedeció sin rechistar. Dio la vuelta e hizo sonar el claxon para que retiraran una de las vallas. Era evidente que Gaby no estaba en situación de darle excusas a Caldas.

Hasta llegar al Paseo de los Curas, permaneció callado, administrando el escaso resto de lucidez que no había sucumbido al cansancio y a la jaqueca. Allí volvió a sacar el tema:

—¿Qué cojones quiere? Yo creía que ya no iba a haber juicio…

Ramos reclinó la cabeza sobre el respaldo e inspiró aire con todas sus fuerzas, intentando desbloquear todos sus músculos a la vez. ¿Juicio? ¿Es que ése era el motivo del súbito interés de Caldas? Era imposible saberlo, y, además, ¿qué más daba? No había, que él supiese, nuevos elementos para imputar el crimen a otra persona distinta de… ¿cómo se llamaba?… Pepe… sí, Pepe Cruz… o algo así… no lo recordaba bien. A menos que los de la judicial hubiesen averiguado cosas de las que él no estuviese enterado, aunque lo dudaba. Pero tal vez la gorda estaba dispuesta a meter el hocico porque se había tomado de repente muy a pecho las quejas de la familia del sospechoso. ¡Estúpida! Esa gente haría y diría cualquier cosa con tal de limpiar su nombre. A falta de una coartada consistente con la que poder apoyarle (había sido visto en el edificio la misma tarde del crimen), una de las cosas en la que habían hecho hincapié ante Caldas era que Pepe y Rosalía, la viuda muerta, tenían una relación de años, de antes de que ella enviudase. Bastaría para explicar la presencia de las muestras en el lugar más comprometedor, que era la vagina y las uñas. Claro que no había pruebas del todo concluyentes contra el jefe de instaladores de Calefacciones Grosso, pero el más evidente de todos los indicios que se acumulaban en su contra era su propio suicidio, después del primer interrogatorio. Además, el único ADN encontrado en el piso, además del de Rosalía, era suyo. El caso no se había cerrado por una formalidad: la ausencia de una autoinculpación por escrito previa al suicidio. Éste, para todos, a excepción de su familia, tenía la validez de una confesión. Ellos sostenían que el suicidio sólo probaba la «dignidad» del acusado… Bueno, no era exactamente la familia quien lo decía, sino más bien su hermano, un abogado bastante habilidoso. «Cualquier persona inocente es incapaz de arrastrar la vergüenza que supone una injusta imputación por un hecho tan grave», había sentenciado ante el beneplácito de una parte de la prensa.

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