Читать книгу: «El ciclista», страница 2

Шрифт:

La directora tomó notas en la agenda. Se oyeron otras propuestas entonces, que fueron igualmente anotadas. Y el orden previo se diluyó momentáneamente, porque varios de los presentes intercambiaron opiniones entre sí, haciendo corrillos. Se convirtió en una cosa caótica. La chica nueva que estaba sentada a su derecha trató de explicarle de un modo confuso ciertas dificultades que surgirían durante la implantación de algunas de aquellas actividades. Cosas de recursos, principalmente. ¿Qué le importaba a él todo eso? Era lo que se le ocurrió pensar mientras miraba furtivamente a María. Acto seguido se le heló el corazón. No podía creer lo que veían sus ojos. Le pareció que estaba en medio de un mal sueño del que, sin embargo, tenía la remota esperanza de despertar. Ella reía y reía, por algo que estaba cuchicheándole el rubio maniquí que tenía a su lado, pero no era como las risas que le había regalado antes a él: esta vez eran las típicas risas de coquetería que hace una mujer sin sentido de la dignidad y sin decencia cuando siente esa locura que la arrastra hacia un hombre, esa clase de atracción que las convierte en peleles de casanovas sin escrúpulos.

Pero estaba despierto, lo comprendió al instante. Miraba a su alrededor y lo que veía eran gentes de carne y hueso, las caras estúpidas de sus compañeros y su banalidad. La ira estuvo a punto de traicionarle. Todos sus sueños y proyectos hechos añicos. Todo absolutamente se había ido al carajo. De repente María se había convertido en un ídolo caído. De repente sintió que la odiaba con toda la fuerza oculta de su ser, y con toda la energía de su parte racional. En cierta medida, le desconcertaba el sentirse dominado por un odio tan violento y tan brusco. Se sentía confundido dentro de su desolación por la virulencia de la transformación afectiva que había experimentado de golpe. Le hubiese entregado su vida en ofrenda unos minutos antes, y ahora, sin embargo, le aliviaba el concebir su muerte, le reconfortaba pensar en cerrar personalmente sus ojos para siempre, sofocar su risa de puta barata… «Te mataría aquí mismo», rezó entre dientes, simulando leer el contenido de aquellos papeles.

Sin querer, su mirada volvía a posarse a hurtadillas en ella.

Le costaba tanto creerlo. Quince días le habían bastado para echarse en brazos de un extraño, para entregársele sin reservas. A él, sin embargo, le había mantenido a distancia durante todo un año. Sí, el curso anterior había corrido el rumor de que Pepe Arjona se las había arreglado para sacarla de fiesta unas cuantas noches. Pepe era un personaje patético, cuya vida estaba dirigida en exclusiva a pavonearse; vestido con una ropa ajustada que pondría en ridículo incluso a alguien mucho más joven; un idiota hortera que babosea halagos a niñatas a las que dobla en edad, después de sus clases de educación física; siempre luciendo un par de pulseras de cuero de las que venden en los mercadillos, y que se cree irresistible con su pelo cortado y peinado en una de esas peluquerías unisex que proliferan en los peores barrios de las grandes ciudades. Las idiotas podían dejarse engatusar por un idiota; María, no. Pero entendió el juego de ella cuando se arrimaba al idiota. El clásico juego de la sirvienta enamorada. Quería que lo supiese: dándole celos, se aseguraba atraer su atención.

Esto era diferente. El brillo de sus ojos parecía como blindado para todo lo que no fuese aquel maniquí repulsivo. No era distinta de la putita de la administrativa. Era mucho peor que ella, porque se las daba de santurrona. Al menos a Gema no le importaba que todos supiesen de su predilección por llevarse a la cama a maestros de primer año. Cada curso se follaba a uno o dos. Pero María… ¡Por Dios! ¿Cómo había podido caer tan bajo? Se había subastado como cualquier puta de burdel de moda y el rubito había ganado la subasta por el precio de una sonrisa de escaparate. Le causó repugnancia ver que no se conformaba sólo con reír las gracias del donjuán. La puta le tocaba el antebrazo, se arrastraba la muy puta ante el cretino, sobándole sin pudor…

Suspiró honda y entrecortadamente. Y con un esfuerzo sobrehumano, sonrió, sonrió y expuso sus ideas acerca de las actividades extraescolares a la profesora nueva que antes se le había dirigido. Cosas de recursos, principalmente.

Tenía que controlarse. Era primordial hacerlo por muchas y variadas razones.

Cuando la reunión se terminó, la cabeza le dolía de un modo cruel. Pero seguía sonriendo. Se desearon, unos a otros, suerte para el curso, mientras se entremezclaban en la zona de acceso a la puerta de la enorme sala. María se le acercó; el donjuán cretino la sujetaba desde detrás por los hombros.

—Tienes los ojos muy rojos —le dijo al pasar a su lado—. ¿Ya estás con la alergia otra vez?

María, La Puta, le trataba como a un animalillo de compañía. ¿Acaso creía ella que no se había dado cuenta? El corazón de la muy puta rebosaba de felicidad y las migajas sobrantes eran para gente como él, para que las apurase mientras ella se entregaba a su impúdica fascinación por el tipejo de la melenita rubia. Conocía esa conducta. Su madre había sido así. Follando, era amable con él. Sólo cuando metía en la cama a alguno de los inquilinos de la pensión se fijaba en los cardenales que tenía por culpa de los matones del barrio. Tenía que revolcarse como cualquier guarra para adquirir la noción de que había alguien más a su lado que la necesitaba. «¿Quién te ha hecho estos moratones, hijo?», decía pasándole un dedo por la carne mortificada. La chupapollas no se percataba de las palizas que recibía un día sí y otro también hasta que un sujeto de aquellos la reducía a lo que realmente era: una perra en celo que ladraba arrodillada suplicando ser cubierta. Entonces, una vez recobrada la compostura, podía esperar alguna carantoña de ella, alguna palabrita considerada. Entonces él volvía a existir. Para desaparecer nuevamente a sus ojos, quince minutos más tarde.

—No. Es sólo que me duele la cabeza —respondió forzando una sonrisa cordial.

Ella se marchó sin decir nada más. Se fue pensando en su nuevo adonis, seguramente excitada de rozarse con él. ¿Qué le importaba su dolor o su amor?

Pero el dolor le estalló en los ojos durante el viaje de vuelta a casa. Lloró como un niño. La ira, sin embargo, se había disuelto en sus lágrimas. Ya sólo se sentía infinitamente desconsolado y, al mismo tiempo, abandonado por el resto del mundo. Era como si ambas sensaciones estuviesen entrelazadas, como si fuesen estrechamente interdependientes. Había descubierto de repente que todo a su alrededor parecía como sin vida, ajeno a su existencia; de nada serviría gritar porque nadie le escuchaba. El mundo entero estaba sordo y ciego ante su sufrimiento. Se reprochaba el haberse hecho aquellas ilusiones estúpidas, cuando toda su experiencia vital le decía que no podía confiar en los seres humanos. La infinita perfidia presente en su naturaleza se hacía tristemente visible a la primera oportunidad.

Ahora, por desgracia, cobraban sentido las reflexiones que escribió en su diario. En verdad el Hombre era una desdibujada y pálida copia de Dios, que, como Él, aniquilaba cuanto había creado. Su poder de destrucción era ilimitado. Puede aparentar compasión y piedad, pero detrás de esa máscara hay sólo una amalgama de feroces instintos. ¿Cómo escuchar, entonces, los gritos de auxilio a los que sólo el corazón puede prestar oídos porque no brotan del interior de una garganta sino del alma de una mirada?

Al resbalar hasta sus labios, las lágrimas se habían mezclado con su propio sudor. Se restregó el dorso de la mano derecha para liberarse de aquella salada humedad. La soledad rodearía en adelante su vida, como un alambre de espino. Estaba escrito.

Condujo como un autómata, sin noción del tiempo y del lugar por el que transitaba. Fuera, el mundo desfilaba borrosamente ante sus ojos, tan gris y sordo que habría sido incapaz de describir una sola de las avenidas y calles que iba dejando atrás. Pero, conforme se acercaba a casa, algo pesado y lóbrego, algo que era tan denso como el plomo licuado y que parecía expandirse desde dentro mismo de su ser, comenzó a oprimirle con fuerza en el pecho. Por primera vez en su vida tenía miedo de traspasar el umbral y cerrar la puerta tras de sí. Intuía que hacer eso era como segregarse para siempre del resto de La Humanidad. Sería un muerto en vida. Sintió como si aquellas cuatro paredes fuesen a devorarle. Entonces el odio se le volvió a incrustar en las entrañas como una bala. Los odiaba a todos: a María por su vulgaridad, fría y traidora; al resto, por vivir la vida que a él se le había negado con cruel obstinación.

El porvenir era el presente.

Al bajar del coche, se miró con desprecio el Lacoste azulón que había estrenado aquella tarde. Estaba arrugado y mojado por el sudor. «¡Dios!», gritó entre dientes. «¡Dios, Dios, Dios…!»—repitió hasta que, exhausto y abandonado de sí mismo, su voz se apagó. La vista se le empañó y le tembló la barbilla unos segundos… María le hubiese salvado. Sólo ella hubiera podido redimirle.

Aunque el calor seguía siendo asfixiante, un extraño sudor helado le empapaba todo el cuerpo. Y, entonces, una sensación completamente benéfica comenzó a inundarle por dentro, como si su ser entero fuese una bodega vacía a la que llegase de pronto una paz torrencial y liberadora. Se sentía como si acabase de superar un violento acceso de fiebre, una fiebre que se había marchado de golpe de su cuerpo después de llevarle al borde de la muerte. Mejor así, se dijo, mejor así. Era tan distinto a los demás. Diferente a todos. Sí, él necesitaba sentir emociones que nadie era capaz de imaginar. ¿Qué mujer se hubiese sometido para satisfacerle?

Ahora sabía que ninguna mujer era decente.

Lo pagaría con creces. Todas lo pagarían.

CUATRO AÑOS DESPUÉS

3

El semáforo se cerró obligando a Natalia Blanes a frenar con brusquedad. Desde el retrovisor interior controló preocupada la trayectoria del vehículo que la seguía, con un temor instintivo a resultar embestida. Había observado, unos momentos antes, que circulaba imprudentemente próximo a la zaga del suyo. Las luces amarillearon en el espejo y los neumáticos aullaron en el asfalto. Cuando al fin se detuvo el coche —un modelo que no fue capaz de identificar en la coctelera de identidades y perfiles que es la noche, aunque le pareció un utilitario, un vehículo de tamaño equivalente al suyo—, unos tres metros detrás de su Honda Civic, respiró aliviada.

Natalia sabía que la parada duraría dos minutos. Para hacer tiempo, entresacó un cedé de la bolsa que había depositado sobre el asiento del copiloto y dedicó unos segundos a mirar los créditos de la contraportada. Ninguno de los títulos de las canciones le resultaba familiar. En letra casi microscópica pudo leer al pie que había sido grabado en dos mil uno.

Lo volvió a colocar dentro de la bolsa y metió primera. El avisador de peatones pasó a rojo. Antes de comenzar a pisar el acelerador, miró hacia atrás, esta vez girando la cabeza. Natalia tenía la vaga noción de que había visto esa misma calandra y esas mismas luces tras de sí en otras ocasiones. Sin que tal idea se viese seguida por ninguna deducción concreta, reinició la marcha.

Era difícil no pensar en lo que se encontraría el lunes a las ocho en punto. El taller en el que Natalia Blanes trabajaba desde hacía ya catorce meses y nueve días era un hervidero en vísperas de las vacaciones. Todo prácticamente se gestionaba y canalizaba desde la recepción. Se trataba de un trabajo muy exigente puesto que León Azpitarte, su jefe, el dueño del negocio, no toleraba los fallos, fuese cual fuese su naturaleza y la causa que los originara. Para Azpitarte, los fallos eran sin excepción el resultado de una conducta negligente. Y lo que Azpitarte entendía por fallos era cualquier incidencia: retrasos en la entrega, citas mal gestionadas, una comunicación deficiente y quejas injustificadas de la clientela. Todo, en fin, lo que sugiriese un «desajuste» en la máquina perfectamente engrasada que quería que fuese su negocio. En ese sentido, Natalia estaba bien posicionada. Dentro de una empresa que aplicaba tales criterios, ella era un modelo de eficiencia.

Algo le preocupaba y no era capaz de averiguar qué era. Harta de intentar descifrarlo, dejó de pensar en ello. Podía ser un sinfín de cosas. Lo que sí sabía a ciencia cierta es que estaba cansada, por decenas de motivos que escapaban a su control. La semana había sido una completa locura. Quizá por ello no podía dejar de pensar en la desagradable perspectiva de volver a enfrentarse a lo mismo al día siguiente. Visitar a su madre tampoco le había servido para fortalecer su ánimo, sino todo lo contrario; tarde o temprano siempre acababan discutiendo a cuenta de Álvaro. Ya que su madre no iba a cambiar nunca de opinión, necesitaba al menos que comprendiese que no podía seguir controlándole la vida al milímetro, como cuando era una niña. Pero no había hallado aún la forma.

Cuánto odiaba tener que volver a casa con ese pellizco en el estómago. En lugar de haberle servido para recargar las baterías, el saldo de su estancia en Coín era un espíritu agotado y unos músculos tensos. En especial, su cuello. Supuso que no mejoraría precisamente con su vuelta al trabajo; más bien todo lo contrario. Sin embargo, no era la exigencia de atender sus obligaciones desde el pequeño mostrador lo que más le cansaba, sino conducir durante aquellos doce kilómetros. En los días lluviosos, podía convertirse en un suplicio. La sacaba de sus casillas. Los embotellamientos en los accesos al polígono eran la tónica esos días. Como aquél, precisamente.

Al entrar en el aparcamiento subterráneo del edificio, Natalia se dio cuenta de que podía servirse de aquel enojoso cúmulo de adversidades para quemar muchas más calorías. Inmediatamente le cambió el humor. Volvió a recrearse en la música que había comprado, ciertamente a ciegas. Era el tipo de riesgos que le gustaba correr. Sin embargo, estaba segura de haber acertado y de que los discos de LeAnn Rimes y Faith Hill, en especial, no le defraudarían. Era el tipo de música que más le apetecía escuchar en las horas de penumbra. Había decidido parar en El Corte Inglés, de vuelta a casa, y aprovechar la oferta de descuento progresivo en la sección de música. Pero su ánimo volvió a cambiar nada más entrar en el salón. Un cosquilleo desagradable recorrió las intrincadas callejuelas y esquinas de su cavidad torácica. Álvaro había incumplido nuevamente su promesa. Álvaro era menos responsable de lo que había creído en un principio. Seguía creyéndose un niño que deja en manos de su madre todo lo relacionado con la intendencia. El cinturón estaba sobre el respaldo de uno de los sillones y los mocasines en mitad del comedor. Ni siquiera había sido capaz de dejarlos alineados, debajo de una de las sillas.

…Qué estúpidamente infantil había sido al tomar esa decisión. La convivencia sacaba a relucir otro yo distinto en las personas, era evidente. Eso lo había aprendido muy rápido. Ahora se reconocía a sí misma que no había sido capaz de preverlo, que todos sus planes inmediatos habían estado infectados por el germen de la superficialidad, de la ligereza de miras. Pensar que las cosas ruedan por sí solas era muy propio de la juventud. Pero la realidad la abofeteaba casi todos los días. Debía despertar de una vez.

Estaba harta, joder. A ver con qué humor venía de Cádiz. Estaba desilusionada. Sí, ésa era la palabra exacta: desilusionada. Ya no estaba segura de querer a Álvaro. En ciertos momentos añoraba su anterior independencia y en otros momentos quería que Álvaro la follase. ¿Era ése el amor con el que había soñado desde la niñez? ¿Era el amor al que tenía derecho a aspirar sólo un buen polvo, o debía incluir algún ingrediente más? De niña se había imaginado que cada hombre poseía una despensa de ternura dispuesta a ser vaciada sobre una sola mujer, sobre la mujer que pulsase el resorte adecuado. Natalia había puesto todo de su parte para encontrar el resorte de Álvaro. Pero no había tenido éxito hasta el momento. Álvaro no le había prodigado caricias, fuera del sexo; ni detalles románticos; ni una de esas palabras que aúnan comprensión y dulzura, y que hacen que una mujer se sienta mágicamente frágil e invulnerable a la vez, aislada de la infelicidad por un cristal que quizá podría romperse o quizá durar toda una vida. Se había consolado pensando que Álvaro era una excepción, un autista emocional que la adoraba su manera. Y ahora todo aquel equilibrio ilusorio entre el deseo de convivencia y un amor que era como un fantasma que crees ver y nunca tocas, estaba a punto de desmoronarse ¿Había llegado el momento de hablarlo? Tenía miedo a decírselo a sí misma, pero el ensayo parecía estar fracasando.

Mientras se despojaba de los pantalones de pana elástica, Natalia testeó maquinalmente su cuerpo, con el inconsciente propósito de apreciar de dónde procedían las señales de cansancio. Una vez detectadas, solía examinarlas con brevedad para averiguar si podrían condicionar sus planes. De inicio, supo que le dolía la nuca y que la pantorrilla izquierda estaba sometida a la presión de una especie de pinza, parecida a la de un cangrejo pero con los bordes romos. Los pequeños pinchazos bajo el ombligo, también emergieron de pronto. Hacía días que los había notado, atribuyéndolos al efecto del aire atrapado en su intestino. Pero podía olvidarlos temporalmente. Esto le sorprendió; el hecho en sí de haberlo apreciado sólo al pensar en ello, no su propia existencia, que la apremiante actividad en la sección solía desplazar a un cuarto término. Allí nadie podía permitirse el lujo de tomarse un momento de asueto; el trasiego de gentes con prisa era constante y el teléfono no paraba de sonar. En tales circunstancias, únicamente sus jaquecas se negaban a demorarse unas horas. Raras veces se había visto obligada a dejar el trabajo pero, cuando esto había sucedido, era a causa de aquellos tormentosos dolores de cabeza. Por suerte eran muy poco frecuentes.

Fugazmente, consideró con satisfacción que su salud era una de las cosas de las que podía sentirse plenamente orgullosa.

Olfateó primero y examinó a continuación la blusa fucsia, y decidió meterla en la lavadora. El resto de ropa que acababa de quitarse, la terció, para ventilarla, sobre las barras suspendidas del tendedero de la galería, y se puso un pantalón deportivo de paño y una sudadera gruesa. Fue en busca del iPod, y comprobó que la batería estaba a algo menos de media carga, suficiente para una hora de uso. Se lo metió en el bolsillo derecho y desplegó los auriculares, en forma de diadema, sin llegar a pegárselos a los oídos; se los colocó sobre el cuello, a modo de collar, antes de recogerse el pelo en una coleta, empleando una felpa rosa. Luego, miró a través de una de las puertas correderas, ligeramente entreabierta, del balcón interior, fijándose en el aspecto del cielo. Las nubes filtraban una porción del resplandor de una inmensa luna, y la atmósfera estaba preñada de plomiza y recalcitrante humedad. No era de esperar un aguacero, pero quizá lloviese. Pensando en ello, Natalia volvió a su dormitorio en busca del chubasquero Columbia naranja fosforito y salió del piso.

4

Desgastadas por el polvo, las luces de los faroles de hierro que colgaban del edificio caían mortecinas sobre los bancos de madera de la parte urbanizada del recinto. A cincuenta metros de los portales, las altas farolas plateadas emblanquecían con su potente luz el asfalto del paseo marítimo, y el mar esparcía su olor en la penumbra ilimitada.

El tráfico era abundante aún. A esa hora, las nueve y veinte, las gentes que residían en el extrarradio y en los pueblos de la costa retornaban a sus casas. Poco a poco, el tumulto de luces serpenteantes iría aquietándose y el dispar murmullo de los motores diluyéndose como el eco de un grito. Vendría el tiempo y lugar de los solitarios que tanto fascinaba y asustaba a Natalia.

Cruzó la carretera a una veintena de metros del paso de cebra que había bajo el semáforo, sorteando las ramas espinosas de las palmeras enanas de la mediana, mientras se preguntaba qué clase de fuerza irresistible era aquella que constantemente le incitaba a transgredir las normas; por qué tenía que andar por fuera de las aceras como los perros vagabundos y atravesar las rotondas, siempre en línea recta, saltando a veces por los setos centrales cuando no eran demasiado elevados; o pisotear las zonas de césped de los jardines y parques en lugar de utilizar los senderos de empedrado. No podía resistirse al encanto de lo incorrecto.

La noche era perfecta para Natalia: fresca pero no fría, húmeda, serena. El mar tronaba en la playa abriendo sus fauces y mostrando una dentadura blanca. A Natalia le gustaba la efervescencia voraz del agua regresando a su hábitat; le relajaba y le ayudaba a reflexionar.

En cuanto llegó a la ancha acera, separada de la arena por el viejo muro de piedra que había sobrevivido a la época en que el mar se estrellaba contra el extenso roquedo, giró a la izquierda, conectó el pequeño artilugio y miró un instante a la lejana aglomeración de puntos amarillos de El Morlaco. Se le ocurrió pensar de repente en los secretos que se ocultaban entre aquellas luces. Cuántos serían… Cosas impensables.

Miserables, muchas.

Unas pocas quizá fuesen hermosas.

Gentes que, a cobijo del escrutinio de los demás, se transforman. Como Álvaro mismo.

¡Pero qué estaba pensando!

Aceleró el paso prestando simultáneamente atención a sus piernas, ordenando acción a sus músculos. Le satisfacía mucho que le respondiesen. El trayecto de ida le gustaba cubrirlo a paso rápido, casi como una marchadora. Al llegar al pie de Los Baños Del Carmen daba la vuelta, y entonces aflojaba el ritmo, procurando aspirar y empaparse durante su regreso del aire salino que venía a ráfagas de la oscuridad. Unos pocos ciclistas la sobrepasaban silenciosos, las parejas retozaban sobre el frío muro; hombres maduros de aspecto solitario se veían arrastrados literalmente por la vitalidad de sus perros. A esas horas, por el paseo marítimo siempre deambulaba una extraña fauna. Una buena parte de los rostros le resultaban familiares, aunque a veces le diesen miedo algunos de aquellos especímenes taciturnos con los que se cruzaba.

La oscuridad de los merenderos, cerrados durante la mayor parte del invierno, le sobrecogía un poco. Cuando pasaba junto a ellos, dirigía la vista a la carretera buscando las luces en movimiento de los vehículos. En cierta medida, la música le ayudaba a superar aquella aprensión; era como si las melodías y voces la hicieran sentirse fugazmente rodeada de luz y gente. Para ello bastaba que el piano de Allen Toussaint no dejase de sonar.

Al iniciar la vuelta, los ojos de Natalia se sintieron atraídos por la silueta lejana pero imponente de las cinco enormes grúas portuarias, con sus balizas rojas destellantes, como los ojos malignos de un dragón monstruoso, y sintió un ligero estremecimiento. La acera se había quedado casi desierta. Volvió la cabeza sin ver a nadie. Una figura masculina, corriendo a ritmo de jogging, venía hacia ella por la curva de Bellavista. Se sintió confortada porque esa presencia le pareció tranquilizadora. Por desgracia, la sobrepasaría muy pronto. Debería enfrentarse, totalmente sola, a la zona de sombras que las triadas de grandes palmeras del borde del paseo generaban sobre la acera a esa altura. A Natalia no le gustaban nada las sombras. Era por los recuerdos que le evocaban, los recuerdos borrosos de cuando era muy pequeña. No había luz en ellos, sólo la estampa de un denso bosque de desolación desconocido, como si estuviese viendo la viñeta de uno de esos cómics tenebristas que describen reinos de leyenda aniquilados tras crueles batallas.

Y lo peor era la tristeza. Cuando se esforzaba en desentrañar las vivencias asociadas a sus recuerdos, una sensación de horrible desamparo la embargaba.

El perro la sobrepasó a buen paso. Zigzagueaba olfateando el suelo, siguiendo el rastro quizá confuso de una hembra sin aparear. Iba la correa, tensada al límite, sofocando el ímpetu del animal. Natalia vio mascullar algo inaudible al hombre llevado a rastras. Seguramente, pensó, se trataría de uno de esos reproches cursis que se suelen dirigir a las mascotas. «Hablan con ellos como si fuesen personas», murmuró para sus adentros

La frente del hombre brilló al pasar, con la tenue luz reflejada de las farolas. Natalia tuvo una sensación de vacío, extraña y repentina, al verlo alejarse, como si al distanciarse inexorablemente, el mundo se quedase deshabitado de pronto. Un mundo que, sin lógica alguna, se tornaba así amenazador en su conjunto.

El álbum de Toussaint había dado paso a The Hunter, de Jennifer Warnes, uno de sus discos preferidos. Sin embargo, el tono melancólico de Pretending to Care era muy poco apropiado para revertir aquel desánimo suyo. Adelantó una canción y Whole of the Moon la puso a mil revoluciones por un momento.

Pero esa noche la luna había hecho todo lo posible por esconderse.

La respiración se le anudó durante un segundo. No obstante, pronto llegaría un joven corredor solitario, que venía hacia ella a trote ligero. El ciclista volvió a pasar a su lado. Entonces el temor se desvaneció porque el vacío había sido llenado.

Natalia Blanes conocía de vista al joven con el que acababa de cruzarse. Llevaba unos enormes auriculares que tapaban por completo sus orejas.

La curva de Bellavista es de trazado suave. Se propuso transitarla lo más rápidamente posible. Girando la cabeza sobre su hombro izquierdo, sin dejar de caminar, observó que el corredor se alejaba a buen paso en dirección al viejo tranvía expuesto en el ensanche final, frente al Morlaco. En muchos metros delante de ella, la acera estaba absolutamente desierta, y las luces de los automóviles que venían en su dirección (el flujo había descendido a la mitad, con respecto a media hora antes) se distanciaban de la zona de sombras debido al efecto centrífugo que originaba el ángulo de la curva que debían trazar.

Natalia sólo sintió sorpresa, justificada por el golpe seco en su cuello y el contacto laminar y helado. En la primera milésima de segundo supuso que un cable o alambre de acero, tenso, la había golpeado al soltarse de su anclaje. El impacto debía de haberle arrancado el auricular derecho, pues la música solo le llegaba ahora por el izquierdo. No se hubiera alarmado demasiado de no ser porque notaba que la cabeza parecía como si fuese a desplomársele sobre el hombro izquierdo. Creyó ver con el rabillo del ojo derecho una sombra apartándose velozmente de su lado, aunque nunca estuvo segura de que no fuese sino una mera intuición. Nunca en adelante, en su corto final. La segunda milésima de segundo de su pensamiento fue para la preocupante inestabilidad de su cabeza. Al responder al instinto de sujetársela llevándose las manos al cuello, algo caliente mojó a chorros la derecha. Y, entonces, a su sorpresa, se sumó el estupor horrorizado de una terrible evidencia. Las fuerzas comenzaron a abandonarla a una velocidad vertiginosa. Sus ojos se abrieron más de lo que se habían abierto nunca antes, como si el instinto inconsciente de vivir le separase los párpados, como si algo endógeno y esencialmente animal y primitivo le alertase de que, de cerrarlos, se desconectaría irreversiblemente de cuanto le rodeaba. Temblaba de los pies a la cabeza, aferrándose a la esperanza de que aquello no fuese más que otra de sus pesadillas (había tenido tantas en las que se veía a punto de morir, y luego despertaba en el último instante…). La vista de Natalia se nubló de miedo y un sabor ferruginoso invadió su boca. Un dolor intensísimo, lacerante, le mordió un instante el cerebro. Su cuello se había convertido en un manantial por el que además de aquel liquido viscoso y caliente, se le escapaba a chorros la vida.

Se desplomó ahogándose en su sangre y en su miedo.

Natalia Blanes murió inmediatamente, sin tener un solo pensamiento de despedida hacia las personas que quería.

El pequeño vio una figura moverse rápido hacia la oscuridad de debajo de los árboles. La hoja de algo que parecía una espada destelló un instante a la luz de las farolas, colgando del brazo de aquella figura. No tuvo tiempo de ver nada más, aunque giró la cabeza interesado en la visión, debido a que el Passat de su padre terminó de trazar la curva, en dirección a La Cala del Moral, y el escenario de la visión quedó oculto definitivamente a sus ojos. Pablo dijo entonces a su padre que había visto «un hombre con una espada», pero éste no prestó atención a su hijo de cinco años. En ese instante su mente estaba ocupada con las imágenes de la película que acababa de ver, y filtró la fantasía del niño, tal y como hacía siempre.

5

Las minúsculas gotitas de lluvia caían como un enjambre de abejas furiosas sobre el parabrisas del Smart de Fernando Muriel, y la calefacción a duras penas podía desempañar el vaho interior del cristal. Era la velocidad a la que circulaba, y no la intensidad de la lluvia, lo que hacía que el parabrisas se enturbiase en cuestión de un par de segundos. Los destellos dorados de las luces de las farolas se ondulaban con la agitada danza de las escobillas. Tenía que forzar la vista para distinguir cualquier silueta y calcular las distancias. El tráfico por fortuna era fluido, pero verse obligado a conducir en tales condiciones le ponía de muy mal humor y más cuando alguien le daba prisas. El mensaje era confuso o, más bien, poco explícito, aunque no había lugar a dudas en cuanto a que debía dirigirse urgentemente al paseo marítimo, a la altura de Bellavista. Había intentado contactar con Gaby pero saltaba el contestador. Malditos sean los domingos y malditas sean las noches de trabajo. ¿Para qué coño le querrían ahora? ¿Cuánto tardaría Carolina en cansarse de tantas llamadas intempestivas? No haría ni dos horas que había estado con Ramos. La playa era un clásico entre los cementerios provisionales, discurría Muriel, y cada vez recogía más cuerpos, los cuerpos de la desesperación y de la indiferencia. Hacía apuestas sobre lo que se encontraría allí, mientras rodeaba la fuente del parque, tapizada como siempre por Navidad con un manto rojo de pascueros. Seguramente uno o más cadáveres. Quizá el mar había devuelto un cuerpo mutilado, se imaginaba, un cuerpo en el que había heridas que no encajaban con las que causaban los roquedos de los espigones o las hélices de las embarcaciones. O simplemente un miembro cercenado limpiamente, como había sucedido en las playas de Guadalmar, nueve años atrás, mucho antes de su acceso a Homicidios. Qué extrañas e improcedentes pueden llegar a ser las reflexiones que suscitan los hechos extraordinarios. Aquel brazo de mujer joven separado del cuerpo a la altura de la axila era algo que no debería aparecer en ningún lugar del mundo, pensaba entonces, y mucho menos en una playa, entre la cruel impavidez de la arena húmeda y vacía. Lo recordaba como si hubiese sido ayer; se recordaba a sí mismo fascinado por aquel misterio, leyendo con fruición las noticias publicadas en la prensa durante días y semanas. La experiencia le había marcado como ningún otro acontecimiento anterior, infectándole una fiebre nueva. Hasta se aventuró a construir una teoría: el brazo pertenecería a una prostituta de lujo, de las que trabajan sin la protección del proxeneta, la clase de prostituta que hace tiempo rompió lazos con su familia para evitar que supiesen lo que hace, y a la que se cita mediante la llamada a un número privado. Eso explicaría que nadie hubiese denunciado su desaparición. Supo entonces que se dedicaría a investigar, que la débil esperanza que albergaba aún su padre de que se hiciese médico, se vería irremediablemente truncada. Muriel habría dado cualquier cosa por examinar las uñas quebradas (así se describían en la prensa) de aquel brazo anónimo. Quizá hubiese descubierto algo que se le había pasado por alto a la policía, suponía en su delirio vocacional. Al pasar los meses, las noticias cesaron. El resto del cuerpo nunca había aparecido.

190,41 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
701 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9788416281176
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Новинка
Черновик
4,9
126