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Читать книгу: «El ciclista», страница 9

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Lo que no conseguía entender era que Ramos no lo viese de la misma manera.

Carolina se había tomado su tiempo antes de bajar para encontrarse a pie de calle con su marido. La distancia desde comisaría no era problema, sino el tráfico, muy trabado a esas horas de la tarde. Su marido insistía siempre en que estuviese abajo cuando él llegase porque no había manera de aparcar en doble fila en la calle Armengual de la Mota, ni siquiera durante unos pocos segundos.

Muriel tenía la sensación de estar contemplando una ciudad casi irreal bajo el alumbrado navideño. El techo de las calles y avenidas del centro de la ciudad supuraba luz amarilla y la partitura abstracta de los cláxones y los villancicos tenía algo de la impiedad del hacendado rico que ignora la pobreza de su alrededor.

El subinspector se vio obligado a dar una vuelta a la manzana para volver sobre sus pasos. Estaba acostumbrado. El Smart era un buen aliado para moverse con destreza entremedias del tráfico atestado, aunque la gente que lo veía subir y bajar del coche quedase a veces boquiabierta, sin explicarse tal vez que una pieza de su tamaño cupiese dentro de semejante espacio, aunque fuese plegada.

Por fin, Carolina estaba en el borde de la acera oteando las luces de los vehículos que venían de la calle Mármoles. El pelo, atrapado entre el cuello subido de la cazadora, se le ahuecaba por los lados. Y esas cejas negras pobladas que cercaban sus ojos felinos, resaltaban entre la jauría de destellos multicolores como adornos de azabache… Fernando Muriel sintió un profundo orgullo al contemplarla con aquel aire confiado y sereno de las diosas inmortalizadas en mármol, y una vez más fue incapaz de concebir los motivos que habían llevado a aquella criatura hermosa, temperamental e inteligente a partes iguales, a sentirse atraída y decidir unirse más tarde a la desproporción personificada en su cuerpo. Su asombro venía a ser en cierto modo similar al que experimentaba frente al reciente éxito de los minúsculos mesones y bares de tapas que atestaban el centro histórico de la ciudad, y en donde la clientela, a menudo selecta y adinerada, peleaba con uñas y dientes los viernes y sábados noche por colonizar unos exiguos metros cuadrados sin mesas ni taburetes, para sostener luego con sus manos las raciones y las bebidas como si fuesen los camareros que el establecimiento se ahorraba. Él debía de ocultar en alguna parte de sí mismo, como esos mesones para su amplia clientela, un incomprensible atractivo para Caro que ojalá que nunca se extinguiese.

La suerte había comenzado a sonreírle una tarde calurosa de junio de 2002, en la terraza de La Fuente de Reding, una cafetería muy de moda entonces, en la que, de vuelta del gimnasio, solía hacer un alto las tardes de verano para disfrutar de un Häaggens-Dazs o de una cerveza helada; y más raramente (sólo cuando su organismo clamaba en silencio por una urgente y generosa reposición de azúcares refinados) de una voluminosa pieza de repostería casera que llamaban «La pesadilla del cura».

La iniciativa partió de Carolina. Según ella, todo había sido fruto de una confusión. Supuso que el periódico que había en su mesa era para uso de los clientes. Inmediatamente ambos cayeron en la cuenta de que se habían conocido unos quince o veinte días atrás en la Delegación de Hacienda. En realidad, la coincidencia quizá no era tal. Fernando Muriel bromeaba de cuando en cuando sobre ciertas sospechas que siempre albergó desde entonces. Lo del periódico le parecía una de las típicas excusas para que una mujer interesada en un hombre vistiese con el disfraz de la casualidad un encuentro deliberado. ¿Se habría propuesto resarcirle del encontronazo?

Carolina era una abogada con un contrato de prácticas, cuyo cometido consistía en confeccionar las declaraciones de la renta para los ciudadanos que lo desearan. Fernando Muriel había utilizado el programa PADRE en ejercicios anteriores. Pero ahora era diferente. Con una modesta cartera de acciones y fondos de inversión heredados de un hermano de su madre en el 2001, había optado por buscar asesoramiento, al no entender cómo se aplicaban las correspondientes plusvalías. Carolina estaba enfadada aquel día. Más que enfadada, estaba hecha una furia. Y no hizo ningún esfuerzo por ocultarlo. Muriel guardaba un recuerdo muy especial y contradictorio de aquellos diez minutos que estuvieron frente a frente. Se le encogió el corazón, mientras los ojos incandescentes de Carolina viajaban a los suyos —esquivos de pura timidez—, desde aquellos certificados bancarios que revisaba con rabia. Una placentera aprensión se le hizo presente. Nunca antes se había sentido de aquella manera en presencia de una desconocida. Si Muriel creía que su sola estatura impresionaba a la gente, con Carolina no surtió ningún efecto. De hecho, le lanzó con bastante puntería unas cuantas puyas. Le hizo sentirse como cuando era un niño y le regañaba la maestra. Muriel demostró buenos reflejos. «Perdóneme, pero yo no tengo la culpa si está usted enfadada. Yo no soy el motivo», llegó a replicarle —con miedo, eso sí, a estropearlo del todo—, cuando ella le dijo por tercera vez y con muy malos modos que «si no sabía qué documentación estaba obligado a traer». Fueron las palabras más afortunadas que había pronunciado en su vida, habida cuenta de sus milagrosos efectos: por lo visto, hicieron mella en aquel volcán con forma de mujer. Carolina le pidió disculpas y —lo mejor de todo— lo hizo sonriéndole de un modo que no olvidaría nunca. El corazón le latió con tanta fuerza que Carolina tuvo que oírlo, aunque ella siempre lo negó. La chica le atraía muchísimo, así que no dejó pasar la ocasión. En adelante, ella bromearía a menudo con el incidente, confesándole que siempre le habían gustado los hombres altos, pero hasta aquel día había creído que todos eran indolentes o idiotas. Nunca pensó que «alguien así» pudiese callarle la boca, aunque reconoció que había sido «injusta y grosera» con él. La intemperante cabezonería de su predecesor en la cola, un hombrecillo de avanzada edad, que exigía que le aplicasen una desgravación sobre unos recibos que no venían avalados por la correspondiente certificación, había resultado providencial.

Muriel salió aturdido de aquel encuentro. Los ojos de la abogada permanecieron durante varias horas atornillados en sus pensamientos. Era la primera vez que deseaba volver a ver cabreado a alguien.

Carolina admitió finalmente casarse por lo civil y a regañadientes, después de diez meses saliendo juntos. Prefería una convivencia sin ataduras. Era paradójico que la propuesta partiese de Muriel porque lo habían educado para imaginar que la inclinación por las formalidades era un atributo femenino. Pero el fracasado matrimonio de su hermana Paloma había dejado en Carolina una marca indeleble. Es probable que antes de aquella experiencia ni siquiera tuviese una opinión formada sobre el matrimonio. Nunca hablaba de ello, pero no era Carolina el tipo de mujer que proyecta ilusiones hacia el futuro. Ella era la mujer más pragmática que Fernando Muriel había conocido. No había una escama de romanticismo o ensoñación en la corteza de su magnífico cerebro. Paloma, que era casi tan agraciada como Caro pero mucho más sosa, dio con sus huesos con uno de esos encantadores de serpientes de doble vida, a los que les salen gratis muchas de sus tropelías y engaños al amenizarlos con una sonrisa de dientes blancos y perfectos y una caída de ojos con las pestañas vueltas en tres cuartos de círculo. No había transcurrido una semana del regreso del viaje de bodas cuando Cristian reanudó sus escapadas a Puerto Marina, pero esta vez sin Paloma. Aquellas noches trepidantes, siempre aderezadas con un par de rayas, consumieron más o menos el setenta por ciento de las recaudaciones de la céntrica tiendecita de ropa interior femenina que regentaba Paloma, hasta que el suegro de Cristian tuvo en sus manos el informe del detective que había contratado, y que éste resumió en una frase lapidaria.

—Su yerno debe de tener el culo como un bebedero de patos —sentenció en su dictamen, mientras se metía en el bolsillo interior de la chaqueta los tres mil seiscientos euros acordados.

Sin embargo, y por chocante que resulte, el suegro de Muriel tuvo más dificultades de las esperadas para sacar a Paloma de la inopia. No le quedó otro remedio que dar una simbólica patada en el suelo, cancelando la póliza de crédito que había contratado para el negocio, antes de que Cristian lo canjease definitivamente por coca y orgasmos mercenarios. Así consiguió que Paloma reaccionase.

—El hermafrodita de mi cuñado… —decía siempre Carolina al referirse a Cristian.

Era una especie de juego, al que jugaban ambos a menudo. Repetir algo que daban por sobrentendido. Fernando Muriel reía con la definición y a renglón seguido le explicaba a Carolina que pagar los servicios de un chapero un día y de una prostituta caribeña al siguiente hacía de Cristian un bisexual, no un hermafrodita.

—Qué más da, Fernando.

Muriel solía hacer entonces una reverencia.

—Lo que tú digas, Caro.

Sin previo aviso, el cuchillo se convirtió otra vez en la foto fija que dominaba su pensamiento. Accionó el intermitente derecho, para detenerse y recoger a Carolina. Volvía a ser subinspector de Homicidios, por un momento contra su voluntad. Hubiese preferido seguir recreándose en los buenos recuerdos.

—¿Lo ves?... Te dije que no me retrasaría.

Carolina ocupó su asiento en el coche sin dirigir la mirada a su marido.

—Hoy es la excepción —dijo ella, mientras se ponía el cinturón de seguridad.

Fernando Muriel inició la maniobra de incorporarse a la vía.

—Estás guapísima.

A Carolina Granados le soliviantaban las continuas loas que dedicaba Fernando a su supuesta belleza. Siempre había visto graves desajustes en la imagen que devolvía el espejo. Era el típico dilema al que se enfrentan las mujeres inteligentes. En el fondo, lo que Carolina temía era que el atractivo ahogase el resto de ella, lo que había debajo. Que aquella armonía superficial obrase el efecto de una lujosa pero gruesa cáscara, tras la cual pereciesen de olvido e indiferencia sus ideas y pensamientos, cuya relevancia eran infinitamente mayores para Carolina que el propio envoltorio.

—Deja de mirarme —le conminó—. Miras a todos sitios menos donde tienes que mirar.

Muriel obedeció con una sonrisa y trató de avanzar por entre el atasco, pero la rotonda de El Corte Inglés estaba colapsada. Carolina resopló un par de veces, justo después de mirar su reloj. Luego comenzó a echar sapos y culebras por la boca. Si algo odiaba Caro eran los atascos causados por gente estúpida que va en busca de la compra navideña.

Unos treinta y cinco minutos después, en torno a las veinte y cuarenta, estaban en los pasillos interiores del supermercado. Gracias a que el Smart podía aparcarse perpendicular a la acera, donde sólo cabía una moto, pudo dejarlo en la calle Navas de Tolosa, a sesenta metros de la entrada al local. Durante el trayecto, los pómulos de Carolina se habían encendido y apagado varias veces como si en ellos se reflejase el destello rojo intenso de los semáforos que iban encontrándose. En opinión de su marido se había puesto más guapa que nunca. Aquellas dos chapetas le favorecían más que las turquesas con esmeraldas que colgaban de sus pluscuamperfectas orejas.

Llenaron el carro con latas de bebidas refrescantes, incluyendo ginger ale, una botella de Carlos V, dos de Vodka Smirnoff —que austeramente consumido adoraba Fernando, en combinación con naranja natural—, una caja de Freixenet «etiqueta negra», salmón ahumado, ternera de Ávila, piña natural y varias latas de conservas, incluyendo huevas de lumpo, paté a las finas hierbas, troncos de palmito y mazorcas para ensaladas. El pan tostado envasado para canapés lo eligió Carolina, segura de que si se lo encargaba a su marido, una parte del contenido de la bolsa estaría deshecho al llegar a casa, pues Fernando era en opinión de Carolina especialmente descuidado en lo concerniente a la integridad y consistencia del pan que compraban.

Volvieron a separarse con la idea de que Fernando buscase en los refrigerados unas anchoas de buen tamaño.

Carolina prestó entonces atención a la foto.

20

La fotografía del cartel estaba en blanco y negro, pero la cara le resultaba familiar a Carolina. Se parecía a alguien que ella conocía. Tuvo un presentimiento. Había más de una docena a lo largo de todo el local, colocadas sobre las columnas. Al pie de ellas, rezaba:

DESAPARECIDO

«Falta de casa desde el diecinueve de noviembre»

Se ruega a quien tenga noticias de su paradero o lo haya visto, que llame al 9…

Había dos teléfonos: el nacional para personas desaparecidas y un móvil, a todas luces, particular.

Carolina buscó a un empleado para informarse. A la vuelta del pasillo, en la sección de bebidas refrescantes, encontró a una joven de tez morena y pelo coloreado con el uniforme de la firma, etiquetando y reponiendo, desde un carro, en el estante. Los pasillos estaban atestados de gente y carros a rebosar de productos comestibles.

—Perdone. ¿Está por aquí Javier González, el encargado?

La empleada prosiguió reponiendo bebidas en los estantes y masticando chicle. Pero miró de soslayo un instante a Carolina y dijo:

—No está. ¿Para qué lo quiere?

—Sólo quería saludarlo.

—Está de baja… ¿no lo sabe?

Era de esa clase de preguntas cuya respuesta va implícita en el tono.

—No.

—Su hijo ha desaparecido —dijo con cara de circunstancias la empleada, indicando con un gesto el cartel más próximo.

Carolina Granados conocía a Javier González desde hacía nueve años. Una mañana de inicios de septiembre del año noventa y ocho, la había sacado de una situación apuradísima en la playa de La Cala del Moral. Un exceso de confianza había llevado a Carolina a dejarse envolver por la resaca del oleaje de poniente, que la arrastró mar adentro. Nada hubiera temido de no haber llevado en brazos a su hermano pequeño, porque ella era muy buena nadadora, pero con el niño agarrado a su cuello pronto supo que sería incapaz de salir del agua sin ayuda. Javier fue el primero de los bañistas en advertir el riesgo que corrían ambos. Sin dudarlo un instante, se había lanzado a rescatarla. Llegaron exhaustos a la orilla; a Javier le faltó poco para ahogarse, y, como cosa confusa, Carolina guardaba la visión de una mujer joven de enormes y angustiados ojos verdes, temblando como un flan, con un niño poco mayor que Diego, asido fuertemente de la mano. Diego (al que en casa llamaban Pampi) tiritaba lloroso y tosía con violencia a causa del agua tragada. Tenía sólo cinco años y, desde entonces, no volvió a adentrarse más allá de donde el agua le cubriese la cintura. Carolina todavía recordaba el fenomenal susto que se habían llevado sus padres, que fueron alertados por el alboroto cuando el grupo de amigos de Javier se arremolinó en la orilla. Más tarde, supo por mediación de uno de ellos que Javier casi no sabía nadar y que le daban miedo las olas. Pero el grupo se había esfumado antes de que pudiese darle siquiera las gracias. Meses después volvieron a encontrarse en el mostrador de una sucursal bancaria. En todo ese tiempo, Carolina se lamentó a menudo de no haber tenido ocasión de mostrar a su salvador toda la gratitud que su valiente acción merecía. Por fin, charló un minuto con él. Pasado un par de años, volvió a verlo en el supermercado. Javier había dejado su empleo en una agencia de transportes por aquél, en busca de una mayor estabilidad y una expectativa sólida de promoción a medio plazo. Fue una casualidad que se encontrasen porque Carolina no había comprado nunca allí, pero aquel día, mientras tomaba un café en la Fuente de Reding con su mejor amiga, Leonor, y el novio de ésta, advirtió que necesitaba con urgencia unas compresas. Se alegró mucho de verle de nuevo. Javier era un hombre tímido, de pocas palabras, con el que todos simpatizaban al instante de conocerle pese a su retraimiento. Carolina se preguntaba si era la bondad que parecía traspirar por todos los poros de su cuerpo, lo que conmovía a las personas que se le acercaban. No había artificios en su forma de ser. A diferencia de otras personas bondadosas que había conocido, no era posible hallar en Javier la guía de una razón determinada. Era evidente que no se esforzaba en ser como era. A partir de entonces, Carolina adquirió la costumbre de acudir regularmente al supermercado. Era una excusa para saludar a Javier González, que dos años más tarde había ascendido al puesto de encargado. Carolina no había sido con su marido todo lo sincera que le hubiese gustado ser. Temía el efecto que pudiese causarle el saber que su joven esposa albergaba unos sentimientos determinados hacia otro hombre, fuesen cuales fuesen éstos. A Carolina, evidentemente, no le atraía Javier en el sentido que hubiese traicionado la confianza que Fernando tenía en ella, pero era difícil de aceptar para éste que la única razón que empujase a su mujer a comprar en un lugar alejado de casa, fuese el volver a ver a un varón bastante bien parecido, al que dispensaba un afecto de naturaleza confusa.

—No… lo sabía —balbució sorprendida Carolina, buceando entremedias en las noticias que pudo haber filtrado su mente. Le sonaba haber oído o leído algo al respecto días atrás.

Dio las gracias a la empleada y giró el carro para buscar a su marido en el pasillo de al lado, pero la voz aguda y musical de éste le hizo volver la cabeza.

—¡Caro! ¡Caro!

—Vamos —indicó Carolina, observando las anchoas envasadas en la mano derecha de Muriel.

Las cajas tenían ante sí una cola de cuatro o cinco personas cada una. Pero lo peor era el aspecto de los carros, de los que rebosaban ingentes surtidos de chacinas, turrones, piezas de jamón, y bebidas variadas. Optaron por unirse a la cola de la segunda caja, comenzando por la entrada, en la que los carros, aunque atestados, porteaban artículos de mayor tamaño. Supusieron que acabarían antes.

Carolina vio la oportunidad de hablarle con franqueza a Fernando sobre Javier González. Comenzó por contarle el incidente en la playa, pues se sentía un poco avergonzada de no haber sabido hallar la forma de decírselo antes; supuso que anteponer la heroicidad de Javier era una buena fórmula para facilitarle a Fernando digerir el resto. Le alivió quitarse aquel peso de encima, tanto que supo comprender que había convivido durante demasiado tiempo con unos estúpidos remordimientos por su mutismo acerca de las visitas al supermercado. Ahora era inevitable que Muriel dedujese los motivos de la predilección de su mujer por comprar allí, pero ninguno de los dos mencionó el hecho.

—Pobres padres. A ver si te enteras de algo, Fernando.

Muriel asintió con la cabeza. Tenía un conocimiento superficial de lo sucedido puesto que se había alertado a la totalidad de agentes de la provincial. En una comisaría más pequeña seguramente hubiera sido de su competencia, dado que la investigación de las desapariciones era encomendada a las Brigadas de Homicidios en todo el país, pero algunas comisarías habían optado a lo largo del tiempo por reorganizar sus actividades en pos de una mayor capacidad operativa, creándose unidades específicas de pocos agentes, dedicadas en exclusiva a los desaparecidos. En particular, en sitios donde el número de desapariciones superaba a la media nacional. Comandaba la de Málaga un inspector veterano, curtido en varios casos de gran relevancia e impacto en los medios de comunicación.

—Mañana hablaré con Julio Villalobos —dijo, pensativo.

Fernando había mencionado el nombre de Villalobos con cierta familiaridad, pero Carolina solía hacer oídos sordos a todos y cada uno de los nombres que se «traía» a casa su marido. En alguna parte de su cabeza existía un tamiz que filtraba aquella información. Ramos era el único nombre que le sonaba.

—Nadie merece pasar por esa experiencia. Y menos que nadie, Javier.

—No creo que pueda llegar a saber más de lo que ya sepan sus padres, salvo…

—¿Qué?

—Las teorías que manejen. Si las más fundadas son pesimistas, no las habrán compartido con ellos.

Carolina bajó la cabeza, sin decir nada. Una súbita aprensión le había quitado las ganas de hablar.

—A esa edad casi siempre terminan por aparecer —le animó su marido.

—Ojalá —dijo sin convicción Carolina.

La cajera comenzó a escanear a velocidad de vértigo los códigos de barra de los productos que iban depositando sobre la cinta. La imagen de Ale, a cuatro patas, en el interior del parque, se le apareció a Fernando.

—Te has puesto muy seria —dijo sin mirar a Carolina.

Pero era él quien sentía una gran tristeza de pensar en su niño.

21

A primera hora, había sido la consigna de Ramos. Y desde primera hora la navidad se había infiltrado en las calles. Coches y más coches que atestaban el centro y los accesos. La avenida de Andalucía, en dirección oeste, convertida en un desfiladero de almas embutidas en casas andantes. Paradas, casi varadas a lo largo de kilómetro y medio. A veces, reptando con extrema lentitud… Hubiese sido más práctico acudir caminando.

Pero hacía frío; más de lo que era habitual en Málaga durante esas fechas.

Se encontraron en las escaleras exteriores: el tráfico les había retrasado a todos.

Pepe Marcos no le había devuelto la llamada, cavilaba Muriel al llegar a la puerta circular de entrada. ¿Se trataba de una táctica o de simple indolencia? Marcos procedía del antiguo Cuerpo Superior de Policía, una élite a extinguir. Según Ramos, los que procedían del Cuerpo Superior, habían recibido una excelente formación y solían ser los mejores investigadores. La idea de salir escaldado de su cita con Marcos le causaba una preocupación que a él mismo le parecía exagerada. Pero no podía evitar pensarlo. Quizá porque ahora no podía fallar. No, esta vez debía impedir a toda costa que el caso se le fuese de las manos. Marcos podía ser un problema. Un veterano en la comisaría de la población con más homicidios por número de habitantes de toda la costa española. Curtido en el delito y, probablemente, en toda clase de artimañas. Un periodista, recordaba ahora Muriel, había escrito una vez que Torremolinos se parecía a las cafeteras de los bares. Lo que destaca al mirarlas es el brillo pulido de su armazón metálico. Pero cuando lo levantas suelen aparecer unas cuantas cucarachas que han prosperado en la calurosa oscuridad de su estructura. Circulaba por el Cuerpo el dicho —otros insistían en que se trataba de un mito— de que el trato continuado con indeseables le iba degradando a uno poco a poco, de manera que, después de muchos años de trabajo policial, algunos no se diferenciaban de los delincuentes que debían detener.

Marcos llevaba más de veinte años lidiando con toda clase de tipejos. Muy pronto averiguaría si la fama de hijo de puta que arrastraba estaba o no justificada.

Muriel era muy remiso a tratar con Marcos la información de que disponían. ¿Y si la utilizaba en su provecho? Quizá era demasiado retorcido al pensarlo pero había llegado a imaginarse que Marcos mantenía oculta alguna de sus pistas. Esperando el momento. Tal vez no hiciese otra cosa que dotarla de sentido. Y entonces ellos perderían.

A Gabriel esas «menudencias» se la sudaban completamente, pero él era de otra manera, era normal, tenía ambiciones. No podía regalarle el caso a Marcos. Le estresaba la idea de que pudiese apropiárselo. Sin embargo, Muriel confiaba en sí mismo. Presentía que si revisaba con detalle el material almacenado, podía llegar todo lo lejos que fuera posible, y eso era más lejos de lo que Marcos llegaría nunca. A condición, claro, de que no le hubiese hurtado información. Por esa razón tenía que saber más de la muchacha hallada muerta en el portal del edificio La Caracola, en noviembre de 2004. Más de las circunstancias, de lo pequeños detalles. Quizá en aquel examen apresurado de después de Vaguada Verde, se les pasó algo por alto. Las mujeres no se parecían mucho físicamente, excepto en la estatura y la edad. Pero la herida, la única herida… Tal vez encontraría algo ahora que fuese un inconfundible sello del estilo del autor. No convenía demorarse. Debía decidir pronto si el responsable del crimen podía ser la misma persona que había segado la vida de Blanes. Luego…

El Anencéfalo dejó atrás a Maribel, que apuraba ansiosamente su cigarrillo rubio, y alcanzó a Fernando Muriel a pocos metros del despacho. Le devoraba la curiosidad pero, por encargo expreso de Ramos, Muriel se negaba a darle más detalles del hallazgo. Se posponía cualquier análisis hasta la reunión de la mañana. Ramos no era partidario de que su equipo acudiese a la misma con demasiadas ideas preconcebidas. Les decía que podían verse luego bloqueados por ellas.

Goyo se planteó llevar a cabo un último intento.

—El cuchillo que encontraste es bestial —dijo tratando de espolearle.

Sonriendo, Muriel corrigió:

—Es un hacha.

—Igual que en Vaguada Verde, ¿no?

—Sí —dijo Muriel por pura rutina—. Se parecen bastante.

En realidad, no tenía la menor de idea de cuánto valor albergaban aquellas similitudes.

Pero esperaba saberlo pronto.

Maribel les había alcanzado en la misma puerta. Tenía clavado el que Fernando Muriel hubiese descubierto el arma.

—¿Hacha…?— dijo, tratando de disimular sus celos—. Yo creía que era un cuchillo de carnicero.

—Se llama hacha de carnicero. O hachuela —precisó Muriel. Hasta hacía veinticuatro horas también él hubiese utilizado la palabra cuchillo. Lo que acababa de aprender acerca del arma homicida no podría olvidarlo nunca.

—Cortacuellos tiene una carnicería —tarareó alegremente Goyo, cogiéndoles la delantera.

Habían tomado en fila el corredor de la derecha. Maribel se volvió a rezagar. «Gilipollas» salió entonces de su boca como un sordo escupitajo.

Muriel hizo como si no la hubiera oído. Sin embargo, aquellas pequeñas circunstancias accesorias —el insulto de Maribel; la burlona actitud de Goyo—, se habían colado en su cabeza como si fuesen dos niños apaleando un tambor.

Trató de apartarlas en vano.

¿Qué sucedía para que Goyo fuese incapaz de tomarse nada en serio? Parecía no afectarle lo más mínimo el asesinato. A veces, se sentía desconcertado con aquella actitud suya. ¿Qué era en realidad? Sobrevolaba a menudo en su mente la noción, débil pero inquietante, de que Goyo pudiese albergar una personalidad asocial apenas disfrazada con cierta chispa ocurrente y simpática. Sí, podría ser así, cavilaba Muriel, resistiéndose a admitirlo del todo. Pero era un hecho conocido la atracción que ejercía el trabajo policial en individuos con personalidad psicopática. Algunos embarrancaban en los cuerpos de seguridad o en agencias de seguridad privada. Y por raro que pareciese —era más que alarmante aceptar que algo así pudiese suceder—, muchos de esos sujetos eran lo suficientemente hábiles para ocultar su condición a los test psicológicos.

En los últimos tiempos, a Goyo le picaba demasiado la nariz: siempre estaba frotándosela. Gabriel había tenido que darse cuenta, pero no decía nada.

Muriel tenía la sensación de estar entre dos fuegos. Sentía los disparos y el silbido de los proyectiles. Era cuestión de tiempo que cualquiera de aquellas balas le abatiese.

Encontraron la puerta cerrada. Fernando Muriel fue el primero en entrar. La luz del techo estaba apagada y la del proyector, enfocada sobre la pantalla desplegada ante la pared, mostrando la página del buscador Google. Todo era silencio en la habitación de juntas. Todo a excepción del ventilador del Toshiba, que estaba girando en esos instantes a la máxima potencia. Lo primero que llamaba la atención eran los pequeños cristales de las gafas de Ramos reflejando los destellos cambiantes de la pantalla del ordenador. Casi no se veían sus ojos azules.

Los ojos de un hombre contrariado.

Eran las nueve y diez. A Ramos, como a todo buen castellano de pura cepa, le sacaba de quicio la impuntualidad.

—Venga, todos adentro —dijo—. El trabajo se nos va a acumular como no espabilemos.

Al poco, se habían acomodado de forma aleatoria en la mesa, cada uno de ellos probablemente en un sitio diferente al de la reunión anterior. Ramos prohibía que sus agentes adquiriesen la titularidad de las sillas.

—Bien, atended —Ramos señaló a la pantalla de la pared en donde fueron apareciendo diferentes imágenes en las que se veían varias clases de hachuelas, unas redondeadas por la punta y las otras cuadradas; algunas, de hoja estrecha y amenazadoramente anchas, otras—… Ahí tenéis el arma usada para matar a Blanes— la pieza, después de que Ramos picase el icono correspondiente, apareció ocupando la parte central de la imagen—. Como podéis ver es un hacha de carnicero IKEA serie Skärpt, de 32 cm, con hoja en acero inoxidable de molibdeno… La espiga atraviesa todo el mango —continuó Ramos, leyendo textualmente las características del arma, impresas al pie de la foto—… lo que la hace muy, muy sólida, prácticamente irrompible. Nuestro primer problema es que no es una pieza para profesionales, aunque no sea tampoco demasiado corriente.

—Es prácticamente imposible seguirle la pista —añadió, con aire de decepción, Muriel.

—Veamos —dijo Ramos—: El agresor sorprende a Blanes por detrás y la mata de un solo tajo. Sin forcejeos. ¿Después de haberla acechado? Es posible, pero no lo sabemos… Luego, se lanza hacia la playa a través del acceso al merendero. Escarba en la arena y entierra el arma inmediatamente. Después escapa… ¿A través de la playa? Durante cierto trecho, sin duda. Pero tiene que acceder al paseo marítimo nuevamente. No hay otra salida. ¿Hacia dónde? Probablemente hacia el este; es más seguro. Eso es lo que podemos deducir hasta ahora.

Muriel estaba en todo de acuerdo con el análisis de su jefe. Se había deshecho ya de la idea de que el homicida podía haberse escondido en el interior del merendero.

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9788416281176
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