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En un trabajo anterior, La cuestión nacional en América Latina, aclara mucho mejor esta tesis:

Pero el que la implantación del modo de producción capitalista se dé sobre una base nacional o el grado en que construya o no una base nacional, la medida en que se convierta en efecto la subsunción de la ciencia a la producción en actitudes de la masa, todo eso nos habla de un nivel u otro de desarrollo del capitalismo. Por eso, la nación, por cuanto implica cierto grado de homogeneidad entre ciertos elementos decisivos que concurren al régimen productivo, es por sí misma una fuerza productiva (Zavaleta Mercado, 2015d, p. 359).

Si el desarrollo capitalista, como nos dice Zavaleta Mercado, produce heterogeneidad estructural, dispersión de sus elementos, el problema debe reformularse de este modo: ¿Cómo explicar las dificultades para la unificación, nacionalización o totalización social de las sociedades latinoamericanas en comparación con los países centrales, al menos hasta los años sesenta y setenta? Pueden proponerse diferentes respuestas a esa pregunta. Una posibilidad es rechazar cualquier determinación de los procesos de acumulación y crisis. En una mirada de ese tipo las sociedades modernas son sociedades heterogéneas y el problema es la articulación política de la totalidad social. Pero, entonces, la explicación de las crisis recurrentes de los Estados latinoamericanos caería por completo en el terreno de la contingencia histórica. Zavaleta no da ese paso, aunque todo su razonamiento parece conducir allí, debido a que se sigue moviendo en la oposición abstracta heterogeneidad/homogeneidad. Cueva y Lechner oponían estructuras centrales homogéneas y estructuras periféricas heterogéneas. Zavaleta opone la heterogeneidad de la “base económica” a la homogeneidad como nacionalización o totalización políticas. Aquí trataremos de fundamentar la hipótesis de que lo que diferencia al caso latinoamericano es la modalidad de heterogeneidad estructural. Dicha modalidad determina una dinámica de los procesos de acumulación y crisis que limita/condiciona la estabilización de la dominación política y, por lo tanto, los procesos de separación Estado - sociedad civil. Para ello, como señalamos en la introducción, nos referiremos al caso argentino desde los años cincuenta.

El caso argentino resulta relevante porque, a pesar de su carácter excepcional, registra las mismas tendencias a la crisis de la dominación y del Estado que el resto de los países latinoamericanos. Por lo tanto, la identificación de ciertos mecanismos básicos que permitan vincular heterogeneidad estructural y crisis del Estado en el caso argentino puede dar la clave para entender lo que ocurre en las otras formaciones sociales latinoamericanas. Se trata del procedimiento opuesto al de Cueva: partir de la excepción para entender la regla.

Pero antes de emprender ese análisis necesitamos realizar algunas aclaraciones conceptuales. En primer lugar, sobre el problema de la separación entre Estado y acumulación y su relación con los modos de dominación política; y, en segundo lugar, sobre la relación —solo indicada por Lechner y comprendida como mera yuxtaposición por Cueva— entre la internacionalización del capital y la especificidad de la fractura estructural de las sociedades latinoamericanas. Para ello será fundamental un viejo concepto creado por Trotsky con propósitos explicativos similares a los nuestros, el de desarrollo desigual y combinado.

Aclaraciones conceptuales
Sobre Estado, acumulación y dominación política

La hipótesis propuesta pone en el centro de la indagación la relación Entre estado y acumulación de capital. Y el planteamiento conceptual de Zavaleta Mercado, del cual partimos para formular la pregunta, lejos de cualquier derivación posmarxista —como la que podría desarrollarse partiendo del tópico de la totalización contingente de la sociedad—, presenta similitudes notables con el enfoque de Joachim Hirsch.

Como señalamos en otro lugar, Hirsch inserta “la relación entre Estado y acumulación en la problemática de la producción de la separación entre economía y política (Hirsch, 1996, 2017). Desde una perspectiva tal, la separación entre Estado y acumulación es una condición necesaria para la reproducción del capital pero que debe ser ella misma (re)producida. Por lo tanto, su particularización como momentos diferenciados de la reproducción de la relación de capital es problematizada y no presupuesta. Ello implica que las preguntas por las características de la acumulación y por la relación que guardan con la dominación política se inscriben en una perspectiva de totalidad y adquieren su significado en el marco de los diferentes modos históricos de producción de la separación entre economía y política. Es por ello que para Joachim Hirsch la noción de “modo de acumulación” solo es adecuadamente comprendida a través de su relación con la de “estructura hegemónica” (Hirsch, 1996). Para Hirsch la objetividad del proceso de acumulación no es otra cosa que el producto del carácter fetichista de las relaciones capitalistas, pero la tendencia a la crisis inherente a la acumulación de capital es el resultado y el terreno de la acción de individuos, grupos y clases. En ese terreno tales acciones pueden ser significadas —por el observador— como estrategias. El proceso entero se presenta —y se impone— a los individuos como un “proceso sin sujeto”, “pero su movimiento no es sino el despliegue de relaciones antagónicas, aunque mayormente inconscientes, que puede derivar o no en su configuración como enfrentamiento abierto entre clases” (Piva, 2017, p. 21).

Desde una perspectiva como la aquí adoptada, entonces, la producción de la separación entre Estado y acumulación es un modo siempre histórico, por lo tanto nunca asegurado y con características específicas, de reproducir la dominación del capital sobre el trabajo, de impedir que ese movimiento contradictorio y tendiente a la crisis se transforme en enfrentamiento de clases. Se desarrolla por medio del establecimiento, por un lado, de modos determinados de funcionamiento de la competencia —medio específico de coacción sobre el trabajo y los capitales individuales— y de organización del despotismo patronal en el lugar de trabajo. En una sociedad fundada en el trabajo asalariado, ello requiere la preservación de la producción y de la circulación como espacio “económico” autónomo. Su contrapartida es, por otro lado, la configuración de una forma de Estado que articule la dominación política y que centralice el monopolio de la violencia sobre un territorio.

Asumir que ese proceso de separación no está asegurado y que su articulación da cuenta tanto de las características como de los límites de la subordinación del trabajo en un tiempo y espacio determinados, implica excluir, a su vez, toda presunción de correspondencia entre Estado y acumulación. La cuestión de esa adecuación entre Estado y acumulación y de los modos de alcanzarla es para Hirsch un aspecto central de la construcción de una hegemonía.

Lo dicho implica que no existen espacios preconstituidos de la acumulación y del Estado. La subordinación del trabajo en su forma asalariada exige la (re)producción de la separación Estado-acumulación, y es a través de ella que esos espacios se constituyen. Una concepción de este tipo, lejos de arrojarnos fuera del marxismo, nos permite retornar a —y proseguir desde— la crítica (inconclusa) de Marx a las nociones fetichizadas del Estado y de la economía. Las aporías de los análisis “economicistas” o “politicistas”, como los que han dominado los debates sobre modo de acumulación y dominación política en Argentina y en gran medida en América Latina (Kejsefman, 2020), tienen su origen en aceptar como dada esa separación. El problema de la dominación política, tal como aquí la consideramos, se sitúa en ese marco, en el de los modos históricos de producción de la separación Estado-acumulación.

Existe, sin embargo, una diferencia entre el enfoque aquí propuesto y los de Hirsch y Zavaleta Mercado., si bien todos apuntan al concepto de hegemonía como un mediador entre Estado y sociedad en cualquier época del capitalismo, algo que comparten con Poulantzas (1986a, 1986b, 2005). Desde esa perspectiva, toda crisis de dominación es vista como crisis de hegemonía y, si bien la relación de correspondencia entre economía y política no está asegurada, toda relación de correspondencia supone hegemonía. Frente a este tipo de planteamientos hemos propuesto un concepto de hegemonía como “forma histórica de la lucha de clases” (Piva, 2009); dicho concepto intenta,

en primer lugar, recuperar su carácter histórico, es decir, como categoría producida para explicar el desenvolvimiento de la lucha de clases en determinados espacios y períodos históricos […]. En segundo lugar, busca señalar la estrecha relación del concepto de hegemonía con el de acumulación de capital y, por lo tanto, el nexo entre crisis orgánica y potencialidad hegemónica de las clases subalternas. La potencialidad hegemónica de la burguesía depende de la capacidad de presentar su propia expansión como expansión del “conjunto de las energías nacionales (Gramsci, 1998). Es decir, de presentar las condiciones de su reproducción particular como condiciones de la reproducción del conjunto social. Existe, por lo tanto, un vínculo entre la capacidad hegemónica de la clase dominante y la reproducción ampliada del capital. En tanto la reproducción ampliada de la relación de capital es, al mismo tiempo, “reproducción ampliada” del conjunto de las relaciones entre las clases y fracciones de clase, es condición de posibilidad de la universalización de los intereses de la clase dominante (Piva, 2009, p. 111).

Esto depende, sin embargo, de determinadas condiciones de la acumulación que permitan compatibilizar la reproducción ampliada del capital con la satisfacción de demandas y el otorgamiento de concesiones a la clase obrera. En su teorización por Gramsci, ello habría ocurrido con el pasaje a la gran industria y a la fase imperialista. En tercer lugar, y aquí se vuelve a coincidir con los razonamientos de Hirsch y Zavaleta, el concepto propuesto postula un vínculo indisociable entre hegemonía y Estado. La potencialidad hegemónica del conjunto de la clase capitalista y de sus diversas fracciones solo se realiza en “formas de Estado” determinadas. Por lo tanto, “en el núcleo de la construcción de una hegemonía se halla la estabilización de mecanismos de internalización de la contradicción capital/trabajo mediante la captura estatal de los procesos de lucha, su internalización en mecanismos rutinizados que permitan traducir el antagonismo obrero en una lógica reformista de otorgamiento de concesiones” (Piva, 2012a, p. 46). En este sentido, se propone “hegemonía” como una categoría de mediación entre la “forma-Estado”, como forma potencialmente inscrita en el concepto de capital, y su actualización en “formas de Estado” histórico-concretas.

Pero la dominación hegemónica supuso, además, como condición de su desarrollo, ciertos grados de autonomía de los Estados nación para regular la acumulación de capital. Dicho de otro modo, la constitución del espacio nacional de valor como espacio dominante de la producción y realización de valor posibilitó el desarrollo de estrategias de construcción/reproducción de la dominación política basadas en la incorporación política de la clase obrera. El proceso de internacionalización del capital desarrollado desde los años setenta —a diferencia de las fases anteriores de la internacionalización de capital desde fines del siglo XIX—erosionó los fundamentos de la dominación hegemónica: debilitó la capacidad de los Estados nación para regular la acumulación e indujo su transformación en Estados nacionales en competencia por la territorialización de capital productivo (Hirsch, 1996). Ello, a su vez, impulsó la conversión de segmentos enteros de las actividades económicas nacionales en fases de procesos de producción y realización de valor internacionalizados y, consecuentemente, la heterogeneización de las estructuras productivas nacionales, incluidas las del centro capitalista, tema sobre el que volveremos más adelante. La pregunta que surge, entonces, es si no nos encontramos frente a una crisis de la hegemonía como modo histórico de la dominación de clase y a la construcción de modos poshegemónicos de dominación política (Piva, 2020a). Sostendremos la hipótesis de que el neoliberalismo supone un primer modo poshegemónico de dominación y que su crisis plantea formas posneoliberales pero igualmente poshegemónicas.

Sobre desarrollo desigual y combinado, heterogeneidad estructural y dependencia

El concepto de “desarrollo desigual y combinado” fue originalmente planteado por Trotsky (2007) para dar cuenta de las particularidades del desarrollo capitalista ruso y del proceso revolucionario de 1917. A través de este concepto, Trotsky rompe con la noción de fases necesarias de desarrollo capitalista y articula una explicación del carácter específico del Estado zarista y del modo de dominación política en la Rusia prerrevolucionaria. Sin embargo, no lo hace recurriendo a un modelo de explicación nacional centrado, sino a partir de un análisis del desarrollo capitalista como fenómeno mundial. Sin duda, Trotsky nos dejó un buen punto de partida, aunque faltan en su planteamiento la precisión de los conceptos desarrollados y los mecanismos causales que conecten los fenómenos analizados.

La imprecisión del concepto y, al mismo tiempo, su potencia para dar cuenta de una variedad de fenómenos provocaron que fuera interpretado y desarrollado de formas diversas. Fue expuesto como ley general por Novack (1977) y desarrollado para dar cuenta de la dinámica del capitalismo de posguerra (Mandel, 1979). También ha sido retomado en múltiples análisis del desarrollo capitalista en América Latina (Vitale, 1992; Nun, 1969; Quijano, 2014). Más recientemente, Rosenberg (2006) y Callinicos (2007) lo utilizaron y desarrollaron para construir un enfoque marxista de la dimensión geopolítica en las relaciones internacionales. Su conceptualización por Rosenberg como una abstracción general que daría cuenta de la multiplicidad e interactividad como dimensiones transhistóricas del desarrollo de las sociedades reavivó el debate sobre el nivel de abstracción y el alcance histórico del concepto (Callinicos y Rosenberg, 2008; Anievas, 2009; Davidson, 2009). Con un interés más cercano al nuestro, Morton (2010) articuló los conceptos de desarrollo desigual y combinado y revolución pasiva para explicar los procesos de transición al capitalismo y formación del Estado en México en el período abierto por la Revolución mexicana. Reviste especial interés su definición del período de formación de los Estados latinoamericanos desde fines del siglo XIX como de desarrollo desigual y combinado y revolución pasiva del capital a nivel mundial. En línea con las propuestas de Mandel (1979), Lowy (1997) y Davidson (2009), aquí consideraremos el desarrollo desigual y combinado como proceso específico de la expansión mundial del capital en su fase imperialista.

Comencemos por la definición de Trotsky. La ley del desarrollo desigual es, según él, “la ley más general del proceso histórico” (Trotsky, 2007, p. 31). Y

De esta ley universal del desarrollo desigual de la cultura se sigue otra que, a falta de nombre más adecuado, calificaremos de ley del desarrollo combinado, aludiendo a la aproximación de las distintas etapas del camino y a la confusión de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas (p. 31).

De esta cita surgen varios problemas e interrogantes; aquí nos concentraremos en cuatro. Primero, el alcance histórico de la ley de desarrollo combinado. En la medida que “se deriva” de la ley de desarrollo desigual, podría ser universal, igual que aquella. Pero el contexto parece referir a los “países atrasados”, interpretación que resulta fortalecida por una referencia posterior: “La solución de los problemas que incumben a una clase por obra de otra, es una de las combinaciones a que aludíamos, propias de los países atrasados” (Trotsky, 2007, p. 33). Esta cita liga de un modo bastante claro desarrollo combinado, atraso y revolución permanente, de manera que se invita a pensarlo como un producto de la expansión imperialista desde fines del siglo XIX. A este conjunto de determinaciones, para reforzar tal hipótesis interpretativa, se suma la gran industria:

Pero donde se revela de un modo más indiscutible la ley del desarrollo combinado es en la historia y el carácter de la industria rusa. […] Si la evolución económica general de Rusia saltó sobre los períodos del artesanado gremial y de la manufactura, algunas ramas de su industria pasaron por alto toda una serie de etapas técnico-industriales que en occidente llenaron varias décadas (Trotsky, 2007, p. 33).

En una interpretación como esta, el desarrollo combinado ruso debe ubicarse temporalmente desde la reforma campesina de 1861 (Trotsky, 2007, p. 33), como parte de un proceso de expansión y formación de un mercado mundial capitalista que culminaría con el pasaje a la fase imperialista, período al que pertenecen también las unificaciones italiana y alemana así como la formación de la mayoría de los Estados latinoamericanos. Todo el desarrollo anterior, que reconstruye en pocos párrafos la historia de Rusia desde el siglo XVI, sería la historia de su atraso —base del desarrollo combinado posterior—, solo significable como tal a luz del desarrollo desigual del capitalismo europeo. Si bien esta es la interpretación que seguimos, no es posible ignorar que la imprecisión del texto impide determinar claramente los límites del desarrollo desigual y del combinado. No es propósito de esta breve discusión realizar una exégesis del texto de Trotsky, sino definir un concepto que permita entender el vínculo entre la expansión capitalista y la especificidad de la heterogeneidad estructural en América Latina.

El segundo interrogante suscitado por la definición de Trotsky de desarrollo combinado es precisamente el significado del término combinado. Apelar para su definición a términos como “aproximación”, “confusión” y “amalgama” no nos da más que intuiciones. Pero la acumulación de términos y el contexto de su inserción permiten asociarla con conceptos como el de “efecto de fusión” (Germani, 1977), pensado para representar realidades sociales caracterizadas por la coexistencia de “lo tradicional” y “lo moderno”, o la apelación de Durkheim al término combinación para dar cuenta de la constitución de una realidad sui generis, la sociedad, no reducible a los individuos —de cuya combinación surge— y con una naturaleza y leyes propias (Durkheim, 1963). Es decir, el desarrollo combinado daría lugar a una realidad sui generis, caracterizada por una dinámica específica, no reducible a la suma de sus elementos —las fases del desarrollo— ni representable como producto de relaciones o interacciones entre fenómenos exteriores entre sí, como a las que refiere el concepto estructuralista de articulación de modos de producción.

Un tercer interrogante tiene que ver con los elementos de la combinación. Una serie de autores (Morton, 2010; Anievas, 2009) consideran que el desarrollo combinado en efecto combina modos de producción. Sin embargo, Trotsky no se refiere a modos de producción si no a fases de desarrollo. Y la diferencia es importante porque Trotsky trata, no indistintamente, pero sí como casos de combinación, la coexistencia de formas de explotación diversas: agricultura feudal - industria capitalista, de distintas fases del desarrollo del proceso capitalista de trabajo: manufactura - gran industria y de distintas fases técnicas de la gran industria.1

Por último, la ruptura con una concepción evolucionista del desarrollo parece chocar con la idea de combinación de fases y con la persistencia de términos como “avanzado” y “atrasado” o “arcaico” y “moderno”, para dar cuenta de los elementos de la combinación. Sin embargo, la articulación de la ley del desarrollo desigual y la ley del desarrollo combinado permite aproximar una hipótesis interpretativa de suma utilidad para pensar la modalidad de heterogeneidad estructural que produce el desarrollo desigual y combinado. Aquí la dimensión central y que permite conectar ambas leyes es la de competencia. Algo que destaca Anievas (2009) pero que aplica indistintamente al desarrollo desigual y al combinado. Existe, sin embargo, una importante diferencia. El desarrollo desigual instituye la diferenciación entre atraso y desarrollo, debido al papel que cumple en la competencia la productividad del trabajo. El mayor desarrollo de las fuerzas productivas significa mayor poder en la lucha entre capitales y en la lucha entre Estados. Es bajo la presión de ese “látigo” que los países “atrasados” son impulsados a asimilar los avances de los más “desarrollados”. Pero, más allá de ciertos grados de desarrollo de las fuerzas productivas, las diferencias de productividad se vuelven cualitativas. Ese es el punto del pasaje de la simple desigualdad a la combinación: el capital extranjero lleva a la Rusia predominantemente agrícola la gran industria y con ello introduce una fractura, un verdadero cisma, en la formación social rusa, que produce una dinámica nueva, original. No se trata, sin embargo, de un fenómeno local. En la misma medida que el capital se mundializa, que por primera vez en la historia el comercio mundial deja de ser su supuesto para ser su resultado, instituye una asimetría cualitativa entre atraso y desarrollo y entre centro y periferia.

El desarrollo desigual y combinado, por lo tanto, es el producto de la expansión del capital en el período de la gran industria. La expansión del capital desde entonces tiende a producir una modalidad particular de heterogeneidad estructural en la periferia capitalista. Por un lado, la competencia mundial obliga a la asimilación de las formas de producción y de las tecnologías más productivas. Por otro lado, la brecha tecnológica, los volúmenes mínimos de capital exigidos por la concentración del capital industrial y la ausencia de las condiciones sociales que son supuesto y resultado de esos desarrollos en gran escala producen una fractura entre “desarrollo” y “atraso”, dentro de las formaciones sociales periféricas, y entre centro y periferia, que son la causa de desequilibrios específicos de la acumulación. Esta es la base de relaciones de dependencia de difícil reversión. La dependencia tecnológica, el atraso relativo de la mayor parte de la producción y el papel del capital de origen extranjero o transnacional en el desarrollo son reforzados por la especialización en la exportación de productos del trabajo simple o por la inserción en fases de cadenas globales de valor que exigen trabajo relativamente simple. En particular, aunque no podemos desarrollarlo acá, la acción de la ley del valor a escala mundial en condiciones de desarrollo desigual y combinado implica una asignación de tiempos de trabajo que tiende a perpetuar esta especialización y la fractura estructural. Sin embargo, a diferencia de las teorías de la dependencia que afirmaban la imposibilidad de superar la dinámica de desarrollo dependiente sin rupturas con el capitalismo, la ley del desarrollo desigual y combinado permite explicar pasajes de posiciones periféricas a semiperiféricas o incluso centrales, mediante la posibilidad de catch up, aunque los vuelve altamente improbables en la mayoría de los casos.

El caso argentino desde 1955: heterogeneidad estructural, restricción externa al crecimiento y crisis de dominación recurrentes

La hegemonía imposible (1955-1975)

Reorganización del capitalismo mundial, desarrollo desigual y combinado e industrialización dependiente

La articulación de una forma de Estado define, junto con la separación Estado-acumulación en la que se inscribe, un adentro y un afuera y, por lo tanto, una diferenciación y un modo de relación entre mercado nacional y mercado mundial. Pero dicha operación se desenvuelve en los marcos de procesos de reestructuración capitalista que redefinen la relación entre economía y política a escala global. Es decir, que reconfiguran —fracturando/unificando— el espacio de acumulación a escala mundial y el sistema internacional de Estados (Holloway, 1993; Harvey, 2006; Astarita, 2004).

El punto de partida para el análisis de las complejidades y especificidades de la relación Estado-acumulación en Argentina entre 1955 y 1975 debe ser la reorganización mundial del capitalismo poscrisis de la década del treinta y en particular durante la segunda posguerra.

La crisis del treinta dio lugar a una fractura del mercado mundial en torno a las diferentes esferas de influencia de las potencias imperialistas y a una fuerte reducción del comercio internacional (Hobsbawm, 2006). Las políticas de industrialización vía sustitución de importaciones en América Latina durante esa década fueron la respuesta a la crisis de su inserción exportadora previa y parte de un proceso mundial de recentramiento de los procesos de acumulación sobre sus mercados nacionales, contrapartida de la crisis del mercado mundial.

La segunda posguerra, por su parte, fue escenario de una reconstrucción del espacio mundial de acumulación como espacio de flujos de inversiones, de capital financiero y de intercambio comercial. Sin embargo, dicha reconstrucción se desarrolló sobre la base de configuraciones de los circuitos de producción y realización de mercancías predominantemente nacional centradas. Al mismo tiempo, los grados mínimos de homogeneidad requeridos por los flujos mundiales de dinero y mercancías se consiguieron a través de cierto nivel de coordinación de las políticas estatales (tipos de cambio, aranceles, etc.) que dieron un lugar crecientemente relevante a organismos multiestatales (FMI, GATT, Banco Mundial, etcétera). Estas políticas estatales se caracterizaron por un mayor grado de intervención/regulación sobre los procesos de acumulación. De este modo, el espacio mundial —paradójicamente— se reconstruyó sobre una relativa autonomía de los espacios nacionales de valor y de un mayor margen de acción de los Estados nacionales para definir condiciones de acumulación y para captar y redistribuir cuotas de excedente (Astarita, 2004). Dicha reconstrucción del espacio mundial fue el resultado de una respuesta capitalista global al ciclo de revoluciones iniciado por la Revolución rusa (Negri, 2014).

La cuestión de la hegemonía, es decir, de la interiorización del antagonismo obrero en una lógica reformista de concesiones, debe comprenderse como parte de esa respuesta. La relativa autonomización de los Estados y de las dinámicas de acumulación nacionales era condición para la construcción de hegemonía. En particular, como condición de posibilidad de la adecuación de los modos de diferenciación/relación entre Estado y acumulación a las variaciones nacionales de las relaciones de fuerzas. Sin embargo, la lógica hegemónica de la dominación presionaba por la obtención de aumentos de productividad que volvieran compatibles los incrementos simultáneos del empleo y el salario real con, al menos, el sostenimiento de las ganancias. Y esa presión se trasladaba a la periferia a través de las brechas de productividad con el mercado mundial y su impacto en los tipos de cambio. Del mismo modo, la separación relativa de los espacios nacionales de valor y el mayor margen de maniobra de los Estados nacionales permitieron que capitales de bajo grado de concentración y productividad relativas a escala mundial pudieran reproducirse. Pero ese mismo contexto impulsó, sobre todo desde fines de los años cincuenta, la expansión de la inversión extranjera directa —IED— y la emergencia de capitales multinacionales (Hobsbawm, 2006; Palloix, 1973; Mandel, 1979). Varios países de América Latina fueron importantes receptores de IED y las empresas multinacionales se insertaron en los esquemas de industrialización por sustitución de importaciones, orientando el grueso de su producción hacia los mercados internos, aunque gradualmente esto empezaría a modificarse desde los años sesenta. De esta manera, sobre la base de los modos específicos de la mundialización del capital, en la posguerra tendieron a producirse procesos de desarrollo desigual y combinado.

Heterogeneidad estructural y ciclos stop and go

Es un tópico de la literatura sobre Argentina en el período el hecho de que la industrialización mediante sustitución de importaciones tendió a producir una estructura dual a cuya especificidad correspondió una dinámica particular.2

Diamand (1972) introdujo el concepto de “estructura productiva desequilibrada” —EPD—. Una EPD está compuesta por dos sectores: un sector primario orientado a la exportación que trabaja con productividades cercanas a las internacionales, y un sector industrial orientado al mercado interno y dependiente de la importación de bienes de capital que trabaja con productividades considerablemente inferiores (Diamand, 1972). Al mismo tiempo, Braun y Joy (1981) desarrollaban su clásico modelo basado en dos sectores: primario exportador e industrial importador orientado al mercado interno. Ambos modelos fueron la base de la explicación de la dinámica de stop and go propia de la economía argentina desde los años cuarenta. Durante la fase de crecimiento, el aumento de la demanda importadora de insumos intermedios y bienes de capital del sector industrial se conjugaba con la reducción de saldos exportables debida al crecimiento de los salarios, ya que los bienes exportables eran bienes de consumo obrero. En un contexto de tendencia a pobres aumentos o cuasi estancamiento de la producción agropecuaria, la dinámica de crecimiento generaba déficit comercial y finalmente una crisis de balanza de pagos. Llegado este punto se sucedían la devaluación de la moneda, la recesión con fuerte retracción industrial, la reducción consiguiente de las importaciones, la caída del salario real y el aumento del desempleo que, junto con una recuperación de las exportaciones, recomponían las condiciones para un nuevo período de crecimiento.

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