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La venganza de un rey

La Guerra de Sucesión que asoló Europa y desde luego España de 1701 a 1713, tuvo uno de sus capítulos finales, en 1714, con la caída de Barcelona. Felipe V, el Borbón que sucedió a Carlos II, se vengó de lo que consideró una traición de los catalanes y un ejemplo de su venganza, tal vez solo una leyenda, lo cuenta Joan Amades8 con referencia a un artesano cestero, de gran prestigio en la ciudad, que vivía en la entonces plaza del Born. Fiel partidario del archiduque Carlos, el cestero había fabricado una vajilla en mimbre, tan delicada y bien hecha que era capaz de contener líquidos sin derramarse y la obsequió al archiduque cuando éste visitó Barcelona. Enterado Felipe de Anjou, o sus ayudantes, de la fidelidad del cestero, le buscaron al entrar en la ciudad con la intención de matarle, algo que no pudieron conseguir pues escapó vestido de fraile y aunque juró que él mismo mataría a Felipe V nunca pudo llegar a cumplir su amenaza.

Una ciudad violada

El día 11 de septiembre de 1714 ha pasado a la historia como la jornada en que capituló la ciudad después de una férrea resistencia al ejército franco–español del Conde de Berwick y el inicio de la venganza del rey de España, Felipe V de Anjou, que fue terrible, pues liquidó de un plumazo toda una historia de libertades de la ciudad y de todo el Principado. El encono de Felipe V contra los catalanes le llevó no solo a eliminar el derecho ancestral o sus instituciones libres, sino que trató a la ciudad de Barcelona como terreno conquistado, con decisiones tan agresivas como derribar todo un barrio, La Ribera, que se le había resistido especialmente, para edificar un bastión militar, la Ciutadella que, al estilo de la Bastilla, sirvió para para reprimir a la ciudad y no para defenderla.


La Ciutadella, un antiguo emplazamiento militar.

El general humillado

La venganza de Felipe V contra Cataluña y los catalanes tuvo uno de sus aspectos más ruines en el Portal de Mar, la puerta de la muralla situada en lo que hoy es el Pla del Palau. Allí, durante doce años, quedó expuesta la cabeza del general Josep Moragues en una jaula de hierro, como muestra del odio suscitado por un soldado que no había hecho más que defender sus lealtades. Moragues, uno de los generales más destacados del ejército austracista durante la Guerra de Sucesión, se había retirado a sus posesiones de Sort tras la derrota de 1714, amparado por la costumbre de la época de respetar al enemigo derrotado o prisionero, pero llamado a Barcelona por el capitán general Francisco Pío de Saboya y Moura, éste le mandó detener, torturar y decapitar. El 27 de mayo de 1715 se cumplió la sentencia en el Pla del Palau y su cabeza quedó expuesta para escarnio de sus verdugos.

Matrimonio peculiar

Felipe Manuel de Amat i Junyent, el famoso virrey Amat, ganó fama como militar pero sobre todo como administrador colonial en América donde fue virrey del Perú entre 1761 y 1776. Su nombre figura en una de las plazas más importantes del distrito de Nou Barris y la huella de su presencia permanece en el Palau de la Virreina, construido para su esposa Maria Francesca de Fivaller i de Bru. Precisamente la boda de Manuel Amat con la joven aristócrata es uno de los sucesos más curiosos de la vida del insigne virrey. La joven, de apenas veinte años cuando contrajo matrimonio, estaba prometida a Antoni Amat i Rocaberti, sobrino de Manuel Amat, pero el día de la boda, el joven no se presentó, arrepentido en el último momento. Consternado por el honor de la familia, Manuel Amat, a la sazón de 63 años, pidió en matrimonio a la joven que aceptó encantada. Se casaron dos años después, en 1779 y el virrey falleció en 1782. Como nota aún más curiosa, Manuel Amat dejó en herencia el palacio de la Rambla a su joven esposa y al presunto marido, su sobrino Antoni Amat.


El Palau de la Virreina se considera uno de los mejores exponentes del Barroco de la arquitectura civil de Catalunya.

El choque de los convoyes

En el subsuelo de la plaza del Virrei Amat tuvo lugar el día 30 de octubre de 1975 el peor accidente de los que ha sufrido el metro de Barcelona en toda su historia. Cuando faltaba un cuarto de hora para las nueve de la noche, dos convoyes chocaron violentamente en dicha estación con el resultado de un centenar de heridos, treinta de ellos graves. La única víctima mortal fue el conductor de uno de los convoyes y según los diarios de la época ese accidente fue la prueba de fuego para el nuevo plan de atención de catástrofes de la ciudad de Barcelona.

“El Rebombori del pa”

Un 28 de febrero, el de 1789, Barcelona vivió otro de sus levantamientos violentos que, aunque coincidió con la Revolución francesa, no tuvo nada que ver con ella, ni en cuanto a ideología ni en cuanto a fines. El motín, conocido como “El Rebombori del pa” se inició en la calle Tallers, donde se ubicaba el llamado pastim, el horno municipal donde se cocía el pan, el alimento básico de la población. La causa fue un enorme aumento del precio del trigo y por consiguiente del pan, que disparó la ira de la población que asaltó el pastim y le prendió fuego. El día siguiente, 1 de marzo, fue una continuación de los desórdenes con ocupación de la catedral y llamada al somatén, ya francamente antipopular, por parte de las autoridades. El resultado fue de siete condenas a muerte entre los revoltosos, varias decenas de detenidos y el cese del Capitán General, Francisco González y de Bassecourt, pero el trigo no subió de precio.


El Rebombori del pa fue una revuelta popular espontánea contra la subida del precio del pan.

El francés con sable y bigote

El día 1 de octubre de 1793, en plena Guerra del Rosellón entre España y la República Francesa, se paseaba por los muelles de Barcelona un francés, elegantemente vestido, con sable al cinto y un espectacular bigote. El paseante no era otro que el vice-almirante vizconde de Saint–Julien, prisionero tras un combate naval en el que la flota francesa resultó derrotada por la anglo– española. La costumbre de la época respetaba el derecho de los altos oficiales caídos prisioneros a conservar su sable. Días después, el 11 de noviembre, el vizconde fue embarcado a bordo del bergantín Corzo junto a otros prisioneros para trasladarlos a Málaga, lejos de la zona de enfrentamiento en el sur de Francia.

Joan Clarós, el guerrillero catalán

En esa guerra, entre 1793 y 1795, que terminó muy mal para los intereses españoles, destacó un soldado llamado Joan Clarós, que luchó como ayudante mayor en el Batallón Ligero de Girona. Unos años después, Clarós sería el más brillante guerrillero catalán contra la ocupación francesa, con destacadas acciones como la batalla de Molins de Rei, la derrota y persecución del general Duhesme o el levantamiento del primer sitio de Girona. Pero el principal mérito de Clarós fue deshacer completamente la línea de suministros franceses entre la frontera y Barcelona con enormes pérdidas para las fuerzas del general Augereau.

Bodas sí, pero sobrias

El 4 de octubre de 1802, Barcelona fue escenario de una boda real, la del futuro rey Fernando VII con María Antonia de Borbón, princesa de las Dos Sicilias, en la que sería la primera de sus cuatro bodas. Fernando, hijo de Carlos IV, y María Antonia, hija de Fernando, hermano del rey, eran primos y habían contraído matrimonio civil por poderes en Nápoles. Cuenta el historiador Roberto Pelta Fernández9 que María Antonia «lloró desconsolada al contemplar por primera vez su imagen, siendo descrito por su suegra como un sujeto ‘de horrible aspecto’, pues era obeso, poseía una voz aflautada y tenía un carácter apático». El enlace fue un despliegue y un dispendio sin precedentes en Barcelona. El embajador español en París, Nicolás de Azara, político, diplomático y mecenas, presente en los festejos, escribió: «España ha perdido la cabeza y no sabe qué hacer para gastar en estas bodas». El despliegue de semejante boda contrasta con las disposiciones que regían en el siglo XIV y XV en la Ciudad Condal para estos acontecimientos. Durante todo el siglo XV los Consellers de la ciudad publicaron leyes y órdenes para limitar el dispendio en los banquetes de bodas de sus ciudadanos. En 1363, una orden fijaba el número de comensales en cuatro hombres y cuatro mujeres por cada uno de los contrayentes, dieciséis en total y el día de la boda y los ocho días siguientes quedaban prohibidos en la mesa los pavos, los capones y la volatería en general así como los confites.

Enlace real en Barcelona

El mismo día, 4 de octubre, pero de 1997 tuvo lugar en la Catedral de Barcelona la boda entre la infanta Cristina de Borbón y Grecia, segunda hija del rey Juan Carlos I y de la reina Sofía de Grecia, con Iñaki Urdangarín Liebaert. El banquete del enlace reunió a unos 1500 invitados servidos por 300 camareros y un puñado de chefs y ayudantes de cocina con un menú que consistió en «sorpresa de quinoa real con verduritas y pasta fresca como primer plato, y lomo de lubina con suflé de langostinos y emulsión de aceite virgen como segundo y un postre realizado a base de preludio de chocolate y crema inglesa, y la tarta nupcial de fresitas».

La Creu Coberta

En el cruce de la calle de Sant Antoni Abad con la Ronda Sant Antoni, se abría hasta mediados del siglo XIX, cuando se derribaron las murallas, una de las puertas de la ciudad, la que llevaba el nombre de Sant Antoni porque junto a ella se encontraba la iglesia del mismo nombre. Ya fuera de la muralla, en dirección sur, existía un pequeño collado que llevaba desde antiguo el nombre de Coll de la Creu. Allí fue erigida una cruz de piedra para señalar el camino que arrancaba de Barcelona hacia Sarrià, Pedralbes, Les Corts y luego hacia Zaragoza y Madrid. La fecha es incierta pero debió ser a mediados del siglo XV cuando fue levantada y poco después se la cubrió con una techumbre para protegerla de las inclemencias del tiempo. De ahí el nombre por el que fue conocida “creu coberta”. Un hecho poco conocido es que entre 1810 y 1811, en los alrededores del Coll de la Creu, el que entonces era solo un jefe guerrillero, Josep Manso i Solá, con un puñado de hombres, llevaba de cabeza al ejército francés que ocupaba Barcelona. Desde sus bases en el Baix Llobregat, Manso participó activamente en la recuperación de la ciudad en 1814.


La Creu Coberta era una cruz de término municipal que se cubrió con una techumbre para protegerla de las inclemencias del tiempo.

Josep Manso, un mariscal de campo relegado

Como todo lo que en Barcelona se refiere a la “guerra del francés”, el nombre del general Josep Manso i Solá ha quedado relegado a la segunda fila de la historia de la ciudad, aunque tiene dedicada una discreta calle en el Eixample. Nacido en Borredà en 1785, era hijo de un molinero, cuya profesión siguió en su juventud hasta que la invasión francesa le empujó a la guerrilla. Destacado estratega y valiente combatiente, participó en numerosas escaramuzas por las que, poco a poco, fue ascendiendo de graduación hasta llegar, en 1811, al grado de coronel a las órdenes del general Luis Lacy. Terminada la guerra fue incorporado al Ejército español donde en 1823 llegó al grado de mariscal de campo. Se retiró a los 62 años estableciendo su residencia en la masía conocida como Can Manso, que se encuentra en el municipio de Cornellà en el límite con Hospitalet, junto a la ermita de Bellvitge y murió en Madrid en 1863.

Una espía en guerra

En algún lugar del barrio de la Barceloneta, posiblemente en las cercanías de la calle dedicada a Andrea Doria, vivió a principios del siglo XIX una mujer notable, Narcisa Roca, de la que se conocen pocos datos, salvo los encontrados en actas de juicios durante la ocupación francesa (1808–1814) y en las actas de sesiones de las Cortes de la década de los años veinte del siglo XIX. Se sabe que Narcisa Roca fue la sirvienta del presbítero Coret, un activo agente secreto al servicio del general Lacy contra los ocupantes franceses. En la vivienda de Narcisa Roca se reunían conspiradores y agentes del Ejército español como Gaspar Lleonart, Manuel Arañó, Bia, Villegas y Olivier, todos ellos citados en actas del interrogatorio de la policía francesa de ocupación. Narcisa fue detenida y encarcelada por las autoridades de Napoleón, condenada a muerte y conmutada después la pena por prisión perpetua, pero liberada tras la salida de los franceses. Las Cortes tuvieron a bien premiarla con el grado de subteniente del Ejército y una pensión vitalicia por sus trabajos de espía y por sus desvelos por los barceloneses presos en la Ciutadella.

Un desastre social

A las 6 de la mañana del día 4 de agosto de 1821, la Junta de Sanidad del Ayuntamiento de Barcelona abrió una reunión extraordinaria para hacer frente a algo nuevo en una ciudad ya castigada por muchas epidemias. Los miembros de dicha comisión, trasladados a la zona portuaria de la Barceloneta, dieron fe de la muerte de dos marineros del navío de guerra Concepción, del reino de Nápoles, otros dos del bergantín Gran Turco y de una mujer llegada por mar desde Sant Feliu de Guixols. Todos ellos, aunque en momento no se estuvo seguro, padecían la terrible fiebre amarilla, endémica en grandes zonas de Centro América y de África, y que había aparecido ya en algunos puertos europeos. En aquel primer envite falleció el capitán del Concepción y toda su familia y ya el 20 de agosto los muertos en la ciudad eran cincuenta, pero cuando la epidemia estalló en toda su virulencia ayudada por el hacinamiento, la insalubridad de la ciudad y la incompetencia de las autoridades, la cifra de muertos llegó a los 20.000, casi el veinte por ciento de la población barcelonesa.

El caso del mariscal Basa

Uno de los hechos más violentos de la célebre bullanga barcelonesa de 1835 fue la muerte del mariscal de campo Pedro Nolasco Basa, segundo en el mando de Cataluña tras el Capitán General Manuel Llauder. En vista de la abierta rebelión de la ciudad contra las autoridades, el Capitán General había salido de la ciudad según algunas fuentes persiguiendo a los rebeldes huidos y según otras huyendo de la inseguridad de Barcelona, tomada por grupos de ciudadanos enfurecidos contra la Iglesia y contra el Gobierno. El caso es que Llauder ordenó al mariscal Basa que entrara en la ciudad, algo que desaconsejaron muchos barceloneses conscientes de la situación. Desde el balcón del Ayuntamiento, Basa se enfrentó a los rebeldes con arrogancia haciendo caso omiso del ultimátum que le dieron de que saliera de la ciudad o sería asesinado. Pasada la hora límite que le señalaron, la una de la tarde, una turba encolerizada asaltó el edificio del Gobierno en la plaza Palau y asesinó a Basa, según algunas fuentes de varios disparos de arma de fuego y según otras a puñaladas, probablemente de ambas maneras. El cuerpo de Basa fue lanzado a la calle desde el balcón, atado y arrastrado por los revoltosos hasta la calle Ample primero y luego las de Regomir, la plaza Sant Jaume, la calle del Call, la de Ferran, Comte de l’Assalt, Sant Ramon y Sant Pau hasta llegar a la Rambla donde quemaron el cuerpo en una hoguera que estaba consumiendo los archivos policiales obtenidos también en un asalto.

Incendio de Bonaplata

Uno de los sucesos más significativos de la primera bullanga barcelonesa, la de 1835, fue el incendio de la fábrica Bonaplata, situada en la calle Tallers, muy cerca de la muralla. El incendio se produjo en la noche del 5 al 6 de agosto de 1835 llevado a cabo por un grupo de personas que, según la fuente, podrían ser ciudadanos enfurecidos contra la autoridad, obreros temerosos de perder sus puestos de trabajo por la competencia de las máquinas de vapor, o desalmados que quisieron aprovecharse del ambiente de rebelión. Lo cierto es que la fábrica Bonaplata era la primera empresa textil que instalaba en España una máquina de vapor para mover los pesados telares de hierro fundido, todo un avance en la producción textil que algunos trabajadores veían como una agresión. Andreu Avelí Pi i Arimon10 decía que el suceso, fuera de toda lógica, fue obra de una turba de «marineros y gitanos» y señala como instigadores a «malvados que, por envidia o por interés particular, miraban con malos ojos, aquel avance de la industria catalana, primer ensayo de las fábricas de vapor.»


La noche del 5 al 6 de agosto de 1835 la fábrica Bonaplata fue asaltada y incendiada.

El infame bombardeo

El día 3 de diciembre de 1842, la ciudad de Barcelona sufrió un intenso bombardeo de artillería desde el castillo de Montjuïc, ordenado desde el gobierno de Madrid presidido por el general Baldomero Espartero, y ejecutado por el Capitán General de Cataluña, Antonio van Halen. El bombardeo provocó el incendio y destrucción de más de cuatrocientas casas, una treintena de muertos y cientos de heridos. Los disparos artilleros fueron totalmente aleatorio con el único fin de hacer daño a la población y obligar a que desistiera de su oposición al Gobierno de Espartero, adalid del librecambio, empeñado en acabar con la protección a la industria y al comercio que amenazaba a arruinar Barcelona. El protagonista principal de aquella jornada fue Antonio van Halen y Sarti, nacido en Cádiz en 1792 y amigo íntimo de Espartero que se había distinguido en la Primera Guerra Carlista en el bando isabelino, resistiendo y derrotando los ataques carlistas en Perecamps. Pero más destacado que Antonio fue su hermano Juan van Halen que no solo luchó también contra los carlistas sino que llegó a combatir como oficial de alto rango en el ejército belga y en el ruso, además de colaborar con el rey José, hermano de Napoleón, dedicarse a la enseñanza del idioma español, a la exploración marítima y participar en todas las revoluciones liberales habidas y por haber. Murió en Cádiz el 8 de noviembre de 1864.


Baldomero Espartero.

Un derribo interrumpido

Es de sobras sabida la historia del recinto conocido como la Ciutadella, convertido en parque público desde su donación a la ciudad por un Decreto de 1859 y el posterior derribo que se inicio en 1868. No es tan conocido que el Ayuntamiento de Barcelona, por decisión propia, inició su derribo en 1841 cuando todavía era propiedad del Ejército. Todo sucedió a causa del pronunciamiento del general O’Donnell en Pamplona contra el Gobierno de Espartero quien dilataba indefinidamente la decisión de acabar con la Ciutadella, repetidamente solicitado desde Barcelona. El Ayuntamiento, siguiendo la rebelión de O’Donnell, se lanzó al derribo amparado por los planteamientos liberales de aquel pero la derrota del movimiento del general hizo que se paralizaran las obras y una orden desde el Gobierno de Espartero obligó a reconstruir lo derribado con cargo a las arcas municipales.

El Primero de mayo

En el teatro Tívoli, sito en la calle de Casp, tuvo lugar el 1 de mayo de 1890 el primer mitin obrero en Barcelona, convocado para reclamar la jornada de ocho horas y celebrar el día 1 de mayo como el día de la clase obrera. El teatro, inaugurado en 1880, fue escenario de muchos otros mítines en su historia y había sustituido en 1880 a uno anterior, al aire libre, de 1869. Aquel teatro formó parte de unos jardines, lugar de ocio de la ciudad, que se inauguraron en 1849 con el nombre de Jardines Tívoli, imitando los que ya existían en Copenhague desde 1843. Al igual que los daneses, los Jardines abiertos en Barcelona, fuera de las murallas en un espacio abierto, eran una zona donde se ofrecían espectáculos como conciertos, bailes, atracciones diversas y todo ello en un espacio bucólico y al aire libre.


El Teatro Tívoli, donde se celebró el primer mitin obrero de Barcelona.

La lucha por los derechos laborales

Las reivindicaciones obreras de aquel Primero de mayo se difundieron ampliamente entre los trabajadores: «Limitación de la jornada de trabajo a su máximum de ocho horas para los adultos. Prohibición del trabajo a los niños menores de catorce años y reducción de la jornada laboral a seis horas para los jóvenes de uno y otro sexo de catorce a dieciocho años. Abolición del trabajo de noche de la mujer y de los obreros menores de dieciocho años. Descanso no interrumpido de treinta y seis horas, por la menos, cada semana para los trabajadores. Prohibición de ciertos géneros de industria y de ciertos sistemas de fabricación perjudiciales para la salud de los trabajadores. Supresión del trabajo a destajo y por subasta. Supresión del pago en especies o comestibles y de las Cooperativas patronales. Supresión de las agencias de colocación. Vigilancia de todos los talleres y establecimientos industriales, incluso la industria doméstica, por medio de inspectores retribuidos por el Estado; y elegidos, cuando menos la mitad, por los mismos obreros».

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9788499176208
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