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Lo que en definitiva parece cuestionar Suvin es el riesgo de confundir la totalidad del género con la reconstrucción de un tiempo posterior y remoto, que nace de las condiciones imperantes en el periodo histórico del autor. Sugiere que el valor intrínseco de la modalidad, desde el punto de vista genérico, radica en que el vínculo analógico (similitud, identidad por semejanzas) se articula sobre la contraposición con el presente del escritor. En otras palabras, todo relato de CF, en sentido estricto, no debería ser considerado como ensayo futurológico o predicción de ningún tipo, sino como una crítica a las circunstancias o un determinado orden de cosas experimentado por el creador del universo ficticio en el marco histórico que habita5. En consecuencia, la CF habla más acerca de lo contemporáneo que de cualquier especulación sobre una posteridad, apoyada en comprobaciones fehacientes en sus mínimos detalles.

La utopía: elemento transversal de la ciencia ficción (CF)

Son varios y heterogéneos en sus propuestas los autores que han explorado el concepto de utopía como eje que recorre a la ciencia ficción desde sus primeras fases y, en especial, desde el ascenso de la Modernidad. Al respecto, no existe una manera uniforme de encarar el tema, pero en la mayor parte de quienes han propuesto sucesivas aproximaciones, es factible observar que esta categoría se convierte en un elemento de trascendencia como sustento filosófico del género y de sus metas más ambiciosas en términos estéticos. Ketterer (1971, p. 25), por ejemplo, vincula a la CF con la literatura apocalíptica, es decir, una forma narrativa que se remonta a civilizaciones antiguas preocupadas por su destino en las postrimerías del tiempo, es decir, por una revelación de los acontecimientos venideros (si atendemos al significado preciso del término griego). Para este autor, la ciencia ficción sería “la manifestación más pura de la imaginación apocalíptica”. Sin embargo, el crítico tiene puesta la mira sobre la narrativa norteamericana más que en otras tradiciones, por lo que su enfoque se limita a un recorrido a lo largo de la historia de esa literatura y cómo debió construir su propia mitología a falta de un pasado cultural que pudiera igualarse al de otros pueblos americanos antes de la conquista europea.

Aun así, no deja de ser interesante que la crítica más sólida —con los sesgos impuestos por cada estudioso, ya que se trata de un corpus muy extenso— coincida en que la utopía, como planteamiento de una alteridad ideal —en los términos originales fundados por Tomas Moro en el siglo XVI— se haya convertido en un impulso animador de las obras magistrales del género y en su norte principal, que cada creador, de acuerdo con sus intereses, ideología y época, trasladará al discurso ficcional.

Por su parte, Cano (2006) orienta su perspectiva al estudio de la ciencia ficción hispanoamericana —de hondas y lógicas raíces occidentales—, advierte también que la narrativa de corte utópico, remontable hasta Platón (y referencia capital de Moro), pasó de un largo periodo marcado por lo espacial —ubicación de mundos alternos en zonas apartadas y casi inaccesibles de la Tierra— a una categoría temporal (p. 63). Esto, según Cano, comienza a manifestarse hacia finales del siglo XVIII. De hecho, tal premisa es acertada, puesto que es una época en la cual el colonialismo europeo ha llegado a una fase de alta expansión, tanto en América como en Asia, África —y Oceanía, en menor grado—, lo que ha hecho de las distancias un concepto más relativo o más concebible, o por lo menos, mejor anclado en las realidades que la propia civilización occidental establecía a medida que ocupaba la mayor parte del mundo conocido.

El cambio de paradigma señalado por Cano es una consecuencia de los procesos de mundialización que se iniciaban precisamente cuando Moro publica, en 1516, su visión acerca de una comunidad que no existe en un lugar específico o concreto. A través de esta construcción imaginaria (y analógica, en el sentido propuesto por Suvin), el pensador inglés somete a la Inglaterra y Europa de su tiempo a una revisión exhaustiva de su fracaso como medio de realización de la humanidad y de sus potencialidades. Crea las bases de una República superior y modélica que contrasta, por oposición radical, con el mundo de sus contemporáneos, en el cual él mismo debió lidiar con las miserias de la política.

Los avances de la cartografía, durante la Ilustración del siglo XVIII, convierten al planeta en un algo cada vez más tangible y concreto para el hombre común, superando de este modo supersticiones y creencias erróneas en torno de los continentes y los países alejados, que poco a poco se transforman en realidades que deben ser estudiadas y dominadas por el sistema hegemónico capitalista alimentado desde Inglaterra. Esta, gracias a sus agresivas políticas externas, largamente había reemplazado al Imperio español en el control de las rutas de navegación, en el tráfico de los bienes y en la acumulación de riquezas, sobre la base de la expoliación de las culturas y pueblos víctimas de la colonización. Eso parece haberlo anticipado Moro doscientos años antes, en los albores de la dominación que ejercería su isla sobre el mundo, al imponer sus patrones y estructuras a un orbe que poco a poco se hacía más pequeño. No es casual, entonces, que la sociedad creada por Moro también se ubique en una ínsula de localización indeterminada y sea un reflejo inverso de su propia sociedad. Y solo en el siglo XVII, luego de la Revolución de Cronwell, se produciría el tránsito hacia el parlamentarismo y a una disminución del poder del monarca, que la misma actitud de Moro ante las pretensiones de Enrique VIII también anunciaría con su consecuente ejecución.

Es evidente, por lo tanto, que, a comienzos del siglo XIX, todo estaba dispuesto para que aquel pensamiento utópico nacido de las inquietudes de un humanista inglés de la primera mitad del XVI diera paso a la ampliación de las fronteras. Ya no sería el dominio terrestre el muro infranqueable, sino que esta se extendería hacia el tiempo:

Ciertamente, el desplazamiento espacial conserva su valor como uno de los rasgos de la utopía; sin embargo, el centro de la atención del relato se mueve hacia una reflexión sobre las relaciones que el presente establece con el pasado y el futuro, ofreciendo diferentes vías de desarrollo para las narraciones de CF. El descenso al interior de la tierra o la exploración de regiones ignotas se convirtieron en alternativas para imaginar el pasado terrestre en obras como Viaje al centro de la tierra (1864) de Jules Verne, The Lost World (1912) de Arthur Conan Doyle, y las narraciones del mundo de Pellucidar de Edgar Rice Burroughs (1914). En contraposición al viaje subterráneo, la conquista del espacio exterior se constituyó en el motivo por excelencia para efectuar una indagación en el futuro de los seres humanos. (Cano, 2006, p. 65)

Naturalmente, ya no se trata de los sueños extravagantes de Luciano o Cyrano de Bergerac, sino de una problemática más compleja y anclada definitivamente en el horizonte de la ciencia, convertida en legado del racionalismo y en el sustento brindado a las ficciones por las leyes de la naturaleza; que serán utilizadas no solo para contextualizar las historias, sino para hacerlas verosímiles a partir de un conjunto de postulados irrebatibles y de cumplimiento irrestricto. Tales son las premisas que guiarán las novelas de Verne, De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna, que hacia la segunda mitad del siglo XIX ya no se parecen en nada a los intentos anteriores por situar acciones fuera del planeta. Aunque estas transcurren bajo una serie de referencias contemporáneas y se recurre a tecnología existente en la época del autor, el valor de estos libros y otros, como los de Wells, consiste en otorgarle solidez a los usos posibles de las máquinas en la construcción de una nueva etapa para la humanidad. En ese sentido, y como el mismo Cano (2006) también considera, la teoría de Darwin acerca del origen de las especies y el evolucionismo instaló otra experiencia cognitiva en torno de la realidad.

No obstante, en algún momento, ese optimismo inicial cederá el paso a una concepción sombría y escéptica respecto de la materia, lo que es visible en el último Verne o en casi toda la producción de Wells. Lorca (2010) asocia estos fenómenos a la Revolución Industrial, que también es un factor de gran importancia en la formación de un nuevo tipo de sociedad; y, por ende, de una reconfiguración tanto de los estratos que la integran como del rol del ser humano. Este proceso determinará el progresivo reemplazo de la mano de obra por la producción en serie y la tecnificación. Asimismo, propiciará el abandono del campo; a tal punto que las ciudades se verán transformadas por el ascenso de una nueva clase, la obrera, antagónica de la burguesía propietaria de las fábricas. Lugar donde labora esta masa de asalariados bajo deplorables condiciones y sin ningún tipo de beneficio o seguridad social, conceptos ubicados aún a muchas décadas y que solo se plasmarán en los primeros tramos del siglo XX. Aun así, los artefactos empiezan a cubrir territorios más visibles e introducirse en el género que, a esas alturas, va camino a una adultez condicionada por las circunstancias económicas:

Desde su creciente rol como centro del proceso productivo, la máquina ingresa y se asienta en el imaginario social y el horizonte literario. La CF pronuncia entonces un presagio a través del protagonismo de maravillosas maquinarias: el desarrollo científico y tecnológico le depara al hombre capacidades incrementadas y nuevas aptitudes en su relación con el ambiente, con el universo material y con los organismos vivos, con todos los seres concebibles (…) Todo este conjunto, la primera tentativa de la CF, configura un movimiento centrífugo del imaginario tecnológico: la ciencia y la tecnología tienden el alcance corporal y sensorial hacia el exterior, hacia el entorno del hombre y su más allá. (Lorca, 2006, pp. 31-32)

El argentino enfatiza en la visión del progreso de la especie que los primeros cultores modernos del género desarrollaron con ciertos atisbos de ingenuidad o confianza en la posibilidad de que la especie sea capaz de un crecimiento no solo material, sino ético, de un cambio de conciencia que lo llevara a otro nivel. En resumidas cuentas, las máquinas constituyen instrumentos que, proyectados hacia una etapa posterior de la evolución, representarían un salto cualitativo para los seres humanos; quienes podrían disponer de mucho tiempo libre, luego de satisfacer sus necesidades prácticas, para la reflexión y el cultivo del espíritu, mientras que los artefactos se encargan de las labores más tediosas o peligrosas. Semejante entronización de la tecnología como instrumento del progreso desempeña una función significativa en el planteamiento de Lorca.

La utopía proyectada en un tiempo venidero, más o menos lejano, y en los desplazamientos a otras dimensiones, que en realidad habla del presente —según la analogía de Suvin—, también puede ser altamente escéptica y desconfiada. Amis (1966, p. 104) lo destaca cuando se refiere a autores posteriores, quienes ya no creen que los avances técnicos y científicos garanticen semejante paso en la historia de la humanidad. En su estudio fundador, el inglés sostiene que, por una marcada tendencia de su tiempo, los autores de CF más representativos —como el Bradbury de Fahrenheit 451— describen sociedades embrutecidas por las proezas materiales traducidas en las máquinas; que forman un entorno ambiguo y amenazante, el cual llega a desnaturalizar y deshumanizar a la misma especie. Estamos, en consecuencia, ante una categoría que empezó a incubarse a fines del siglo XIX y los inicios del siglo XX —la Primera Guerra Mundial fue un acontecimiento determinante en su gestación—: la antiutopía o, como prefieren denominarla varios autores, distopía, a la que también pertenecen obras de la trascendencia de Un mundo feliz, de Huxley; 1984, de Orwell; o La naranja mecánica, de Burgess. En estas novelas, ubicadas en un futuro indeterminado, la libertad se ha visto reducida a grados demenciales. El individuo, que vive bajo el control de estados totalitarios, ha perdido su esencia bajo la férula de sistemas que utilizan artefactos de gran sofisticación para ejercer su dominio brutal sobre todas las esferas de la actividad humana.

Por último, Jameson (2009) concentra su atención en el desarrollo del pensamiento utópico y sus realizaciones. Este crítico norteamericano de filiación marxista se interesa por la CF en tanto considera a la utopía, anclada con firmeza en la tradición iniciada por Moro en el Renacimiento, como una expresión de aquel género preexistente a su propia definición como tal. Así lo sostienen casi todos los autores que hemos comentado al abordar la historicidad de esta narrativa antes de que se propusiera un vocablo definitivo para conceptualizarla. Su estudio de amplio espectro, ya mencionado (Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción), se ha convertido, junto al de Suvin, en una fuente obligatoria para la búsqueda de una poética suficientemente flexible: una caracterización del género que no se aparte de las condiciones de su producción en un marco ideológico o político, y que no obvia la dimensión estética de los textos. Ello queda explicitado a inicios del capítulo quinto, titulado “El gran cisma”:

Si la utopía es de hecho “un subconjunto socioeconómico de la ciencia ficción”, el nuevo e inesperado conflicto terminológico la enfrenta con lo que hoy se identifica genéricamente como “fantasía”, que de hecho tiene un linaje histórico más antiguo que la propia ciencia ficción (…) Sean o no legítimas, las pretensiones científicas de la ciencia ficción prestan al género utópico una gravedad epistemológica que cualquier parentesco con el género fantástico no puede sino debilitar y deshilachar seriamente: las asociaciones con Platón y Marx son credenciales más dignas para el texto utópico que los viajes fantásticos a la luna en Luciano o Cyrano. (Jameson, 2009, p. 79)

El giro de Jameson es relevante. Se aproxima, en gran medida, a los asertos de Suvin, quien dedica un capítulo entero de Metamorfosis de la ciencia ficción a desentrañar la relación entre las corrientes utópicas y el género literario moderno que, según ambos autores, terminó por instalar (o absorber) a la utopía como un dominio al interior de sus búsquedas.

Esta suerte de simbiosis entre las preocupaciones por la edificación de una sociedad igualitaria y de bienestar para el individuo que la integra y una práctica literaria que instrumentaliza tales deseos colisiona, de acuerdo con Jameson, con la ascendente industria de “lo fantástico” (pp. 79-80). Esta puede confundir los campos de acción, e incluso relegar a la ciencia ficción de calidad literaria a un plano secundario, ante la arremetida de productos que tampoco representan lo más prestigioso de la llamada tradición fantástica.

Capítulo 2

Un panorama tentativo de la ciencia ficción peruana

Los primeros tramos

Elaborar un cuadro amplio de la ciencia ficción en el Perú enfrenta algunas dificultades en el origen, pues se cuenta con escasas referencias al respecto. Esto conllevaría, si atendemos solo a los indicios de la superficie, severas dudas acerca de la existencia de una tradición apoyada en escritores y producciones canónicas. De hecho, no fue sino hasta la década pasada, gracias a investigadores como Daniel Salvo, Elton Honores1, Giancarlo Stagnaro o Cristian Elguera, cuando surgirían las primeras tentativas sistemáticas u organizadas de acuerdo con alguna metodología o criterio formalizador.

En el pasado más o menos reciente la inexistencia de estas aproximaciones ha sido una constante, pues el sistema literario, rígido y encorsetado por usos conservadores, apenas tomó en cuenta estas prácticas como parte de una periferia respecto las llamadas corrientes principales, y las consideró más bien como elementos anómalos o extraños al desarrollo de las convenciones culturales en el país. Con esta actitud, a la zaga de las tendencias imperantes hace varias décadas en países como México o Argentina, la academia no hacía nada más que demostrar su miopía y facilismo frente a corrientes estéticas que, a pesar de que habían existido, fueron silenciadas o situadas apenas como una curiosidad poco digna de estudio o atención rigurosa.

Situación similar atravesó la narrativa fantástica, cuya ruta es paralela a la recorrida por la ciencia ficción en cuanto a visibilidad y atención por parte de los sectores más prestigiosos de la llamada institución literaria.

Esta aridez crítica, antes de la década de 1990 o del 2000, no refleja la vitalidad que la ciencia ficción había ostentado desde su acta de nacimiento en el Perú, promediando el siglo XIX, con el hoy sumamente comentado Lima de aquí a cien años, de Julián del Portillo, que apareció por entregas en el diario El Comercio. En la actualidad, ese texto constituye una suerte de piedra angular, cuya singularidad radica en el hecho de que cuando apareció ni Jules Verne ni H. G. Wells habían publicado sus obras, a las cuales se les adjudica ahora el calificativo de piedras angulares del género.

Seguirá siendo tema de debate o confrontación si realmente el libro de Del Portillo pertenece al género o si se trata solo de un accidente o una casualidad. No obstante, ya deberíamos estar lo suficientemente convencidos de que no existe el azar en la literatura, o en cualquier otra expresión de carácter estético. Toda obra de esta naturaleza está determinada por un conjunto de variables sociales e históricas. Estas forman el marco de producción que hace factible el surgimiento de un determinado artefacto cultural.

Si bien es cierto que un texto literario no es un reflejo o calco de la realidad, sino una representación simbólica de ella —lo que le otorga una autonomía de sentido como universo ficcional respecto de lo fáctico—, es innegable que los discursos literarios transfieren inquietudes o preocupaciones propias de un colectivo en una fase de su desarrollo histórico. El autor, dentro de su sensibilidad, formación y mirada personal, no puede evadir esas influencias externas; por lo tanto, escribe dentro de ciertos parámetros. De ahí que Lima de aquí a cien años, novela a la que retornaremos luego, no debe ser considerada solo fruto de una inspiración o un caso aislado, dado que responde a coordenadas o claves que eran patrimonio de su época y fueron interiorizadas por el productor del texto.

Aquí se presenta otra dificultad, en parte esgrimida por opinantes de diversa calidad y que afecta a las historias literarias de la mayoría de países del área: la inexistencia de avances tecnológicos semejantes a los que se produjeron en Europa desde fines del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX que justificaran la creación de una literatura influida por las grandes transformaciones materiales y sociales propiciadas por los inventos y las innovaciones de todo orden. Estas generaron la llamada Revolución Industrial en el Viejo Continente y contribuyeron a la consolidación del capitalismo, así como de la burguesía emergente que reemplazó a la nobleza en el control de los medios de producción, la banca y la política.

Asimismo, sentaron las bases de una creciente obsesión por el futuro de la humanidad. Tales procesos fueron más lentos y tardíos en nuestro continente y, en mayor medida, respondían a un trasvase desde las metrópolis. ¿Por qué, entonces, se escribe ciencia ficción o por lo menos antecedentes de ella en naciones donde no se habrían completado las condiciones suficientes o las determinaciones externas para ello, si se reduce todo a un mero mecanismo de acción-reacción? Ahí radica justamente el riesgo de cargar todo el peso sobre la órbita de las externalidades, pues se obvia que también subyacen a las orientaciones estéticas las transferencias culturales o ideológicas, como las ocurridas en la segunda mitad del siglo XIX, cuando los referentes del cambio de paradigmas, como Poe en Estados Unidos, llegan a Hispanoamérica vía las apropiaciones y relecturas efectuadas por la primera generación de escritores modernistas, como Martí y Darío.

También, se produce una visible asimilación de los hitos y conquistas del parnasianismo y el simbolismo, precisamente las dos escuelas poéticas de la Francia del segundo Imperio que habían logrado calzar con la nueva sensibilidad de la creación literaria y artística en general que representaban las obras de E. A. Poe, a quien Baudelaire introdujo mediante traducciones y exultantes declaraciones que lo anunciaban como el profeta de un nuevo tiempo.

Este movimiento, considerado nuestro “Romanticismo” por Octavio Paz (1974), debido a los perfiles singulares que asumió como un intento de escisión respecto de las prácticas dominantes, insertó no pocas inquietudes estéticas e intelectuales ejercidas en aquel momento por los ejes dominantes. En todos los países donde se asentó, el modernismo exploró o cultivó una serie de temas y atmósferas, entre los cuales destacaba no solo el siempre comentado esteticismo sensorial y el exotismo, sino el tratamiento de aspectos más ligados con lo mórbido, lo espectral y el misterio implícito en la naturaleza de las cosas. Esta se ofrece al hombre como objeto de estudio y de explicación de sus leyes, pero también como fuente de preguntas y temores ante aquello que no es del todo gobernable y puede salirse de control cuando se manipulan sus leyes o principios.

El positivismo, por su parte, ya había extendido su influjo en el pensamiento de la época, despertando el interés de muchos creadores acerca de la posibilidad de someter los dominios sociales a un abordaje imaginativo, en el cual el método científico sirviera de plataforma para la especulación, cuando no para la crítica del presente a partir de lo prospectivo y de la utopía, ya aludida en la primera sección de este trabajo.

Son, por lo tanto, varios elementos los que, en la segunda mitad del siglo XIX —trasvasados desde Europa a Hispanoamérica—, se conjugarían para servir de orientación y estímulo a una nueva generación de autores, quienes encuentran en la ciencia un fértil terreno para la elaboración de obras que se distanciaban de los cánones o de las convenciones. A ello hay que añadir un espíritu crepuscular, de final de un tiempo para fundar otro, presente en la mayor parte de los autores más representativos de esta corriente. Dependiendo de cada escritor particular y de la sociedad en que vive, las primeras manifestaciones de lo que hoy llamamos ciencia ficción iniciarán su derrotero. Ello, obviamente, será más concreto o mejor articulado en países donde la modernización y el sentido de progreso o fe en el futuro haya calado mejor como parte de un proyecto de construcción nacional. Esto ocurriría en Argentina y posteriormente en México —aunque las diferencias entre estas construcciones político-nacionales también fueron innegables—.

El primero de estos países se apoyó en las doctrinas de Domingo Faustino Sarmiento, insigne pedagogo, enemigo acérrimo del tirano Juan Manuel de Rosas, quien sometió a la República emergente a un sanguinario control. A la caída del dictador, Sarmiento, escritor, periodista y político, fue elegido presidente. De inmediato emprendería la tarea de llevar a efecto sus idearios, a través de una profunda reforma del sistema educativo e inspirado en los modelos europeos, especialmente el francés2. Por otro lado, también era un convencido de que el país debía avanzar hacia el futuro prescindiendo de los elementos nativos u originarios; es decir, las tribus de indígenas, para quienes el proyecto en cuestión no tenía cabida. Ello moldeó una expansión genocida en la ocupación de extensas áreas ubicadas al sur del territorio, especialmente la región conocida como Patagonia. Fue el gobierno de Roca, en la última década del siglo XIX, el responsable de la Expedición del Desierto, de infausto recuerdo para los indígenas. Sarmiento también fue partidario de repoblar las áreas con inmigrantes procedentes de Europa, en un intento por forjar una visión de país a contracorriente de lo que constituía su realidad étnica y cultural.

En el caso de México, también esta nación había enfrentado severos dilemas desde su génesis en 1810. Al contrario de Argentina, su población indígena había sobrevivido. Esto, de manera similar al Perú, creó las condiciones para un mestizaje que no dejaba de ser tributario de las grandes civilizaciones desarrolladas en su territorio. Su historia posterior a la Independencia está saturada de acontecimientos dramáticos: la guerra con Estados Unidos, que, en su plan expansionista hacia el Océano Pacífico, despojó al país de casi la mitad de su territorio. Luego, las castas dominantes dirigieron su mirada hacia Europa, promoviendo la presencia de un emperador a quien le cederían la corona de México.

Esta involución hacia usos monárquicos supuestamente erradicados determinó una ruptura en el tejido del país. Monárquicos y liberales se enfrentaron en una guerra sin cuartel luego de la elección del indígena zapoteca Benito Juárez como presidente de la República. Con la llegada de Maximiliano de Habsburgo a México, acompañado de Carlota de Bélgica, hija de Leopoldo, el monarca que exterminó a la población del Congo, se da inicio a unos de los periodos más turbulentos. El desastre de este absurdo intento de perpetuación del imperialismo culminó con la derrota de las tropas francesas de ocupación —enviadas por Napoleón III—, quienes sostuvieron una feroz guerra contra las tropas mexicanas leales a la República3. La población indígena tuvo una participación notable en las acciones de resistencia a los invasores. El fusilamiento de Maximiliano en Querétaro, ordenada por el mismo Juárez, cerró el conflicto y abrió un nuevo capítulo de reformas liberales, entre las cuales figuraba la estricta separación del Estado y la Iglesia, cuyos bienes fueron confiscados. Este primer ciclo de modernización sería continuado por Porfirio Díaz, un caudillo que había luchado contra los franceses. Su gobierno dictatorial de casi treinta años, amparado en sucesivas reelecciones, acentuó las brechas entre una élite política europeizante y las masas de extracción campesina sometida al poder local de terratenientes y latifundistas. Hacia inicios del siglo XX, el sistema entró en crisis y las contradicciones se acentuaron. Sectores intelectuales de origen burgués, caciques locales y militares se alzaron contra Díaz, generando el proceso conocido como la Revolución Mexicana; que sacudió al país por una década, desde 1910. Luego del fin del conflicto, hacia 1920, las tentativas de modernizar al país culminaron con la instauración de un régimen de partido único (el Partido Revolucionario Institucional [PRI]) que gobernó por casi setenta años. Una serie de medidas impulsaron la industrialización. La apertura al mundo fue una de las preocupaciones centrales del Estado, cristalizada en reformas de todo orden, que involucraron políticas editoriales de grandes alcances. Estas permitieron el surgimiento de una industria que puso al día a México en torno de los avances científicos, tanto en las disciplinas formales como en las humanísticas.

Tanto en el caso de la Argentina como en el segundo que proponemos como ejemplo, las condiciones para los primeros atisbos del género ya estaban preanunciadas, incluso desde las últimas décadas del siglo XIX. Cada una de estas naciones se transformó en un paradigma de adscripción de ideales programáticos: ubicarse en la órbita universal, al ritmo del progreso técnico y social que las clases dirigentes habían perseguido a través de varias generaciones. Y el modernismo, el movimiento artístico al que hemos hecho referencia, se constituyó en el magma sobre el cual se dieron las primeras tentativas de utilizar la ciencia como tema en la elaboración de narraciones aún impregnadas del Romanticismo, en ciertas vertientes, y de la literatura gótica.

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9789972454899
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