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3

Idris se mostraba cada vez más meditabundo.

Bastaba con subirse a la muralla para atisbar bajo el cielo todavía claro el cerro sobre el que los romanos habían fijado su primer campamento y la empalizada de estacas bien visible que bajaba hasta alcanzar un segundo cerro camino del río Merdancho. Este otro cerro, se fijó, lo ocupaban ya guerreros númidas que llevaban consigo una decena de enormes bestias sobre las que los lanceros hacían guardia mientras otros trabajaban.

Dado que la casa del herrero estaba pegada a la muralla, lo primero que había hecho después de dejar sus cosas, al llegar, había sido subir a echar una ojeada. Allí recordó el final de la batalla contra Nobilior, cuando los elefantes enloquecieron al pie de la muralla y los romanos se retiraban vencidos. Entonces habían salido en persecución del enemigo. Durante la desbandada, al ver un tribuno romano caído ante él, Leukón le había cogido del brazo.

—¡Córtale la mano derecha y la cabeza! ¡No puedes dudar ante un romano! ¡Mírale, maldita sea! ¡Y ahora mírame a mí, y no olvides que ellos no tendrán compasión cuando se apoderen de tus tierras y de tu mujer!

Otra vez le asaltaban demasiadas imágenes, demasiados recuerdos. Eso era lo que implicaba el regreso. ¿Tenía sentido? ¿Iba a merecer la pena?, pensó, sacudiendo la cabeza. Espantó los pensamientos. Lo único que tenía que hacer, ya que nunca podría amarlo o respetarlo, era tolerarlo. ¿Tan difícil era?

Mientras reflexionaba se le acercó un guerrero que hacía la ronda por lo alto de la muralla.

—Salud —dijo el vigía, al cruzarse con él con paso tranquilo.

—Salud —respondió Idris.

Los dos hombres mantenían la vista puesta en la empalizada que construían los romanos, pero, como todos en la ciudad, no comentaron nada al respecto.

Pese a ello, hacía ya un par de días que todos los numantinos afilaban sus espadas y revisaban escudos y cascos. Muchos comprobaban el estado de los caballos que pacían en los establos o fuera de las murallas y las provisiones de trigo y cebada almacenadas en las alacenas y graneros y agrupaban sus animales.

Aunque el nivel de los aljibes era bajo por el estío, pronto se llenarían con las lluvias otoñales.

4

—Ahora entiendo por qué han dejado de llegar los mercaderes vacceos —observó Kara cuando Idris estuvo de vuelta.

Kara era la hija del herrero muerto, y en su corta vida había demostrado un tremendo carácter. No solo osaba llevar el pelo tan corto como algunos hombres, sino que desde el principio se negaba a aceptar un marido, pese a que hacía tiempo que dejó atrás la pubertad y que la costumbre lo recomendaba.

A Kara le daban igual las murmuraciones de las viejas y los viejos a su paso.

Al morir su padre, se había negado en redondo a mudarse con ninguno de sus cuatro o cinco tíos, los hermanos de su madre, que vivían dentro y fuera de las murallas.

Desde entonces se mantenía haciendo pequeños trabajos con la ayuda de un primo medio cojo que venía muchos días a trabajar a la fragua que quedaba fuera, junto con el yunque, hoy frío.

Idris había mirado todo de pasada. Dentro de la casa vio que el mandil de cuero del herrero muerto colgaba de un gancho en la pared. A su lado estaba también su casco de repuesto. Era, había dicho Kara, lo único que no se puso en el ajuar funerario. La hija quería guardarlos.

Las paredes estaban negras por el humo del hogar. El suelo de la tierra apisonada había sido cuidadosamente barrido por Kara nada más saber que Idris llegaba: se lo había comunicado uno de los clientes del clan a primera hora.

—Mi padre murió el día de la última cosecha. Cazaba con algunos devotos de Ávaros. Le dio un mareo y se cayó del caballo. La agonía duró una semana. Lo acompañé hasta el último momento —dijo la muchacha, que ya se metía en el establo y tranquilizaba con sus gestos a la única cabra que poseía. La había ordeñado poco antes, esa misma mañana—. Desde ese día, su espíritu acompaña a Lugh en su isla. No era un hombre viejo, pero los esfuerzos de la fragua lo agotaron. Lo único que lamento es que no se lo comiesen los buitres, al no haber fallecido en combate.

—La muerte es solo la mitad del camino —dijo Idris, utilizando la fórmula protocolaria de los arévacos.

Lo dijo sin intención ninguna pero su laconismo hizo que la frase resultase más solemne de lo que pretendía y Kara apartó la vista. La asaltó una súbita congoja.

Idris lamentó de inmediato haber hecho la mención. Comprendió que la muerte del padre seguía siendo un tema candente.

—Están protestando tus tripas —replicó ella—. Eso es que no has comido hace mucho.

5

Kara se aprestó a partir el pan con requesón que unos momentos después ambos compartían sentados sobre el banco corrido junto al hogar.

Decidió respetar el carácter taciturno de Idris, de modo que también guardó un silencio algo retador. Todavía lo mantenía cuando apareció en la puerta Olónico.

—Tu padre me envía para que me asegure de que tienes lo necesario —dijo el sacerdote, inclinando la cabeza para entrar. Su altura siempre fue considerable. Pese a que con la edad perdía algún que otro centímetro con la curvatura anormal de su columna, seguía siendo uno de los hombres más altos de Numancia.

—Dile que se lo agradezco. Ha sido muy generoso permitiéndome ocupar esta casa —dijo Idris. Había dejado sobre el banco la jarra con cerveza. Sentía todavía el gusto amargo de la bebida en la boca—. Además, sé lo que es una fragua. He ejercido muchos oficios a lo largo de estos años.

Kara sintió que la presencia de Olónico la liberaba del silencio y lo agradeció.

—Ha debido de ser duro para ti vivir tanto tiempo entre extranjeros —continuó el sacerdote, cuyo tono era amistoso y le invitaba a confiarse.

Ninguno de los dos olvidaba que Olónico lo había instruido personalmente en los misterios de la naturaleza y el culto a los dioses. Idris recordaba las muchas horas de infancia que pasó escuchando relatos sobre cómo fundó Numa Numancia y cómo Lugh forjó el mundo.

Más tarde había conocido otras ciudades y vivido entre otras gentes con costumbres y creencias distintas. Pero la palabra de Olónico seguía siendo para él sinónimo de verdad sagrada y tenía un peso y una resonancia muy especiales. El tono en que le hablaba no lo empleaba, en realidad, con nadie. Ni en Numancia ni tampoco fuera de la ciudad.

—Tú me enseñaste que la vida de un hombre es como una nube movida por el soplo de Lugh —dijo.

—Es posible. Pero también sabes que el sabio impera sobre sus pasiones ahí donde el necio es esclavo. Espero que con el tiempo hayas aprendido a temperarte. Supongo que no olvidas que Numa tuvo en su día que vagar por el mundo y luchar contra los demonios de Elman antes de regresar a Numancia. Y ya basta de palabras. Me alegro de tenerte de vuelta. Veo que Kara está cuidando de ti. Supongo que mañana encenderás la fragua.

—Descuida. A partir de mañana abriré mi puerta a todo el que quiera un puñal, una cabeza de lanza o reparar una espada. Seré un numantino más. Y no me acercaré a la morada de Retógenes. Si es eso lo que te preocupa, no habrá motivo de queja.

Olónico parecía tener ganas de decir algo más, pero no encontró las palabras adecuadas o no quiso desvelar el pensamiento que le asaltaba, y finalmente esbozó una sonrisa que daba a entender que a lo mejor no era el momento: ya volverían sobre ello.

—Cuidado con el dintel… —le advirtió Kara.

El adivino agachó la cabeza para no golpearse contra la viga de madera que estaba decorada con un círculo solar con tres aspas. Cuando ella volvió a cerrar, el interior de la casa quedó iluminado por el pequeño tronco que ardía en el hogar.

Fuera caía la noche. Las restantes familias numantinas se iban recogiendo en sus casas y se preparaban para dormir.

Al ver que Kara cogía unas pieles para abrigarse y se dirigía, a través de la puerta del fondo, a la estancia que servía de almacén, Idris la retuvo.

—La noche está fría. Puedes dormir aquí al otro lado del fuego. No te inquietes, que no te molestaré. Nos conocemos desde que eres una niña —dijo.

6

Amicum perdere est damnorum maximum.

4
Yugurta

Me dispongo a narrar la guerra que sostuvo el pueblo romano con Yugurta, rey de los númidas (…). Esta contienda confundió todo lo divino y lo humano y llegó a tal grado de locura que solo la guerra y la devastación de Italia pusieron fin a estas discordias ciudadanas. Pero antes de empezar la narración de tales hechos me remontaré un poco más atrás, para que se conozcan mejor los hechos y queden más claros y más patentes…

SALUSTIO, La guerra de Yugurta

1

Sobre la presencia del joven Yugurta en el ejército romano conviene decir unas palabras.

Cuando en su día el cartaginés Aníbal infligió a los romanos la derrota más humillante que como nación habían recibido nunca desde la fundación de Roma, la batalla de Cannae, la amistad del entonces rey de los númidas, Masinisa, fue acogida con los brazos abiertos por el primer Escipión, Publio Cornelio el Africano.

Hasta entonces Aníbal había vencido siempre en el campo de batalla por la flagrante superioridad de su caballería. Pero a partir de ese momento los romanos, gracias a la inapreciable ayuda de Masinisa, contaron con una caballería parecida en número y eficacia a la de los cartagineses.

En recompensa por sus numerosas acciones de guerra, una vez doblegados los ejércitos de Cartago, el Senado de Roma había entregado a Masinisa todas las tierras africanas conquistadas y el rey númida les correspondía con su fidelidad.

A la muerte de Masinisa le había sucedido como rey de la cada vez más asentada Numidia Micipsa, que a su vez tuvo dos hijos. Él fue quien acogió en su lujoso palacio de Cintria, la capital del reino, a su sobrino Yugurta, retoño de uno de sus dos hermanos, que había sido apartado de la herencia por haber nacido de una concubina.

Yugurta llegó a la juventud pletórico de fuerzas. Se adiestró en la equitación, en el lanzamiento de jabalina y en todas las demás artes de la guerra. No tenía ningún reparo en competir en carreras con sus pares y cuando cazaba era el primero en herir al león.

Eso lo hacía tan popular entre las gentes del reino que sus cualidades acabaron por asustar a su tío.

El sobrino sobrepasaba en tanto y de manera tan evidente a sus propios hijos que Micipsa llegó a pensar en matarlo. Aunque, viendo el afecto que se le tenía en el reino, temió que hacerlo provocase una sublevación.

Y por ello, sintiendo al joven tan ávido de gloria militar, había decidido exponerlo a los peligros de la guerra colocándolo al mando de los númidas que enviaba a Hispania para luchar al lado de Escipión Emiliano.

Micipsa confiaba en que el destino se ocuparía de él.

Siendo muy consciente de la situación, Yugurta tenía decidido desde el principio aprovechar la oportunidad para conocer mejor a aquellos romanos que en tan poco tiempo se habían hecho dueños del Mar Nuestro y observaba con especial atención al cónsul Escipión.

Cada vez que estaba en su presencia se esforzaba en complacerle, y fuera de los encuentros que tenían los generales se mostraba extremadamente sensato en la toma de decisiones.

Yugurta había sido el último en incorporarse a la expedición. Su llegada al frente de veinte mil hombres y doce elefantes, ya cuando salían de la localidad de Uxama, tan cercana al objetivo, suponía un espaldarazo definitivo para la campaña. Además, aportaba saeteros y honderos, siempre útiles en las batallas.

Los romanos lo recibieron con un gran alborozo que contrastó con el temor de los auxiliares celtíberos, poco acostumbrados a la visión de bestias tan grandes como los elefantes con los que habían cruzado la península desde África.

Desde su llegada los diez elefantes habían probado su utilidad a la hora de talar árboles —si no eran grandes los rompían fácilmente con sus patazas o empujando con la cabeza— y transportarlos hasta los carros, de los que después, en muchas ocasiones, tiraban para alivio de los soldados.

Todo ello otorgaba un indudable prestigio al joven númida, quien pese a su tosco latín se mostraba además especialmente comprometido con la estrategia de Escipión.

Yugurta sabía en su fuero interno que su tío Micipsa se guardaría de enviarle refuerzos y por eso cuidaba al máximo a su gente, al tiempo que ponía gran interés en descubrir cómo funcionaba el prestigioso ejército de Roma.

2

Tan empeñado estaba Yugurta en aprender las tácticas de los romanos que desde que se había sumado a la expedición ordenaba a sus hombres fortificar cada uno de los campamentos a imitación de sus aliados e instalaba sus tiendas norteafricanas en el interior de un foso como el que habían cavado en el cerro donde habían ocupado sus posiciones frente a la ciudad rebelde. Ahora lo abandonaba junto con su reducido séquito.

—¿Tanto hay que aprender de un hombre que en vez de arrasar a un enemigo diez veces inferior en número se dedica a construir un muro a su alrededor? —preguntó su lugarteniente Mussa, un abisinio negro como el azabache, alto como una espiga—. Nunca he conocido el caso de un ejército numeroso que asedie una ciudad cuyos habitantes no rechazan el combate. Siempre he oído decir a todos los militares con los que he tratado que el asedio desgasta tanto al atacante como al defensor.

—Escipión comprende que la guerra se basa sobre todo en no atacar los puntos fuertes del enemigo —contestó Yugurta—. Él sabe que las tácticas militares son como el agua, que huye de los lugares altos y se apresura a los sitios bajos. Al igual que en los asuntos amorosos, el camino sinuoso suele ser el más seguro. Por eso en vez de llegar por la cuenca del Duero cargando con carros de trigo y hombres exhaustos, en clara desventaja, el cónsul ha preferido el rodeo que ha tomado. Y de paso aprovecha para arrasar los campos de los aliados de esta gente. Es un general inteligente.

—Su prudencia será legendaria. Pero mi impresión es que sobre todo desconfía de sus hombres. Y he oído también decir a los tribunos —continuó Mussa, al que Yugurta tenía designado como lugarteniente entre otras cosas porque había viajado a Roma y conocía los rudimentos del latín— que, tras la destrucción de Cartago, Tiberio Graco, el actual tribuno de la plebe en Roma, por quien el cónsul siente una debilidad especial, enfermó gravemente. Ambos compartían tienda durante la guerra contra Cartago. Parece que el Africano Menor estuvo a punto de adoptarlo.

—¿Y por qué no lo hizo?

—Porque Tiberio tiene inclinaciones por la plebe que no comparte. La política los ha separado. Pero Escipión siempre ha visto en él al hijo que su mujer infértil no pudo darle. Uno de los tribunos que estuvo en el asedio de Cartago cuenta que, cuando Tiberio Graco enfermó, Escipión hizo votos de que si se recuperaba no volvería a arrasar ninguna otra ciudad. Al parecer está tremendamente contrariado con las reformas que Tiberio quiere imponer en Roma y se lo hace pagar a Cayo Graco, el otro hermano de su mujer que participa en esta campaña.

Yugurta callaba meditabundo.

Él todavía no había contado a su lugarteniente los planes que tenía para el futuro. Pero Mussa era observador. A base de frecuentarlo durante las semanas pasadas juntos empezaba a conocer bien al joven y a leer sus gestos como en un libro abierto.

Yugurta todavía no sabía si era bueno o malo tener a su lado a alguien tan sagaz, y tampoco tenía del todo claro el nivel de lealtad que podría exigirle cuando llegase el momento.

—Sigue indagando, Mussa. Todo lo que sepamos de estos romanos, y en especial de Escipión, nos puede ser útil —dijo, azuzando su caballo—. Y ahora, vayamos al encuentro de esta gente.

3

Adulator propriis commodis tantum studet.

5
Continúan los preparativos
para el sitio

El ejemplo más célebre de construcción de una cerca o amurallamiento en torno a una ciudad es el del asedio de la ciudad gala de Alesia, en 52 a. C. En aquel caso, César logró rodear y aislar el oppidum mandubio mediante la erección de un muro simple. Pero, cuando el ejército galo de socorro se aproximó a la población, se vio obligado a levantar una segunda línea de muralla, orientada no hacia el interior sino hacia el exterior, y aún más compleja que la anterior…

DESPERTA FERRO, n.º VIII, La legión romana

1

Los tres generales se habían reunido a orillas del río Merdancho.

Cada cual llegaba desde el campamento que ocupaba con sus hombres: Escipión y Yugurta desde los cerros al norte, Fabio Máximo desde la Peña Redonda, al sur del riachuelo.

Entremedias, la primera empalizada estaba terminada y las tropas seguían trayendo piedras de las canteras cercanas para la muralla que habría de construirse a trescientos pies por detrás de la valla recién completada.

Los diferentes hombres de confianza de aquellos jefes —Lucilio, Cayo Mario, Cayo Graco, Mussa el lugarteniente de Yugurta— formaban un círculo alrededor con los caballos y algunos sirvientes de confianza.

—Este riachuelo, antes de que el caudal crezca con las lluvias, será fácil de salvar con un puente —dijo Escipión. Una vez pie en tierra se refrescaba la cara en la orilla—. Más complicada será la laguna que hay al norte de Numancia. Y sobre todo el Duero, vista su anchura. Eso son aguas navegables. Debemos controlar sus cauces para evitar que por ellas llegue ayuda de ningún tipo. En todo caso nos encargaremos del Duero lo último y una vez cercado el resto —añadió, con el asentimiento de Máximo.

Aunque adoptados por gens diferentes, los dos mantenían una relación estrecha desde niños debido a que sus respectivas familias tenían importantes lazos entre sí. Además, su padre natural, Lucio Emilio Paulo, el vencedor de la tercera guerra macedónica, que los dio en adopción al divorciarse y volverse a casar con una mujer con la que tenía más hijos, se había preocupado de que recibieran una formación esmerada.

Él fue quien encargó su educación a Polibio, el cual, desde su llegada a Roma muchos años atrás, tenía un gran prestigio entre la aristocracia latina. El sofisticadísimo griego había sido preceptor de ambos.

Polibio, aunque llegó como rehén, había permanecido en Roma incluso cuando Escipión consiguió que el Senado le diese permiso para regresar a Grecia. El griego hacía dos décadas que acompañaba al Africano Menor en sus campañas importantes. El tiempo había trocado el afecto tutelar en amistad. Veinte años los separaban.

—En fin, ¿cuáles son las nuevas de hoy?

—En mi campamento ha surgido un problema, Publio. Hay mujeres numantinas que bajan cada día a orillas del Duero y mis hombres andan alborotados. Ya lo he dicho alguna vez. Tener soldados faltos de hembras nunca es bueno.

—Sabes lo que pienso al respecto, Quinto.

—Y yo te repito que suscitamos tensiones innecesarias. A mis hombres los están volviendo locos unas piernecitas de niñas bañadas por el Duero —continuó Máximo cuya capa ondeaba al aire siempre molesto de la meseta—. Sé que me vas a decir que deben conformarse como hacemos nosotros. El problema es que a veces se alivian unos a otros por las noches. Eso tampoco es bueno. Muchos dicen que en vez de tanto cavar lo que deberíamos es coger las espadas y atacar de frente esa población tan mermada por los años de guerra. Cada vez hay menos varones armados. Como mucho, he calculado que queden ahora mismo cuatro mil hombres capaces de empuñar un arma. Nosotros somos quince veces más.

—Lo hemos discutido, Quinto. Sabes perfectamente que lo que tenemos es una tropa de malos legionarios y muy corrompidos, desmoralizados por derrotas sufridas bajo los anteriores cónsules. No hay fondos para más. Por otra parte, estás cuestionando mis órdenes. Olvidas quién es el cónsul nombrado por el Senado.

—Y tú, Publio, olvidas que con diecisiete años acompañé a nuestro padre a Macedonia y luché con él en la batalla de Pidna, y que no hace tanto fui nombrado cónsul para Hispania, junto con Mancino. Y aquí regí los destinos de la Ulterior y mandé el ejército que obtuvo la única victoria de Roma contra Viriato.

—El asunto está zanjado, Quinto —dijo Escipión, mirando a su alrededor.

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263 стр. 6 иллюстраций
ISBN:
9788417241827
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