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3

Pero no todo en la vida es amargura.

Es cierto que a Idris le faltó el amor de un padre. El talante violento y cambiante de Leukón encontró un objetivo fácil en aquel niño que correteaba en torno a su hogar y pasaba el tiempo con los demás críos del clan y las mujeres que rodeaban a Stena, evitando cuanto podía al jefe, que entraba y salía y se ocupaba de las cosas de la guerra que empezaban los arévacos con Roma.

Así, mientras Leukón y sus hombres de confianza lideraban las acciones bélicas en los campos de batalla, los hermanos vagabundeaban por los pinares y escapaban al Duero, donde se bañaban con los hijos de las familias principales y, entre ellas, la de Ávaros, cabeza del segundo clan más distinguido tras el de Leukón.

Si Leukón tenía una clientela de veinte familias, Ávaros tenía diecinueve. Igual no había matado tantos enemigos, pero le aventajaba en el arte de la diplomacia. Los hombres de la asamblea se hallaban divididos entre aquellos dos caudillos que rivalizaban abiertamente por la jefatura.

La naturaleza zanjó la disputa: Leukón engendraba varones, Ávaros solo hijas. Sus tres primeros retoños fueron hembras. Solo al cuarto intento nació un varón que en un futuro defendería su nombre y llevaría el estandarte del clan.

Pero ya entonces los dos hijos de Leukón inspiraban más confianza, y eran más numerosos quienes entendían que la ciudad estaría mejor protegida con él. Como la hija mayor de Ávaros, Anna, nació coja y contrahecha, las viejas rumorearon que algo había en la semilla de Ávaros que parecía invalidarlo para regir los destinos de la ciudad.

Esas tres hijas estaban entre los chiquillos que pasaban el tiempo con Idris y Retógenes durante los días en que los hombres salían a cazar o a guerrear, cuando Olónico se encargaba de educarlos en el respeto a los dioses e iniciarlos en los secretos de la naturaleza. Y como para compensar la pasión que sentía Leukón por Retógenes, los dioses le concedieron a Idris la belleza de su madre. Más de una numantina suspiraba tras sus pasos a medida que crecía.

Anna había venido al mundo con la columna vertebral dañada, y a los pocos años contrajo una enfermedad que no le permitió desarrollar sus extremidades inferiores.

Sus dos piernas eran tan delgadas que parecía que cualquier golpe las fuese a quebrar. Aunque las cubría con la túnica, se notaba siempre esa debilidad. El dolor era tal que para andar se vio obligada a utilizar dos muletas que le fabricó el carpintero de su familia.

En cambio, Aunia era la más hermosa de las numantinas. Desde muy pronto desarrolló una querencia por Idris y él por ella, que se acrecentaba con la compasión que ambos mostraban hacia Anna. Aunia e Idris se emparejaban siempre y podían pasar muchas horas a orillas del río o en la cabaña de Olónico bajo su mirada siempre vigilante.

Aquella querencia con la pubertad se convirtió en algo más. La intimidad fue desarrollando unos vínculos que las escapadas en las noche de verano y el descubrimiento del cuerpo del otro transformaron pronto en un amor incipiente y juvenil, pero amor al fin y al cabo, aunque se contuvo durante mucho tiempo dentro de los lindes de la inocencia.

Ese fue el refugio que permitió a Idris sobrellevar esos primeros años en los que su pequeño mundo se vio amenazado por aquel imperio lejano cuyo nombre estaba cada vez más presente en los hogares celtíberos: Roma.

4

La primera vez que Idris tuvo una noción del poder de Roma fue un día que Olónico dibujó con un palo, sobre la arena húmeda junto a la laguna, un esbozo del mundo conocido.

El adivino de Numancia enseñaba cuanto necesitaba ser sabido a los niños de los principales clanes. Ese día les estaba mostrando dónde encontrar setas y cuáles se podían comer sin peligro. Y ya con las cestas llenas aprovechó para instruirlos sobre el mundo.

—Aquí están los arévacos. Aquí, hacia poniente, los lusitanos. Más arriba, pasadas unas montañas muy altas, los celtas. Al otro lado del mar también hay celtas. Y lo mismo aquí en Hibernia y en otra isla que hay hacia el oriente. Hacia el occidente nadie sabe lo que hay. Y hacia el sur, al otro lado del mar, está la Numidia…

—Pero Roma… ¿Dónde está Roma? —preguntó Idris.

—Roma está hacia el levante. Aquí.

—¿Y cuáles son los territorios que controla?

—Todas estas islas y todo esto que dominaba en su día Cartago. También Grecia, que está un poco más allá, en otra península. Y ahora Roma amenaza con expandirse hacia el Asia, que es inmensa.

—¿Cómo sabes tanto? ¿Cómo conoces todos esos sitios? —preguntó Aunia.

—Porque los hombres viajan y cuando se encuentran con otros hombres gustan de contar lo que han visto.

—¿Has visto todas esas tierras con tus ojos?

—No. Pero he hablado con suficientes viajeros para saber cómo son esos lugares y las gentes que los pueblan. ¿A vosotros os gustaría conocerlos? Por vuestras caras, Anna, Aunia y Ama, parece que no. Pero la expresión de Idris es diferente…

—A mí me gustaría ver países lejanos. Quiero descubrir qué hay más allá de los mares.

—Algún día viajarás por tierras remotas e incluso cruzarás algún mar, antes de llegar a la morada de Lugh. Pero no olvidéis ninguno que los hombres somos como las plantas. Igual no se ven nuestras raíces, pero existen. Nos atan a nuestra tierra. ¿Y qué pasa cuando se cortan las raíces? ¿Veis ese nenúfar, en ese estanque que se ha formado ahí? ¿Sabéis por qué está quieto? La raíz lo sujeta al fondo. Si esa raíz se cortase, la planta iría a la deriva y se perdería en el río. Quedaría a la merced de la corriente.

—¿Como un milano soplado por el viento?

—Así es. Pero Lugh, a todo le da sentido aunque nosotros no lo entendamos. Cuando nosotros, débiles mortales, no vemos la razón de un suceso, como las lluvias torrenciales, la sequía que destruye las cosechas o las epidemias, solo nos queda confiar en Lugh porque todas esas cosas ocurren por su designio.

—Si Idris se fuera a un lugar lejano, yo me iría con él —dijo Aunia.

—Yo también —apuntó Kara, la hija del herrero, que también asistía a las lecciones del sacerdote, tras un momento de duda.

El sol se estaba poniendo. Se encendía por encima del robledal al otro lado de la laguna.

—Ya es tarde —concluyó Olónico—. Volvamos a Numancia. Volvamos con vuestras familias.

5

Los romanos siempre fueron el principal enemigo de los arévacos. Con ellos habían estado en guerra desde que Leukón se erigió en jefe militar, y con ellos seguirían en guerra cuando Leukón muriese.

Durante la infancia de Idris, Roma estuvo en el centro de todas las discusiones que mantenía el consejo de ancianos en casa de Leukón al calor de las brasas o a la luz de la luna, cuando se reunía en las cálidas noches de verano.

¡Roma! La lejana ciudad hacía más de dos décadas que mantenía la paz firmada por Sempronio Graco con los pueblos de Hispania. Los ejércitos romanos que controlaban el territorio se habían mantenido mucho tiempo inactivos. Y sin embargo Segeda, la ciudad de los belos, aliada de los numantinos, osó desafiar al lejano poder construyendo una muralla que, decían los invasores, violaba los términos de la paz.

Aquel incidente inflamó los ánimos de los segedenses y el Senado de Roma ordenó a sus legiones marchar contra la ciudad. Ante la presencia de un ejército tan numeroso, los segedenses optaron por refugiarse en territorio de los arévacos, en las faldas de los cerros de Numancia, bajo la protección de Leukón, quien al enfrentarse a la potencia extranjera buscó alianzas con las ciudades vecinas.

De entre todas ellas, Termancia, hacia el suroeste, era con la que mejores relaciones mantenían. Termancia nunca capituló ante Roma. Por eso Leukón viajó hasta allí con sus dos hijos. El jefe Babpo los acogió en su casa y allí compartieron la carne asada de un ciervo. Entre jarra y jarra de cerveza, los dos caudillos intercambiaron las esteras de hospitalidad y se juraron fidelidad mutua y odio eterno a Roma.

En Termancia Idris y Retógenes vieron por primera vez a un legionario.

Ese año los romanos llevaban desde la primavera en la región. Habían plantado ante la cara sur de Termancia, no lejos del río, un campamento fortificado. Los termantinos, jactándose de la inaccesibilidad de su ciudad, tenían por costumbre salir de las murallas a la caída del sol y acercarse a provocar. Había entre ellos un guerrero que medía más de seis pies. Era fornido como ninguno y llegaba hasta casi las puertas del campamento enemigo, donde increpaba a los legionarios a grandes voces y los retaba a un combate singular. Cada noche rodeaba el lugar con su carro y regresaba a la ciudad, por la puerta del sur. El silencio respondía a los gritos que les lanzaba en su tosco latín.

—¡Esos son los romanos! Cobardes como ellos solos.

Al cuarto día de repetirse la provocación, de repente sonaron las bucinas en el interior del campamento. La puerta se abrió para dejar salir a un único legionario que, poco a poco, con su gladius en la mano, se acercó al gigante.

—¿Y ese es el campeón que enviáis? —se burló el termantino. Y bajó de su carro.

Al correrse la voz, los arévacos acudieron a las murallas.

Leukón subió a lo alto de uno de los farallones de arenisca que sobresalía de la fortificación con Babpo y sus hijos para presenciar la escena. Pese a la distancia, Idris y Retógenes pudieron observar perfectamente cómo se batían los dos guerreros en un espacio, cercano al campamento, que los romanos habían despejado de árboles. El termantino acometía con fiereza desde el principio. Buscaba intimidar a su contrario. Le insultaba a cada momento. Y sin embargo aquel romano bajito y quieto aguantaba cada embestida con entereza, sin pronunciar ni una palabra.

—¿Qué te pasa, romano? ¿Es que no sabes hablar? ¿Te ha comido el miedo la lengua?

Cada nueva bravuconada era acompañada por la correspondiente embestida. No obstante, el romano esquivaba las embestidas con habilidad, sin dejar de observar a su contrincante.

Por fin los dos se enzarzaron cuerpo a cuerpo. Los golpes de espada de uno y otro se encontraron con los escudos y en las murallas se oyeron exclamaciones animando al grandullón: nadie dudaba de que saldría vencedor. Pero repentinamente el gigante dio un paso atrás. Se tambaleó. Tras bajar el brazo que agarraba el escudo dejó caer la espada que sostenía en la diestra. Se estremeció un momento. Se llevó una mano al vientre, donde el romano le había hundido la espada, y cayó de rodillas.

El legionario se acuclilló para limpiar la hoja en la hierba y la enfundó. Se acercó al caído y se inclinó sobre él. Al ponerse en pie, agitó en dirección a las murallas de la ciudad la torca que había arrancado a su rival. La alzó en el aire al son de las bucinas triunfales y los gritos de júbilo de sus compañeros de armas que contemplaban todo desde el campamento.

Años más tarde Idris todavía recordaría la amargura con que su padre y Babpo acogieron aquella derrota simbólica.

—Aprended los dos que no siempre muerde más el perro que más ladra… —dijo Leukón—. La fuerza se le fue por la boca.

—Son pequeños esos romanos, pero saben luchar —asintió Babpo.

Ese día Idris entendió que la jactancia nunca jamás es buena consejera.

6

Pese a ello no fueron derrotas frente a las legiones que llegaban cada primavera, siempre bajo mando de un nuevo cónsul, sino victorias las que prevalecieron y marcaron la jefatura de Leukón. De todas, la mayor fue la que obtuvieron en la batalla que los romanos llamaron de la Vulcanalia, por darse en el día consagrado a Vulcano, dios del fuego.

Ese año los numantinos y sus ciudades aliadas reunieron un gran ejército para combatir a las legiones consulares. El enfrentamiento era seguro, vista la hostilidad con que se había acogido en Roma a los mensajeros arévacos, a los que se obligó a permanecer fuera de las murallas de la ciudad y se dio tratamiento de enemigo.

Finalmente, durante la primavera, se pudo juntar un ejército de más de veinte mil infantes y cinco mil jinetes que lideró el segedense Caro.

Apenas tres días después de su elección, Caro se apostó en una zona de monte bajo y atacó a los romanos cuando la columna de marcha se adentró en una quebrada del terreno.

Leukón lideraba el contingente numantino.

El combate, duro e incierto en un principio, terminó con un gran triunfo sobre los invasores, que dejaron el terreno lleno de cadáveres. Y sin embargo, cuando los arévacos los perseguían de forma desordenada, un contrataque de la caballería romana que custodiaba los bagajes resultó en la muerte de muchos celtíberos y entre ellos, Caro.

Esa misma noche, los arévacos se reunieron en Numancia y eligieron como nuevos generales a Ambón y, de manera unánime, a Leukón.

7

Corría, pues, el tercer año de la centésima quincuagésimo sexta Olimpiada*, y el sol se alzaba como una gran rueda de fuego por encima del río Duero, cuyo cauce había menguado lo suficiente en el estío como para ser vadeable, cuando llegaron las noticias de que el cónsul Nobilior, ya repuesto de la derrota, se acercaba de nuevo a Numancia.

Por el Duero habían cruzado de manera precipitada, un mes atrás, los romanos después de la estrepitosa derrota ante Caro.

El ejército consular se dirigió hasta el Talayón de Renieblas, un alto monte a escasos veinticuatro estadios de Numancia, donde, con el pretorio orientado hacia la ciudad arévaca, habían recompuesto sus fuerzas en un campamento que rodeaba la cima.

Los cuarteles romanos miraban por un lado hacia el este, por donde se levanta el Moncayo, monte sagrado de los arévacos, siempre coronado de nieve, y por otro hacia la coalición de celtíberos que, tras elegir nuevos jefes, acampaba en la llanura al pie de Numancia, perfectamente visible desde su atalaya.

El mundo amanecido debió antojárseles hermoso a aquellos hombres que se despertaron con el alba en sus tiendas y que, tras un frugal desayuno de pan con aceite y garum, una crema de pescado fermentado, agarraron sus jabalinas, sus espadas, sus escudos.

En un día normal los romanos habrían cargado su impedimenta en las mulas y preparado una marcha o algún entrenamiento con los que sus mandos pretendían mantenerlos en tensión y con los ánimos altos después de los durísimos enfrentamientos del verano.

Pero hoy había batalla y justo antes cada cual tenía su propia rutina: los más rezaban en sus aras a Júpiter o a sus dioses familiares, a sabiendas de que el augur había encontrado indicios favorables en las entrañas de la oveja sacrificada. Otros afilaban sus gladii mientras los centuriones pasaban por las barracas urgiéndolos con sus voces.

—¡No os preocupéis, que los que hoy durmáis en el Hades no necesitaréis gran cosa! Pero no olvidéis que la muerte persigue a quien le muestra la espalda.

Un par de horas más tarde los manípulos se organizaban en la amplia llanura que se extendía por el lado menos resguardado de Numancia.

Todos quedaron encarados con la sierra de Urbión en el poniente, con el sol de espaldas. A su izquierda, una hilera de álamos acompañaba el curso menguante del río Merdancho.

Teniendo a la vista la ciudad rebelde, los legionarios se escalonaron en una forma de damero dejando el suficiente espacio entre hombre y hombre para combatir con holganza.

Delante iban los vélites, los más jóvenes.

Detrás se prepararon los asteros, los príncipes y, en una tercera fila, los veteranos triarios que de inmediato hincaron una rodilla en tierra con solemnidad.

8

Aquel espectáculo lo contempló Idris junto con los críos y las mujeres que se iban colocando en lo alto de las murallas de Numancia. Todos vitorearon a los hombres que habían dormido en la ciudad, mientras salían por la puerta oriental en pos de Leukón.

A los romanos los flanqueaban tanto los aliados celtíberos que habían reunido por el camino —carpetanos y sobre todo tribus costeras del levante y también del sur de la Hispania Citerior— como la siempre numerosa caballería de los númidas, sus aliados tradicionales.

Los africanos cabalgaban sin silla y aun así controlaban como nadie sus pequeñas monturas.

Desde su posición en las almenas, a Idris le costaba apartar los ojos y se fijaba especialmente en los númidas, porque como buen numantino estaba obligado a ser un ágil jinete.

En toda Celtiberia el mismo caballo llevaba a dos guerreros, uno de los cuales descendía a luchar a pie, y muchos enseñaban a sus monturas a permanecer quietas durante el combate, atadas a una clavija de hierro en el suelo, hasta que regresaban. El propio Idris había visto a Leukón y a sus mayores domar a los animales y entrenarlos para que no tuvieran miedo al fragor de la batalla. Él mismo empezaba a cabalgar y a entrenarse para la lucha.

Un sol cruel iluminaba cada vez más un cielo claro y despejado donde no había ni una sola nube. El astro rey se cernía sobre la llanura agostada donde poco a poco la sombra de los romanos se iba acortando.

El sol hacía brillar los cascos de los celtíberos que se asomaban por el poniente a espaldas de Leukón.

Sin soltar su báculo de autoridad, el jefe de Numancia marchaba en posición adelantada en tanto que por encima de sus cabezas los buitres se juntaban por decenas en el cielo y volaban con sus largos cuellos encogidos y la vista puesta en el llano, en espera de que apareciesen los cadáveres, tal como ocurría cuando se congregaba tanta armadura.

—¡No os dejéis impresionar! ¡Todo el mundo en su puesto! ¡Mantened la formación en cuadro! —gritaban los centuriones romanos. La sed acrecentaba su impaciencia.

Cada vez despuntaban por el horizonte más y más penachos rojos de jinetes arévacos que con sus petos y armas de asta rivalizaban en número con la caballería númida. A sus espaldas, y formando una ordenada línea, llegaban infantes numantinos con sus escudos de madera en ristre, menos largos que los de los romanos pero más manejables.

La vista de aquellos celtíberos debió ser terrorífica. Aun así, los romanos se mantenían firmes en sus posiciones.

—¡Ha llegado el momento de vengar a Caro! —gritó Leukón—. ¡Acabemos lo que no pudimos concluir el mes pasado! ¡Rematemos a ese ejército de soberbios extranjeros!

—Que nadie se mueva. Que los vélites y asteros se preparen para el ímpetu. ¡Eicere pila! ¡Lanzad las jabalinas! —ordenó, por su parte, Nobilior desde lo alto de su caballo.

El cónsul se había instalado a la derecha de sus hombres en una zona ligeramente elevada.

Los niños y mujeres numantinas encaramados a las murallas podían verle desde lejos. Lo señalaron y aderezaron el ademán con insultos y maldiciones, como si el viento que se levantaba fuese capaz de llevarlos hasta aquel general romano de capa roja, acompañado de oficiales también a caballo, que observaba la cuidadosa disposición de su ejército y se preparaba para enfrentarse a su destino.

—Algún día, Idris, tú y yo lideraremos ejércitos así —murmuró Retógenes.

9

Aquello ya no era una emboscada como la que habían sufrido los romanos por el camino.

En ausencia del elemento sorpresa, que había ayudado a los nativos en su primer encuentro, este arrancó como una batalla clásica, con un lanzamiento masivo de jabalinas por parte de los vélites.

Los escaramuzadores, para el lanzamiento, daban un paso atrás y dos o tres hacia adelante, cogiendo impulso, y luego se replegaban por los pasillos que dejaban los manípulos entre sí para la maniobra.

Los arévacos se cubrieron con sus escudos. Cuando cesó la mortífera lluvia ellos también se descubrieron y arrojaron sus propias lanzas con los alaridos correspondientes.

—¡Protegeos! —gritaron los centuriones.

La andanada de proyectiles ensombreció momentáneamente el cielo.

Asteros y príncipes alzaron sus escudos. Los gemidos de los heridos llenaron el aire. Agonizaban los primeros hombres.

—¡Vamos a por ellos! ¡Echemos a los extranjeros de nuestro país! —gritó Leukón, al frente de los suyos.

¡Contendinte vestra sponte! ordenó el general Nobilior.

El clamor de uno y otro bando preludió el cuerpo a cuerpo.

Los asteros, que ya habían lanzado sus jabalinas, sus pila, fueron los primeros en acudir al enfrentamiento en tanto que las caballerías de uno y otro bando corrían furiosamente al galope.

Númidas y numantinos avanzaban por los flancos. Aunque se hostigaron lanzando sus ligeras y mortíferas jabalinas de hierro fino antes de retirarse de nuevo, ninguno de los dos cuerpos de caballería consiguió envolver al ejército enemigo.

—¡Mira allá, hermano! —señaló Retógenes.

Idris no lograba apartar los ojos del campo de batalla. Las vanguardias de ambos ejércitos se habían concentrado en dos filas continuas de hombres que se acometían en las primeras oleadas con una exaltación furiosa, con voluntad decidida de matar o hacer retroceder al adversario.

Tanto los niños numantinos desde la distancia como Nobilior, parado en lo alto del cerro en medio de sus ecuestres, constataron que la batalla parecía empatada.

Fue entonces cuando, mientras los asteros retrocedían para refugiarse por los pasillos previstos entre los príncipes, Nobilior, desde su mando, dio una voz al decurión.

—¡Que vengan los elefantes!

Un mensajero de los romanos partió a galope en dirección a la retaguardia. Al poco apareció por detrás del cerro a sus espaldas el arma secreta de Nobilior: los elefantes africanos que había enviado el rey de Numidia y que habían llegado mientras se hacían fuertes en la atalaya de Renieblas.

—¡Eso es lo que le ha decidido a dar la batalla! —murmuró Olónico, que durante sus viajes había conocido bestias similares.

Idris seguía hipnotizado. Una exclamación de temor recorrió las filas de la muchachada en lo alto de la muralla. Ellos y el mujerío observaron la evolución de un enfrentamiento que a partir del día siguiente podría determinar que se convirtieran en esclavos. Todos habían rezado a sus dioses para que favoreciesen a los suyos.

La aparición de los elefantes lo cambiaba todo.

Los más pequeños apenas cargaban con un conductor y un arquero o lancero con turbante blanco y el armamento tradicional de los africanos. Pero el resto llevaban encima torres de madera, auténticos castillos que protegían hasta a cuatro númidas de oscura tez, armados de las sarissas que habían heredado de los cartagineses y estos de los griegos, picas de veinte pies de largo con las que ensartaban a todo el que se pusiese a su alcance.

Los paquidermos portaban capuchones rojos y estaban pintados para que su presencia resultase pavorosa. Eran una veintena.

—¡Son demonios de Elman! —exclamaron las mujeres.

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9788417241827
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