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4

Los numantinos que salieron al día siguiente bajo un cielo con las nubes colgadas de los picos de la sierra anunciando próximas lluvias se encontraron con que, hacia levante, se alzaba una larga empalizada que bajaba del cerro más alto de los que rodeaban Numancia y llegaba hasta las cercanías del río Merdancho.

Durante las horas de la noche, los romanos habían cavado una fosa de medio metro, aprovechando la tierra extraída y cualquier piedra cercana para apuntalar unas estacas a las que solo dejaban las ramillas laterales que luego se entrelazaban.

Pero la sorpresa de los numantinos fue todavía mayor cuando en torno al mediodía y con un sol esplendoroso en lo alto del cielo corrió la voz de que volvía Idris, el hijo de Leukón, el gran caudillo de Numancia, al que este había expulsado de la ciudad diez años atrás como consecuencia de un enfrentamiento en el que era fama que estuvieron a punto de entrematarse.

A esas alturas nadie ignoraba que el profundo aborrecimiento de Leukón por su hijo databa del mismo día de su nacimiento.

A cualquier interesado por el asunto se le contaba que la madre había muerto durante el parto y que Leukón, que amaba con pasión a su esposa, nunca pudo soportar la vista del niño, que fue criado por una nodriza proveniente del norte y por Stena, la esclava que el caudillo había tomado como segunda esposa y con quien tuvo su segundo hijo.

Aquella era una de las historias que los viejos del lugar contaban al calor de la hoguera, cuando caía la noche, junto con otros relatos que explicaban el pasado de Numancia. Desde entonces muchos viajeros regresaban jurando que habían visto al hijo de Leukón enloquecido y cabalgando como un alma en pena por los montes que rodeaban su antigua patria.

Por eso, nada más saberse la noticia, enseguida abarrotaron las calles decenas de numantinos que se asomaron para ver pasar a aquel jinete que, tras identificarse a voces, cruzaba los portalones abiertos desde primera hora que flanqueaban dos torreones por el costado norte de la ciudad.

En medio de la expectación el hombre que debiera haber sido un día su jefe recorrió en silencio y haciendo caso omiso de miradas unas calles que conocía de memoria y que se orientaban en dirección oriente-poniente, salvo las dos principales, que miraban al septentrión, y que en los cruces rompían la alineación para formar esquinas que cortaban el helado viento que corría en invierno, el temido cierzo.

Seguido cada vez por más gente, el recién llegado guio su caballo thieldón hasta el umbral mismo de la casa paterna, que estaba en el mejor barrio de Numancia, hacia el sureste, y descabalgó.

Sujetando al animal entró en el patio donde de inmediato quedó encarado con su hermano Retógenes, que salió sin siquiera dirigirle la palabra.

5

—Veo que te alegras de verme —dijo Idris. ¿Dónde está padre?

Aunque nacidos de la misma simiente, no podía haber mayor contraste entre dos hermanos.

Los ojos de Idris eran zarcos, fríos. Su tez, clara. El cabello rubio y tan largo como el de los guerreros arévacos. Medía más de cinco pies y su físico musculoso estaba lleno de cicatrices. Se cubría con un sago desgastado que medio escondía la espada sujeta al cuerpo por un tahalí, y del ancho cinturón de cuero pendía por el otro lado un puñal.

Retógenes, en cambio, era barbudo y ancho de espaldas. Tenía el pelo oscuro y enmarañado, sujeto por una fina cinta sobre la frente. Andaba en túnica corta. Llevaba a su costado una larga espada suspendida por anillas al tahalí. Y nada en su presencia lo distinguía, salvo sus ojos oscuros y penetrantes como dagas en los que anidaba siempre una sorda amenaza.

—No está nuestro padre. Y no lo estará nunca para ti, bien lo sabes. No entiendo cómo tienes la desfachatez de presentarte aquí. ¿No aprendiste que el exilio, según nuestras costumbres, es irrevocable?

—Regreso —replicó Idris—, porque he tenido noticia de que Roma ha movilizado un ejército de más de sesenta mil hombres para atacar Numancia. El general que los lidera es el cónsul que destruyó Cartago. Y tiene órdenes de hacer lo mismo con vosotros. Estáis en grave peligro. Os harán falta todos los apoyos que podáis tener.

La confrontación seguía atrayendo gente. A los numantinos congregados en la calle les llegaban las voces de los dos hermanos.

—Numancia lleva mucho tiempo resistiendo los envites de Roma —dijo Retógenes—. Y volverá a hacerlo, hermano. Llevamos años sin tu presencia. Y ni se te ha echado en falta ni se te echará cuando te marches por donde has venido. Te ruego por lo tanto que des media vuelta, montes en ese caballo y no regreses jamás, pues ese es el deseo de nuestro padre.

El caballo que Idris tenía sujeto por la brida era una hermosa yegua de pelaje moteado con cola y crines oscuras. El animal se removió inquieto y soltó un relincho. Era como si entendiera lo que se hablaba. Idris la tranquilizó acariciándole el morro.

—Te repito que no me iré sin haber hablado con él.

Retógenes meneó la cabeza. Él conocía bien la terquedad de Idris. Por unos momentos estuvo tentado de echar mano a la espada, tal como tenía encomendado. Pero justo entonces se oyó una voz ronca a sus espaldas.

—No desenvaines el arma, hijo. Déjale hablar. Quiere hablar conmigo. Sea —dijo Leukón, surgiendo de la penumbra.

6

Leukón había vivido diez largos lustros y, pese a que hacía un par de inviernos que la nieve no abandonaba su barba y que su pelo era cada día más escaso por encima de su amplia frente, aún mantenía el vigor suficiente para matar, cuando era necesario, hombres tres veces más jóvenes.

Veinte años hacía que había luchado junto a Caro el día en que ambos comandaron a los arévacos en la grandiosa emboscada que destrozó al ejército de Nobilior y que ya era cantada por toda la Celtiberia.

Cuando Nobilior lanzó sus elefantes contra Numancia, él mismo lideró la coalición celtíbera durante la persecución de las tropas invasoras y pudo pagarse el lujo de rematar a una de aquellas bestias que después de ser herida terminó por doblar las rodillas en medio de un enjambre de hombres que atacaba sus ojos y hurgaba con sus armas hasta encontrar los resquicios más blandos de su piel.

Leukón también estuvo al frente de la ciudad cuando, tras la derrota imprevista del cónsul Mancino, los romanos lo trajeron de vuelta desde Roma y lo dejaron maniatado a las puertas de Numancia.

Por su mano habían perecido centenas de legionarios a lo largo de las décadas. Y todos habían aprendido que la consigna arévaca de morir durante el combate antes que aceptar la derrota no era ninguna broma.

Bajo esa máxima, Numancia se había hecho célebre, respetada.

Aquel era el hombre que, avanzando unos pasos, se encaraba con su hijo apoyado en un báculo de autoridad que remataban en su parte superior dos bustos de caballo mirando cada cual hacia un lado.

Resultaba claro que su rostro envejecido era más parecido al de Retógenes que al de Idris, y casi se diría que la expresión se contagiaba del uno al otro.

Diez largos años habían pasado desde la última vez que Leukón e Idris habían estado frente a frente, y durante unos instantes eternos los dos mantuvieron la mirada con una tremenda dureza, sin apartarla ni uno ni otro.

La cicatriz que le había hecho al padre el hijo seguía visible en la mejilla del jefe.

—¿Qué es lo que quieres? —dijo Leukón.

—Solo ayudaros. En todas las poblaciones que nos rodean, en Uxama, en Termancia, en Lutia, se habla del enorme ejército movilizado por Roma. Os habrá llegado noticia de que Uxama les ha rendido vuestro depósito de trigo. Todos dan a Numancia por destruida. Yo no podía quedarme cruzado de brazos. Por eso estoy aquí. No exigiré honores de jefe, solo derecho a guerrear por mi gente.

—Esta ya no es tu gente.

Aquellas seis palabras pronunciadas por Leukón hirieron profundamente a Idris, quien por un instante lamentó haberse decidido a volver.

—Lo queráis o no lo sigue siendo.

—Nosotros te decimos que no —respondió Retógenes.

—¡Calla, déjame hablar! —exclamó Leukón.

7

Retógenes retrocedió un paso visiblemente enojado por la manera en la que su padre le retiraba toda autoridad ahora que era él su sucesor y el hombre destinado a ejercer la jefatura cuando desapareciese. Su orgullo se resintió vivamente.

Pero antes de que pudiese replicar nada, salió del interior de la casa su madre.

A Stena la seguían sus dos hijas pequeñas, las últimas que había alumbrado y que se agarraban a su cintura. Cada una llevaba consigo la pequeña muñeca de madera que les había entregado Olónico y que Idris reconoció enseguida: eran idénticas a las que acariciaron en su día las hijas de Ávaros.

Stena, que era tres lustros más joven que Leukón, había parido ocho criaturas, de las cuales solo tres habían sobrevivido. Pese a ello y pese a que estaba cada vez más entrada en carnes, aún se adivinaba en ella la belleza de su juventud.

Aquella mujer que le había permitido compartir el pecho destinado a su hijo se había ganado un cariño que asomó por un momento a los ojos de Idris.

La antigua esclava llevaba el pelo grisáceo cubierto por una toquilla prendida a los hombros de su túnica con fíbulas de bronce, y un pectoral dorado decorado con esvásticas brillaba en su pecho colgando de una cadena. A Idris le dolió constatar el efecto que el tiempo había tenido sobre ella.

—Idris tiene razón —dijo Stena—. No es el momento de nuevas divisiones. Hemos de enterrar lo pasado. Diez años han sido suficiente castigo.

Leukón se volvió hacia su esposa con una mirada reprobatoria. La clemencia femenina le irritaba. Pero era sabido que en el ámbito doméstico y en todo lo que tenía que ver con la familia, al final hacía más caso del que pretendía a su mujer.

—Está bien —dijo—. Aunque solo porque lo quieres. ¡Que se instale en la casa del herrero, que acaba de morir! Eso sí, hazte discreto y procura no cruzarte en mi camino.

—Así lo haré, padre. No lamentarás haber tomado esta decisión.

Pero Leukón ya le volvía la espalda y desapareció en el interior de la casa.

8

A esas horas algunas numantinas aprovechaban el buen tiempo para bajar hasta donde el Duero doblaba su curso al pasar junto a Numancia.

En la ladera, fuera de las murallas, se levantaban algunas casas. Por ahí se extendió la ciudad en tiempos de la primera guerra contra Roma, cuando muchos vacceos y arévacos se refugiaron en ella, y un poco río arriba estaba el embarcadero al que llegaban los pequeños esquifes con velas que utilizaban los comerciantes de otras poblaciones ribereñas para transportar sus mercancías.

El Duero tenía allí ciento veinte pies de ancho entre orilla y orilla. Un único comerciante de vino recién llegado negociaba con un cliente de Leukón. No muy lejos, un par de hombres con la túnica remangada y el agua hasta las rodillas pescaban con un palo afilado entre las rocas rodadas. En los sotos ribereños se alborotaban las últimas golondrinas.

Una media docena de muchachas excitadas acababan de acercarse al agua fresca que corría sobre los cantos junto a la ribera donde las raíces de los chopos, juncos y mimbreras se mezclaban con el musgo que cubría el suelo en zonas umbrías.

Aquel era el punto más cercano a Numancia donde uno podía bañarse cuando el tiempo lo permitía.

Muchos preferían la laguna emplazada hacia el norte, más tranquila, pero había orden de no acercarse por la proximidad de los romanos, de modo que las jóvenes habían decidido quedarse en la cercanía de la ciudad.

—Metamos los pies en el agua —dijo Aunia, desatándose las correas de las abarcas.

Un grupo de devotos de Leukón, todos con casco, escudo y lanza, seguían a Aunia a cierta distancia mientras las mozas se acercaban al borde del agua donde el río se remansaba.

La hija de Ávaros bajaba a menudo allí porque se decía que Numa, el fundador de Numancia, tras alcanzar al jabalí infernal y darle muerte, se había encontrado en esa misma orilla con una de las diosas Matres, a la que forzó. Esa Matre fue la que dio nacimiento a los numantinos. Aunque Lugh los castigó con la muerte de sus primogénitos, la diosa había parido en la misma ribera siete veces. Desde entonces recurrían a ella las mujeres que querían concebir. Y es que toda Numancia sabía que Aunia, después de cuatro años de matrimonio, seguía sin descendencia.

Durante algunos días la hija de Ávaros había creído que por fin la diosa escuchaba sus ruegos.

Pero esa misma mañana sus ropas volvieron a aparecer manchadas con la sangre menstrual: eso le había provocado una decepción importante. Hacía un par de horas que daba muestras de irascibilidad y las chicas sufrían su humor alterado. Todas vestían túnicas blancas de lana. Todas llevaban la cintura bien ceñida por un ancho cinturón rematado en un broche de bronce. Todas tenían el cabello recogido en largas trenzas como gustan las arévacas.

—¿Todavía no? —preguntó su hermana pequeña, Ama, alejándose del resto para sentarse a su lado. Ella conocía bien sus estados de ánimo. En los últimos tiempos se habían acercado mucho las dos. Una trucha brincó no lejos sobre el agua.

—Todavía no —respondió Aunia.

—Retógenes se va a sentir decepcionado… —dijo Ama.

Aunia se encogió de hombros y jugueteó con el brazalete en espiral que llevaba en su brazo izquierdo. Pero enseguida cambió de tema.

—Lástima que no podamos ir a la laguna. Pronto el agua estará demasiado fría…

Aunia creyó percibir un movimiento en la otra ribera. No estaba muy segura, porque sus ojos, cuando miraron hacia el otro lado donde crecía un sauce llorón, no vieron nada. Aun así se sintió incómoda.

—Vámonos… —dijo.

Y se puso en pie justo cuando desde la ciudad bajaba corriendo Nunn, una chica menuda y vivaracha perteneciente también a la clientela de Leukón, a quien su padre tenía previsto desposar en breve.

9

—¡Aunia!

La joven aún jadeaba y recuperaba el resuello mientras Aunia se calzaba en la orilla. Sus piernas relucían a la luz del sol, morenas y bien torneadas, con la firmeza de la juventud. A su lado las demás parecían niñas. Todas pertenecían al clan de los Leukón o al de Ávaros, el gran rival de Leukón, al que había disputado, sin éxito, la jefatura.

—Aunia, traigo noticias. ¡Idris ha vuelto a la ciudad!

—¿Estás segura de lo que dices?

La inquietud se había apoderado de Aunia. Un torbellino de emociones y pensamientos descabellados acudió a su cabeza. Esto era algo que ni ella ni nadie esperaba… No a esas alturas y desde luego no de esa manera.

—Como de que luce el sol. Ha cruzado la puerta norte. Llegó hasta la casa de su padre y allí se encaró con tu Retógenes. Mi prima estaba con Stena. Lo ha oído todo. Idris ha dicho que Numancia necesitará ayuda para defenderse de los romanos y que nadie puede quitarle el derecho a luchar por la ciudad. Leukón iba a echarle pero Stena ha intercedido por Idris…

Aunia torció el gesto y su hermana pequeña la ayudó a colocarse la toquilla, cubriendo las espesas trenzas sujetas por coleteros de plata. Sin decir ni una palabra ambas volvieron hasta donde esperaban los guerreros.

—Vamos —dijo Aunia al tiempo que recogía su túnica para andar con celeridad.

Las muchachas conocían el pasado de Aunia y callaron mientras se encaminaban en grupo de vuelta a Numancia.

Los hombres armados que había desplegado Leukón por precaución las siguieron con un bostezo. Todos ascendieron por el sendero de arena que serpenteaba entre las encinas y llevaba hasta la puerta de la ciudad.

10

Amor metu vacat.

3
Arranca el asedio

CIRCUNVALAR (del lat. circumvallare). Cercar, ceñir o rodear una ciudad, una fortaleza, etc.

DRAE

1

—¿Qué demonios les pasa a los hombres, decurión Mario?

El campamento que Escipión había puesto bajo el mando de su hermano, Quinto Fabio Máximo Emiliano, estaba situado en el cerro que los indígenas llaman Peña Redonda, enclavado en unas lomas que bajaban mansamente al río Merdancho. Desde su posición elevada al sureste del cerro de Numancia se podía controlar la ladera meridional de la ciudad. Su eje principal corría de noroeste a sureste siguiendo una zona allanada y en su centro se cruzaba con otra vía perpendicular.

La organización del campamento era la habitual. Los barracones se iban levantando en torno a las tiendas. Estaban alineados a lo largo de calles paralelas formando una cuadrícula y los contubernios se organizaban según un orden que los hombres conocían de memoria. Cada cual tenía su propia mula y un par de sirvientes para cuidar la provisión de agua y ayudar a montar y desmontar las tiendas o reparar los equipos.

Más o menos en el centro de los cuarteles, donde se cortaban la vía pretoriana y la principal, se elevaban las primeras toscas construcciones alrededor de una plazoleta que hacía las veces de foro, y junto a ellas estaba, aunque aún fuera una simple tienda, el pretorio de su general Fabio Máximo. La construcción en piedra arrancaría pronto. Pero después de acabar la muralla exterior.

—No lo sé, general.

—Ve a informarte.

Sentado en una silla plegable, Quinto Fabio Máximo volvió a cerrar los ojos mientras Cayo Mario se iba al foro en torno al cual ya instalaban sus tabernas los imprescindibles mercaderes que seguían siempre al ejército romano.

A Máximo le afeitaba su barbero personal. Muchos legionarios se afeitaban, pero pocos disponían de un tonsor tan diestro como el que hoy afilaba la navaja de piedra laminitana, humedeciéndola con su saliva.

El afeitado era uno de los cuidados personales que no perdonaba ningún patricio. En campaña uno podía renunciar a vestir la toga o visitar las termas, a no mudar de túnica o de indumentaria, pero jamás al afeitado.

—¡Presta atención, que no quiero ningún corte como el que me hiciste ayer! —exclamó, viendo que el barbero se distraía con el ruido del foro y las letrinas cercanas.

De Fabio Máximo se sabía que de joven tenía un sentido de la disciplina tan riguroso como el de su hermano. Como cónsul había prosperado y apoyado a Escipión en Roma de tal manera que algunos filósofos los ponían como ejemplo de amor fraterno.

Y sin embargo, poco a poco, viendo que Escipión Emiliano alcanzaba una gloria tan superior que cada vez le hacía más sombra, algo había cambiado en él.

A su vuelta a Roma se había dejado seducir por los placeres.

Durante demasiados meses la influencia de los parásitos y las malas compañías permitió que su voluntad se debilitase. Y así había acabado germinando en él el peor de los vicios: la envidia.

Ahora mismo, por encima de él, un puñado de grullas tempraneras surcaba el cielo en formación. Volaban hacia el mediodía. Emigraban en busca del calor, y Máximo las miró mientras cavilaba sobre cuestiones de intendencia de un campamento en el que, ya sabía, se quedaría todo el invierno.

2

Quinto Fabio Máximo rumiaba aún ciertos detalles cuando su decurión —aquel ecuestre que le quería robar Escipión, que siempre le alababa en público por la disciplina de sus hombres y el estado de las caballerías— se acercó a los legionarios y, tras conseguir que se retirasen a sus labores, regresó de nuevo. A su paso algunos soldados sentados en el suelo delante de sus barracones y tiendas o descansaban o se estaban afeitando al igual que su general. Pero el resto se ajetreaba en las zanjas o levantando los muros.

—He hablado con los veteranos —dijo Cayo Mario—. El alboroto se debe a que han regresado al campamento los legionarios desplegados por la zona. Han bajado hasta el río. Al parecer han visto mujeres en la orilla, en el otro lado. Quieren autorización para volver y hacerlas prisioneras.

—Sabes que eso no es posible, Mario.

—Se lo he dicho, pero insisten en que os traslade su ruego. Dicen que lucharán mejor si pueden solazarse en los ratos de descanso. Se quejan de que llevan muchas horas seguidas trabajando sin descanso en las fortificaciones…

Quinto Fabio Máximo sentía la mejilla irritada por la navaja. Pese a ello el afeitado le dejaba una agradable sensación de placidez y suspiró. Una vez despachado su barbero con un gesto, se puso en pie. Respiró profundamente. Se notaba malhumorado. Aquello había sido un motivo de desencuentro constante entre él y Escipión desde el principio de la campaña.

A Máximo no le convencía la dureza y austeridad que Escipión imponía a las legiones.

Como los hombres carecían de la disciplina y la moral necesarias, el cónsul los había sometido a entrenamientos especialmente enojosos, y aun así no acaba de confiar en ellos. Les había prohibido llevar cualquier objeto superfluo, hecho vender demasiados carros y animales de carga, obligado a muchos a cargar ellos mismos con sus equipos.

No estaba permitida más vajilla que un asador, una marmita de bronce y un vaso, y debían comer en frío.

Como abrigo, sobre la túnica y las protecciones, únicamente se les permitía el sago ibérico, muy adecuado, eso sí, al clima de estas tierras. Además, Escipión obligaba a los tribunos a deshacerse de sus lechos y a utilizar catres como cualquier legionario. Y por supuesto limpió los campamentos de prostitutas.

Ese alarde de austeridad resultaba, a ojos de Máximo, pueril. Pero no había manera de hacer entrar en razón a su hermano. A veces lamentaba que los vínculos que los unían fuesen tan inamovibles.

—Diles que lo hablaré con Escipión, pero no les garantizo nada. Él dicta la ley aquí. Tiene la autoridad del Senado. No obstante, volveré a insistir —concedió.

Y levantó la vista. El sol empezaba a declinar. Los hombres descargaban de las mulas provisiones y equipamientos. La mayoría seguían trayendo piedras para los muros del campamento.

955,86 ₽
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ISBN:
9788417241827
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