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La ñerez protofeminicida

En Los crímenes de Mar del Norte (Producciones Tragaluz - ECHASA - Foprocine / Imcine - Eficine 226 / 189, 95 minutos, 2017), rememorante sexto largometraje del excececiano guanajuatense intentando retomar (o clausurar testamentariamente) su carrera como autor total en solitario a los 64 años José Buil (La leyenda de una máscara, 1989; su docuficcional obra maestra sobre el archivo fílmico del abuelo valenciano-jarocho La línea paterna, 1994, y El cometa, 1998, ambos codirigidos con Maryse Sistach; Manos libres (nadie te habla), 2004; la cinta infantil La fórmula del doctor Funes, 2015), el otrora alegre estudiante universitario de química Jorge Roldán El Calavera (Norman Delgadillo) invoca desde una intemporalidad inocua los días vividos en 1942 al lado de su linda novia remilgosa Paquita (Vico Escorcia) y narra tan siniestra cuan evocadoramente le es posible los crímenes de su admirado compañero de clase sacadieces con fama de mujeriego y emblemático asesino serial pionero Gregorio Goyo (Gabino Rodríguez de sombrero gacho y bigotito ralo), quien, medio emancipado de su regañona madre sobreprotectora (María Rojo), laboraba inmostrablemente en el recién fundado Pemex ávilacamachista durante la plena entrada del México de los temibles apagones a la Segunda Guerra Mundial y habitaba en el persistentemente apestoso laboratorio para experimentos químicos que mantenía en una sombría casona de la calle tacubense de Mar del Norte, sosteniendo una tórrida aunque reprimida y ambigua relación amorosa (“Ven a mi laboratorio, te juro que te voy a respetar”) con la condiscípula piernuda Graciela Chela Arias (Sofía Espinosa), señorita hija predilecta de un feroz abogánster barbudo en prominente ascenso (Alberto Estrella) y pésima alumna desinteresada en sus estudios, a quien le pasaba a propósito respuestas equivocadas del examen e incluso la delataba por consultar un acordeón bajo la falda, si bien el muchacho por las noches, sin motivo aparente, acostumbraba estrangular en su casa, con deseada media nylon ajena o a manaza pelona, a trotacalles muy jóvenes, como una intimidada Bertha de 16 años (Astrid Romo), una ciniquilla Raquel de 14 (Alaciel Molas) y una vulgarzona Rosa también de 16 (Fernanda Echevarría), haciendo mal desaparecer cuanto antes los cuerpos en el jardín hediondo de su morada, a paletadas directas pese a sus conocimientos científicos y quedándose con las prendas íntimas excitantemente femeninas para ostentarlas cual ubicuos fetiches sobre el lecho de latón o colgando del espejo retrovisor del flamante automóvil propio, y sin embargo, apenas había estrangulado mediante una infamante media a su Chela recién descubierta con un novio de su estrato social a escondidas, y apenas acababa de enterrarla y confesado su crimen a su cuatito del alma Jorge hacía dos semanas, cuando una sagaz mujer policía madura e identificada como Ana María Dorantes Agente 104 del Servicio Secreto (Úrsula Pruneda nada menos), entró a investigar sin dificultad en la casona de Mar del Norte y de inmediato se topó con el olor a cadáver y con una horrenda pata humana emergiendo primorosamente de la tierra en proceso de descomposición, precediendo al sorpresivo desentierro cuerpo por cuerpo hasta llegar al cuarteto intempestivo, exacto cuando llegaron los refunfuñantes inspectores de policía con gafas negras (Javier Zaragoza y Juan Carlos Colombo jodidísimos) a tirar rollo escandalizado, para tornarse instantáneamente célebres, aunque no así el socorrista análogamente moralino (Ernesto Siller), y el fragilizado homicida tan despreciable cuan impenetrable Goyo fue recluido en prisión con psiquiatra excelso a su cargo para ir sacándolo poco a poco de su estado catatónico, al unísono de su involuntario encubridor el asimismo narrador atemporal Jorge, encarcelado por dos meses hasta deslindar culpabilidades, ambos víctimas propiciatorias ante todo de la ñerez protofeminicida.

La ñerez protofeminicida determina un esmerado producto a la antigüita y en muy contrastante blanco / negro como ambientador epocal, con depurada fotografía de Claudio Rocha (La maleta mexicana de Trisha Ziff, 2014; Almacenados de Jack Zagha Kababie, 2015), pero en versión apagada e inepta, incapaz de construir mínimamente un solo personaje ni masculino ni femenino, avanzando a ritmo cansino y lleno de sofocos, con edición de Carlos Espinosa y el realizador intentando ordenar hasta con fechas de bitácora (“Martes 1 de septiembre de 1942”, “Miércoles 2 de septiembre de 1942” o así) hechos fílmicos de antemano despojados de fuerza desde su concepción y su rodaje, cual thriller ni-ni absoluto, sin emoción ni suspenso ni thriller propiamente dicho, un cine negro sin atmósfera ni intriga, un film policiaco criminal carente de invención y de interés para decirlo rápido, a años-luz de un thriller-cine negro-film policiaco criminal a tambor batiente como la soberana Mente revólver (Alejandro Ramírez Corona, 2017) en sus perfectas antípodas, una biopic negra anacronizante, frustrante y decepcionante en todos sentidos, personaje referencial y película dando más bien lástima.

La ñerez protofeminicida impresiona sobre todo por el desperdicio vital que irremediablemente la preside por siempre y para siempre, ya que todo lo que está en pantalla es irrelevante, ñoño o pueril más que cursi u ojete: idas y venidas con autito de museo, mostración ad nauseam del letrero de la Calle Mar del Norte en el barrio de Tacuba esquina con San Ángel cual si se tratara del metemiedo callejón de Cañitas. Presencia (Julio César Estrada, 2006), escenas de escuelita en edificio encristalado de los años cincuenta con un pontificador profesor Soberanes pomposamente calvo (Juan Carlos Rodríguez) y saineteros escamoteos de papito, diálogos fuera de tesitura como si los personajes ya hubieran visto la película (“O me engañaste para traerme a este cuchitril inmundo, aquí hasta huele mal”) o de época (en los años cuarenta nadie hablaba de “darlas” como en película de Ficheras o de Albures con Nalguita de los ochentas-noventas y así), esquizofrénica música medio culta derivativa medio folclorizante populachera de Eduardo Gamboa (una amalgama “propositiva” de danzones de la época o de Acerina, habaneras al gusto, la “Canción de la India” de Rimsky-Korsakov y la “Serenata” de Franz Schubert, al mismo nivel de “Florecita” y “La clave azul” de Agustín Lara, más lo que se deje saquear esta semana), intentonas por apuesta cruzada de llevar a las novias al laboratorio, fajes interruptus y estrangulamientos en invariable top shot, asado de bombones durante un picnic en día de pinta escolar, con una pésima dirección de arte y vestuario, mientras lo que se omite es fundamentalmente cuantioso, significativo y colosal.

La ñerez protofeminicida se revela impotente para hacer un cabal retrato del multihomicida necrófilo Goyo Cárdenas, vuelto un Goyo cualquiera, jamás mencionado por su apellido, pero nacido en Ciudad de México en 1915 y fallecido en Los Ángeles en 1999, egresado de la UNAM ya en cautiverio, rehabilitado por su buen comportamiento y autor de los libros Celda 16 (1970) y Adiós, Lecumberri (1979), o de plantear la más ligera o profunda o trivial e inofensiva o lugarcomunesca hipótesis sobre las causas del comportamiento criminal: ¿represión sexual exacerbada?, ¿edipización extrema?, ¿paranoia megalomaniaca dostoievskiana?, ¿acto gratuito en homenaje a André Gide?, ¿consecuencia del clima bélico o de la noche tenebrosa o de inflados berrinches súbitos dándose topes contra el volante?, ¿simple afán de coleccionar medias nylon previendo su obsolescencia programada para ser descubierto con ellas por todas partes?, ¿moralina antiprostitución a lo Taxi Driver (Martin Scorsese, 1978) avant la lettre?, ¿venganza contra el género femenino en sí o sólo contra el que mercenariamente se le ofrecía o contra el que sistemáticamente se le negaba por medio de subterfugios pero a solas ante el espejo se dejaba voyerizar por la cámara o por el agujerito del mingitorio al hacer chis?, ¿simple confirmación de una fama de mujeriego de cara a sí mismo?, ¿impaciencia por echarse unas frías?, ¿encarnación de la socorrida “banalidad del mal” de Hannah Arendt lindante con una frívola insignificancia funambulesca casi conmovedora y pese a ello inconfesablemente adorable?, ¿demostración multiplicada por cuatro absurdos de que “el asesinato no es más que una forma extrema de la descortesía” (Bernard Shaw)?, ¿facilismo esquemático y simplista?, ¿intrascendencia reticente pura y dura?, ¿tributo a la genial microficción ignorada de Max Aub: “Lo maté porque me dolía el estómago”?, ¿ganas de saborear una pizca de anticipada culpa impune a través de los siglos? (“Me porté como un forense; Goyo Cárdenas era un ser despreciable, un mito producto de la cultura solemne del PRI”, ojo: un partido que se fundó hasta 1946, pero “en todo este rollo, me temo que mi película termine promoviendo al estrangulador, cuando en realidad quería desarticular su mitología”: José Buil entrevistado por Héctor González en el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 24 de noviembre de 2017).

La ñerez protofeminicida hace quedar por ende a la cinta-excipiente hueco de Goyo y a su feote Gabino Rodríguez pre o posPereda (más inexistentemente patético que odioso) muy pero muy por debajo del tragafuego Apes Tarso en El profeta Mimí (José Estrada, 1972), o del inefable guapo Tony Curtis con afeante nariz postiza en El estrangulador de Boston (Richard Fleischer, 1968), aun sin invenciones pulsionales de loco furioso a la japonesa o a la coreana (Park Chan-wook), para no ir más lejos ni más cerca, aunque de perdida al Mexican gangster de José Manuel Cravioto, 2014) o a la capacidad especulativa-asertiva del intenso cortometraje Causas corrientes de un cuadro clínico de Julián Hernández (2016), para no tener que remontarse hasta las deslumbrantes obsesiones de El hombre sin rostro (Juan Bustillo Oro, 1950) y su reivindicable excelencia criminonírica todavía más avanzada (curiosamente bajo la asesoría del doctor Gregorio Oneto Barenque cuyo sanatorio visitaba nuestro Goyito aquejado de fuertes dolores de cabeza) que el evocativo-invocativo naturalismo ramplón de esta encorsetada reconstrucción histórica presuntuosa cuya complacencia en la sordidez no llega ni a Rip.

Y la ñerez protofeminicida prescinde a fin de cuentas y a un tiempo de todas las posibilidades de lectura / relectura sociopolítica o comunitaria de ese sonado caso, esos delitos espantables que aterrorizaron al DF y al país en su conjunto, porque la cinta en realidad sólo está preocupada por hacerlos pasar como “crímenes de odio”, tal como lo contempla tan explícita cuan prematuramente la Agente 104 (además del propio realizador: “No pretendo fomentar el culto a la personalidad del estrangulador lo que pretendo es desarticularla, desmitificarla y poner en consideración del público que los feminicidios tienen razones históricas y sociales”, Buil promocionalmente entrevistado ahora por Fabiola Santiago en Reforma, 24 de septiembre de 2017), y last but not least desasosegado por la suerte sentimental del portavoz Jorge El Calavera que, pobre del desdichadito, debió interrumpir su romance con la susodicha Paquita, más que asqueada y escandalizada, que se casó tres años después con otro galán, a diferencia de nuestro cronista mártir que permaneció soltero para el resto de sus días, según concluye informando la atribulada película, lo cual, eso sí, resulta trágico e irrecuperable, casi tan terrible como los temidos e intimidantes apagones urbanos representados.

La ñerez superfeminicida

En De las muertas (Cinenauta - Productora Compasión - Fidecine / Imcine - Eficine 189, 106 minutos, 2016), enclaustrador cuarto largometraje del excuequero asimismo exTVserialista venezolmex de 46 años siempre excitado con la violencia José Luis Gutiérrez Arias (Todos los días son tuyos, 2007; un segmento del film-ómnibus inédito Corto libre, 2009; Marcelino, 2010; Dame tus ojos, 2014), con guion del debutante Rubén Escalante Méndez, el enérgico reportero policial de El Sol de Malagua Julio Bocanegra (Héctor Kotsifakis) es recibido sin cita previa en el Centro de Readaptación de un municipio del ficticio estado mexicano de Malagua para entrevistar con minicámara de video, libreta de notas y lanzamiento de algunas fotografías de las víctimas, al corpulento reo calvo Ángel Nájera (Tomás Rojas el TVanalista de La dictadura perfecta), director de una preparatoria privada a quien se le acusa al menos de cuatro feminicidios, por lo que ha permanecido en total aislamiento desde un día después de su captura y ya durante más de un mes, sin derecho siquiera a un defensor de oficio e inmovilizado al estimársele muy peligroso y juzgársele culpable de antemano, opinión que también parece compartir el periodista, aunque ha conseguido convencer al sujeto de que intente justificarse verbalmente, en la inteligencia de que, si sigue considerándolo de esa manera, el interrogatorio servirá para una serie de artículos o para un libro, pero en la eventualidad de cambiar de opinión, le promete poner lo mejor de su parte para ayudarlo a demostrar su inocencia, aceptando no comenzar por el caso ojete de la joven Ángela Nájera (Arantza Ruiz), la propia hija adolescente del inculpado, ni tampoco empezar con la chava drogadicta de barriada (Flor Valdez), de la que su malencarado padre mecánico automotriz Rafael (Gabriel Casanova) aún aguarda su retorno apenas logre desprenderse de su complicidad con la trata-mafia, sino por el caso de la semiabandonada materna estudiante pobre del último año de bachillerato Marla Jiménez (Andrea Broca) que denunciaba insumisa el acoso del conserje escolar Roberto (Ricardo Esquerra), hasta caer en las garras de un encapuchado que, tras atacarla y dormirla mediante un abrazo quebrantahuesos al lado de unas periféricas vías de tren, la habría ultrajado y ultimado sobre un colchón desnudo dentro de las naves de un edificio derruido, y continuando por la desmadrosa chava preparatoriana Andrea (Claudia Zepeda), quien, junto con la tímida Susana (Alejandra Cárdenas), formaba parte de la peleonera pandillita transgresora que lideraba la susodicha Ángela, y que, como ella misma, andaban de noviecillas con dealers y clandestinamente asistían a sus fiestas nocturnas en un almacén pintarrajeado (“Aquí te espero hermosa”, le mensajeaban a Ángela por celular), rumbo al instante en que, al igual que Marla, serían secuestradas, violadas y ejecutadas en el mismo paraje de rieles, donde el acusado Ángel habría sido atrapado con las manos en la masa: estrechando a su hija yerta, según determinaría el feroz comisario Navarro (un Enrique Arreola soberbiamente intimidante), exacto el gratuito y persistente odiador manifiesto del infeliz maestro (“Te encontramos con la muerta en las manos”), el cual, sin embargo, habrá de ser auxiliado por el traidor detective Escalante (Ianis Guerrero) y por el diligente periodista Bocanegra para demostrar su evidente inocencia, haciéndolo salir en libertad, pronto a reunirse con su abnegada esposa Maribel (Alejandra Marín) y con su hija indolente Lina (Tania Álvarez), provocando la incontenible rabia del energuménico Navarro, luego de que fuesen descubiertos los restos macabros de las jovencitas decapitadas dentro de un cofre metálico que guardaba en el sótano escolar el ahora inculpado conserje acosador Roberto y además se descubriera en estado de franca descomposición el cadáver ahorcado de su aparente cómplice: el torvo padre Rafael de la desaparecida (y no por casualidad amante de la adolescente liquidada Andrea), pero apenas la familia del recién excarcelado director de preparatoria se haya mudado a otra ciudad, aparecerá en un charco inmundo el cuerpo descuartizado de Carmen (Flavia Atencio), la ardorosa secretaria y compañera sexual del recién liberado Ángel, permitiendo que una nueva interpretación de los hechos narrados pueda ser deducida (“Tranquilo, cabrón, deja que la vea y luego decidimos, déjate de mamadas, ésta no es cualquier muerta”), contando con el decisivo apoyo de la ñerez superfeminicida.

La ñerez superfeminicida considera suficientemente significativo y dramático, para su autoexcitado y sobrehecho ejercicio de thriller criminal, el claustrofóbico clima de sordidez enferma que empiezan creando detalles y recursos cinematográficos tales como los verdeantes y herrumbrosos colores mortecinos de una diestra fotografía ambientalmente lúgubre de Aram Díaz Cano, la edición hiperfragmentaria a fortiori efectista de José Antonio Hernández, la música a certeros golpes poshollywoodescos de Uriel Villalobos (el mismo de la satírica Familia gang de Armando Casas, 2013, y de la terrorífica Luna de miel de Diego Cohen, 2015) para recordarnos en todo momento que estamos ante una genérica cinta aspirante a vieja serie B, e incluso el vestuario de Atzin Hernández remarcando comportamientos típicos y tópicos hasta el hartazgo, mientras el periodista ingresa por influencias a la prisión para recorrer con veloz cámara en retroceso aletargados pasillos hasta arribar a una bodega repleta donde habrá de ser abandonado a cualquier suerte por su introductor guía seminfernal, o bien se suceden sin remedio la aparición del reo en desenfoque obviotamente sugestivo, los rutinarios campo-contracampos del interrogatorio sedente con plano abierto de los interlocutores enfrentados de perfil y un discreto inserto cerrado sobre las cadenas aseguradoras de las piernas bien fijas a una silla, las fotos de las dulces víctimas juveniles arrojadas sobre la mesa cual naipes acusadoramente interpeladores, los inaprensibles planos barridos de la naquita Marla jugando a encestar y riñendo por el suelo con sus compañeras clasemedieras en la cancha de basquetbol de la prepa, la sigilosa contemplación entre codiciosa y despectiva del desafiante conserje acosador, el duro enfrentamiento del detective Escalante con el cortante padre mecánico de la chica desaparecida sin que ni a él le importe ni preocupe mayormente, la cariñosa salida posturno del profesor al lado de su hija pero tomándose la molestia de solidarizarse a pelados regañadientes con una Marla sentada en la calle en inútil espera parental pero asediada por el silencioso portero hostigador, y así sucesivamente, aunque el malestar expandidamente sostenido por esa calidad de atmósfera turbia (el agobio exacto que pretendían en vano Los crímenes de Mar del Norte de José Buil, 2016) va a durar en realidad muy poco.

La ñerez superfeminicida quiere así rescatar y desempolvar un guion de thriller de urgencia oportunista, mórbido, retorcido, autocomplaciente, chafita y ya irrisorio aunque multincidental, que el incipiente Escalante Méndez redactó más de diez años atrás, cuando el tema de los alarmantes feminicidios fronterizos, por desaparición o abierto asesinato vil, conocido mediáticamente y de manera deformada y eufemística como “Las Muertas de Juárez”, y del que se conservan valiosos testimonios militantes como las denunciadoras cintas feministas de Alejandra Sánchez Orozco (Ni una más, 2002; Bajo Juárez, la ciudad devorando a sus hijas, 2006, en codirección con José Antonio Cordero, y Seguir viviendo, 2014), aún se consideraba un asunto virulento y, sobre todo, excepcional, muy poco antes de que la oleada de feminicidios se expandiera en forma exponencial por el territorio nacional, y prácticamente se tornara normal, a modo de una situación de violencia generalizada, en casi todo el país, pero sin dudarlo, De las muertas sólo reclama el mérito de representar una primera tentativa de ficcionar el tema alarmante, ubicándolo en una Ciudad Juárez con amenazador rostro de maquillada zona metropolitana en torno a Ciudad de México, cual si se tratara de una urbe imaginaria que resume a toda la nación (“A este país se lo está cargando la chingada”, clama desesperado el profesor altisonante), cuyo pascaliano centro está en todas partes y su circunferencia en ninguno.

La ñerez superfeminicida propone una todoabarcadora conjunción, cual patchwork mal zurcido y con burdos hilos demasiado expuestos, de una eterna secuencia de créditos escalonados como suspenso inicial, una manipulación de flashbacks subjetivos que incluyen tanto lo vivido por el relator como lo que nunca pudo ver, una saga de ejemplar desintegración familiar con caldosa infidelidad en cuarto de hotel (usada también como coartada fingiendo no querer involucrar a una inocente) y artera bofetada furibunda a la hija demasiado claridosa, una áspera violación flagrante de tantos derechos fundamentales que la suma resulta grotesca hasta lo irrelevante, una sobreabundancia de enfrentamientos verbales (“Más vale que no me estorbes y dejes de inventarte historias”) y agrias discusiones a modo de violencia sucedánea, un sostenimiento al arbitrario absurdo extremo de infinidad de estereotípicos personajes mal definidos y peor desarrollados en sustancia, un puñado de sobreactuaciones o subactuaciones inconvincentes lindando con lo amateur, un proliferante regodeo en conductas sádicas (la golpiza de Navarro al profe contenido por detrás en la comandancia, las bolsas de plástico en la cabeza para asfixiar a las víctimas), una fotogénica aduana de ferrocarriles infestada de palomas muertas simbólicamente incorporadas a la ficción, una liberación del reo sin juicio por presionante gracia imposible de una prensa inexistente.

La ñerez superfeminicida obtiene, en suma, un esquemático thriller de suspenso muy apenitas pero regiamente gobernado por el Eros machista y compendiando todos los clichés del género (“Como espectador me fascina el cine policiaco y como director me encantan todos los géneros, a pesar de que en ocasiones te exigen los clichés. Un policiaco sin una femme fatale no funciona”: Gutiérrez Arias en declaraciones a Héctor González para el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 10 de marzo de 2018), un criminal comportamiento psicopático dado como prolongada sorpresa tremendista y homologado con otras conductas aún peores, un estridente fondo de violencia que victimiza a la vez que responsabiliza y casi criminaliza a las chavas por rebeldes e irracionales a modo de juicio previo para dictarles su merecida sentencia moral como correctivo ético-social-familiar tantito excesivo.

Y la ñerez superfeminicida desbarra por completo en su truculento e irónico giro amargo final, renunciando a toda verosimilitud y altura de miras críticas o ético-estéticas en forma y sentido, a base de mostrar acontecimientos escamoteados por montaje y referidos por pueriles indicios (los aretes ensangrentados que se le arrancaron a una víctima, el auto o los autos acumulados en el taller del padre mecánico, el izamiento con cadenas del ahorcado) y que al final deberían cobrar un sentido distinto, para inculpar otra vez al consumado asesino serial: “Se nos fue”, exclama el incontrolable Navarro de tortuosas gafas negras, esta vez también lamentoso e impotente (“Estamos metidos en un pedote”), como el país en su conjunto, ante ese martirizado padre amoroso cargando maletas, ya despojado de su hija rebelde y desembarazado de su amante desechable, instalándose cómodamente en su nueva casa, con perdonadora esposa sumisa e hijita ejemplar, y preparándose para darle gozosa continuidad a sus feminicidios felizmente victoriosos, ahora sí bien admirablemente merecidos, irremediables y omniprovidentes.

382,08 ₽
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791 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9786073016827
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