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Quinto acto: el ámbito de la agresión

Estamos ante una culminación del género y un punto final en lo ideológico, un juego de masacre a las convenciones y un cine de ficheras a la inversa. Noche de carnaval de Mario Hernández (1981) no es expresivamente ni mejor ni peor, pero la habilidosa relectura cambia los significados, introduce otras variables, altera las relaciones, amplía el marco social de referencia, incluye lo antes tenazmente excluido. Uno siente que algo va a estallar en el interior del relato, convertido en olla de presión; ya no son la vaciedad chispeante y la ínfima complacencia los únicos habitantes abusivos de ese mundo.

El cabaret-burdel era desde Las ficheras y será hasta Las perfumadas un ámbito cerrado, el sitio aparente de lo popular degradado, un reino pulqueril con otra fachada, la multitudinaria antesala de la alcoba poblada por silicones, el coto de caza de la prepotencia fálica, el punto de cita de todas las miserias de la sexualidad mexicana y una constelación de nacas mentalmente depauperadas girando con las salsas de una sonora matancera. El cabaret jarocho de Noche de carnaval es un ámbito abierto a la agresión, un festivo muestreo de intereses jerárquicos y fuerzas sociales en pugna, un digest satírico de la explotación impune en los muelles veracruzanos y de las transas financieras entre los organizadores locales del carnaval. Por orden de las autoridades del puerto, la película fue retirada de las carteleras de Veracruz días después de su estreno (hay censuras regionales por encima de las autorizaciones de la Secretaría de Gobernación), y virtualmente prohibida, fue estrenada sólo al cabo de tres años en la Ciudad de México.

En los meses más negros del lopezportillato, el guionista comunista-oficialista Xavier Robles logró meterle dos goles casi simultáneos a la férrea censura, antes de utilizar el sexenio siguiente para meterse él mismo autogoles tan regios como el de Los motivos de Luz (Cazals, 1985). Con financiamiento estatal de Conacine, el segundo de los goles sería Bajo la metralla (Cazals, 1982), una discusión perfectamente válida acerca del desespero terrorista, la manipulación de la guerrilla urbana por el gobierno y la condena de ambos fenómenos desde posiciones de izquierda; con financiamiento privado del actor-productor Antonio Aguilar, el primero de los goles había sido Noche de carnaval, cuya burla ya se realizaba desde posiciones de avanzada o desde el deseo de que existieran posiciones de avanzada.

Con el trasfondo de un caótico documental de los festejos callejeros durante el carnaval, el mañoso guion y la dirección funcional de Hernández aprovechan el lapso de una sola noche para hacer coincidir, dentro de un “salón de fiesta” con ventiladores y mesas metálicas, a una representativa fauna de la localidad: dos avejentadas pirujas venidas a menos (Ninón Sevilla y Carmen Salinas) que asisten como tú a los reventones en busca del amor de su vida, el gánster árabe bien conectado con el ayuntamiento corrupto Don Mustafá (Carlos Riquelme) que ya en la briaga les mete mano tanto a la joven reina del carnaval (Dalia Inés) como a la avorazada madre proxeneta de ella (Leonor Llausás), un encanecido poeta de estirpe conradiana (Alejandro Parodi) que en aire nerudiano las compone (“Dame la mano desde lo profundo de tu dolor diseminado”), tres chavos clasemedieros políticamente medio acelerados que no se atreven a llegarle a las pirujas, un puñado de ficheras belicosas a las que encabeza la suculenta Rebeca El cuerpo Silva, dos parejas de oficinistas hipócritas (Tina Romero y amigos) que están ávidos de intercambiar acompañantes románticos en homenaje a El día del compadre (Vasallo, 1981), un travestí codiciado como forrazo por machos y hembras, algunos marines, delincuentes sindicales, un grupo de estibadores que se negaron a laborar doble turno en ese martes de carnaval, dos conjuntos de música tropical (entre ellos el cubano Algo Nuevo de Juan Pablo Torres), y un desanimador de smoking rutilante (Luis Manuel Pelayo), que se encargará de gritar el conteo regresivo segundos antes de las doce, dirigirá una reñidísima competencia de baile y exclamará desde el micrófono a las mujerzuelas que se jalonean en el suelo “Señoras guarden compostura”. Todos los estratos, todas las pasiones y todas las carencias amorosas y económicas estarán representadas en el entrechocar de ese diálogo imposible.

Tienen primacía los estibadores. Están definidos por su verosimilitud y reciedumbre, aunque a su modo ellos también son ficheras. Caso de excepción en la legislación mexicana, por haberse formado antes de la reforma cardenista, el sindicato de estibadores alquila directamente los servicios de los trabajadores portuarios, les impone las condiciones que quiere y cobra en paquete el préstamo de servicios al patrón. Muy semejantes a los reales, los estibadores de Noches de carnaval hacen una domesticada cola en el muelle para obtener de manos del capataz transa (Noé Murayama), la “ficha” que les acreditará su jornada laboral en la carga y descarga de barcos. El Diablo (Manuel Ojeda), y su compadre el Jincho (Juan Carlos Ruiz), secundados por el garfio que esgrime el buen mastodonte Mandinga, van a rebelarse contra los arreglos de su contratante, van a negarse a dobletear turno y, arrostrando el peligro de ser apestados y discriminados en futuros repartos de fichas, se largan de parranda.

Será una parranda trágica, ajena por completo al cine de ficheras. En el transcurso de ella, el estibador que había mostrado mayor intransigencia entre los amigos disidentes, ese Diablo que alborotaba la gallera, conocerá alternativamente, en unas cuantas horas, la ternura erótica al lado de Ninón y la muerte violenta. Acabará pateado en los baños del cabaretucho por los secuaces del gánster sindical El Tangarrón (Sergio Ramos) y acuchillado cobardemente en la playa, para quitarle por siempre lo alebrestado.

En contraste con el valioso ejercicio de caricatura con que han sido trazados los personajes que los rodean, los estibadores son personajes duros, en perpetua protesta verbal, pero sin lamentaciones ni autocomplacencias. Son creaturas capaces de solidaridad con un infeliz desempleado en penuria (Rodrigo Puebla), que miraba con inquietud envidiosa cómo circulaban ante sus chatas narices los billetes para pagar las botellas, sin que le tocara ninguno. Son clientes ocasionales del cabaret, cosa rara en las películas de ficheras, cuya fauna era siempre permanente; y por ello son capaces de entornar los ojitos al bailar con la ramera que se hace pasar por ama de casa pero pronto será desenmascarada. Sus sarcasmos son sangrientos y su lucidez alcohólica hiere en arrebatos de indignación estoica (“¿Crees que no me doy cuenta de que matan a nuestros compañeros, crees que soy pendejo o qué?”). Estos güijes maniobristas, desprotegida mano de obra de los muelles pues, no resultan héroes positivos de ningún realismo socialista, ni víctimas ejemplares con vocación de martirio; son mexicanos identificables, en el límite de la humillación y la tolerancia (“El trabajo se pide de pie, no de rodillas”). Lo mismo alburean al mesero cuando juntan dos mesas (“Mejor te la arrempujo por detrás para que tú la esperes con cariño”) que reconocen su necesidad última de organización independiente a sabiendas de que “si alguien saca la cabeza, se la mochan”.

El fluir atropellado e irrisorio del parloteo de todos los personajes, a veces se da el lujo de volverse críticamente en contra de sí mismo. Así, las situaciones naturalistas, con su lenguaje desinhibido y lastimosamente limitado, parecen siempre a punto de retorcerse para que la comicidad estalle, a punto de llevarse al absurdo y de reducir al absurdo sus contenidos. Al regresar de copular con Tina Romero, la esposa de su mejor amigo allí presente, el oficinista arrepentido de su agasajo se rehúsa a bailar, alegando que todavía le tiemblan las piernas, pero la mujer le asesta la puntilla (“Te dije que no lo hiciéramos parados”).

En su reaparición al cabo de 25 años retirada del cine (desde Yambaó de Crevenna, 1956), con la mayor crueldad se le obliga a Ninón Sevilla a interpretar el rol de la Piruja Aquélla, pintarrajeada y cincuentona, que se hace llamar Ninón porque “siempre se ha parecido muchísimo a Ninón Sevilla”, a quien admira por sobre todas las cosas, incluso a la hora de hacer desfiguros, tres de cada dos momentos, como al fingirse modosita dama-en-espera-de-su-príncipe-azul rodeada de las fotos de cuando fue reina del carnaval, como al sentirse reafirmada por su éxito en el ligue con el Diablo (“Esta noche yo soy la Reina”), al bailar desatada durante el concurso enseñando los calzones rojos y ventilándose el cono con la punta del vestido, o al embestir a patadas y mordiscos contra la Rebeca que echaba al aire sus tetas de cintura para llamar tramposamente la atención del jurado.

Sin el menor recato, también, los estudiantes acelerados de izquierda verbal se lanzan entre ellos fulminantes acusaciones de “reaccionario enajenado” a la menor provocación, echan pestes en contra de cintas como la que estamos viendo (“Si el pueblo quisiera realmente liberarse, no iría a ver esas películas mamonas”), le hacen un homenaje póstumo a las Didascalias de Juan Manuel Torres (libro que juzgan superior a la revista Pujidos y chillidos) y terminan citando a Lenin, para soñarse la vanguardia de las masas, al ir a mear al mingitorio, mientras en el cuarto contiguo otros madrean al estibador rebelde. El Mandinga brinda por la unidad de los trabajadores con el compita desempleado que, tras proferir incoherencias, ya azotó sobre la mesa. Y el ignorado mártir proletario se arrastra moribundo entre las rocas playeras, para morir escupiendo sangre sobre la arena, junto a las pantaletas desechadas y las piernas estremecidas de una parejita cogelona.

Invirtiendo y contextuando los lugares comunes del cine de ficheras, Noche de carnaval se entrega al delirio de la falta de ética a nivel nacional. Una suerte de epopeya de la corrupción que ha derivado hacia la farsa trágica. Como en cualquier cinta estándar del género, el relato se niega al final a todos pathos y entra en un juego de paradojas frívolas, que aquí parecen más bien lastimeras. Y llega la chota al cabaret y el capitán cómplice de los poderosos (Eric del Castillo), mediante módico soborno, deja libres a los responsables del asesinato, pero se lleva dentro de una julia a los meros cuates del muerto y a las dos pirujas amigas, Ninón y la ex-Corcholata, ya acostumbradas a ese trato.

La falta de ética social habrá de leerse ante todo en la culpabilización de las víctimas. Así se derrumban las seguridades de los géneros fílmicos a la vuelta de un sexenio y así se cercenan los entusiasmos disidentes, mientras una imagen sublimal de la muerte carnavalesca surge de entre los restos festivos de las calles y la suciedad de las plazas públicas en la madrugada.

Cae el telón

Sobre una cama incidental de la impotencia categórica en Las perfumadas. Presionado moralmente por una ficherona rubicunda y rebosante de redondeces al aire, que juega los dedos de impaciencia a su lado, un infeliz viejecillo calvo y enclenque levanta ligeramente la sábana, se asoma hacia abajo y le habla con angustiosa ternura al culpable de su penar erótico: “Si tú y yo tenemos la misma edad, ¿por qué tenías que morirte antes que yo?”.

La picardía mexicana

“Lloras cuando me voy pero te alegras cuando me dilato”. El trabajo del transportista de materiales Chente (Vicente Fernández) y de sus macheteros barbajanes, Panchito (Resortes) y El Mobiloil (Héctor Suárez), puede sustraerse mágicamente a cualquier indicio de cansancio o de explotación socioeconómica porque está regido por el sentido del Juego, del último juego cotidiano y colectivo que admite ya la jungla del asfalto en la superpoblada Ciudad de México: el juego del albur. Gracias al albur, nada pesa, nada se efectúa en primera instancia; la realidad se vuelve fluida, alígera y fluctuante, aunque el desmadre alburero la sobrecodifique. La carga al camión materialista, el transporte vertiginoso y embistiente por vías rápidas, y la descarga de materiales en el otro extremo de la urbe, serán la alegría de vivir proletaria en estado puro: paseo jubiloso, transgresión tan infantilista como impune, chispeante montaje, incidentes azarosos, ritmo de vitalidad desenvainada, itinerario al son de la canción obscena que entona el chafirete y corean sus comparsas, fenómeno de resonancia unanimista, rotundo desmentido de la efusión romanticona del cine populista que sólo enmascaraba crasas urgencia genitales.

Las urgencias genitales y sus fantasías producto de la represión tienen su estallido plenipotenciario a través del albur. Es el bendito albur en letanía, la única posibilidad de que la comunidad deefeña conozca una vivencia democrática, la mecánica inalterable de una espontaneidad autoexcitada, la agresión cerrada de antemano reiterativa que puede resolverse en inesperada pirotecnia verbal, el duelo de ingenios volcados, la gozosa distorsión de las palabras y los significados, el exorcismo gratuito de los fantasmas sexuales, la maravilla inventiva de la miseria relacional, la esgrima de alusiones a todos los agujeros penetrables del cuerpo (masculino o femenino) cuando la cosa se pone dura. Y por añadidura el albur iguala a la rutina del trabajo físico con el merecido descanso en las pulquerías Mi Oficina y la Muerte Mamona. Las calles aledañas a los mercados se vuelven lugares de recreo, por donde campea, entre vecindades floridas y acogedoras, el chofer del camión repartidor El Pajarote, ¿se te antoja?

Todo adentro o nada afuera: la Picardía mexicana (Abel Salazar, 1977) predomina porque absorbe, salda cuentas, consolida amistades, es saboreable por todos, con risotadas cómplices, no obstante lo sobado de los albures; puede ser cultivada incluso por sabias mujeres mayores como la garnachera de la banqueta (la veteranísima Delia Magaña) y la malhablada sustituta materna de Chente (Dolores Camarillo Fraustita), y debe aparecer escrita en las defensas o salpicaderas de los vehículos o sobre las cortinas metálicas de los establecimientos. Fenómenos de omnipresencia, la picardía mexicana y su brazo armado, el albur, comparecen en el film como inscripciones para todos explícitas, a pesar de sus barroquismos inherentes, su exclusividad virilista y su dimensión de criptomensaje para entendidos. El albur reina para rescatar del jodidismo; por ello será glorificado, aplaudido, celebrado a manera de triunfo aparatoso y definitivo (“Ya te lo chingaste mano”).

Sin compás ni medida, se confunden el estallido y la deflagración, el uso y el abuso mercachifle, el exceso y el usufructo ignominioso. Lo que no era más que un simple accesorio y podía haber sido, por toda la eternidad, un mero recurso de lenguaje, ha tomado el puesto de mando en Picardía mexicana. El film se ostenta incluso como una "adaptación" de lo inadaptable: el repertorio de expresiones, letreros y dibujos publicado como Picardía mexicana que, al lado de las secuelas Nueva picardía mexicana y Grafitos de la picardía mexicana (Editorial Posada, 1975), convirtieron a su autor, Armando Jiménez, en “el escritor de mayor éxito en la literatura de nuestro país”, batiendo “las marcas de ediciones, de ejemplares y de lectores” (prólogo anónimo a Grafitos de la picardía mexicana). Para certificar y firmar la cinta, cual Velázquez dentro de Las meninas o el gordo Hitchcock circulando por todas sus películas, aparece en Picardía mexicana un personaje extrafílmico llamado el Preguntón, de existencia ubicua e interpretado por el enriquecido compilador Jiménez, disfrazado de proletario y siempre con un lápiz en la mano, para anotar las expresiones albureras de Chente y sus ayudantes, hasta que de pronto se incorpora a la acción, se hace cuate de los héroes de la ficción y termina obsequiándole la ansiada factura de su camión, comprado en abonos, al esforzado trabajador del volante, junto con el primer ejemplar de su novedoso libro Picardía mexicana.

El octavo largometraje de Abel Salazar, pues, hace culminar en el cine mexicano una trayectoria en pos de la desinhibición del lenguaje verbal. Una trayectoria que se conjuga con la banalización del desahogo lúdico. Una trayectoria sujeta a las contradicciones del desarrollo del espectáculo mexicano en casi cuarenta años. En los cuarentas el albur empieza a acendrarse en los sketches léperos de los teatros de revista, aunque su ascendencia es netamente carpera; y empieza a asomarse tímidamente en el churro fílmico posterior al Plan Garduño de los cincuentas, pues era inimaginable en las rutinas de Cantinflas o de Tin-tán. En los sesentas irrumpe con ropaje culterano-populista, vía Los caifanes (Ibáñez, 1967), pero se estrella contra la censura cuando Fons acomete la versión fílmica de la comedia ranchera teatral El quelite (1970). Desde entonces, de modo cada vez más abundante, en una perfecta escalada, se empieza a utilizar como auxiliar retórico, ya permitido por la Apertura echeverrista, en cintas seudocríticas, ya sean de derecha (Mecánica nacional, México México ra-ra-rá) o de izquierda nebulosa (Los albañiles de Fons, 1976), rindiendo óptimas ganancias. Al mismo tiempo, el recuento de malabares ad nauseam de la Picardía Mexicana ha consagrado, sobre la escena teatrera, cosas descosidas tipo El coyote cojo o La pulquería (de Víctor Manuel Castro), con enorme resonancia en la taquilla, permitiendo hasta contestaciones revanchistas por “viejas peladas” en los actos teatrales ad hoc de Carmen Salinas e Iselota Vega (cf. Del nuevo estatus de las “malas palabras” en Amor perdido de Carlos Monsiváis, Biblioteca Era, 1977).

Sólo el albur redime donde la inventiva humorística escasea. Credo omniscente, creído omniscente: al albur sólo le faltaba esto, que se volviera principio y fin de un mundo que gira en torno suyo, que se tornara prestigioso, que simulara existir únicamente para ser anotado por el Preguntón Jiménez desde una supraconciencia de la trama. Sin embargo, el albur en su autarquía cinematográfica era un estruendo embalsamatono. Picardía mexicana inauguraba un género efímero que no llegaría más allá de Picardía mexicana 2 (Rafael Villaseñor Kuri, 1980), extinguiéndose como llamarada de petate después de atizar el fuego de las películas de ficheras y permitir, de rebote, la filmación de híbridos aberrantes como La pulquería (Castro, 1980). Picardía mexicana 1 y 2 eran consagraciones y sepelios en celuloide, por el mismo precio. Repetida como un saber ancestral, asumida como un pesado deber, ungida cual instantánea tradición popular, invocada como nueva esencia totalitaria de la Mexicanidad (al nivel de la serie autorracista que encabezó Mecánica nacional), propuesta al futuro a modo de chiste resobado que cada generación de niños-adultos y adultos-niños reclama como innovación, la picardía mexicana se disemina y se diluye en los filmes de Abel Salazar y Villaseñor Kuri, quedando en ridículo al pretenderse energía estructuradora de ficciones. Su dinámica al desnudo era una fuerza exangüe, incapaz de desarrollo, variación o renovaciones.

Pero, al parecer sólo comprometidas con su autosatisfacción oral, en contra de cualquier vaticinio, Picardía mexicana y Picardía mexicana 2 narraban cada una un argumento, y sus praxis descriptivas llegaban a integrar un discurso. Cuando los valores del machismo mexicano empezaban a considerarse caducos y generacionalmente superados, el cine nacional los hizo resurgir a partir de esos dos filmes-clave. El machismo resurge porque la vida es un camote (agarre su derecha). Resurge para lograr en cada viaje un amor... tiguador. Resurge con ímpetu ciego de monstruo de Frankenstein, en un aggiornamento de mutante. Ahora se trata de un macho traumatizado por el México posfreudiano de los setenta; lamenta en oportunas jeremiadas la pobreza y jamás se repondrá del abandono sufrido en la infancia. Alega en cualquier circunstancia que no pasó del segundo de primaria y se reconoce a sí mismo como un mexicanito acomplejado de colonia obrera, sin siquiera las compensaciones de los vacacionistas perpetuos de ¡Tintorera!, pero también sin la necesidad de autocastigo del petrolero solitario de Fuego en el mar. Anda siempre mal afeitado, para favorecer la identificación del espectador masivo con Chente Fernández, en imágenes de bonitos colores, y desea por sobre todas las cosas un amor del bueno, aunque no consigue expresarlo. Con un poco de comprensión amatoria, dejaría las groserías con sus cuates pulqueros y formaría un hogar como fierecillo (verbal) domado. En la duda de si es el mismo macho de siempre, las lindezas de su alma hablarán por él.

En Picardía mexicana 1, Chente invoca a la Virgencita en cada momento de apuro, vive pegado a las faldas de su figura materna (Fraustita) cual hijo mexicano tolerablemente descarriado, se refugia a veces con su tío cura (Carlos Riquelme) en busca de consejo, redime a una mujer caída para volverla placera, recibe los honores de la Despedida Sexual de parte de una amante a punto de casarse, luego se mofa de ese gesto tan mono, adopta como propio a un niño desamparado (Alejandrito Fernández), soluciona sus azotes sentimentales vaciándose tarros de pulque y dándose de cuchilladas con un bravero (Rodrigo Puebla), llora tequileramente sobre la tumba de un cuatacho que dio la vida por él, usa el cariño infantil para llegarle al corazón de una maestrita de buen ver (Jacqueline Andere) que lo trae herido, y al final manifiesta cantando que se siente basura ante la mujer amada, llorando por volverse digno de alcanzar los valores sociales más convencionales.

En Picardía mexicana 2, Chente ya es un humilde flotillero lleno de bondad, con noviecita hipócritamente santa (Marcela Delgado) y deseos irrefrenables de salir de su condición, aunque siempre oyendo el llamado de los macheteros de alburera pulquería retozona (Héctor Suárez, Lalo el Mimo) y levantando con su camión a alguna indita extraviada que resulta prostituta ratera. Nuevos repartos por toda la eufórica ciudad, infaltables fiestas de vecindad, el velorio de un cuate al que desgüevó su esposa arpía y el eterno retorno a la pulcata como vientre materno de la deliberación viril: panales de rica miel para el obsedente juego del albur, babeante aglutinador de discursos circulares. Lo teratológico social vuelve a prescindir de pararrayos dramáticos, pues el machismo no necesita de muchos incentivos para seguir siendo el rey. La vida comunal disuelve diferencias, iguala comportamientos dentro de un mismo flujo deyecto y permite subespecies para reafirmar el entronizamiento del macho sobre el desprecio a la especie humana: pulqueras mientamadres, pateables billeteros, organilleros subnormales, teporochos en las últimas, pulqueros que asaltan moteles (“Somos los marginados, mientras los explotadores la pasan bien y bonito; ésta es la venganza de la clase jodida”). Por eso la trama se resolverá mediante gags desgajados del conjunto: el desgüeve que hace saltar hasta el techo, el difunto que resucita al caer el féretro, algún exabrupto del padrino cura (“Se necesitan muchos güevotes para ser como Cristo”) y el perdón en el último minuto a la noviecita impura.

Gimoteante pulquero compulsivo y querendón, manipulado a rabiar, brutalmente irrespetuoso y con ternura infantil, Vicente Fernández es el heredero de la nobleza y las gracias edípicas de Pedro Infante, por algo los argumentos de las Picardías mexicanas han sido redactados en colaboración con Pedro de Urdimalas, el libretista de cabecera de Ismael Rodríguez (de Nosotros los pobres, 1947 a Faltas a la moral, 1967). Aunque su inconsistencia histriónica poco le ayude, Chente interpreta a Chente pretendiendo elevarse al masoquismo excelso de Pedrito agachándose a amarrarle las agujetas a su padre prepotente en La oveja negra (Rodríguez, 1949). Así pues, en Picardía mexicana 1 Chente se desangra la mano azotándola contra su camión, para que su pequeño entenado se la bese después, sorbiéndose con gusto los mocos, sangre y lágrimas de su henchida abyección; y en Picardía mexicana 2 Chente se entrega de plano al sermoneo benevolente (“El macho que perdona a la mujer manchada empieza a ser un verdadero hombre”). He aquí al héroe fassbinderiano, mendicante de cariño a cualquier precio (Sólo quiero que ustedes me amen, 1976), a nivel de cine populachero mexicano y con temple cancionero (“Sólo quiero que me quieran con todas mis canciones”).

La regresión ha triunfado. El vacío abierto por la conciencia populachera vulnerada se habrá de llenar con el Retorno de lo Mismo. Prolongando la ideología picara de La Guayaba y La Tostada, Resortes y el Mobiloil Suárez salen encuerados de los baños de vapor, acompañados por el populismo más grueso y las carcajadas más estridentes. Y ya en La pulquería, la pareja formada por los temibles teporochos Carmen Salinas (“Le pido un favor, no mame”) y Luis de Alba (de indito a Pirruris) le cachondean las tetillas a un policía en la vía pública. (“Tos no hay pedo que perseguir”); el ropavejero El Ayates (Rafael Inclán) se vuelve chichifo del mismísimo diablo (“Yo al exorcista me lo paso por el averno”), y un sarnoso perro callejero habla, al final de la película, adquiere el don de la mexicana palabra picardienta para comentar lo que todos acabamos de presenciar (“¡Qué poca madre!”).

382,08 ₽
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831 стр. 2 иллюстрации
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9786073009232
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